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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (61 page)

BOOK: El mozárabe
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Aquél fue un año de muertes. Pocos días después de aquella conversación, le llegó su hora al visir Ben-Hodair. Abuámir lo lamentó de veras; no sólo se iba un buen amigo, sino que perdía a su consejero y protector.

Pero no estaba dispuesto a sentirse solo frente al obscuro entramado del poder, y en las semanas anteriores a la ceremonia del juramento se dedicó a visitar a numerosos hombres influyentes, sobre todo a aquellos que le debían favores a costa de los fondos de la Ceca. Era la manera de sembrar para el futuro; para el momento en que faltara el actual califa, momento en el que él estaría más próximo que nadie al príncipe heredero. También procuró acercarse más a al-Mosafi, puesto que era el personaje más influyente en el que podía confiar sin temor a equivocarse. Además, ya hacía tiempo que se había dado cuenta de que el gran visir acudía a su vez con frecuencia para confiarse a él, sobre todo en lo tocante a sus eternos enemigos, los mayordomos de Zahra. Resultaba curioso, pero las intrigas de los eunucos habían terminado finalmente por unirlos a ellos. Al-Mosafi se preciaba de haber descubierto la valía de Abuámir, y el hecho de que éste saliera tan airoso de la acusación de los fatas le había aportado la satisfacción de quedar por encima de ellos.

La tarde anterior al juramento, Abuámir y al-Mosafi se juntaron para ultimar los preparativos. Era la primera ceremonia en muchos años que no había sido programada y dispuesta por los eunucos reales; un triunfo sin precedentes sobre el poder inamovible de los fatas para controlar todo lo que sucedía en Zahra. El gran visir estaba nervioso pero no ocultaba el gozo que le proporcionaba ocuparse de algo que afectaba tan directamente al trono. Abuámir y él se sintieron en aquel momento más unidos que nunca; sobre todo, porque sabían que después del acto, cuando todo el mundo hubiera visto a Chawdar y al-Nizami relegados a un segundo puesto, ellos tomarían el relevo para acceder al dominio de los actos oficiales de la Medina real. Era lo que al-Mosafi había esperado siempre. De nada le servía haber sido el primer ministro durante años si los eunucos podían disponer a su antojo de lo que sucedía en el entorno cercano al califa. Las recepciones, las embajadas y los nombramientos habían estado durante décadas sometidos al refrendo y al orden que ellos establecían, guiándose en la mayor parte de los casos por los dictados de su capricho.

—Sólo hay una cosa que me preocupa —le confesó el visir a Abuámir—: hasta ahora, ni siquiera han aparecido; lo cual significa que están tramando algo.

—¿Pueden acaso evitar el juramento? —dijo Abuámir con desdén.

—No, desde luego que no. Si se opusieran a él, sería como oponerse al propio califa, puesto que se trata de su único heredero. Y eso es lo que les trae tan enrabietados. Por primera vez, las cosas no están sucediendo como a ellos les gustaría.

—¿Crees que después de esto se retirarán definitivamente?

—¡Ah, Dios lo quiera! Pero me temo que son demasiado orgullosos y obstinados para eso.

—¿A qué esperan ya? —preguntó Abuámir como para sí—. Son viejos y han tenido todo en sus manos. ¿Es que no se cansan?

—¡Qué poco conoces a los eunucos! —repuso al-Mosafi—. No tienen descendencia a la que dejar todo cuanto tienen y por eso se aferran a sus vidas como nadie. ¡No, no cederán jamás! Y ahora que peligra su dominio son más peligrosos que nunca. Como si fueran fieras heridas… Andémonos con cuidado.

—Hay una cosa, visir al-Mosafi, que aún no he llegado a comprender —le dijo él con sinceridad—. Tú eres, después del califa, el hombre que desempeña el más alto cargo en el reino, puesto que eres el
hadjid.
Y, siendo así, ¿cómo es que te preocupa tanto lo que puedan hacer esos viejos eunucos? ¿No dependen de ti los más altos funcionarios y el ejército?

—Ciertamente —respondió al-Mosafi—, debería ser como dices. Pero la realidad no es ésa, ya que las cosas son mucho más complejas que su mera apariencia externa. El anterior califa, al-Nasir, dio mucho poder a sus eunucos, especialmente a esos dos, Chawdar y al-Nizami, que cuidaron de él desde que entraron a su servicio siendo apenas unos niños. No sólo se encargaban de asearlo y vestirlo; además de eso, cuidaban de sus pertenencias más queridas: sus mujeres, sus hijos, sus efebos, sus halcones, sus caballos y sus perros. Eso les dio el derecho de vivir la propia vida del hombre más temido y admirado de Córdoba. Todo el mundo sabía que en la verdadera intimidad del califa sólo ellos tenían parte. Por eso, los más de mil eunucos que hay en la ciudad no tienen otro modelo en que fijarse que los fatas, y entre ellos están los mandos del ejército que custodia Zahra, la guardia personal del califa, el prefecto de la policía y la multitud de mayordomos que vigilan el protocolo del palacio.

—¡Me dejas perplejo! —le dijo Abuámir—. ¿Quién puede contra todo eso? Ahora comprendo por qué todo el mundo les tiene miedo.

—Así es, Abuámir, nos enfrentamos con un gigante poderoso, al que solamente la audacia podrá vencer. ¿Por qué crees que confié en ti desde el principio? Eres inteligente, decidido y valiente; además de joven y emprendedor. Sólo con personas así podremos modificar este orden de cosas.

—¿Quieres decir que pretendes cambiar la estructura de la corte?

—Sí —le confesó al-Mosafi—. El viejo sistema quizá funcionara para al-Nasir, pero hoy día no tiene sentido. Si queremos un imperio grande y fuerte, no podemos seguir arrastrando la pesada carga de tener que pasar todas las decisiones importantes por las «criadas» de la casa. Es necesario que los mayordomos se ocupen sólo de las cosas domésticas y que los gobernantes se ocupen de la política.

—Pero eso supone buscar hombres válidos, dispuestos a colaborar, fuera de los eunucos —sugirió Abuámir.

—De eso se trata. Ahora es el momento más oportuno. Hay en Córdoba muchas familias nobles, con miembros preparados, aunque venidos a menos muchos de ellos a causa de las arbitrariedades de los fatas. Ahí es donde hemos de buscar.

—¡Conozco a uno de esos hombres! —aseguró Abuámir con entusiasmo—. Se trata de Ben Afla, el que fue visir de Murcia. Es un hombre honrado, de noble linaje y de espíritu limpio, que cuenta con diez hijos que son el mejor regalo que Dios haya podido darle.

—Le conozco muy bien —dijo al-Mosafi—. Contaré con él, puedes estar seguro de ello. Sigue buscando por tu cuenta y yo haré lo mismo. Una vez que termine la ceremonia del juramento, hemos de empezar a formar partido con vistas al futuro. Hay mucho de donde escoger. ¡Alá nos mostrará el camino!

Cuando el gran visir se marchó, Abuámir se quedó invadido por una interior agitación. Subió entonces a la torre, pues era el lugar que escogía para encontrarse consigo mismo. La noche empezaba a caer sobre Córdoba y los faroles lucían ya matizando las esquinas y los rincones de las retorcidas calles. Descollaban los palacios, los alminares y los campanarios. ¡Qué maravillosa ciudad!, pensó él. No había otra como ella en el mundo. En ningún sitio como allí se concentraban la sabiduría, la poesía, el lujo y el refinamiento. Le parecía que algo de todo aquello empezaba a ser suyo. Después de la conversación de la tarde con al-Mosafi, sentía que sus manos estaban tocando ya lo más alto, el cénit de sus aspiraciones. Era como si una misteriosa fuerza le hubiera transportado a las alturas, para que pudiera contemplar desde allí cuanto podía poseer y dominar. Juró para sí que no se pondría frenos. Había llegado su momento y había optado por jugárselo todo, aun a riesgo de sucumbir, pero de ninguna manera se dejaría arrastrar a la anónima mediocridad.

Al día siguiente, fue a recoger temprano al pequeño Hixem. Los eunucos Sisnán y al-Fasí lo habían vestido como lo que iba a ser desde esa misma mañana: el príncipe más importante del imperio. El niño parecía un diminuto califa; con sobrepelliz, túnica bordada, plumas de pavo real y broches de rubíes prendidos en el turbante. Y los eunucos, a su vez, de acuerdo con las órdenes de Abuámir, se habían ataviado con libreas de ceremonia, conforme a la categoría que les correspondía por su proximidad en el trato con el heredero.

Subh los despidió en la puerta llorando, pero en el último momento esbozó una media sonrisa.

El traslado se efectuó en la litera de plata, con toda la pompa y el boato que Abuámir pudo reunir: los precedían bandas de panderos, tambores, chirimías y cascabeles; no faltaron dromedarios, caballos árabes con jaeces de lujo ni palafreneros esclavos con uniformes de gala; tampoco una veintena de pregoneros que lanzaban sus hondas y prolongadas alabanzas.

Al llegar a la plaza de al-Dchamí, la multitud rugía contenida por las barreras de guardias que acordonaban los accesos a la mezquita mayor. Toda la nobleza se encontraba ya reunida frente al pórtico principal, al que conducía un pasillo flanqueado por dos hileras de magnates, funcionarios reales y oficiales del ejército.

Abuámir descabalgó y se dirigió directamente hacia la litera del príncipe, al cual ayudó a descender. Tomó al pequeño de la mano y avanzó sonriendo hacia el arco de entrada, pero consciente de que el momento más delicado de la ceremonia había llegado. En efecto, junto a la puerta aguardaba Chawdar rodeado de sus colaboradores y, dentro ya de la mezquita, al-Nizami con el príncipe al-Moguira. El rostro del primero de los eunucos reflejaba su vacilación: dudaba si acercarse o no para hacerse cargo del pequeño príncipe, puesto que en otro orden de cosas le debería haber correspondido a él tal honor. Pero el mayordomo de los alcázares era Abuámir, y el viejo eunuco temió que el niño estuviera previamente advertido e hiciera una escena al verse arrebatado de las manos de quien le conducía; lo cual no le convenía nada en aquel momento.

Abuámir y el niño cruzaron la puerta con decisión, mientras todos los presentes, incluidos los fatas, se inclinaron reverencialmente. Se adentraron por el fresco bosque de columnas y arcos y avanzaron hacia el mihrab que señalaba la dirección de la quibla, seguidos por todos los demás.

Abuámir apreció las reformas recién terminadas, cuyas obras se habían apresurado para ese día. La ampliación diseñada por su amigo el arquitecto Fayic al-Fiqui era espléndida. La inmensidad de las naves nuevas daban la sensación de un espacio infinito que se perdía en interminables hileras de columnas, como en un eterno palmeral de piedra. Por fin, llegaron al mihrab. La impresión era deslumbrante: las teselas de los mosaicos hechos por los maestros bizantinos brillaban como una infinidad de minúsculos espejos, a la luz de mil lámparas, creando una atmósfera dorada.

A ambos lados del mihrab, bajo la bellísima y multiforme bóveda, aguardaba al-Mosafi con los notarios, los imanes y el cadí. Todos se postraron. Cuando se hubo enderezado, Abuámir cruzó su mirada con la del gran visir y ambos sintieron la mutua complicidad. Durante un largo rato hubo silencio, en espera de la llegada del califa.

Alhaquen apareció con aspecto sencillo, acompañado por un grupo de teólogos. Últimamente parecía restarle importancia al protocolo y no prestar atención al boato que debía rodearle según la etiqueta palaciega. Se arrodilló en dirección al mihrab y oró en silencio durante un buen rato, con el rostro pegado al suelo, mientras todo el mundo permanecía postrado.

Después se puso en pie y ordenó al imán que comenzara el acto.

El Corán descansaba sobre una mesa de bronce, entre dos grandes lámparas, abierto por la página que contenía la sura escogida a los efectos. Se pronunció la recitación y todos respondieron a las invocaciones. Después, con los brazos cruzados sobre el pecho, cada uno de los miembros de la corte fue jurando fidelidad al heredero, en el nombre de Dios, de su profeta Mahoma y de la Sharía, por la propia salvación y respondiendo con la propia vida.

Capítulo 63

Constantinopla, año 971

En la gran luz del Bósforo, Constantinopla se tornaba violácea, resplandeciendo con sus cúpulas ilustres y sus brillantes palacios que miraban hacia el sol que despertaba en Oriente. El Cuerno de Oro hervía en embarcaciones de todos los tamaños que comenzaban a desplegar sus velas o a remar hacia el mar de Mármara. Multitud de esquifes se acercaban a los grandes barcos que arribaban, para ofrecerse a llevar a los viajeros a los muelles de Gálata y ahorrarles así la espera que suponían los trámites del amarradero en las oficinas del puerto.

Asbag se hizo consciente de que tenía frente a sí a la otra Roma, la que abría a la cristiandad los puertos de Asia, la que había cimentado su Iglesia en las reliquias de san Andrés apóstol, el cual no sólo era hermano de Pedro sino que había sido llamado por el Señor antes que él.

La nave veneciana, moderna y ligera, plegó sus velas y avanzó a golpes de remo por el agua mansa, mientras dos marineros hacían sonar dos grandes trompetas para avisar al resto de las embarcaciones. En el palo más alto ondeaba la bandera papal; más abajo, los escudos imperiales, los colores de Sajonia y, finalmente, el pendón de Cremona. Era la forma de advertir, siguiendo las leyes del mar, que los insignes viajeros que transportaba el barco eran súbditos y legados del sacro Imperio.

La embajada papal estaba compuesta por cuatro dignatarios: Luitprando de Cremona, prelado con poderes de representación del Sumo Pontífice; Fulmaro, obispo de Colonia; Asbag, con poderes de canciller honorífico; y Raphael, un joven conde lombardo al frente de treinta caballeros que hacían de escolta de los legados.

Los cuatro permanecían en la cubierta, contemplando desde la baranda de proa cómo el capitán del barco se alejaba en un esquife hacia los muelles para presentar las credenciales al oficial del puerto.

El obispo de Colonia, hombre grueso y fatigoso, se felicitaba de que por fin fueran a tomar tierra, poniendo fin a un viaje que había resultado para él un continuo mareo. Asbag, en cambio, apenas había sufrido en la travesía, por contraste con la que hiciera amarrado y a la intemperie cuando le transportaron cautivo los vikingos. Y el conde Raphael y sus hombres, por su parte, ya habían llevado a cabo misiones semejantes y podría decirse que eran experimentados custodios de las legaciones que con frecuencia eran enviadas a Bizancio. Pero lo que resultaba sorprendente era la fortaleza de Luitprando. El anciano obispo era un encorvado manojo de huesos, que se alimentaba diariamente con un puñado de uvas pasas y algunos higos secos. Parecía sustentarse solamente con el empeño de culminar con éxito su misión y, desde que vio de madrugada en el horizonte la línea de edificios de Constantinopla, permaneció mudo, como concentrado en cuanto había de argumentar frente al basileus y el patriarca para cumplir su cometido.

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