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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (62 page)

BOOK: El mozárabe
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Luitprando miraba a Constantinopla con una mezcla de atracción y recelo. Representaba para él lo otro, lo incontrolable, lo que escapaba a su concepto del
ordo
como sumisión a un único poder investido de autoridad sagrada en el imperio; lo que venía una y otra vez a confundir sus planes de unidad y restitución de la vieja idea teodosiana. Pero, por otra parte, tenía que reconocer que la ciudad era hermosa y que guardaba en su interior el tesoro de la concepción oriental de la fe: la singularidad de la liturgia bizantina, el misterio de sus iconos, el respeto a la oculta majestad de Dios y la insignificancia ante la trascendencia a pesar del fasto de los ritos. Todo un legado que estaba en las raíces mismas del origen del cristianismo y que de ninguna manera habría de perderse.

Pero no podía evitar sentir desprecio hacia los gobernantes bizantinos. No podía soportar que fueran tratados como partícipes del aura de santidad del mismo Cristo o la Virgen María, cuando vivían en el lujo y la sensualidad de una corte seducida por los influjos que le llegaban de Asia.

Ya en el año 968, durante el reinado del basileus Nicéforo Focas, había sentido ese fatal contraste, después de contemplar el hermoso culto bizantino en Santa Sofía, tras el cual la nobleza patricia había banqueteado y se había embriagado al estilo de las decadentes bacanales del viejo imperio sucumbido. Eso no podía caber en la mente de un austero clérigo lombardo que admiraba el monacato occidental por su rigor y por lo que transmitía al mundo de su austeridad.

Pero, además, en aquella ocasión había comprobado por sí mismo el desdén y la indiferencia con los que en Bizancio se miraba hacia Roma. Entonces había intentado ya concertar el matrimonio entre los dos imperios, solicitando en nombre del Papa romano a una princesa bizantina para el emperador de Occidente. La elegida por Luitprando había sido Ana, una joven hija de Romano II que reunía en sí lo mejor de la sangre constantinopolitana. Pero el basileus y el patriarca casi se habían reído de su petición; considerando que el pretendido «emperador romano» no era sino un bárbaro sajón, descendiente de conversos invasores del sacro Imperio. Luitprando había tenido que regresar a Roma con las manos vacías, y albergando en el corazón un inconfesable odio hacia quienes se habían burlado de la entidad de su embajada.

Entonces, casi una década atrás, Luitprando estaba dominado por la soberbia de saberse el secreto artífice de la nueva visión de las cosas. Se había enfrentado al propio papa Juan XII, al que había conseguido deponer en un sínodo, arrojándole las feroces acusaciones que había reunido en su
Antapodosis y
aireando sus pecados por toda la cristiandad.

Pero ahora los años habían templado su ímpetu, aunque dentro de él permanecían encendidas las ascuas del deseo de ver finalmente su obra terminada antes de abandonar este mundo.

Durante el viaje le había confesado a Asbag la intención de llevarse a la princesa a toda costa; incluso si tenía que humillarse y arrastrar su concepto de la legitimidad imperial a los pies del basileus. Lo único importante era unir esas dos sangres: la de los descendientes de los griegos fundadores de la civilización y la del nuevo Occidente cristiano y romano. Era la única forma de restituir en su integridad el perdido orden constantiniano.

Ahora Constantinopla estaba ahí enfrente una vez más. ¿Qué sucedería? Ésa era la gran incógnita que daba vueltas en la privilegiada mente del obispo de Cremona. Si el actual basileus Juan Zimisces tampoco se tomaba en serio la embajada, como hiciera su predecesor, se perdería la última oportunidad de unir los dos imperios que se iban alejando año a año. No volvería a haber un joven heredero, como Otón II, coronado ya emperador por el Papa desde los doce años, con su padre gobernando sobre Occidente en nombre de Cristo, y dispuesto a unirse en matrimonio con una descendiente de la sangre helena.

La visión de Constantinopla era imponente. El viajero que llegaba por mar veía un horizonte dominado por las cúpulas de las iglesias. Por encima de todas ellas —en el promontorio que constituye la espina dorsal de Bizancio— se elevaba Santa Sofía. Luitprando miraba allí, queriendo fijar sus ojos cansados en el maravilloso conjunto que formaba la catedral.

—¡Ah, es sensacional! —exclamó Asbag.

—Sí que lo es —secundó Luitprando—. Ya en el siglo VI, el escritor Evagrio la describió como «gran obra incomparable, cuya belleza excelsa supera toda posible descripción».

—¿Aquello otro de allí qué es? —le preguntó Asbag, señalando unas magnas construcciones próximas a Santa Sofía.

—Se trata del vasto palacio de los emperadores —respondió él—. Es tan grande como una ciudad que se extiende en una serie de terrazas, galerías y patios hasta el borde del mar.

—¿Y aquello de allí? —preguntó Asbag, señalando ahora al otro lado del Cuerno de Oro.

—Son las fortificaciones que vigilan la entrada de los barcos. Lo más elevado es la torre de Atanasio. Y más abajo, en los muelles, puede tenderse una cadena para impedir la entrada de los barcos enemigos a través de la boca del Cuerno de Oro.

Mientras aguardaban el regreso del capitán con la orden de paso, Luitprando siguió dando explicaciones acerca de los diversos puntos que se divisaban en el horizonte; la costa de Asia a la derecha, la gran hilera de murallas, que según él continuaba al otro lado de la ciudad, y los principales monumentos que se erguían en diferentes lugares.

Después de un largo rato, llegó el permiso de entrada y la nave se abrió paso hacia el Cuerno de Oro, buscando el puerto donde arribaban las embarcaciones de altos dignatarios.

Hicieron su entrada en la ciudad por una de las puertas principales y circularon a lo largo de uno de los ejes que iban al gran palacio. Se trataba de una amplia calzada romana que convergía con otras en una espaciosa plaza con soportales, el foro Bovi, de donde partía el Cardo máximo que atravesaba el foro Tauri y el de Constantino y, finalmente, el Augusteon; para terminar frente al hipódromo, con la catedral de Santa Sofía a un lado y el gran palacio al otro.

El gentío de las calles era el reflejo de lo que Constantinopla había llegado a ser como capital de un gran imperio, en la principal ruta comercial entre Europa y Asia, y en el punto más estrecho del canal que unía el mar Negro con el Mediterráneo. Ese ambiente estaba escrito en cada esquina y cada plaza: árabes, sirios, asiáticos, búlgaros, siberianos, romanos, eslavos, normandos; todas las razas, todas las lenguas y todas las culturas se entremezclaban allí en un colorido y múltiple bullicio que se había lanzado a tomar la ciudad desde las primeras horas de la mañana, convirtiéndola en un caos donde se hacía eterno intentar llegar a cualquier sitio. La comitiva de los prelados romanos, con los caballos de escolta, los criados, asnos y carretas cargados de regalos, tuvieron pues que armarse de paciencia para avanzar entre la multitud.

Por fin, llegaron frente al arco de Milion. Los guardianes de palacio les dieron entonces paso a una gran explanada, que se extendía entre la catedral de Santa Sofía y la gran puerta de Bronce que servía de entrada junto a los inmensos cuarteles de la guardia imperial. Allí tuvieron que aguardar un buen rato bajo el sol del mediodía. Luitprando se impacientaba y el tic de su cuello se acentuaba. Iba de la carreta a la gran puerta metálica que permanecía cerrada y regresaba una y otra vez, con sus pasos renqueantes.

—¡Siempre igual: —se quejaba—. Nos harán esperar una y mil veces más, para cada recepción, antes de cada ceremonia… ¡Para ellos no existe el tiempo!

—Vamos, vamos, cálmate —le pedía Asbag—. Impacientándonos no vamos a ganar nada. Descansa mientras tanto; no te agotes…

El grueso obispo de Colonia había descendido del carro y, sentado a la sombra en un butacón, daba cuenta de un plato de comida que le había servido uno de los criados, mientras otro le echaba aire con un abanico de mimbres. El conde Raphael y sus hombres se habían sentado en el suelo y bromeaban entre ellos.

Al cabo apareció un oficial y les franqueó el paso a los cuarteles, donde un funcionario imperial les recibió, y se hizo cargo de las cartas de presentación y de los regalos para el basileus. Después los condujo hacia un cercano palacio donde se les dio alojamiento, haciéndoles saber que en breve serían avisados para participar en la recepción de bienvenida.

Capítulo 64

Córdoba, año 971

Cuando Abuámir fue nombrado magistrado de la
shurta
y comandante general de las fuerzas de la policía de Córdoba, acababa de cumplir los treinta años. Lo de magistrado no le sorprendió, pero lo de verse elevado repentinamente a la condición de militar le causó un gran sobresalto.

Estaba en el despacho del gran visir al-Mosafi, y tuvo que leer un par de veces la cédula de nombramiento que sostenía desenrollada entre sus manos.

—¿
Ma-wa-la
de la
shur-ta
? —deletreaba—. ¿Pero cómo…? ¿No se tratará de un error?

—No, de ninguna manera —confirmó al-Mosafi—. Lo que estás leyendo es tan real como que tú y yo ahora estamos aquí. Como puedes comprobar, la firma del Comendador de los Creyentes y su sello no ofrecen duda.

—¡Pero esto es un cargo militar! —replicó él.

—Sí. ¿Y qué?

—Pues que yo no soy hombre de armas…

—¿Y no ha llegado ya el momento de que lo seas? En tu familia ha habido valerosos militares. ¿No vas a unir tú esa faceta a tu destino? Piensa que el poder se funda en las armas en gran medida. Muchos de los grandes cargos del reino pertenecen a hombres que son o han sido importantes guerreros. Aunque el actual califa sea un hombre de paz, ¿puedes imaginar el engrandecimiento del imperio que consiguió al-Nasir si no hubiera sido un inteligente estratega militar? Además, están los generales, que sólo seguirán a un líder que pertenezca a su estamento.

—Sí, sí, no niego nada de eso. No necesitas convencerme de la importancia de las armas. Los héroes que más admiro eran guerreros. Pero yo me he pasado la vida estudiando; mi padre escogió para mí la carrera de los libros y dejó las armas para mi hermano Yahya. No entiendo en absoluto del arte de la guerra. Ni siquiera sé manejar una espada.

—¡Qué tontería! —replicó el gran visir—. Eres un hombre fuerte, joven y decidido. Has demostrado más de una vez tu coraje. ¿Tan difícil te va a resultar aprender a ser un buen guerrero?

Abuámir se quedó un rato pensativo. No rechazaba la idea, pero le había tomado por sorpresa, puesto que era algo que nunca se había planteado. Al fin, dijo:

—Bien, bien. Lo intentaré, pero necesito tiempo. ¿Por dónde he de empezar?

—Búscate un buen maestro. Alguien maduro, noble y con gran experiencia. Un general retirado, algún mercenario…

—¡Ya está! —exclamó Abuámir—. ¡Ben Afla! Él me ayudará. Combatió con mi padre y me aprecia sinceramente.

—¡Perfecto! —asintió al-Mosafi—. No encontrarás a nadie mejor que él. Sabe de caballos, de maquinarias de guerra, de armas… Fue comandante de las fuerzas de África, gobernador de Murcia… Y, lo más importante, es un noble con prestigio; un caballero de la vieja escuela. El te pondrá al corriente de todo lo que necesitas.

Aquella misma tarde, Abuámir se presentó en el palacio de Ben Afla. El noble militar se alegró sinceramente de la visita y enseguida le agradeció una vez más lo que meses atrás había hecho por sus hijos.

—¿Qué ha sido de ellos? —le preguntó Abuámir.

—Los tres mayores partieron hacia África, incorporados a las huestes del
mámala
Walid; el que le sigue en orden se encuentra en Toledo, al servicio del gobernador, y los demás, por ser jóvenes aún, siguen su adiestramiento en las armas.

—¿Dónde reciben esas enseñanzas? —se apresuró a preguntar él.

—Donde debe ser; aquí mismo, en Córdoba. Yo los entreno, como hizo conmigo mi propio padre. Aunque ya no tengo edad para estar constantemente en campaña, soy aún lo suficientemente ágil para mostrar cuanto sé acerca de las armas.

Abuámir se separó unos cuantos pasos de él y le pidió:

—Mírame bien. Tengo treinta años y nunca me ejercité en las artes de la guerra. ¿Crees que un hombre como yo podría aprender lo necesario para defenderse en el campo de batalla sin ser temerario?

Ben Afla abrió mucho los ojos y en su rostro se dibujó la sorpresa.

—¡Dios sea loado! —exclamó—. Cuando te conocí lamenté en el fondo de mi corazón que tu padre, el valeroso Abdallah, no te orientara hacia el noble arte de la guerra. Eres grande, esbelto y fornido; revestido con una armadura resultarás… ¡imponente!

Abuámir sonrió sin disimular su satisfacción. Luego dijo:

—Y ahora, dime pues, ¿qué me falta?

—Tienes la materia —contestó el noble militar—; pero necesitas la forma.

—¿La forma…?

—¡Hummm…! Quiero decir que, aunque tu aspecto es saludable y todavía no has engordado, necesitas tensar esos músculos, endurecer las piernas, adquirir agilidad y reflejos, fortalecer tu brazo derecho… En fin, nada que no pueda conseguirse con disciplina y un buen entrenamiento.

—¿No será ya tarde para eso? —le preguntó Abuámir con ansiedad.

—No, de ninguna manera. Aunque habrás de renunciar a muchas cosas de tu actual forma de vida: al vino, por supuesto, y a muchos placeres. El placer ablanda la mente, y es ella la que domina el cuerpo. Una voluntad fortalecida es capaz de tensar cada uno de los nervios como si fueran las cuerdas de un arco.

—¿Podrás tú ayudarme a conseguirlo?

La expresión de Ben Afla se llenó de sorpresa y alegría.

—¿Yo? ¿Adiestrarte a ti en las armas…?

—Si tú no lo haces, creo que no lo lograré. Combatiste junto a mi padre. Te admiro. Sí, te admiro de verdad; y me infundes un gran respeto. Además, sé perfectamente que sabrás ser sincero conmigo si ves que no soy capaz de avanzar en mi adiestramiento.

—¡Acepto con sumo gusto! —respondió Ben Afla—. Pero… has de saber que soy muy duro en esta disciplina y que no te trataré mejor que a mis hijos. Si he de hacer de ti un gran guerrero, tú y yo deberíamos convertirnos en enemigos durante un tiempo.

—Haz las cosas como tú sabes —le dijo Abuámir—. Trátame como si yo tuviera quince años. He de recuperar todo el tiempo que he perdido. ¿Cuándo empezamos?

—¿Dispones, primeramente, de tres meses completamente libres? —preguntó Ben Afla.

—¿Libres…?

—Sí. Quiero decir que es preciso retirarse de todo. La primera disciplina es muy importante, puesto que supone dominar el propio cuerpo. Yo tengo una
munya
en la sierra, apartada de todo, donde se encuentran mis hijos pequeños y una veintena de jóvenes caballeros de nobles familias, preparándose. Allí tengo también al mejor de los maestros de esgrima, y yo mismo acudo una vez a la semana para supervisar el entrenamiento. Si vamos a hacer esto, hagámoslo como Dios manda.

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