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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (58 page)

BOOK: El mozárabe
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Abuámir adoptó un tono sereno. Miró de frente al gran visir y dijo:

—¿Y qué es lo que se me pide, pues? El visir miró de nuevo al contable. Éste, dándose por aludido, contestó:

—Mi compañero y yo necesitamos ver esas cantidades, donde quiera que las tengas almacenadas, para comprobar si están completas y disponibles.

—¡Ah, ja, ja, ja…! —rió Abuámir a carcajadas.

Los presentes le observaron perplejos. El enarcó las cejas, puso un semblante fiero y, mirando de frente a los eunucos, dijo con enérgica voz:

—¿Qué pretendéis? ¿Os creéis que me he vuelto majareta? Pensabais que iba a tener todo ese oro y esa plata aquí. ¿Es esto acaso la tesorería de un tendero? ¡Vamos, ya está bien! ¿A que viene todo esto? ¿Sospecháis que me he quedado con algo?

—¡Eh, un momento! —saltó Chawdar—. ¡No te pongas como un gallo!

—¿Es que acaso no se te puede pedir cuentas? —secundó su compañero—. ¿No podemos, en nombre del califa, venir a ver qué pasa en sus tesoros?

—¡Naturalmente! —respondió él—. Pero no así; por sorpresa. No se trata de guardar unas monedas en un calcetín. ¡Esto es muy serio! No soy un imprudente que deje en cualquier sitio lo que pertenece al Príncipe de los Creyentes.

—¡Esta casa está perfectamente custodiada! —replicó el cadí.

—No lo dudo —contestó Abuámir—. Pero el único responsable de lo que en ella se guarda soy yo. Tengo el derecho de fiarme sólo de quien yo quiera; no de los guardias que me asignen.

—¿Quieres decir con eso que guardas el dinero en otro lugar? —le preguntó el gran visir.

—Exactamente eso —respondió él con rotundidad.

—¿En otro lugar? —se enfureció Chawdar—. ¿Dónde?

—¿Crees que voy a decírtelo aquí, a gritos, delante de todos? —repuso él, como ofendido.

—¡Tiene razón! —salió al paso al-Mosafi—. ¿Habéis olvidado acaso lo que sucedió en tiempos de al-Nasir con lo que se recaudó para pagar las soldadas de la campaña contra Fernán González?

Todos callaron. Abuámir suspiró aliviado en su interior. Su táctica había surtido efecto. Contraatacar, huir hacia delante; por lo menos servía para ganar tiempo.

—¡No se hable más! —sentenció el gran visir al-Mosafi—. Tienes una semana para traer ese tesoro de dondequiera que lo tengas escondido. Mientras tanto, no tienes por qué preocuparte; sigue con tus asuntos. ¡Ah! Y disculpa todo este revuelo. Cuando los contables hagan su comprobación, aquí no habrá pasado nada.

Las miradas de los eunucos traspasaron a Abuámir, cargadas de odio contenido. Todos salieron de allí. Cuando la Ceca recuperó su calma, él se dirigió a los encargados y a los obreros que estaban aterrorizados.

—¡Vamos, cada uno a lo suyo! No tengáis ningún temor. ¡Poned todo en orden y seguid con el trabajo!

Después se encerró con Benzaqueo en su despacho. El judío se derrumbó y rompió a sollozar apoyado en un arcón.

—¡Yahvé! ¿Qué va a pasar ahora? ¡Sahib Abuámir, tengo mujer, hijos y nietos, no puedo morir ahora!

—¡Cálmate! —le rogó Abuámir—. ¿No has oído al gran visir? ¡Aquí no ha pasado nada!

—¡Pero cómo no va a pasar nada! ¿Tenemos acaso ese oro y esa plata? ¡Oh, Yahvé! ¡Una semana, una semana…!

—¡Basta! —le gritó Abuámir con energía—. ¡Confía en mí! Ordena todos esos papeles y haz la relación exacta de lo que falta.

Era impensable reunir una cantidad tan enorme en un tiempo tan reducido. Aunque estaba seguro de que su amigo el visir sería el primero en echarle una mano; le pediría que le prestara lo que pudiera y luego recorrería las casas de los nobles conocidos para tratar de juntar el resto. Era algo humillante. Su carrera había llegado a su fin: si no era capaz de reunirlo, le esperaba la cárcel. Podía devolver algo pero no todo. También estaba la litera de plata que mandó hacer para Subh; la fundiría y añadiría la plata al montante. Aun con eso, seguiría siendo imposible llegar a la suma total.

El mayordomo de Ben-Hodair se alegró sinceramente al verle por la mirilla. Descorrió rápidamente los cerrojos y le franqueó el paso al lujoso zaguán.

—¡Mi amo será feliz! —exclamó.

Abuámir le siguió hacia los aposentos interiores. Por la escalera, el criado le habló con franqueza:

—El
mámala
está mal, muy mal… Hace ya días que no se levanta.

Abuámir sintió una terrible opresión en el pecho. Subió los escalones de dos en dos y corrió desesperadamente por los pasillos. El dormitorio del visir era una estancia interior, lujosísima, pero obscura si no había lámparas. Un denso olor a orines mezclado con el aroma de las pócimas lo golpeó como una bofetada al entrar. El criado llegó detrás y acercó una vela, con la que fue encendiendo cada uno de los candelabros.

Ben-Hodair yacía en su espacioso lecho, con los rasgos de la muerte reflejados en el rostro, dormido, con la boca abierta y seca.

—¡Amo, amo! —le voceó el mayordomo, sacudiéndole la cara de un lado a otro—. ¡Amo, despierta! ¡Es el said Abuámir!

—¿Eh…? ¿Abuámir…? —musitó el visir con voz casi inaudible.

—¡Ben-Hodair, amigo! —le dijo Abuámir.

El visir abrió los ojos, le miró, sonrió y alzó las manos temblorosas hacia él. Estaba decrépito, amarillento, moribundo. Abuámir le abrazó, y percibió ese perfume dulzón del ser humano marchito, maduro para la muerte.

—¡Ay, qué alegría! —decía el visir—. ¡Qué alegría tan grande!

—Bueno, os dejo solos —dijo el mayordomo, retirándose.

Abuámir le cogió las manos a Ben-Hodair, como queriendo infundirle vida. El moribundo alzó hacia él unos ojos abiertos e inyectados en sangre.

—¡Me muero! —le dijo.

—¿Qué? ¡Nada de eso! —replicó Abuámir.

—¡Me muero, me muero, me muero y me muero! —insistió el visir.

Hubo un rato de silencio. Abuámir sintió que sucumbiría también bajo la hermosa bóveda del aposento de su amigo. A su angustia anterior venía a sumarse esta triste escena.

—¿Cómo estás tú? —le preguntó Ben-Hodair—. ¿Por qué no has venido a verme antes?

—He estado ocupado…

—¡Bah! —le reprochó el visir—. ¡Estarás bebiendo todo el vino que yo no puedo beber!

Abuámir rió con ganas. Luego llegaron las lágrimas. El moribundo lloró amargamente, convulsivamente. El le abrazó de nuevo. Lloraron juntos.

—¡Vida traidora y ladrona! —se quejó el visir en su oído—. ¡Quién estuviera en Málaga! ¡Quién pudiera ver el cielo y el mar!

De nuevo brotaron las lágrimas. Ante la presencia implacable de la muerte, Abuámir se olvidó del oro, de la plata y del mundo entero.

—¡Bueno, ya está bien de penas! —dijo al fin el visir—. Y ahora dime cómo te van las cosas. ¿Sigues prosperando?

—Tengo problemas —le confesó rotundamente Abuámir—, graves problemas.

—¿Qué? ¿Problemas? ¿Qué clase de problemas?

—Ya sabes… Chawdar y al-Nizami.

Ben-Hodair se incorporó en el lecho, como si hubiera cobrado vida. Sus ojos brillaban de rabia. Enfurecido, gritó:

—¡Malditos eunucos! ¡Malditas e insatisfechas viejas brujas!

Abuámir le contó lo que le había sucedido. No se ahorró los detalles de su propia culpa: la construcción del palacete de plata para Subh, los regalos que había hecho y la imprudente salida nocturna con el príncipe al-Mosafi. Esto último fue lo que más disgustó al visir.

—Todo lo que te ha sucedido es lógico —dijo Ben-Hodair—. Has recibido mucho poder en tus manos siendo muy joven. A cualquiera le habría pasado lo mismo. Pero acepta un consejo de este viejo. —El visir se acercó a Abuámir mirándolo fijamente. Le dijo—: No vuelvas a acercarte a mi primo al-Moguira. Hazme caso, es un descentrado peligroso. No hay nada peor en este mundo que un tonto caprichoso y con pretensiones. Su madre es una de esas circasianas que, sabedoras de su belleza, se creen capaces de conquistar a cualquiera por la rareza de su raza. Le metió pájaros en la cabeza a ese muchacho y, ya ves, siendo un hombre, tiene mentalidad de favorita del rey. Aléjate de él. Sobre todo porque es el ojo derecho de las hienas asexuadas.

Abuámir asentía con la cabeza, pero al tiempo pensaba que tal vez ya era demasiado tarde.

Ben-Hodair sacó una blanca y delgada pierna por entre las mantas y la puso en el suelo.

—¡Vamos, ayúdame a levantarme! —le pidió a Abuámir.

—¡Levantarte! —se sorprendió—. ¿Necesitas alguna cosa? ¿Llamo al mayordomo?

—¡Chsss…! ¡Todavía no estoy muerto! —exclamó el visir—. ¡Sígueme! Te conduciré a un sitio.

Trabajosamente, se puso en pie. Abuámir le ayudó a apoyarse en él y ambos enfilaron con cuidado el pasillo. Descendieron dos niveles de escaleras y llegaron a una planta subterránea. Se trataba de uno de esos baños antiguos que tenían algunos palacios, pero que ya no se utilizaba, por haberse construido otro más moderno o porque se acudía al
bamman
público; de manera que ahora servía de aljibe. La luz entraba por unos ventanucos cuadrados casi a la altura del techo, pero la iluminación resultaba suficiente. Se oía el goteo pausado que resonaba bajo la bóveda y se respiraba el ambiente fresco y húmedo, producto de la mezcla de olores a moho y ladrillos mojados.

El visir se sentó en las escaleras, casi al nivel del agua, y le pidió a Abuámir:

—Entra en el agua y acércate hasta aquella esquina.

—¿Eh…? —se extrañó él.

—¡Vamos, hazme caso! Entra en el agua, ve hacia la esquina y sujeta aquella cadena.

Abuámir, aunque confuso, obedeció al visir. Se quitó la túnica y avanzó con el agua hasta la cintura. Asió una cadena y preguntó:

—¿Y ahora?

—¡Tira, tira fuertemente!

El tiró. Algo venía hacia él por debajo del agua; algo muy pesado.

—¡Tira! ¡Arrástralo hasta aquí! —le pedía el visir.

Abuámir fue tirando hasta regresar a los escalones. Al subir por la rampa que ascendía hacia el primer peldaño, sintió mucho más pesado el bulto. Entonces vio que se trataba de una especie de carretilla con cuatro ruedas de hierro que sostenían una plataforma cubierta de bultos: arcas y sacos de cuero impregnados de pez.

—¿Qué es esto? —le preguntó al visir.

—Ábrelo.

Abuámir soltó las ligaduras de uno de aquellos sacos. Miró dentro y se quedó asombrado.

—¡Monedas! ¡Monedas de oro! —exclamó.

—Esas arcas y esos sacos están repletas de ellas —le explicó el visir—. No creo que mi primo el califa guarde en Zahra un tesoro como éste.

Abuámir extrajo un puñado de aquellas monedas y las examinó.

—Son de los primeros años de Abderrahmen —dijo—. ¿De dónde han salido?

—Son las cantidades que recibía anualmente en Málaga para habilitar lo necesario para terminar con la piratería africana.

—¡Cómo! —exclamó Abuámir—. ¿Se trata de los impuestos que se recaudaban entre los comerciantes para garantizar la seguridad en el estrecho?

—Sí, hijo —desveló el visir—. Me quedé tranquilamente con todo ese dinero. Tendría que haber contratado mercenarios berberiscos, construido embarcaciones y establecido sistemas de patrullaje costero. Pero ya ves… Durante años me beneficié de aquellas cuotas. Hice mal, naturalmente; pero ¿iba a hacerle ese trabajo gratuitamente a mi primo al-Nasir mientras él se construía un paraíso en Zahra? Así es la vida. No siento ningún remordimiento. Además, todo eso te va a librar a ti de la cárcel o del degüello. Al fin y al cabo, ¿no fuiste tú quien limpió de piratas el litoral? Ese dinero te pertenece en justicia.

Abuámir no daba crédito a sus oídos. Removía con sus manos aquellas monedas húmedas y ennegrecidas; miraba hacia el cielo, agradecido, y sentía cómo le invadía una tranquilidad y una misteriosa confianza en alguna fuerza protectora y providente. Luego se abrazó a su amigo y le besó las manos, sin ser capaz de decirle nada, ni poder expresar todo lo que en aquel momento pasaba por su mente.

Capítulo 59

Cremona, año 970

El verano avanzaba en Cremona, haciendo madurar los racimos de las vides que crecían a orillas del Po. Llegaban aromas de mosto dulce envueltos en frescas ráfagas de la brisa húmeda del río. La gran campana de la catedral llamaba a misa de alba con sus tañidos nobles, potentes, que hacían temblar los espesos muros del palacio episcopal. Asbag se asomó a la ventana de su dormitorio y contempló la ciudad silenciosa a la luz incierta del amanecer.

Como cada día, acudió a oficiar la misa a una de las capillas de la catedral. Y después de desayunar queso fresco e higos secos, subió a la biblioteca que se encontraba en el piso superior del palacio.

Luitprando se encontraba ya allí, encorvado sobre un grueso volumen y aguzando la vista a un palmo de una de las páginas. Al oír los pasos de Asbag sobre las maderas del pavimento, dijo:

—¡Ah, Asbag! Esperaba que subieras. Acércate un momento, por favor.

Asbag se acercó hasta donde estaba él y se fijó en la página del libro. Se trataba de diminutas letras griegas agrupadas formando un apretado texto. Luitprando se aproximaba más y más a los caracteres señalándolos con un dedo largo y sarmentoso.

—¡Esta maldita vista se me va apagando día a día! —se quejaba—. ¿Puedes leerme lo que pone aquí?

Asbag cogió el libro en sus manos y leyó en perfecto griego lo que estaba escrito. Después, sin que Luitprando se lo pidiera, lo tradujo:

Uno solo debe ser el poder terrenal, porque uno solo es el señor en el que se sustenta y descansa; el que Dios ha elegido para gobernar a su pueblo, como Moisés guiara a Israel hacia la tierra de promisión. Ese poder sagrado debe recaer en el supremo defensor y guía de la cristiandad: el emperador de los romanos…

—¡Claro, claro, claro…! —le interrumpió Luitprando—.
«Hierocratos»,
ésa es la palabra. «Poder sagrado», único poder por eso mismo.

—¿Que es esto? —le preguntó Asbag.

—Es una crónica bizantina del año de Nuestro Señor 800, escrita por un monje griego para justificar la autoridad del rey de Bizancio.

—¿Se llama «emperador de los romanos»? —se extrañó Asbag—. ¿A pesar de residir en Constantinopla?

—¡Exactamente! —se enardeció Luitprando—. Ahí precisamente radica el problema. Ellos consideran que su rey es el genuino sucesor de Constantino, emperador por ello de la cristiandad; gobernador de romanos y griegos, según la conversión obrada en el siglo IV por el Espíritu Santo.

—Y eso ¿en qué lugar deja al emperador germano?

—¡No, no y no! —se enardeció aún más el obispo de Cremona—. ¡No digas «germano»! Eso es lo que ellos quieren; es como darles la razón. El emperador Otón I fue coronado legítimamente por el Papa de Roma en el año 963, lo cual le convierte en el único emperador legítimo ante Dios y los hombres, como ya lo fuera Carlomagno en el año 800.

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