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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (82 page)

BOOK: El mozárabe
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Los presentes esperaban aclamar la presencia del joven gobernante, cuyo lugar aguardaba vacío en el centro del estrado. La brisa llegaba desde la cala, fresca, aliviando a todos del peso de los lujosos ropajes, bajo un sol en su punto más elevado. Los rostros estaban radiantes, y el murmullo de la animada conversación ascendía hacia lo alto de las murallas donde ondeaban los estandartes del emirato. Abajo, en la ensenada, los barcos de los invitados y la gran flota siciliana descansaban en el puerto con las velas plegadas.

De repente, empezaron a sonar las chirimías, al fondo del patio, por donde estaba prevista la entrada. Todo el mundo volvió la cabeza hacia allí, y se vio cómo llegaban dos filas de músicos con los carrillos hinchados al máximo para arrancar el sonido de sus largos instrumentos de viento. Era una melodía solemne, que en ese momento sonaba festiva, máxime cuando se unieron a ellos las panderetas y los cascabeles. La emoción se contuvo sólo por un momento, hasta que aparecieron los parientes del príncipe, sus hijos y consejeros; y detrás Selim, con su cautivadora sonrisa de dientes blancos en el rostro bronceado, y sus ojos negros, radiantes de vida y sabiduría. El recién nombrado emir saludaba a uno y otro lado, sin dejar de sonreír, extendiendo sus manos para dejar que quien quisiera se acercara a estrechárselas desde las filas laterales.

Acompañando a Selim en su entrada iba un anciano de crecida barba blanca, que se apoyaba en un largo bastón para vencer una ligera cojera que afectaba a su pierna izquierda. Era un hombre de mediana estatura, vestido con una discreta túnica obscura y que lucía una preciosa cruz en el pecho.

Uno de los presentes que aguardaban el paso del emir, un forastero llegado de lejos, preguntó a uno de los nobles locales:

—Y ese venerable anciano que acompaña a Selim, ¿quién es? ¿Tal vez un pariente cercano?

—¡Oh, es un dignatario cristiano! —respondió el noble—. Se llama Asbag aben-Nabil. Fue traído a la isla hace más de veinte años e hizo de preceptor y maestro del príncipe. Selim lo ama más que a un padre, pues le enseñó cuanto sabe. Hay quien dice que a él debemos el lujo de tener un gobernante tan justo y luminoso.

—¡Ah, y cuánta razón tendrán! —observó el forastero—. ¡Nada como un hombre sabio a la sombra de un príncipe bueno!

Cuando el nuevo emir llegó al estrado, se sentó en el trono rodeado de la parentela y el consejo. Fue una ceremonia alegre y sencilla, aderezada con palmas, vítores y cantos, en la que los magnates de todos los rincones de Sicilia fueron presentando su respeto y sumisión a Selim, dejando a sus pies los regalos que traían. Y después se sirvió en el mismo patio un espléndido banquete que duró hasta las últimas horas de la tarde.

Antes de que anocheciera, cuando los últimos invitados daban aún cuenta de las sobras del banquete, Asbag se había retirado ya hacía tiempo a la torre donde tenía sus dependencias personales. El mozárabe había descansado un rato, había estado leyendo y, finalmente, como cada tarde, había subido a la azotea de la torre para contemplar la inmensidad del mar.

Muchos de los barcos que habían venido a la fiesta de coronación del emir se alejaban ya, siguiendo cada uno su rumbo en el sereno mar teñido de atardecer; otros salían del puerto, y otros permanecían amarrados en él.

Después de veinte años, hacía tiempo que Asbag no se hacía ya preguntas. Mirando aquel mar, le pareció que su alma se ensanchaba, contagiándose de un espacio tan dilatado, y que se perdían en ella las preguntas sobre el destino y el sentido de la búsqueda del hombre que antes tanto le habían hecho sufrir. «Él está aquí y allí. Donde esté yo; porque está conmigo», había concluido hacía tiempo. Qué pequeña y qué lejana veía ahora aquella necesidad de peregrinar que lo acuciaba en su juventud. Andar de aquí para allá no es algo del cuerpo; debe de ser la inquietud del alma que nace insatisfecha y en búsqueda. Eso sí, una pregunta más simple seguía encendida dentro de él: ¿qué había sido de Córdoba? Ahora sí que estaba lejana. Qué pocos navíos de Hispania habían recalado en Balarmuh; y los pocos que lo habían hecho eran de Levante, de ciudades lejanas y diferentes de Córdoba. Aun así, habían llegado algunas noticias: que el califa Alhaquen había muerto, que reinaba Hixem, su hijo, y que las cosas andaban ahora difíciles porque había combates con los reinos cristianos del norte. Era imposible saber más, ya que entre el califato cordobés y el de al-Qahira se había abierto desde antiguo un abismo de rivalidad que cerraba la puerta a cualquier posibilidad de relación entre los musulmanes hispanos y los aglabíes.

¿Sentía Asbag nostalgia de Córdoba? Ya ni siquiera se planteaba eso. La última vez que había buscado ese sentimiento había sido junto al monte Etna, en la ladera occidental, en un punto desde el que sólo se divisaba tierra interior, durante un viaje en el que acompañó al príncipe por los pueblos de las montañas. Sería al dejar de ver el mar cuando la mente le dio un vuelco, y recordó que era un hombre de tierra adentro, de la vega de un gran río.

Pero Sicilia era como un diminuto continente, donde los aglabíes habían introducido desde hacía años los cultivos de la morera, la caña de azúcar, el naranjo, la palma datilera y el algodón, así como la cría de caballos, la industria de paños y la fabricación de objetos preciosos. No era, por tanto, tan diferente de Alándalus. Y, tachonada de mezquitas, Balarmuh se había convertido en una gran ciudad musulmana en la que se daban cita los más célebres poetas, lingüistas, pintores y teólogos llegados desde Persia y Arabia.

Y estaba, además de todo eso, el príncipe Selim. ¿Qué más puede desear un hombre que busca la sabiduría que ver florecer sus enseñanzas en la mente de un joven destinado a gobernar? Era lo que tantas veces habían deseado Alhaquen y el círculo de sus íntimos consejeros: el Estado ideal, que representa en la esfera social el mismo orden que impera en el universo y en el individuo. El universo está gobernado por Dios, y el Estado debería estar gobernado por el filósofo como hombre perfecto y encarnación de la razón pura: como rey y guía espiritual, como imán, legislador y profeta. Es lo que Alhaquen hubiera deseado, al igual que Asbag, para el príncipe Hixem. Pero ¿qué habría sido de él? ¿Quién se habría encargado de su educación? El hijo de Subh tendría ahora treinta años, los mismos que Selim. ¿Sería el gobernante bueno, justo y sabio que Alhaquen soñó dejar en Córdoba como sucesor suyo?

El mozárabe experimentó una ligera sacudida de tristeza al comprobar que ahora eso a él le importaba poco. Había unido su destino al lugar donde Dios había querido mandarle. ¿Y qué es al fin y al cabo la vida sino aceptar la voluntad de Dios?

Aceptación que Él había premiado, obediencia que había colmado de dones. ¿Era feliz a pesar de estar lejos? No dudaba de ello. Le hubiera gustado, eso sí, haber culminado su obra, y ver convertido a Selim en un cristiano convencido. Pero ¿cómo arriesgarse a tal cosa? Si hubiera intentado eso cuando pusieron el niño en sus manos, con tan sólo diez años, le habrían cortado la cabeza, ¿y qué era más consecuente: hacer de él un hombre justo o no poder hacer nada? Cumplió su deber como pudo, Dios era testigo de ello. Podía descansar tranquilo al comprobar que muchas virtudes habían echado raíces en el alma de su discípulo; con eso bastaba, y eso le hacía feliz.

Cuando estaba sumido en estos pensamientos, se presentó Selim en la torre. Asbag, que le conocía como a un hijo, se alegró al adivinar en su semblante el gozo por aquella jornada de fiesta, y supuso que quería reflexionar con su maestro acerca de los momentos tan intensos vividos últimamente.

—Bueno, ya se van marchando los invitados. ¿Cómo se encuentra el flamante emir de Balarmuh? —preguntó el mozárabe.

—Soy feliz —respondió Selim con absoluta seguridad.

—¡Ah! ¿Lo dices en serio? ¡Hummm…! Creo que tus ojos delatan que has tomado demasiado vino de Messina.

—No, no, no… —respondió el emir con una sonrisita maliciosa—. Bien, sí; han sido unas cuantas copas… A ti no puedo engañarte. Pero la ocasión lo merecía. Y… ¡Soy feliz!

Asbag le miró con comprensivos ojos de maestro.

—Lo sé —le dijo—. Jamás me mentirías en un día como hoy. ¿Sabes?, cuando vi a toda esa gente ahí, aclamándote, fue para mí como un signo…

—¿Un signo?

—Sí, un extraño signo; perceptible pero difícil de explicar. Era… era como si un ciclo de cerrara. Como si Dios mismo hubiera descendido un rato desde su altura para pasearse por aquí abajo; como si Él sonriera satisfecho…

—¿Cómo? —preguntó el emir ladeando su rostro en un gesto de curiosidad ingenua.

—Ya te dije que me resultaría difícil de explicar. ¡Bah! Déjalo, son cosas de viejo…

—¡Oh, no! —insistió Selim—. ¡Por favor, intenta explicarme eso!

Asbag sonrió bondadosamente.

—¡Bueno! —contestó—. ¿Es que nunca vas a dejar de querer saber cosas? Bien, lo intentaré. Quería decirte que sentí con más fuerza que nunca que todo lo que nos sucede en el mundo, bueno o malo, tiene un sentido; y que a veces Dios ilumina nuestra mente para que podamos verlo. Pero eso siempre sucede en un momento especial, después de que hayan tenido lugar sucesos, cosas que entonces no se comprendían…

—¡
Anake… Anakefalaiosis
! —dijo Selim—. Esa palabra griega tan rara que un día me enseñaste y que significaba «recapitulación». Sí, eso es, ¡recapitulación!, lo recuerdo muy bien. Me leíste un texto de un sabio griego muy antiguo que hablaba de eso…

—¡Exactamente! —exclamó Asbag entusiasmado—. ¡Qué buena memoria tienes! Pues bien, se trata de eso: recapitulación; sólo a la luz de un momento final, esplendoroso y feliz, tiene sentido todo lo que nos sucede. Es como el capítulo final de un libro que resume, explica y condensa lo que se quería exponer en todas las páginas anteriores. Eso es lo que quería decir ese griego, llamado Ireneo, en su texto.

—Lo comprendo perfectamente —observó Selim—. Quieres decirme que hoy, al ver a la corte feliz, al verme por fin en el trono, aclamado por el pueblo en fiesta, has concluido que merecieron la pena todos tus esfuerzos para mostrarme cómo debe ser un buen gobernante.

—Sí, es eso, pero es mucho más —repuso el mozárabe—. Quiero decir que Dios tiene un plan para el hombre desde siempre. Hoy lo he visto con más claridad que nunca, y han cobrado sentido para mí el alejamiento de Córdoba, mis viajes y… y toda mi vida.

Selim se entristeció. Se acercó a Asbag y, sosteniéndolo por los hombros, le dijo:

—Dices eso como si fueras a morir pronto…

—¡Oh, no! Son cosas de viejo. Los viejos hablan así. No quiero yo entristecerte en este día tan feliz. Lo que quería explicarte es que, aunque parezca a veces que el plan de Dios es un desastre a causa de las dificultades, del dolor, los pecados y las maldades de los hombres, Dios vuelve a tomar su obra desde el principio para renovarla y restaurarla al final. Sólo Él será capaz de crear una nueva humanidad, y en eso consistirá la última recapitulación.

Los ojos de Selim se iluminaron. Al obispo le gustaba verlo así, como cuando era un niño que se sorprendía felizmente ante sus enseñanzas. El joven emir le dijo:

—Me alegro mucho de que me hayas hablado de eso; es como si hubieras leído mis pensamientos. Siempre tienes explicaciones que se anticipan a las inquietudes de mi alma. Hacía tiempo que pensaba hablar contigo este día y decirte muchas cosas, pero jamás hubiera podido expresarlo como tú lo has hecho esta tarde…

El sol se apagaba ya en el horizonte del mar. La tarde en retirada no podía ser más hermosa. Asbag miraba atento a Selim, como esperando a que continuara expresándose. El joven extrajo algo de sus ropas: un pequeño libro de pastas de basta piel ajada. Lo abrió y se lo mostró al obispo.

—¿Recuerdas esto?

El obispo lo hojeó. En su cara se dibujó el placer de contemplar algo verdaderamente entrañable.

—¡Ah, es el libro de animales que hice para ti hace veinte años! —exclamó—. ¡Lo has conservado!

—De todos los libros que escribiste para mí es el que más quiero —observó Selim—, porque fue el primero.

El emir lo volvió a coger en sus manos y buscó una página concreta. Cuando la encontró, se la mostró a Asbag. Era el dibujo de un caballito de mar con su nombre escrito al pie.

—Ésta es mi recapitulación —prosiguió Selim—. ¿Recuerdas este caballito de mar? Representa para mí el signo de todo lo que me enseñaste. Si no te hubiera conocido, y alguien me hubiera hablado de caballos de mar, habría pensado siempre que los caballos de Neptuno galopaban de veras en el fondo del Mediterráneo. Mi vida no habría pasado de ser la de un pirata poderoso, como lo fueron mis antepasados; pero ahora mi corte es culta, refinada, y mi verdadero tesoro son los libros que tengo y en los cuales leo que el mundo, a pesar del misterio que encierra, es para conocerlo y saber la verdad acerca de él.

Las lágrimas descendieron por el rostro del obispo y se perdieron entre la barba blanca. No habló. Asentía con la cabeza, emocionado, vencido por el efecto de tales palabras. Selim continuó:

—Y ahora he de decirte algo. Lo que más deseaba era que te encargaras de la educación de mis hijos; pero tú mismo me enseñaste que no debemos confundir nuestros deseos con lo que es razonable en cada momento. Ya me he servido suficientemente de ti a costa de tu propia vida. Ahora entiendo que debes seguir tu camino, y yo no quiero ser egoísta reteniéndote aquí mientras no tenga visos de terminar.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el mozárabe perplejo.

—¡Vete, Asbag! ¡Eres libre! ¡Márchate a Roma y sigue dedicado a tu Iglesia!

—Pero… hace tiempo que dejé de pensar en eso…

—Por eso mismo. Márchate con calma y que Dios siga decidiendo sobre ti. ¿Qué sentido tiene que un hombre como tú termine aquí su peregrinación? Mañana pondré a tu disposición mi barco y daré órdenes de que te lleven hasta el puerto de Ostia. Los vientos del mar Tirreno son ahora favorables y será un viaje corto.

Capítulo 85

Roma, año 996

Cuando la nave del emir de Balarmuh arribó al puerto, en Ostia llovía copiosamente. Los caballos y las mulas resbalaban en las pasarelas cuando los hacían descender; pero, finalmente, la comitiva que debía acompañar a Asbag estuvo dispuesta a enfilar la vía Ostiense.

Era la primavera en Roma; un mes de abril lluvioso, de cielos plomizos contra los que se recortaban las obscuras y redondeadas copas de los pinos que coronaban las colinas. Como siempre, una gran fila de transeúntes visitantes aguardaban frente a la puerta de San Pablo para pagar el tributo y entrar en la ciudad: clérigos, ilustres, peregrinos, oportunistas y negociantes; gentes de diversas procedencias que aguantaban el chaparrón en riguroso orden de llegada.

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