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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (86 page)

BOOK: El mozárabe
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Asbag y Juan iban vestidos con ropas discretas, sin nada que pudiera delatar que ambos eran obispos. Cualquiera podría pensar que eran un padre y un hijo, árabes ambos, de Murcia, Valencia, Sevilla o cualquier otro lugar de Alándalus. Pagaron el tributo en la puerta y se adentraron en el laberinto de callejuelas que se extendía desde el adarve. Aparentemente todo seguía igual; poco o casi nada había cambiado en treinta años, salvo algo en el rostro de la gente; algo difícil de determinar, pero lejanamente perceptible.

No habían determinado previamente adonde se dirigían, pero caminaban con decisión, sin necesidad de ponerse de acuerdo, por las calles que conducían al barrio cristiano. Iban sin hablar, animosos, tirando de las bridas de sus mulas fijando los ojos en el cálido espectáculo de la medina a esas horas del mediodía.

—Prepárate para encontrar allí cualquier cosa —comentó Juan, como leyendo el pensamiento de Asbag.

—Sí, sí —respondió mecánicamente él—, hemos de ser fuertes.

Faltaban sólo un par de calles; el corazón les latía fuertemente. Llegaron al callejón de los libreros. Un hombre se les quedó mirando, o al menos eso les pareció a ellos.

—No te vuelvas, no te vuelvas —dijo Juan entre dientes—. A ti es difícil que pueda reconocerte alguien, pero a mí…

Por fin el barrio cristiano, la plazoleta y San Zoilo. El corazón de Asbag dio un vuelco. Sintió casi irreprimibles deseos de arrojarse de bruces y besar el suelo; pero se contuvo y se conformó con suspirar profundamente y dejar que se le escapara un reguero de lágrimas. Enfrente estaba el caserón del obispo, donde residió durante sus últimos años en Córdoba, los balcones del viejo taller y los bajos de la escuela; todo cerrado y visiblemente abandonado.

Había bestias amarradas junto a la iglesia y hombres sentados en los escalones, y las puertas estaban abiertas de par en par.

—Entremos, entremos en la iglesia —propuso Asbag—. Parece que todo sigue igual…

Los dos obispos atravesaron el arco de herradura, como tantas veces, y se adentraron en la nave fresca y umbría. Cuando sus ojos se hicieron a la penumbra, se encontraron con que había jergones de paja, sacos y petates amontonados en las naves laterales; hombres echados, durmiendo, arropados con mantas, y otros sentados compartiendo alimentos sobre esteras de esparto. Olía a pies, a cuerpos sudorosos, a cueros, paja y grasa de caballo. Faltaban las pinturas de las paredes, que estaban encaladas, y también el crucifijo y los elementos litúrgicos.

—Pero… ¿qué ha pasado aquí? —se preguntó Asbag horrorizado.

—¡San Zoilo bendito! —exclamó Juan.

—¡Eh, señores! —les gritó alguien desde el fondo—. ¡Pasad, pasad!

Un hombre menudo, calvo y sonriente venía hacia ellos.

—¡Bienvenidos, señores! —les decía—. Aquí estaréis de maravilla. Sólo un dinar de cobre. Si queréis cocinar, por esa puerta… Y, en la otra parte, en el patio encontraréis a un criado que os proporcionará un cántaro de agua para bañaros y el bacín para hacer vuestras necesidades, todo entra en el precio…

—¡Qué dices! —le espetó Juan con energía.

—Ah, bueno, si no os gusta… —replicó el hombrecillo—. ¿Dónde vais a encontrar una fonda mejor que ésta, tan fresca y con los techos tan elevados? Si queréis puedo encargaros comida, o reservaros un rincón separado por un biombo…

De repente, el hombre se quedó callado, con los ojos horrorizados fijos en Juan, como si hubiera visto una aparición.

—¡Mumpti! —exclamó balbuciendo—. ¡Mumptí Juan! ¿Eres tú?

—¡Chsss…! —le silenció Juan, sujetándolo por un brazo y arrastrándolo a un lugar aparte—. ¡Qué has hecho, desgraciado! —le recriminó—. ¿Has convertido San Zoilo en una fonda?

El hombrecillo se tiró de rodillas a los pies de Juan, aferrándose a sus ropas y buscándole las manos para besárselas.

—¡Oh, Dios mío! ¡Perdóname! —sollozó—. ¡Pensaba que no regresarías! ¡Han pasado ya diez años! ¡Lo hice por mis hijos! ¡Que Dios me perdone! ¡Que san Zoilo se apiade de mí!

—¡Calla! ¡Calla, idiota! —le ordenó Juan a media voz—. ¡Nos está mirando todo el mundo!

—Vamos, vamos a mi casa —propuso entonces el fondista—. Está donde siempre, ahí al lado…

Siguieron al hombrecillo hasta su casa, que estaba junto a la iglesia, como un anexo a ella. Al contemplar las alfombras, los muebles y los criados que se apresuraron a atenderlos, Juan comentó con ironía:

—¡Vaya, vaya! Has prosperado. Se ve que la fonda de san Zoilo da beneficios.

—¡Oh, sí! Bueno… no. Digo… —balbució el fondista confundido—. Pero pasad, pasad, y poneos cómodos.

En un saloncito lujoso, pero decorado con sumo mal gusto, el hombrecillo les ofreció vino y comida, deshaciéndose en atenciones para con ellos. Después, entre lágrimas, les explicó:

—Perdóname, mumpti Juan. Cuando os marchasteis, la iglesia se quedó sola. Yo entraba cada día, por la puerta trasera, para espantar a las palomas que querían anidar dentro; barría los excrementos y la suciedad que entraba por las ventanas… Pero luego la saquearon, echaron la puerta abajo y se llevaron lo que de valor quedaba. ¿Qué iba a hacer yo? ¿Dejar que se convirtiera en refugio de pordioseros? ¿Permitir que se cayera a pedazos? Primero quise residir en ella con mi familia, pero mi mujer se negó por respeto. Luego me ofrecieron algún dinero y la posibilidad de poner la fonda… No fue idea mía, te lo juro. Un fondista de la medina me lo propuso… ¿Qué podía hacer? ¿He pecado? ¿Podrá Dios perdonarme?

Juan seguía mirándole con ojos de indignación. Alargó la mano y le sujetó, agarrándole fuertemente por la pechera.

—¡Maldito ambicioso! —le gritó—. ¿No has oído que «no podéis servir a Dios y al dinero»? ¡Juraste tu oficio de sacristán! ¡Has ofendido al santo!

—¡Basta! —ordenó Asbag—. ¡Suéltalo! ¡No nos pongamos nerviosos! ¿Qué ganamos ahora con estas cosas? Todos nos fuimos, tú también te fuiste… Hemos de ser comprensivos.

El hombrecillo, al escuchar con atención la voz de Asbag, se puso en pie de repente y dio un grito:

—¡Ah…! ¡Mumpti Asbag! ¡Estás vivo! ¡Eres el obispo Asbag! ¡le reconozco perfectamente! ¿No me recuerdas? Soy Doro, Teodoro; fui alumno tuyo en la escuela… ¡Oh, hace tanto tiempo…! Me dabas panecillos y nueces… ¡Pasaba yo tanta hambre entonces!

Asbag le miró lleno de cariño, buscando en su memoria. Al fin, recuperándolo del abismo de los años, exclamó:

—¡Doro! ¡Claro! ¡El pequeño Doro! ¡Te recuerdo perfectamente!

Teodoro saltó hacia el obispo y se recostó en su pecho, sollozando. Asbag le abrazó como a alguien perdido, querido y entrañable, encontrado; como si Doro fuera el signo del tiempo pasado.

—¡Padre! ¡Padre Asbag! —decía Doro—. ¡Creíamos que estabas muerto!

Hablaron durante largo tiempo, hasta la noche. Los obispos le preguntaron cuanto querían saber acerca de la ciudad. Y Doro les fue contando con detalle lo que había sido de cada uno de los cristianos conocidos; de los que habían muerto, a causa de la vejez, las enfermedades y asesinados por los fanáticos musulmanes; de los que se habían marchado para huir al norte; de los que se habían hecho musulmanes y de los que, como él, se habían vuelto tibios y se habían acomodado a las nuevas circunstancias.

—Ya veis —concluía Doro—; no lo hemos tenido fácil.

—Sí, son malos tiempos —admitió Juan—, pero al menos deberías haber respetado la iglesia.

—Lo siento, ahora me arrepiento —se justificaba él—. Necesitaba vivir de algo… Pero, como habéis visto, no he metido putas…

—¡Ah, era lo que faltaba! —dijo Juan con ironía.

—Bien, bien, dejemos eso —zanjó la cuestión Asbag—. Y, dime, Doro, ¿sabes qué fue de mi amigo Fayic al-Fiqui, el maestro? Vivía muy cerca de aquí.

—¿Fayic al-Fiqui? A ver, déjame recordar…

—¡Fayic! —le explicó Asbag—. ¡El arquitecto! Trabajaba en la ampliación de la mezquita mayor. Hizo la peregrinación a La Meca… ¿No lo recuerdas? Tú eras todavía un niño…

—¡Ah, claro, Fayic al-Fiqui! ¡Lo conozco! Es el maestro principal de las obras de la mezquita mayor. Es ya anciano, pero está estupendamente. Sigue viviendo ahí, en la plaza del estanque, con sus hijos y sus nietos.

—¡Dios sea loado! —exclamó Asbag—. Él nos ayudará. Mañana iremos a su casa. Fayic es un musulmán piadoso que sabrá explicarnos el porqué de todo lo que ha sucedido en el palacio.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Juan.

—Nos quedaremos aquí, en la posada.

—¿Aquí? —replicó Juan—. ¿En la iglesia de San Zoilo?

—¡Naturalmente! —sentenció el mozárabe—. ¿Dónde estaremos mejor? Ésta es nuestra casa, y mientras estemos en Córdoba viviremos aquí.

Por la mañana, muy temprano, fueron a la casa de Fayic al-Fiqui. Una gruesa mujer les abrió la puerta y les hizo pasar al zaguán. Fayic apareció al momento. Estaba perfectamente reconocible; a pesar de las canas y las arrugas, era él. Sin embargo, tardó en reconocer a Asbag. Pero, finalmente, sin que el obispo le desvelara su identidad, cayó en la cuenta. Hubo abrazos, lágrimas, rememoración de acontecimientos vividos juntos. Después cada uno contó la historia personal de los años de separación. Fayic llamó a sus hijos, mujeres y nietos, y les sentó a su mesa para compartir la comida. Y en los postres, Asbag sugirió que se quedaran solos para poder departir con mayor tranquilidad. Juan también se despidió y se fue a hacer gestiones por su cuenta. Entonces, cuando al fin estuvieron ambos amigos en total intimidad, Asbag le pidió que le hablara de los últimos días de Alhaquen.

—Poco puedo decirte —respondió Fayic—, puesto que todo es un misterio y nadie sabe a ciencia cierta lo que sucedió en realidad. Y los que saben algo, nada dicen por temor a las represalias. Hay mucho miedo, ¿sabes? Almansur sabe acallar los rumores…

—Pero ¿cómo llegó ese Almansur al poder?

—Ya hacía tiempo que era un hombre poderoso; administraba los tesoros, gobernaba la casa de la moneda, lo nombraron un importante general… Recordarás a al-Mosafi, ¿no?, al gran visir. Pues fue él quien depositó cada vez más poderes en manos del que entonces era un joven ambicioso… Después él supo ir apartando al primer ministro, relegándolo, dándolo de lado, ¿comprendes? La estrella de Almansur crecía y la de al-Mosafi se iba apagando…

—¿Cómo consentía eso el califa?

—Ah, el califa era entonces todavía un niño. Además —Fayic bajó la voz, como para contar algo extremadamente delicado—, las malas lenguas decían que Almansur era amante de la sayida… Y así, claro, teniendo a la madre, tenía al hijo…

—¿Cómo? —se sobresaltó Asbag—. ¡Te refieres a Subh! ¿Quieres insinuarme que Aurora, la vascona, la madre de los príncipes, estaba liada con ese tal Almansur?

—Lo decía todo el mundo. Toda Córdoba chismorreaba a costa del rumor. Hasta circulaban coplas y todo.

—Pero… ¡Cómo es posible! ¿Quién era ese Almansur que tenía acceso al serrallo del propio califa?

—¿Cómo quién…? Espera un momento —dijo Fayic con un gesto de gran extrañeza—. Me está pareciendo que no sabes quién es Almansur… ¿Es que no te imaginas siquiera quién puede ser?

—No, no lo sé. ¿Cómo iba a saberlo? Llevo treinta años fuera de Córdoba. Es media vida.

—O sea que… —repuso estupefacto Fayic— ¿no le conoces? ¿No te ha dicho el obispo quién es?

—No, ya te digo. Juan no sabe explicarme de quién se trata. Ten en cuenta que él era apenas un muchacho imberbe cuando yo era el obispo de Córdoba. Vamos, habla, ¿quién es?

Fayic le miró, meneó la cabeza en un gesto de perplejidad y respondió con rotundidad:

—¡Abuámir! ¡Mohámed Abuámir! ¡Él es Almansur!

Asbag se quedó petrificado. Buscó en su mente. Recordó perfectamente al joven impetuoso, distinguido y amable que él mismo, en perfecto acuerdo con el visir al-Mosafi, puso al frente de la casa de Subh.

—No, no es posible… —balbució.

—Sí. Él fue el que consiguió hacerse con más y más poderes; seduciendo a unos y otros, con sus buenas maneras y su talante amigable y servicial, al principio, pero a base de intrigas y conspiraciones más tarde. Quitando de en medio a quien pudiera hacerle la más mínima sombra. Él relegó a al-Mosafi y al propio califa Hixem para brillar sólo él. ¡Nada, excepto su persona, le ha interesado jamás!

—¡Oh, Dios! Aún no puedo creerlo. Era tan inteligente y a la vez parecía tan puro… ¿Quién podría adivinar entonces que escondía dobles intenciones?

—Pues, ya ves. En vez de estar agradecido a Subh y a su protector al-Mosafi, la abandonó a ella, traicionándola y arrinconando a su hijo, y resolvió hacer caer al gran visir. Le fue quitando poderes poco a poco, a él y a sus hijos, hasta dejarlos mermados, solos, empobrecidos y despreciados por todo el mundo.

—Pero ¿al-Mosafi no pudo defenderse? ¿Tanto poder tenía Abuámir? —preguntó el arzobispo sin salir de su asombro.

—Ah, al principio no sospechaba nada; no era Abuámir quien le inspiraba temores; por el contrario, le creía su mejor amigo. Era a Galib, el general gobernador de la frontera inferior, al que temía, porque ejercía la mayor influencia sobre las tropas.

—Ah, le recuerdo perfectamente —asintió Asbag—. Le conocí en Medinaceli. Era un guerrero de imponente presencia.

—Pues bien —prosiguió Fayic—, Galib odiaba a al-Mosafi y no trataba de ocultarlo. No olvides que el gran visir fue siempre el ojo derecho de Alhaquen, por lo que era inevitable que alguien tan importante e influyente como el general viese a al-Mosafi como un advenedizo salido de la nada y encumbrado sin haber manejado nunca una espada. No, un militar no podía tolerar eso. En apariencia siguió obedeciéndole; pero por su conducta demostraba que no contaba con él una vez que murió Alhaquen.

—¿Y qué pasó después? —se inquietó el obispo.

—Pues que al-Mosafi tenía la suficiente perspicacia para no ignorar el peligro que le amenazaba, y en su angustia pidió consejo a los visires, y sobre todo a Abuámir. ¿Y qué crees que hizo éste? En vez de mediar, reforzó su amistad con Galib y sin duda trazó un plan, pues no repugnaban a su ambición las vías tortuosas. El caso es que dejaron aparte al gran visir. Abuámir se casó con la hija de Galib y desde entonces se hicieron inseparables. Al-Mosafi empezó entonces a decaer, pues los militares no lo querían y comenzaron a tramar la forma de quitarlo de en medio de una vez por todas. Y, finalmente, consiguieron una orden del califa, después de que Abuámir, seguramente, convenciera a Subh, y destituyeron al gran visir. Como podrás suponer, Abuámir ocupó inmediatamente su puesto.

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