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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (90 page)

BOOK: El mozárabe
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En un lugar espacioso del campamento había un altar erigido sobre un estrado, con un sinfín de velas encendidas, toscas imágenes de la Virgen e innumerables relicarios colocados por todas partes. Alrededor del altar, en especies de pequeñas capillas de palos techados con ramas secas, varios sacerdotes celebraban misas, cada uno en un altar, con la asistencia de algunos soldados.

—Esperemos a que terminen —dijo Asbag.

Los obispos permanecieron a cierta distancia, para ver qué pasaba. No fue por mucho tiempo, porque uno de los sacerdotes impartía ya la bendición final. Entonces, los soldados echaron mano a su bolsa y le pagaron una cantidad al sacerdote. Al momento aparecieron otros soldados que aguardaban respetuosamente a un lado y se acercaron para celebrar otra misa. El sacerdote preparó todo de nuevo y comenzó el oficio.

—¿Estás viendo lo mismo que yo? —dijo Juan enfurecido.

—Sí —respondió Asbag—, son sacerdotes simoníacos.

En ese momento, alguien les llamó desde atrás:

—¡Eh, venerables padres!

Se volvieron y vieron acercarse hacia ellos a un grueso y sonrosado clérigo, vestido con un alba bordada en oro, que se ponía en ese momento una mitra.

—¿Eres obispo? —le preguntó Asbag.

—Sí —respondió el clérigo—. Ya veo que vosotros también. ¿De dónde sois?

—Yo soy el metropolitano de Toledo —respondió Asbag—, y él es obispo de Córdoba.

—¡Vaya, cuánto honor! —exclamó el grueso prelado—. Pues yo soy el obispo de Toro; el rey Bermudo II de León me nombró. Pero… ¿qué hacemos aquí? ¡Pasad a mi tienda! Comeremos algo y podremos hablar con más tranquilidad.

Entraron en la tienda y se acomodaron en un tapiz, sobre mullidos almohadones. Había hermosos muebles y lujosos objetos: jofainas de plata, vajillas y cortinajes de seda. La tienda parecía un pedacito de un palacio. Enseguida acudieron varios criados que se pusieron a servirles.

Asbag quiso saber por qué el obispo de Toro, que se llamaba Fernández, se encontraba allí, en Córdoba, y no en su sede.

—Es una larga historia —respondió el obispo—. Supongo que por la misma razón que tienes tú para estar aquí y no en Toledo. Hoy las cosas están difíciles… Allí no hay nada más que moros; y para estar entre moros prefiero hacerlo aquí. La vida militar reporta mayores beneficios. Resulta que el rey de León, Bermudo, que es mi primo, me envió hace cuatro años a traerle a Almansur a su hija, la princesa Tarasia, para entregársela en matrimonio y, ya veis, decidí quedarme.

—Pero… ¿cuántas esposas tiene Almansur? —le preguntó Juan.

—¡Oh, cuatro, como todos esos malditos moros! —respondió Fernández—. Además de montones de concubinas. Fijaos, otra de sus mujeres es la princesa Abda, hija del rey de Pamplona Sancho Garcés II, llamado Abarca. Dicen por ahí que tiene especial predilección por las cristianas. Se aficionó con la sultana esa, Subh, la favorita del califa Alhaquen. ¡Ja, ja, ja…! —rió con una desagradable carcajada con sonido de trompeta cascada.

A Asbag empezó a resultarle cargante aquel obispo. Se dio cuenta enseguida que era uno de esos prelados nombrados por los reyes del norte, como recompensa a algún favor, o para satisfacer sus deseos de sentirse poderosos, rodeados de dignatarios eclesiásticos. No obstante, les vino bien para enterarse de un montón de cosas.

—¿Quién es el jefe de los mercenarios? —le preguntó Asbag.

—Son varios. Por León es otro primo mío, Gonzalo; por Castilla un tal Gerome de Burgos; y por Navarra un hermano del rey García, Diego Sánchez.

—¿Hay muchos caballeros cristianos al servicio de Almansur? —quiso saber el mozárabe.

—¡Uf! Más de un centenar, con sus hombres; unos dos mil en total. ¡Lo mejor de lo mejor! Aquí están ahora mismo las armas más diestras de los cristianos.

Asbag se quedó estupefacto. Decidió ir al grano.

—¿Sabes que Almansur piensa marchar sobre Santiago de Compostela? —le preguntó.

—¡Claro! —respondió Fernández—. Todo el mundo lo sabe aquí. ¿Por qué creéis que llegan caballeros nuevos cada día, sino a sumarse a esa campaña?

—¿Quieres decir que los cristianos marcharán también sobre Santiago? —se indignó Asbag.

—¡Hombre, sobre Santiago no! Pero participamos en la campaña. Esos gallegos se lo tienen merecido…

—¡Pero qué dices, insensato! —saltó Juan—. ¿Vais a participar en ese sacrilegio?

—¿Sacrilegio? —Fernández hizo un mohín de disgusto—. Mirad, lo que haga el moro nos tiene sin cuidado; nosotros somos simples soldados que nos ganamos así la vida… No, no, no… Nada de sacrilegios… Nosotros no pensamos destruir el templo. ¡Que lo hagan los moros si es lo que quieren!

—¡Oh, Dios mío! —se quejó Asbag—. ¡Vayámonos! ¡Vayámonos de aquí enseguida! He de hablar con esos caballeros.

Fernández puso cara de extrañeza y dijo:

—Entonces, ¿no venís a hablar de negocios?

—¿De negocios? —dijo Asbag con expresión de no entender.

—Sí, de negocios. Pensaba ofreceros un buen número de misas. Los caballeros prefieren las de los obispos, como es natural, y yo no doy abasto. Por la mitad de los estipendios podéis decir cuantas seáis capaces. Me pagaréis la otra mitad y en paz.

No pudo terminar; Juan se lanzó sobre él y le agarró por el cuello.

—¡Maldito simoníaco! —le gritaba—. ¡Sacerdote del demonio!

Los criados salieron en defensa de su amo, y Asbag también terció, de modo que entre todos consiguieron que cesara la pelea.

—¡Vamos, aprisa! —dijo Asbag—. ¡No compliquemos las cosas!

Los dos obispos mozárabes salieron de la tienda. Detrás de ellos, Fernández bramaba:

—¡Esto lo pagaréis! ¡Lo pagaréis caro!

Asbag y Juan subieron a sus mulas y pusieron rumbo a la salida, al trote, pero, antes de llegar al final del campamento, una veintena de hombres armados los rodearon y los prendieron por orden de Fernández.

El grueso obispo corrió hasta ellos y, enrojecido de ira, les dijo:

—¡Quiénes os habéis creído que sois! ¿Pretendéis acaso venir hasta aquí a haceros los santos? ¿Pretendéis decirme a mí lo que está bien o mal…? Ya veremos lo que opinan los moros cuando os entregue a ellos.

Capítulo 92

Córdoba, año 997

Cuando los llevaron ante el cadí de Córdoba, y éste los envió a una lúgubre mazmorra bajo la acusación de instigar a la rebelión en el campamento de los mercenarios, supusieron que terminarían pronto sus días; que en cualquier momento los pondrían en manos del verdugo para que les separara la cabeza del cuerpo. Por eso, se despidieron con un abrazo y rezaron cuando apareció uno de los guardias por la puerta diciendo:

—¡Vamos, arriba!

Ambos hicieron ademán de salir, pero el guardia le dijo a Juan:

—No, tú no; sólo el viejo.

—Yo voy con él —insistió Juan.

Pero el guardia le dio un empujón y tiró sólo de la cadena de Asbag para sacarlo de allí. El mozárabe se volvió hacia su compañero y le dijo sonriendo:

—¡Hasta la vida eterna!

Le condujeron por los obscuros pasillos que rezumaban agua por todas partes, hasta la escalera que ascendía a la luz exterior. Luego un patio, más escaleras y nuevamente pasillos. El obispo, renqueante, apenas podía seguir al guardia que avanzaba a toda prisa delante de él. De repente se encontró en la calle, a la puerta de la prisión. Sin darle más explicaciones, lo entregaron a dos fornidos guerreros armados hasta los dientes que le subieron a una mula.

—¿Adonde me lleváis? —preguntó el obispo.

—Pronto lo sabrás —fue la única contestación que obtuvo.

Salieron de la ciudad por la puerta de los zocos que era conocida como Bab al-Chaid y enfilaron un amplio y polvoriento camino, paralelo al río, fuera de la medina, en dirección a unas altas murallas de adobe que se levantaban más allá, hacia oriente.

Asbag adivinó enseguida que se trataba de al-Medina al-Zahira, la nueva ciudad que Almansur se había construido en las afueras y adonde se habían trasladado los altos funcionarios de la administración del primer ministro. Entonces supuso que era allí donde se impartiría la justicia en el nuevo régimen.

La ciudad era tan espléndida o más que Zahra; grandes palacios se alineaban en sus amplias calles y reinaba la limpieza y el orden; había jardines regados, con árboles frutales, parterres con flores variadas y enormes jaulas repletas de pájaros exóticos.

A través de uno de los jardines, condujeron al obispo a un gigantesco palacio, con tres niveles de galerías en la fachada y bellísimos estucos. Había guardias por todos lados, sirvientes lujosamente vestidos y un exquisito orden por todas partes. Excepto por el rumor de las fuentes y un dulce canto de avecillas, el silencio era total.

—Tú espera aquí —le dijo el guardián a Asbag a media voz.

Era un amplio patio con numerosas ventanas al interior en sus altos muros. Allí aguardó poco tiempo, hasta que apareció un mayordomo que le indicó con un gesto que le siguiera. Atravesaron frescos pasillos y acogedoras estancias hasta llegar a una antesala, donde fue puesto en manos de otro mayordomo que le indicó con gesto altanero que se sentase.

El mayordomo también se sentó, junto a él, en un lujoso sillón. Era alto, delgado, con una mirada serena y un toque irónico en la comisura de sus labios. Transcurrió un largo rato, que a Asbag se le hacía eterno; se impacientó y le preguntó al mayordomo:

—¿A qué esperamos?

—¡Chsss…! —siseó largamente el mayordomo, llevándose el dedo a los labios.

Pasó otro largo rato, sin que se escuchase siquiera el vuelo de una mosca, y finalmente se abrió la gran puerta de la antesala, por la que apareció un tercer chambelán que hizo un gesto a Asbag para que se pusiera en pie. Entró todavía un chambelán más y le indicó al obispo que le siguiera.

Pasaron a una gran sala despejada, en cuyo fondo se encontraban varios hombres conversando en torno a una mesa de bronce rematada con ónice. Con un movimiento de la mano, el mayordomo le ordenó a Asbag que se detuviera y aguardara a cierta distancia.

Desde donde estaba, el mozárabe no alcanzaba a oír lo que los hombres estaban hablando entre sí, pero se fijó en cada uno: eran cinco, de edades semejantes, rayando la cincuentena; su aspecto y sus ademanes evidenciaban que eran militares de alto rango, generales o visires guerreros. Uno de ellos destacaba sobre los demás y se veía claramente que era el jefe de todos, por la deferencia que los otros mostraban hacia él. Sin embargo, el trato entre ellos era distendido; bromeaban, reían y bebían constantemente en las copas que, hábil y delicadamente, estaba presto a llenar un criado.

Asbag vio cómo el chambelán se acercaba discretamente y le decía algo al oído al que parecía ser el superior de los otros. El hombre miró hacia Asbag desde lejos. Después se puso en pie, dejó su copa en la mesa y avanzó hasta el obispo por el medio del salón.

A medida que se acercaba, el mozárabe no tuvo ya ninguna duda de quién se trataba: era Abuámir.

Cuando estuvo frente a él, lo reconoció sin ninguna dificultad. Aunque la última vez que lo vio era un joven de veintiséis años, y ahora abultaba el doble, su estatura, sus ademanes y el conjunto de la persona habían cambiado poco. Lo dos se estuvieron mirando sin decir nada por un momento. Almansur sonreía, sin distancias, como si no hubieran pasado treinta años.

—¿Eres Asbag? —le preguntó al mozárabe—. ¿Eres tú en persona? ¿Estas vivo?

—Sí, ya ves, Abuámir; Dios ha cuidado de mí.

—¡Ah, ja, ja, ja…! —rió él entusiasmado—. ¡Es increíble! ¡Quién lo diría, quién podría jurarlo!

Regresó junto a los otros militares y les despidió. Después condujo al obispo hasta los divanes y lo invitó a que se sentara. Le ofreció vino. Él también se llenó la copa.

—Me alegro, me alegro sinceramente de verte —dijo Abuámir—. Cuando me dijeron que habías regresado no podía creérmelo.

—¿Quién te lo dijo? —preguntó Asbag.

—¿Quién iba a ser? Subh. Le faltó tiempo para venir a mi palacio para intentar aterrorizarme con una sarta de supercherías de las suyas: que Dios te había mandado, que mi hora estaba cerca… ¡Qué sé yo cuántas otras tonterías! Creí que era otra de sus invenciones para fastidiarme; pero luego supe que un anciano obispo había sido hecho prisionero en el campamento por instigar a los cristianos… ¡Qué atrevido eres! Si no llego a enterarme de que te habían apresado, a estas horas… ¡Dios sabe qué te habría pasado!

Asbag no salía de su asombro. Se había imaginado a Almansur como una bestia cruel y sanguinaria; distante, encerrado en su mundo de poder y ambición. Y tenía frente a sí a Abuámir, algo más viejo, más grueso y con la barba encanecida, pero con la misma mirada despierta del joven que conoció entonces.

Durante un buen rato desapareció el abismo de tiempo que se abría entre ellos. Hablaron. El mozárabe le contó sus peripecias, y Abuámir las escuchó atentamente. Después hubo silencio. Entonces el abismo apareció: no quedaba más remedio que hablar del pasado; el tema estaba en el ambiente. El obispo fue directamente a lo que le interesaba y le preguntó al ministro por las comunidades de cristianos, por las persecuciones que habían sufrido hacía diez años.

Abuámir puso cara de circunstancias. Reflexionó por un momento. Luego, en tono de fastidio, dijo:

—¿Crees que fui yo quien echó a esos cristianos? ¿Crees que me molestaban? ¿Piensas que yo me ocupé de quitarlos de en medio porque los consideraba peligrosos? Te equivocas. Las cosas son mucho más complicadas. Fue el propio pueblo de Córdoba el que empezó a perseguirlos. Las cosas cambian; la gente cambia, de la noche a la mañana… ¿Sabes cuántos ulemas hay en Córdoba? ¡Cientos! Ulemas que no son como los de antes; no, ahora son cada vez más fanáticos. ¿Y crees que tus cristianos eran como los de antes? ¡Te equivocas! Nada era ya como antes. Venían predicadores del norte a enardecerles; surgieron conflictos, rebeliones. Llegaban constantemente noticias de incursiones en las fronteras. Los reyes, los condes y los obispos de los reinos cristianos querían a toda costa la guerra. La querían y la tuvieron, ¿íbamos a quedarnos los musulmanes de brazos cruzados? Si no me hubiese movido, ¿qué habría pasado? ¿Les íbamos a dejar que bajaran cada día un poco más hasta meterse aquí, en nuestras barbas?

Asbag escuchaba en silencio los razonamientos de Abuámir, intentando comprender; pero eran tantos los interrogantes que se amontonaban en su mente que no era capaz de ver un sentido claro a todo aquello. Decidió entonces preguntarle acerca de Subh y del califa Hixem. Al fin y al cabo, fue él quien introdujo al joven administrador en la intimidad de los alcázares. ¿No tenía derecho a querer saber por qué había relegado al hijo de Alhaquen? Se lo preguntó sin rodeos. Abuámir se irguió, enrojeció de cólera y respondió también sin rodeos.

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