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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (78 page)

BOOK: El mozárabe
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De momento no supieron los cautivos el porqué de aquella carrera hacia las embarcaciones; pero pronto se dieron cuenta de que los perseguía una multitud de guerreros procedentes de las montañas que empezaban a tomar el pueblo.

—¡Son hombres del emperador! —gritó el capitán cautivo al reparar en ellos—. ¡Vienen a liberarnos!

—¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¡Es la Virgen! —gritaba Mayólo.

No obstante, como iban amenazados a punta de espada, los cautivos no tuvieron más remedio que correr con los sarracenos hacia el puerto.

Cientos de piratas subieron a los barcos, cargando en ellos cuantas pertenencias habían podido sacar de sus guaridas: tesoros, animales, alimentos y cautivos. Mientras tanto, los que habían quedado rezagados se batían en retirada o eran abatidos por la numerosísima hueste imperial.

A empujones, hicieron subir a la gran embarcación de al-Kutí a los prisioneros, entre cabras, mulos y caballos, en un apretujamiento general de animales y personas que pretendían acceder a la cubierta. Hasta que el piloto de la nave vio que ya eran demasiados y empezó a gritar:

—¡Basta! ¡Basta o nos hundiremos! ¡Retirad las pasarelas! ¡A los remos! ¡Remeros, a los remos!

El barco empezó a alejarse del muelle, aunque todavía muchos de los piratas intentaban encaramarse a él trepando por los costados y otros muchos caían al agua desde las pasarelas que se retiraban.

A todo esto, los soldados imperiales alcanzaron la costa. Y mientras el barco de al-Kutí se alejaba, se entabló un gran combate entre los atacantes y los sarracenos que no habían conseguido embarcarse. La fuerza cristiana era muy superior y enseguida puso fin a las vidas de los piratas con ensañamiento, sin piedad, para que los que se escapaban mar adentro vieran con rabia cómo cortaban la cabeza a sus compañeros y las arrojaban al mar, que se tiñó rápidamente de rojo.

Miles de flechas empezaron a llover sobre el barco, cuyos remeros casi reventaban del denodado esfuerzo por alejarse a toda prisa. Las saetas se clavaban en las maderas, en los animales, en los sacos de grano, o volaban por entre los palos con feroces zumbidos que hacían agacharse a todo el mundo o ponerse a cubierto donde podían. Al fin el piloto consiguió situar la embarcación lejos del alcance de los arqueros imperiales. Entonces los piratas empezaron a hacer gestos obscenos, a brincar sobre la cubierta y a lanzar maldiciones a los atacantes, como niños traviesos haciendo rabiar a sus perseguidores, a pesar del espectáculo sangriento que tenían enfrente.

Viendo que ya estaban suficientemente alejados, al-Kutí ordenó al piloto:

—¡Deten el barco! Echaremos aquí el ancla.

La flota pirata sarracena quedó anclada a cierta distancia de la costa. Al-Kutí se acercó entonces a Asbag.

—Esos perros rabiosos vienen a por su abad —le dijo—. Yo puedo degollarlo ahora delante de sus narices e irme a al-Qahira…

El mozárabe se horrorizó al escuchar aquello.

—Pero sería un mal negocio —prosiguió al-Kutí con ironía—. De manera que no pienso irme sin el oro que esperaba conseguir por él. Y tú me servirás de mensajero, puesto que conoces nuestra lengua y la de ellos. Regresarás a tierra, les dirás que ahora pido el doble del oro que antes solicité a la abadía; y que si no quieren el trato, iré mandándoles pedacitos del abad.

Lanzaron al mar una barca, con dos remeros, un sarraceno que sostenía un paño blanco y el obispo mozárabe, al que pusieron una mitra para garantizar que sería respetado por los arqueros.

Cuando iban llegando a tierra, el pequeño bote tuvo que avanzar entre cientos de cuerpos y cabezas separadas que flotaban cerca de la orilla. Estaba anocheciendo, y las hogueras de los soldados imperiales comenzaban a encenderse entre las obscuras piedras del acantilado. Asbag oró en silencio y, ante aquella visión, recordó el Apocalipsis:

El mar devolvió a sus muertos…

Al ver arribar la barca, un grupo de hombres y un heraldo corrieron hacia ella con amenazadoras lanzas en ristre.

—¿Tú quién eres? —gritó el heraldo a Asbag, al verlo con ropajes de eclesiástico.

—Soy un obispo cautivo de los sarracenos —respondió Asbag—. Me envían para parlamentar. Llevadme inmediatamente con vuestro jefe supremo.

Condujeron al mozárabe hasta la fortificación de Fréjus. En ella compartían la cena un caballero alto, varios oficiales y dos monjes. Asbag les explicó lo que al-Kutí le había encomendado, asegurándoles que el jefe de los sarracenos estaba dispuesto a tratar con suma crueldad a Mayólo. El caballero dijo:

—Ya nos lo temíamos. Cuando vimos que los barcos se detenían a distancia, supusimos que el abad estaba aún vivo y que no se marcharían sin intentar al menos conseguir el rescate.

—Iremos a por ese oro —dijo uno de los monjes con resolución—. Pero necesitamos por lo menos dos días para reunirlo. Díselo así a ese diabólico infiel.

Asbag regresó al barco para comunicar la respuesta. Al-Kutí se frotó las manos de satisfacción al enterarse de que aceptaban la transacción.

Aunque los monjes se demoraron una semana sobre el tiempo previsto y el mozárabe tuvo que hacer dos viajes más a tierra con el apremio del jefe sarraceno, finalmente llegó la comunicación de que estaban preparados para efectuar el intercambio.

El lugar escogido se hallaba en unas rocas que se adentraban en el mar, formando una pequeña península de arrecifes. Allí los monjes depositaron el arcón con el oro. El barco de al-Kutí se acercó con precaución. Se trataba de dejar al abad al tiempo que se recogía el rescate, mientras los soldados permanecían a gran distancia.

El abad descendió custodiado por dos forzudos piratas que comprobaron el contenido del cofre. Una vez que se cercioraron de que todo era correcto, subieron el oro y el barco empezó a retirarse deprisa. Entonces Asbag, angustiado, le preguntó a al-Kutí:

—¿Y yo? ¿Qué pasa conmigo?

—Tú te vienes. Ese dinero es por el abad, pero tú no entras en el trato.

No lo pensó dos veces; el mozárabe dio un empujón al sarraceno y se encaramó en la borda. Saltó. La suerte no estaba de su parte y fue a darse contra las rocas, en una zona poco profunda. Sintió que los huesos de una pierna se le quebraban y lo asaltó un gran dolor, junto con la sensación del agua fría. Intentó a rastras aferrarse a las rocas para trepar por ellas, pero el movimiento de las olas se lo impedía.

—¡Agarradlo! ¡Que no escape! —gritaba desde el barco al-Kutí.

Los dos fornidos piratas se arrojaron al agua y lo asieron, le rodearon con una soga a la altura de las axilas y lo subieron a tirones por el costado del barco.

Sobre la cubierta, jadeante, tosiendo por el agua que le había entrado por las vías respiratorias, Asbag vio que tenía rota la pierna, vuelta hacia arriba a la altura de la rodilla, con huesos a la vista y abundante sangre.

—¡Idiota! —le gritaba al-Kutí—. ¡Mira lo que te has hecho!

El barco se alejó a toda velocidad de la costa, se unió al resto de la flota pirata y puso rumbo a alta mar.

Sus compañeros cautivos le hicieron una cura rudimentaria al obispo, con unas tablas y unos jirones de trapo apretados para enderezar la pierna.

Una de las mujeres se acercó a él y le entregó algo. Era el pequeño libro del abad Mayólo, que debió de caérsele antes de que descendiera a tierra. El mozárabe lo tomó entre las manos, y en ese momento recordó que era el día de la Asunción de la Virgen María de 973.

Cautivo de nuevo, mojado, helado de frío y herido, sobre la cubierta del barco, clamó a Dios una vez más, sintiendo su desamparo:

¿Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome?

¿Hasta cuándo me esconderás tu rostro?

¿Hasta cuándo he de vivir atemorizado,

con el corazón oprimido todo el día?

¿Hasta cuándo van a triunfar sobre mí los males?

Capítulo 81

Córdoba, año 976

La gran columna del ejército mercenario africano se detuvo frente a Córdoba, al otro lado del Guadalquivir, en la inmensa explanada destinada a que las huestes levantaran sus tiendas. Era el mediodía de una calurosa jornada del final del verano, dedicada toda ella a montar el campamento, y los soldados hicieron una pausa en su tarea para ir a refrescarse al río. Miles de hombres de obscura piel comenzaron a chapotear en las plateadas y mansas aguas de las orillas.

Pero Abuámir no tenía tiempo para descansar. El gran visir Chafar al-Mosafi le aguardaba en la cabecera del puente, junto a la mezquita mayor, para dispensarle el recibimiento protocolario y abrirle las puertas de la ciudad.

El gobernador de los territorios africanos del califato, con su flamante y pulida armadura, sobre su imponente caballo con bridas de pedrería, llegó al arco de la entrada seguido por los generales, la guardia personal y su servidumbre. Descabalgó, besó el suelo bajo el arco y se postró ante el primer ministro. Al-Mosafi lo alzó del suelo y le besó con afecto. Ambos personajes cruzaron la mirada y se sonrieron. La gran multitud que había acudido al recibimiento a pesar del calor prorrumpió en vítores.

—¡Viva Abuámir! ¡Bienvenido! ¡Qué Alá te bendiga!

—¿Los oyes? —le preguntó al-Mosafi—. Como verás, me he encargado de propagar tus hazañas por África. Mandé a los pregoneros que avisaran de tu llegada para que acudieran a recibirte.

—Yo te lo agradezco —respondió Abuámir complacido—. Es agradable sentirse aclamado como un héroe.

—Bien, ahora entremos en la mezquita para agradecer los dones del Todopoderoso —propuso el gran visir.

Abuámir y el resto de los generales se despojaron de las corazas, las lorigas y demás piezas de sus armaduras; se descalzaron y comenzaron la ablución en las fuentes. Al desprenderse de los pesados y ardientes hierros, le invadió una placentera sensación, que se acentuó al contacto con el agua. Pero fue la entrada entre las columnas de la fresca y umbría mezquita lo que le proporcionó un misterioso estado de sosiego y satisfacción mientras avanzaba por el gran bosque de troncos de piedra, escuchando tan sólo el murmullo de las plegarias.

Se arrodillaron ante el mihrab y entonaron las suras correspondientes, y luego subió el predicador al
mimbar
para exaltar los hechos del Profeta, la misericordia de Dios providente y su protección sobre el reino de Córdoba. Abuámir sintió más que nunca que aquellas palabras eran para él.

Después del rezo, se despidió de al-Mosafi en la puerta de la mezquita, quedando para el día siguiente en Zahra a primera hora. Y desde allí se dirigió a su
munya,
seguido por la servidumbre y por una carreta cubierta por toldos, donde habían viajado Nahar y los dos hijos que había tenido de Abuámir en los tres años siguientes a su boda con él. Cuando llegaron a la entrada de la
munya,
toda la servidumbre había salido a recibirlos. La casa estaba limpia, fresca y perfumada por el romero que habían esparcido en las losas del patio central, y las criadas acudieron con panderos para entonar una canción de bienvenida.

Nahar tomó posesión, orgullosa y decidida, recorriendo hasta el último rincón del palacio, para conocer al milímetro los espacios y las personas que habría de gobernar desde aquel día. Dispuso cuál había de ser su propia alcoba en las dependencias de las mujeres y acomodó también a las tres concubinas que Abuámir se había traído de África.

Él, mientras tanto, tomó un baño, se envolvió en una gran toalla y se tumbó en la sala fresca que había junto al aljibe, intentando dejar la mente en blanco; pero no lo consiguió. Tenía múltiples cosas en la cabeza. ¿Por qué le había mandado llamar con tanta urgencia el gran visir? Durante tres años había vivido aislado en África, sin saber nada de Córdoba, dedicado al gobierno de los difíciles territorios que le encomendaron. No es que hubiera sido mucho tiempo, pero le habían sucedido tantas cosas que le parecía una eternidad. Nunca antes había dependido de nadie, hasta que Nahar entró en su vida. ¿Era ella quien había cambiado tanto su vida? Le había dado dos hijos, y no es que hubiera sido ella quien le proporcionó las tres concubinas, pero desde luego le había facilitado mucho las cosas para que ahora cuatro mujeres formaran parte de su vida. ¿Después de esto era él el mismo? Pensó entonces en Subh y, como otras veces en África, reparó en que no la echaba de menos. Era una sensación extraña aquella de que se borrase en su mente la imagen de alguien que había significado tanto para él. Pero ahora era diferente; ella estaba ahí, muy cerca, y en un momento u otro tendría que ir a verla. La idea le turbó. Sentía cierta curiosidad, eso sí, pero más que por saber cómo estaría ella después de ese tiempo, por conocer la reacción que se produciría en él al encontrarse con su mirada. Aunque habían pasado sólo tres años, Subh pertenecía a otro tiempo, a otra vida. Incluso le daba pereza tener que reanudar aquella relación. Nahar era demasiado fuerte, demasiado omnipotente, como para compartir su amor con otra mujer, aunque fuera Subh. Ni siquiera aquellas concubinas, a pesar de ser jóvenes y hermosas y de vivir en su casa, habían pasado de ser un mero pasatiempo, una obligación incluso.

Decidió no meditar más sobre ello. El tiempo pondría cada cosa en su sitio. ¿Por qué preocuparse ahora? Cuando llegase el momento de encontrarse con ella, tendría la ocasión de pensar en comportarse de la manera más oportuna. Pero había ahora algo que le preocupaba aún más que eso. ¿Qué se esperaba de él? Si le habían hecho dejar África apresuradamente, cuando su gestión había sido impecable, era seguramente para encomendarle otra misión. Pero no sabía nada del porqué de aquella orden de regreso. Se había presentado un emisario con un billete firmado por el gran visir, sin explicación alguna, con la orden pura y simple de presentarse en Córdoba con el ejército mercenario lo antes posible. Esto le desconcertaba aún más. ¿Por qué con el ejército mercenario? ¿Había algún conflicto con los reinos del norte? O, peor aún, ¿se trataba de algún problema interno de gravedad? En todo caso, hasta el día siguiente no podría saberlo.

La incertidumbre no le impidió dormir. Por la mañana muy temprano iba camino de Zahra, con la mente descansada y el cuerpo repuesto del largo viaje de los días anteriores.

Sin embargo, el que mostraba señales visibles de no haber descansado era al-Mosafi. Abuámir percibió enseguida que el visir estaba preocupado y nervioso. Sin preguntarle siquiera por la gestión de las provincias africanas, fue al grano directamente. Cuando ambos estuvieron solos en su despacho le dijo:

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