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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (79 page)

BOOK: El mozárabe
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—Querido Abuámir, no sabes cómo he deseado que regresaras cuanto antes. Te necesito. ¡Gracias a Dios que estás por fin aquí!

—Pero… ¿Sucede algo grave? —se preocupó Abuámir.

—Sí, gravísimo —respondió el visir con rotundidad.

—Bien, ¿de qué se trata?

—Del califa, el mismísimo Príncipe de los Creyentes.

—¿Está enfermo? ¿Su vida corre peligro?

—No se sabe nada —dijo al-Mosafi con ansiedad—. Nada de nada.

—¿Eh?

—Como lo oyes. Hace más de un mes que nadie sabe nada de él. La última vez que le vi estaba gravemente enfermo; apenas podía hablar y tenía la mente perdida. Después los eunucos prohibieron a todo el mundo que se acercara al palacio, incluido a mí, con el pretexto de que necesitaba descansar y aislarse de los problemas para reponerse. Y hasta el momento presente no se ha vuelto a saber nada más.

—¿Se estará muriendo?

—O…

—¿O qué? —preguntó Abuámir—. ¡Vamos! ¡Habla!

—O tal vez haya muerto ya.

—¿Muerto? ¿El califa…?

—Sí. Los eunucos mantienen cerradas a cal y canto sus dependencias. No olvides que son ellos los que gobiernan a su guardia privada. Ellos son los que más perjudicados pueden salir en el caso de que muriera, puesto que perderían su posición preponderante en el palacio. Por eso no quieren que nadie sepa nada del estado del califa. Hace ya tiempo que ni siquiera los médicos tienen acceso a la cámara real.

—Pero eso es absurdo —repuso Abuámir—. Si el califa ha muerto, como sugieres, tarde o temprano tendrá que saberse. ¿De qué les sirve custodiar un cadáver?

—De nada, puesto que hace ya dos meses que yo me ocupo de todos los asuntos del gobierno.

—¿Entonces?

—Precisamente por eso te he mandado venir de Córdoba. Me temo que traman algo en relación con la sucesión al trono.

—¿Que traman algo? El único sucesor al trono es Hixem, según el juramento legítimo que toda la corte, el gobierno y ellos mismos hicieron en la mezquita mayor delante del propio Alhaquen. ¿Qué pueden estar tramando? ¿Quién puede saltarse tal juramento?

—¡Al-Moguira! —dijo al-Mosafi angustiado.

—¿Al-Moguira? Pero ¿cómo…?

—Sí, al-Moguira. Es hijo de Abderrahmen, hermano por tanto del actual califa; es joven, goza de cierta popularidad entre determinados nobles y, lo que a ellos más les interesa, es manejable por Chawdar y al-Nizami. Con un califa así, los eunucos tienen asegurado el poder total del reino.

—¡Por todos los iblis! —se enfureció Abuámir—. ¡No podemos consentirlo! ¡Malditos eunucos!

—¿Comprendes ahora por qué estoy tan preocupado? —le dijo el gran visir sosteniéndolo por los hombros y mirándole directamente a los ojos—. ¿Has pensado en lo que nos sucederá a nosotros si esos endiablados zorros llegan a hacerse con el poder?

En el rostro de Abuámir se dibujó la perplejidad y el terror.

—Y… ¿qué podemos hacer? —preguntó desde su confusión.

—No está todo perdido —dijo con calma al-Mosafi—. En primer lugar, todo esto son suposiciones; hemos de averiguar si el califa ha muerto. Si aún vive, no se puede hacer nada. Pero si, efectivamente, ya ha fallecido, hay que empezar a moverse de inmediato.

—¿Cómo podemos saber eso?

—Sólo hay una manera: la sayida.

—¡La sayida! ¡Subh! ¡Claro! —exclamó Abuámir.

—Debes ir a hablar con ella inmediatamente. El jefe de la guardia sólo dejará pasar a la sayida y al príncipe heredero. Por mucho que los eunucos se opongan, los guardias de Zahra jamás se atreverán a ponerles a ellos las manos encima, tendrán que dejarlos pasar. Pero eso debe hacerse inmediatamente. Mientras tanto, yo me ocuparé de aislar a al-Moguira. Apostaré vigilancia en torno a su palacio y le impediré salir, para evitar que pueda entrevistarse con los eunucos o empezar a crearse partidarios entre los magnates.

—¿Sabe alguien más todo esto? —preguntó Abuámir.

—¡Nadie! ¡Nadie debe saber nada! ¡Sólo tú y yo! Si empieza a formarse revuelo y los visires comienzan a sospechar, la cosa puede complicarse. Debemos actuar con suma rapidez y cautela.

—Pero… si el califa ha muerto, y efectivamente así lo sabemos mañana mismo, ¿qué habremos de hacer a continuación? ¿Cuál es el resto del plan?

—Entronizar a Hixem inmediatamente —respondió al-Mosafi con rotundidad.

—¿Cómo? ¿Un califa de diez años?

—¡Naturalmente! Con un regente que se ocupe de todo durante su minoría de edad, un
hachib,
un primer ministro al frente de los asuntos del gobierno, alguien experimentado que conozca los secretos del Estado.

—Tú, por supuesto —le dijo Abuámir.

—Sí, yo. Y alguien que gobierne la casa del príncipe, un administrador con el título de visir; alguien con grandes poderes en el reino y con autoridad para dirigir la formación del califa. Ése, naturalmente, serás tú.

—¿Yo? ¿Visir? —se quedó boquiabierto Abuámir.

—¡Claro! Tú y yo unidos, haciendo grandes cosas, poniendo definitivamente en orden el Estado, para dejarlo más tarde en manos de un califa bien formado, capaz, justo y equilibrado.

—¿Y los eunucos? ¿Y al-Moguira? ¿Consentirán algo así?

—Tendrán que aceptarlo. Pero si vemos en ellos el menor asomo de complot, los quitaremos de en medio. ¿Serás capaz de ponerlos en su sitio?

—Cuenta conmigo. Ya me han hecho pasar suficiente… Ahora ha llegado mi momento. No les temo. ¡Te lo juro! Ahora sabrán quién soy yo.

—Y tú debes confiar en mí —le pidió el visir—. Sólo si permanecemos unidos podremos llevar nuestro plan adelante.

Capítulo 82

Sicilia, año 976

El agua subía y retrocedía en la suave pendiente de la playa, bañando la arena con la espuma de mansas olas. Un bello cielo se fundía con un mar azul que se hacía anaranjado en el horizonte. Reinaba la paz del atardecer, hecha de la sensación cálida del sol en la piel, mezclada con las frescas ráfagas de la brisa marítima. Allí donde las olas rompían en la arena, tres niños recogían conchas, charlando entre ellos, con un murmullo de vocecillas que se confundían a veces con los gritos de las gaviotas.

Asbag, recostado en unas rocas, meditaba, dormitaba a ratos. Cuando sus párpados, que sentía pesados, se abrían, contemplaba el infinito espacio que tenía delante. «Al otro lado está Hispania —pensaba—; el Levante, la Manxa… y Córdoba.» Recordó entonces el salmo:

Quién tuviera alas de paloma para volar y posarse.

Emigraría lejos…

Llevaba ya tres años en Sicilia. ¿Cuánto más, Señor?, pensaba. Era demasiado tiempo para estar en una isla, por grande que fuera; para alguien que había sido arrancado de su tierra hacía más de siete años, y llevado como por alas de águila por el mundo: Jutlandia, Germania, Constantinopla, Italia… ¿Es que su vida había de terminar allí? ¿Es que Dios había determinado que el resto de sus años, diez, veinte, treinta tal vez, discurriesen allí? ¿O tenía Dios reservado algo más para él? Se hacía estas y más preguntas, procurando no perder la esperanza, procurando confiar en una Providencia que hasta ahora no le había abandonado.

Después de embolsarse la cuantiosa suma del rescate del abad Mayólo, el astuto al-Kutí había decidido sacarle el mayor partido a su captura. El barco puso rumbo a Sicilia, donde el embajador pirata se congració con el emir Hasan al-Kalbí, entregándole como regalo el mejor botín que había conseguido en su correría europea: un obispo de la Iglesia católica. Pero no un obispo cualquiera, sino uno que manejaba a la perfección la lengua árabe, así como la latina y la griega. Un precioso tesoro que el emir quiso aprovechar al máximo. Cuando averiguó que Asbag conocía, además de las lenguas, las ciencias, y que los libros no tenían secretos para él, le puso al frente de la educación de su primogénito, Selim. Y desde entonces se quedó en el palacio de Halisah, en Balarmuh, que era como llamaban a la próspera Palermo.

El príncipe Selim había cumplido ahora diez años, y en los últimos tres Asbag le había enseñado cuanto ahora sabía: leer y escribir en árabe, contar, sumar, restar, las estaciones, el calendario, la geografía, las estrellas, la historia de los hombres y, últimamente, habían dado comienzo las primeras lecciones de lengua latina. Y el mozárabe no sólo lo hizo con cariño, sino que disfrutó con ello. Le entregaron un niño malcriado y rebelde, acostumbrado a vivir entre eunucos, de los que había aprendido a insultar, maldecir y escupir a la cara maliciosas e irónicas palabras; y Asbag había odiado al principio la difícil tarea que le encomendaban. Pero un esclavo, aunque sea el más culto, no puede negarse a aceptar su tarea. Luego el tiempo y la paciencia lo pusieron todo en su sitio, como suele suceder. Se enamoró de su trabajo. Era un hombre maduro sin hijos, solo en un mundo hostil y de gente poco cultivada; la dedicación al niño terminó por absorberle y cautivarle, convirtiéndose en su única razón de vivir.

Cuando se limaron sus asperezas de niño caprichoso, Selim desveló los encantos que guardaba en el fondo de su alma. El príncipe no era robusto, pero tampoco era uno de esos niños delicados que a fuerza de criarse entre algodones andan sobrados en carnes o se forman delgaduchos y enfermizos. Por el contrario, era vivo, fuerte y despierto, de piel morena y obscuros cabellos rizados; y sus ojos, aunque afectados de un ligero estrabismo, mostraban una mirada interrogante. En el tiempo dedicado a él, Asbag se había maravillado, apreciando la satisfacción de escribir en su alma, como en una tabla rasa, los conocimientos, la sabiduría más elemental y el arte del razonamiento.

Y vio brotar en él el milagro de los puros sentimientos que Dios mismo deposita en el fondo de los hombres. Y el niño, agradecido, le amaba ahora más que a nadie; con un amor verdadero, nacido de la admiración y el respeto hacia quien le mostraba todo un universo abierto y luminoso. Hacía ya tiempo que entre ellos fluía una mutua comunicación de sentimientos, aunque Selim era todavía rebelde a veces.

Asbag alzó la vista. Los tres niños se habían alejado demasiado según su parecer. Pero enseguida corrió tras ellos uno de los eunucos y les advirtió que debían regresar. También los criados respetaban al obispo, aunque al principio le hicieron sufrir, como le sucede a cualquiera que llega como un advenedizo a una casa para ocuparse de las más altas responsabilidades sin habérselo ganado antes. Hubo celos y envidias; pero la paciencia del mozárabe era inmensa, y puede más el silencio y la calma que el más violento enfrentamiento. Ahora nadie cuestionaba su posición, pues a todos seduce la sabiduría de un alma con poso.

Selim se acercó hasta donde estaba él, mientras los otros niños seguían con los pies en el agua.

—¿Qué es esto, Asbag? —le preguntó, mostrándole algo que había encontrado en la orilla.

—¡Oh, es un caballito de mar! —respondió Asbag, observándolo detenidamente.

—¿Eh…? —se sorprendió el niño—. ¿En el mar hay caballos?

—¡Ja, ja, ja…! —rió el obispo—. No. Se le llama caballito por su forma pero es un animalejo del agua; algo más parecido a un pez. ¿Ves? Su cabecita recuerda a la del caballo, pero el conjunto de la figura es diferente.

—¿Y tú por qué sabes eso? ¿Has estado en el fondo del mar?

—¡Oh, no! Nadie puede estar en el fondo del mar. Lo sé porque en un antiguo libro había una ilustración donde aparecía esta criatura. Pero, si he de serte sincero, te confieso que es la primera vez que veo uno de verdad.

—¿Dónde podré ver yo uno de esos libros?

—Bueno, aquí en Sicilia no hay ninguno de ellos. Pero si fueras a Córdoba, a la gran biblioteca del califa, podrías encontrar cientos.

Los ojos del niño se abrieron llenos de asombro. Se acercó más al obispo y le asió por la manga de la túnica con ansiedad.

—¡Vayamos a Córdoba! —le suplicó—. ¡Le pediremos el barco al emir y partiremos mañana!

—No, no, Selim, no podemos ir. Es un viaje largo y peligroso, hay piratas y hombres malvados por todas partes…

—Entonces… ¿nunca podré ver uno de esos libros?

Asbag lo abrazó cariñosamente; le entusiasmaba esa curiosidad y ese deseo de saber de Selim.

—Haremos una cosa —respondió—; escribiremos nosotros uno. Te enseñará a manejar el cálamo y dibujaremos animales como los que se encuentran en los libros de Córdoba.

—¿De veras? —exclamó entusiasmado el niño—. ¡Júralo! ¡Júralo por el Profeta! ¿Sabrás hacerlo?

—Sí, claro. Lo vi muchas veces, lo recuerdo perfectamente y conozco la manera de hacerlo.

Selim daba saltos de alegría, giraba sobre sí mismo, bailaba y palmeaba de alegría.

—Y, ahora, regresemos; es tarde ya —le dijo el mozárabe—. Vístete y avisa a los eunucos que regresamos al palacio.

Por el camino de vuelta a la ciudad, la vista era hermosa: el monte Pelegrino al fondo, las laderas cubiertas de viñas que parecían derramarse por la pendiente hasta las mismas murallas; el robusto al-Qasr, en la parte más alta de la ciudadela, y el complejo y abigarrado conjunto de tejados, cúpulas y azoteas que se amontonaban en torno al palacio de al-Sqabila.

Asbag iba delante, caminando trabajosamente, apoyándose en una especie de largo cayado de pastor, pues la caída que sufrió en el acantilado de Frexinetum le dejó una pronunciada cojera, después de que los huesos soldaran mal, a pesar del tiempo transcurrido. Detrás iban los eunucos, Hume y Sika; dos eslavos maduros, reservados y ceremoniosos, que ya se habían ocupado antes del emir y que ahora tenían encomendado el cuidado de su hijo. Y, por último, avanzaban los tres niños con los dos criados y dos parejas de guardianes del palacio.

Antes de llegar a la barbacana de la muralla, Asbag percibió el olor nauseabundo, al que no terminaba de acostumbrarse pese a que pasaba por allí todos los días, del lugar donde se exhibían los despojos de los ajusticiados. Se trataba de una oquedad en el terraplén que ascendía desde el mismo borde del camino, en la que revoloteaba un enjambre de moscas con su característico zumbido, sobre las sanguinolentas losas de piedra repletas de huesos con carne pegada aún, cráneos, vísceras putrefactas y amarillentas grasas de los cuerpos descuartizados, alrededor de los cuales merodeaban cuervos, perros y gatos asilvestrados. El obispo torció la cabeza hacia el lado contrario a aquel lugar y apretó el paso, musitando entre dientes una oración.

Sin embargo, cuando los niños y los criados llegaron junto al repugnante espectáculo, se detuvieron y comenzaron a arrojar piedras. El obispo escuchó un golpe seco y la voz de Selim:

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