El mozárabe (80 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

BOOK: El mozárabe
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—¿Has visto? ¡Le he dado!

Se volvió y vio cómo los niños se agachaban para recoger piedras con las que ejercitaban la puntería contra los cráneos. Entonces corrió, horrorizado, en dirección a ellos gritando:

—¡No! ¡Por el amor de Dios! ¡No hagáis eso! ¡Basta!

Selim, sosteniendo una piedra en la mano con la que pretendía proseguir el macabro juego, se detuvo.

—¿Por qué? —replicó—. ¡Esos malditos eran traidores, bandidos y enemigos del emir! ¡Están ahí para que todo el mundo vea cómo terminan tales hombres!

—¡No, Selim! —repuso Asbag—. No hay hombres malditos; sólo hay hombres desgraciados. Ya te lo dije una vez. Todos los hombres son hijos de Dios y sus cuerpos deben ser respetados porque resucitarán un día.

El niño, contrariado, apretó los dientes con rabia y dudó por un momento; pero, como viera que sus amigos aguardaban su reacción, finalmente alzó la piedra y la arrojó de tal modo que impactó fuertemente en uno de los cráneos, que rodó por el suelo.

—¡Toma! —exclamó otro de los niños—. ¡Qué puntería!

Asbag se enfureció, se abalanzó sobre Selim y, sosteniéndole por los hombros, lo zarandeó gritándole:

—¡Está bien, niño desobediente! ¡No tendrás libro de animales! ¡Tú no haces lo que te pido; pues yo no haré lo que tú me pides!

El obispo soltó al muchacho y se encaminó resoplando hacia la barbacana, con grandes pasos que acentuaban su cojera. Detrás, Selim le gritaba:

—¡Sí, lo harás! ¡Harás lo que yo te mande! ¡Mi padre mandará que te azoten! ¡Eres un esclavo y yo soy tu amo!

Después de cruzar la puerta de entrada a la ciudad, Asbag puso rumbo al barrio cristiano, mientras los eunucos, los criados y los niños subían la cuesta que conducía al palacio. La voz del niño seguía oyéndose.

—¡Sí, ve a la iglesia! ¡Pero harás el libro! ¡Lo harás…!

El barrio cristiano de Balarmuh era pequeño, polvoriento y de casas pobretonas y bajas. En el centro había una iglesia muy antigua, edificada por cristianos de los siglos precedentes con piedras y ladrillos de barro cocido. El mozárabe entró en ella. Era una nave de reducidas dimensiones, íntima y fresca, con finas aberturas verticales por las que entraban dos líneas de luz exterior. Al frente, suspendido de la pared del ábside, había un crucifijo rudimentario, con un Cristo hierático de grandes ojos y rígidos brazos.

El obispo se arrodilló con dificultad; le dolían los huesos de la pierna. Después se postró, dejando caer el peso de su tronco sobre los codos apoyados en el suelo de frías lastras, bajo las que reposaban generaciones de cristianos sicilianos. Estaba profundamente compungido. Oró:

Como están los ojos de los esclavos

fijos en las manos de sus señores

así están nuestros ojos en el Señor

esperando su misericordia.

Misericordia, Señor, misericordia,

que estamos saciados de desprecios…

El silencio de aquel lugar le confortaba. Fue como si se hiciera el vacío en su mente; como si desapareciera todo sentimiento negativo, aunque nada esperanzador acudiera en su lugar. Sólo el silencio, la nada, el descanso, la paz. ¿Por qué preocuparse? La vida es camino, recordó al fin. ¿Por qué inquietarse? Sólo esperar, confiar.

La puerta crujió detrás de él y unos pasos renqueantes resonaron en el interior del pequeño templo. Era Jacomo al-Usquf, el anciano obispo de Balarmuh.

Asbag alzó la cabeza y vio su rostro sabio y bondadoso. Era el único cristiano instruido de la isla, a pesar de que llevaba aislado más de cincuenta años. Había sido el único consuelo que el mozárabe tuvo desde que llegó cautivo a Sicilia. Y la única persona que podía darle consejos.

—Asbag, querido Asbag, ¿te encuentras bien? preguntó.

—He vuelto a sufrir un percance con mi pupilo.

—¡Ay, cuánto te hará padecer ese niño sarraceno! ¡Su padre el emir debería liberarte de esa pesada carga!

—El caso es que amo a ese niño —dijo el mozárabe poniéndose en pie—. Él no tiene la culpa, pobrecillo, de comportarse así. Además, generalmente es bueno y dócil… Pero fue maliciado y eso le sale a veces.

—Sí, ya lo sé —respondió el anciano—; cuando se tuerce…

—Hace un momento suplicaba a Dios la paciencia. Creo que es lo único que necesito ahora. No sé cuánto tiempo me tendrá Él aquí ni qué es lo que pretende de mí; lo acepto, lo acepto de corazón. Pero a veces es tan difícil…

—Confía. Él te mostrará el camino.

—Sabes cómo ha sido mi vida; te lo he contado. Cuando iba camino de Cluny con el abad Mayólo, antes de que nos apresaran, creía que el final de mi viaje estaba próximo; intuía con tanta claridad que mis penalidades iban a terminar… Y, ya ves, mi peregrinación continúa aún…

—La vida del hombre sólo cobra sentido en el futuro —sentenció el sabio Jacomo—. Y el futuro pertenece únicamente a Dios. En el mundo todo se tambalea y todo cambia. El hombre es inconstante y voluble como pluma al viento, nada es estable, nada es fijo, nada permanece; y en un mundo de inseguridad e inconstancia… Sólo Dios es roca. Él permanece cuando todo pasa. Él es firme, fijo, eterno. Él es el único que podrá darte seguridad en cualquier lugar donde estés; aquí o en tu lejana tierra. Sólo en Él podrás encontrar refugio, sentirte seguro y hallar paz. Él es tu roca.

—Sí —asintió Asbag—, pero yo soy el inseguro. Ésa es mi mayor prueba: que yo mismo no estoy firme. Soy un manojo de dudas. Dudo y vacilo a cada paso… Ayer mismo me sentía seguro; hoy, después de lo que me pasó hace un rato al regresar de la playa, la incertidumbre vuelve a anidar dentro de mí. Eso ha sido toda mi vida: una gran incertidumbre; hago cien propósitos y no puedo culminar ninguno; comienzo cien proyectos y no acabo ninguno; emprendo cien viajes y no llego a ninguna parte…

—¡Ah, querido Asbag, ése es tu sino! —le dijo Jacomo con cariño—. ¿No será tu aventura un viaje del corazón? ¿No pretenderá Dios llevarte por caminos intrincados para mostrarte que todo es mutable y que sólo Él permanece?

El mozárabe se quedó pensativo por un momento. Aquellas palabras le habían tocado el alma. Sin decir nada más, tomó la mano del anciano obispo de Balarmuh y la besó con reverencia.

Después de orar en la vieja iglesia del barrio cristiano, regresó al palacio del emir, que se encontraba al lado del antiguo
decumano
romano, convertido ahora en hermoso emporio cuyas mercancías estaban ya siendo recogidas.

La nueva ciudadela, donde Hasan tenía su residencia, era pequeña y exquisita, a diferencia de la Galea que era la antigua Paleapolis que ahora estaba casi en ruinas. Desde su ventana del palacio, Asbag contemplaba el mar que recortaba la costa, entre las desembocaduras de los dos pequeños ríos Papiero y Kemonia.

Viendo caer la noche en la cala, con sus primeras estrellas luciendo sobre la línea del horizonte, el mozárabe oró en silencio: «Eres tú, Señor. Tú eres mi Roca. La firmeza de tu palabra, la garantía de tu verdad, la permanencia de tu eternidad. La Roca que se destaca a lo lejos en medio de las olas y arenas y vientos y tormentas. Sólo con saber que estás allí, siento tranquilidad en mi alma».

El crujido de la puerta de la alcoba interrumpió su oración. Era el pequeño Selim, descalzo y con su largo camisón de dormir. Él mozárabe y él se miraron, esperando ambos que el otro dijera algo.

—¿Harás para mí ese libro? —dijo al fin el niño en tono meloso.

—No, si no me pides perdón por lo de esta tarde.

—¿Perdón? —preguntó Selim con sorpresa—. Son los esclavos los que piden perdón.

—¡Vamos, Selim! —le dijo Asbag con autoridad—. Delante de la gente admito que me trates así; pero ya sabes que entre nosotros yo soy el maestro. Ya te he dicho cien veces que Dios no nos perdonará si nosotros no perdonamos… ni sabemos pedirnos perdón unos a otros.

El niño corrió hacia él y le abrazó con todas sus fuerzas.

—¡Ay, ay, Selim! —se quejó el obispo—. ¡Que me haces daño en la pierna mala! ¡No seas tan impetuoso!

—¿Me perdonas? —dijo Selim.

—¿Volverás a hacerlo?

—No, lo juro por la memoria del Profeta —replicó el niño con solemnidad.

—Bien, bien, te perdono.

—Entonces, ¿harás para mí ese libro?

—Sí, lo haré, lo haré…

Asbag acarició los cabellos obscuros y rizados de Selim. Sintió compasión de aquella cabecita. Percibió que el hombre en el fondo es un ser indefenso, con poder o sin él, con dicha o sin ella.

Capítulo 83

Córdoba, año 976

—¡Tres años esperándote! —sollozaba Subh en el jardín de los alcázares frente a Abuámir—. ¡Y vienes ahora para decirme que lo más importante en este momento es ir a Zahra!

—Pero… ¿no lo comprendes? —le decía él—. ¡Ya te he dicho que la única manera de saber cómo está Alhaquen es yendo allí!

—¡Y a mí qué! —replicó ella—. ¿Sabes cuánto tiempo lleva sin aparecer él por aquí? ¿Puedes imaginar lo sola que he estado en todo este tiempo? ¿Quién se ha preocupado por mí?

Abuámir se fue hacia ella y la estrechó entre sus brazos; se dio cuenta de que había engordado apreciablemente en esos tres años: sus caderas eran mucho más anchas y sus brazos se habían puesto rollizos. Pensó que la quería, pero ahora de una forma distinta, entrañable, sólo eso.

—¡Vamos, vamos, mi princesa! —le dijo—. Razona, por favor. Hemos de ir allí; por el bien del pequeño Hixem, por tu propio bien…

—¡Y esos eunucos! —protestó ella—. ¿Crees que podré soportar volver a ver a esos repugnantes eunucos?

—Pero, querida, si ellos no estarán. Chawdar y al-Nizami asistirán al sermón de la mezquita, como todos los viernes. Hemos de ir allí, ¿no lo comprendes? Es posible que el califa… —Tuvo que decírselo—. Bueno, es posible que el califa… haya muerto ya.

—¿Qué? —murmuró ella con unos ojos perdidos y llorosos.

—Sí, es muy posible que ya haya muerto. ¿Comprendes ahora mi insistencia?

Subh fue corriendo a buscar al príncipe Hixem. Cuando Abuámir lo vio se quedó sorprendido; el muchacho había cumplido ya once años y había crecido mucho: era alto, rubio y de bellos ojos, claros como los de su madre; pero era aún más tímido que tres años atrás.

Al llegar al palacio del califa en Zahra se dieron cuenta de que sucedía algo extraño. Reinaba la obscuridad en todas las dependencias, pues las persianas estaban bajadas y había espesos cortinajes; algo que Alhaquen jamás habría consentido, puesto que amaba la claridad y siempre quería que hubiera luz abundante. Los numerosos criados, chambelanes y guardianes eunucos se pusieron muy nerviosos al ver a la sayida. Uno de ellos, un mayordomo grueso de cierta edad, se interpuso entre ellos y la puerta que daba al corredor principal que conducía a la alcoba real.

—No, no, no, sayida, por la memoria de Mahoma —suplicaba—. Si te dejo pasar, Chawdar me cortará la cabeza. ¡No lo hagas, te lo ruego!

—¡Aparta, estúpido! —le gritó Abuámir quitándolo de en medio de un empujón.

Al cruzar la puerta, les llegó un intenso y envolvente olor a alcanfor. El pasillo estaba completamente obscuro y no había guardianes ni criados. Subh, Abuámir y el príncipe avanzaron apresurados hacia la gran puerta de bronce que brillaba tímidamente en la penumbra del fondo. El chambelán gritaba detrás de ellos:

—¡No, no, por favor…!

Abuámir empujó la puerta y se detuvo un momento, antes de entrar. El saloncito que había delante de la alcoba estaba completamente a obscuras.

—¡Quedaos aquí, entraré primero yo! —les pidió a la madre y al hijo.

Abuámir entró con sumo cuidado. En cuanto sus ojos se hicieron a la penumbra, se postró en el suelo, al ver a Alhaquen sentado al fondo en su sillón. El olor a alcanfor y a pócimas era insoportable.

—¡Señor, disculpa…! —suplicó con la frente pegada al suelo.

Pero inmediatamente oyó un agudo grito de terror detrás de sí. Subh había descorrido una cortina y la luz había entrado en la estancia. Alzó la vista y se encontró con el rostro del califa muerto: los ojos estaban hundidos en las cuencas, secos; la piel acartonada y los cabellos y la barba, lacios, crecidos. La visión era espeluznante.

—¡Vamos, fuera de aquí! —les gritó él a Subh y al príncipe—. ¡Salgamos!

Corrieron por los pasillos, horrorizados, buscando la salida. En el exterior del palacio los aguardaba al-Mosafi con un gesto interrogante.

—¿Qué pasa? ¿Qué sucede ahí dentro? —les preguntó—. ¡Vamos, hablad, que me tenéis en ascuas!

—¡Está muerto! —le dijo Abuámir—. ¡Muerto y bien muerto! ¡Desde hace mucho tiempo!

—¡Me lo temía! ¡Al fin se desveló el misterio! —dijo el visir—. Pobre Alhaquen, ha muerto con la misma discreción con la que vivió siempre.

Fueron corriendo al palacio de al-Mosafi, cuya modesta entrada estaba junto a los jardines del gran palacio del califa, y esperaron allí a ver qué sucedía cuando llegaran los grandes fatas Chawdar y al-Nizami, que no tardarían ya en regresar de la mezquita de Córdoba.

—En cuanto sepan que ya conocemos su secreto —comentó el visir—, tendrán que anunciar la muerte. No les quedará más remedio.

—¿Crees que el resto de los servidores de palacio lo sabía? —le preguntó Abuámir—. Me refiero al centenar de eunucos y a los guardias.

—¡Oh, no, de ninguna manera! —respondió al-Mosafi—. Nadie excepto ellos tenía acceso al interior; ellos y sus cuatro o cinco eunucos de confianza. Ahora deberán anunciarlo en el harén, y todo el palacio se enterará.

Un espeso silencio y una calma tensa se adueñaron de Zahra en los momentos siguientes, que parecieron una eternidad. El gran visir permanecía pegado a la ventana que daba a la puerta de los jardines, por donde se entraba al palacio real.

—¡Ya están ahí! —exclamó de repente.

Abuámir se asomó también. Chawdar y al-Nizami descendían de sus literas y se dirigían a la puerta, acompañados por sus criados, con las sombrilla, los perros y los camellos que les seguían a todas partes.

La incertidumbre de la espera alargó el tiempo que siguió a su entrada en el palacio. Abuámir y al-Mosafi permanecían pegados a la ventana, casi conteniendo la respiración y con el pulso acelerado.

De repente estalló el griterío como si una jaula de locos se hubiera abierto y sus ocupantes se hubiesen puesto de acuerdo. Centenares de eunucos y de mujeres salieron corriendo y gimiendo a los jardines, arrancándose los cabellos a tirones, destrozando los parterres donde crecían coloridas flores y arrojándose puñados de tierra por encima.

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