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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (87 page)

BOOK: El mozárabe
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—¿Y qué fue de al-Mosafi?

—Murió años después, en la más absoluta miseria, tras haber pasado años de cárceles y humillaciones de todo tipo. Aunque Abuámir respetó siempre su vida, parecía encontrar un bárbaro placer en atormentarle. Durante cinco años el antes gran visir arrastró esta triste y penosa existencia, a pesar de su avanzada edad y de los disgustos sufridos. Hasta que encontraron su cadáver bajo los arcos de la mezquita mayor, cubierto con un alquicel viejo. Yo mismo vi cómo un amortajador lavaba el cuerpo en las fuentes de las abluciones, y cómo lo colocaban después, no exagero nada, sobre la hoja de una puerta arrancada de sus goznes para llevarlo a enterrar en las afueras.

—¡Dios se apiade de él! —dijo con pena Asbag—. ¿Y Subh? ¿Qué fue de ella?

—Vive en los alcázares, como siempre. Se sabe poco de la sayida.

—¡Oh, me gustaría entrevistarme con ella! ¿Crees que será posible?

—¡No, de ninguna manera! ¡Nadie puede entrar allí! Abuámir no lo consiente.

—Pero ella querrá verme. Estoy seguro —dijo Asbag con ansiedad.

—Sí, pero, tanto a ella como al califa, Abuámir los mantiene aislados detrás de infinitas barreras. A ella sólo se la ve… ¡Espera un momento! ¿De verdad estás dispuesto a arriesgarte para hablar con ella?

—Sí, vamos, habla. ¿Dónde puedo verla?

—Sólo hay un sitio al que nunca falta: la pequeña mezquita del santo al-Muin, todos los viernes. Allí reposan bajo un túmulo, junto al del santo, los restos de su hijo, el pequeño príncipe Abderrahmen. Si consigues burlar a los guardias y acercarte a ella…

Capítulo 89

Córdoba, año 997

Frente a la mezquita de al-Muin, sentados en el umbral de una casa, Asbag y Fayic aguardaban a que la sayida apareciera en cualquier momento por uno u otro extremo de la calle. Ambos se habían vestido con ropas harapientas y apenas se diferenciaban del hervidero de mendigos, ciegos e inválidos que se iba formando junto a la puerta.

—¿Vendrá? ¿Estás seguro? —se impacientaba Asbag.

—Sí, vendrá, vendrá —respondía Fayic en tono fatigoso—. Te lo he dicho cien veces. Nunca ha faltado. ¿Por qué crees que están aquí todos estos pordioseros? Falta aún un rato para que el muecín llame a la oración del mediodía; pero antes llegará ella.

—¿Era tan necesario vestirse así? ¿No hubiera sido mejor aguardar dentro de la mezquita, junto a las tumbas?

—No, de ninguna manera. Los guardias echarán a todo el mundo. En el interior sólo estarán ella, los eunucos y las mujeres que la acompañan. Pero después de la oración repartirá limosnas a los mendigos en la puerta. Entonces podrás acercarte a ella.

Siguieron aguardando todavía un buen rato, mientras la calleja empezaba a abarrotarse de gente. Asbag pensó que le sería difícil luchar contra aquella muchedumbre para acceder a Subh y decidió avanzar hacia la puerta antes de que le resultara imposible. En ese momento vio al muecín salir y mirar hacia el reloj de sol que estaba dibujado en la pared encalada del alminar. La sombra de la varilla señalaba exactamente la raya correspondiente al mediodía. El muecín se remangó el vestido y, a través de un ventanal que daba al interior de la torre, se le vio subir por la escalera de madera. Entonces el obispo se desanimó al pensar que ella tal vez no vendría esta vez.

Pero al poco estalló un revuelo en uno de los extremos de la calle y los pordioseros se alborotaron. Al momento aparecieron unos cuantos guardias armados con varas y empezaron a apartar a todo el mundo para dejar libre la entrada.

—¡Ya está ahí! —exclamó alguien—. ¡Señora! ¡Sayida! ¡Alá te guarde!

Asbag apenas vio nada, salvo un grupo de gente ricamente ataviada que subió aprisa las escaleras de la mezquita, y la puerta que se cerró tras ellos cuando hubieron entrado todos. En ese instante, sonó desde lo alto el canto del muecín.

Los pordioseros, ciegos, cojos, lisiados, se arrojaron al suelo e iniciaron sus oraciones. Asbag hizo lo propio, para no desentonar, y se puso de hinojos junto a Fayic, en el apretado espacio entre los malogrados cuerpos vestidos con andrajosas ropas.

La oración concluyó, y se oyó el chirrido de los cerrojos al descorrerse. La puerta se abrió.

—¡Ahora! ¡Ahora! —le gritó Fayic al obispo, mientras le abría paso a empujones por entre la gente.

Asbag alzó la vista y vio a un grupo de mujeres con grandes cestos repartiendo panecillos que les eran arrancados de las manos. Buscó con la mirada, pero no daba con Subh. Avanzó, desesperado, hasta los escalones de la entrada. Cayó al suelo y se arrastró. Volvió a alzar los ojos. Nada. Sintió codazos, golpes, gritos en sus oídos. Empezó a perder la esperanza.

No obstante, cuando iba ya a desistir, vio salir de la mezquita a una mujer alta, madura y de singular presencia, con la cara descubierta, que llevaba una túnica blanca amplia y un velo de tul sobre los cabellos y enrollado en torno al cuello.

—¡Ésa! ¡Ésa es! —le gritó Fayic desde detrás.

Asbag sacó fuerzas de donde pudo, se levantó y se lanzó hacia ella. Entonces tuvo la acertada idea de llamarla por su nombre cristiano.

—¡Aurora! ¡Aurora! ¡Soy Asbag! ¡El obispo! El resto de los gritos ahogaba la voz del mozárabe, pero ella debió de oírlo, porque un gesto de extrañeza se dibujó en su rostro y se la vio buscar con la mirada. Asbag consiguió entonces asirla de una mano y tirar de ella, insistiendo.

—¡Aurora! ¡Soy Asbag! ¡El obispo! ¡Mírame, por favor!

Ella le miró a los ojos. Al instante se puso pálida y se tambaleó como en una especie de desvanecimiento. Entonces, uno de los eunucos saltó hacia el obispo y le propinó un fuerte empujón, gritándole:

—¡Estúpido! ¿Qué haces? ¿Qué le has hecho a la sayida? Cuatro o cinco guardias cayeron sobre él asiéndolo por todos lados. Él seguía llamándola.

—¡Aurora! ¡Aurora! ¡Soy el obispo!

—¡Quietos! —gritó entonces ella con autoridad—. ¡Soltadlo! ¡Soltad al anciano!

Se hizo un gran silencio. Fue como si todo el mundo se quedara paralizado por un momento. Los pordioseros se echaron atrás por temor a los guardias; y la pequeña escalinata quedó despejada, con Subh sobresaliendo entre el resto de las mujeres, alta, hermosa y con una extraña expresión, mezcla de sorpresa y pavor. Descendió las escaleras y fue hacia Asbag, sin dejar de mirarle a los ojos.

—O… obispo —balbució mientras le observaba bien—. ¿Eres… eres tú?

—Sí, Aurora, soy yo —respondió él, extrayendo el crucifijo pectoral de entre los harapos.

Ella, mecánicamente, hizo ademán de doblar la rodilla y acercarse a besarle la cruz, pero él la retuvo:

—No, no, sayida… Aquí no. Entremos en la mezquita.

Ante el asombro de todos, Subh y Asbag entraron en la pequeña mezquita de al-Muin. Se descalzaron, y ella corrió los cerrojos de la puerta. En un gesto instintivo, ambos se volvieron hacia el túmulo del santo. La tela verde con bordadas letras doradas cubría la tumba; junto a ella, otro paño, éste de color blanco, cubría a su vez el pequeño túmulo del príncipe Abderrahmen.

Ella se recostó en la pared encalada y se echó a temblar.

—¡Aurora! ¿Qué te sucede? —se inquietó él—. ¡No pasa nada, soy yo!

—Cuando un muerto se aparece, algo va a suceder —dijo ella con la mirada perdida.

—¡Oh, no, no…! —repuso él aproximándose para calmarla—. No soy un fantasma. Soy yo en persona. ¡Tócame! Soy de carne y hueso. No morí, nunca he muerto… He vivido cautivo todo este tiempo.

—¿Has venido para castigarme? —le preguntó ella, aún presa del terror.

—¿Castigarte? ¿Qué dices? ¡Vamos! ¡Vuelve en ti! ¿No ves que soy yo…?

—¿Qué quieres de mí?

—Nada, sólo hablar contigo. Ayudarte. No te deseo ningún mal. Confía en mí. Confía en Dios. Él te ama, no temas…

Cuando Subh escuchó aquello, volvió el color a sus mejillas. Se abalanzó hacia el obispo y besó el crucifijo. Él la abrazó entonces. Sintió que su cuerpo abultaba mucho más; se había convertido en una mujerona grande y madura, pero seguía siendo hermosa; sus ojos aún se revelaban desvalidos en el fondo.

—¡Ay, obispo Asbag! —sollozó ella—. ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué me dejaste? ¡He sufrido tanto…!

—Bueno, ya… tranquilízate. Ya estoy aquí… No pasa nada…

Ella se separó entonces de él y se acercó a la pequeña tumba de su hijo.

—Aquí está mi niño… El califa mandó que lo enterraran aquí. Reza tú sobre él.

—No, él no está ahí —le dijo Asbag—. Era un niño y estará en el cielo.

Dicho esto, empezó a pronunciar un responso sobre el túmulo de Abderrahmen, haciendo la señal de la cruz con la mano. Subh escuchaba atentamente, con ojos perdidos, y se santiguaba.

—Bien —dijo el obispo—, debemos irnos de aquí. Esa gente de ahí fuera debe de estar impacientándose. Pero hemos de vernos inmediatamente. Hoy mismo. ¿Dónde podrá ser?

—En los alcázares —respondió ella, más tranquila—. Ve allí esta tarde. Daré orden de que te dejen pasar.

—¿Crees que podré entrar? ¿Lo consentirán esos guardias?

—¡Allí mando yo! —replicó ella con energía.

Esa misma tarde, en los alcázares, Asbag se sorprendió cuando nadie le puso el menor impedimento para entrar a ver a la sayida. Un eunuco le aguardaba en la puerta y le condujo amablemente a través de los corredores. Naturalmente, el obispo se había quitado ya los harapos y llevaba sus ropas cordobesas, sin ningún distintivo visible de su condición de clérigo. Nada más ver a Subh, le dijo:

—Me habían dicho que vivías aislada, bajo vigilancia; casi secuestrada…

—¡Ja! —replicó ella enojada—. Eso es lo que la gente se cree. Al califa podrá tenerlo encerrado, pero conmigo no puede. Jamás se atrevería a privarme de mi libertad. Amir es muy listo; por nada del mundo haría algo que lo asemejara a aquellos eunucos asquerosos, Chawdar y al-Nizami. Ellos sí que me tenían encerrada.

—Entonces, ¿por qué no te dejas ver? Eres viuda…, la viuda del califa. Si Almansur no te lo impide, puedes hacer lo que quieras…

—No tengo necesidad de ir a parte alguna —respondió Subh con un mohín de desprecio—. La gente es mala. Córdoba no me quiere, no me ha querido nunca… Para ellos soy sospechosa de impiedad; una cristiana del norte, nada más que eso…

—Pero… ¿has seguido siendo cristiana?

—¡Bah! ¡Qué sé yo! Cristiana, musulmana, casada, soltera, favorita, libre, cautiva, navarra, cordobesa, princesa, concubina, reina, madre del califa… ¿Sé acaso yo misma lo que soy? ¿Me han dejado saberlo alguna vez? Sabrás todo, ¿no? Ya te lo habrán contado… Sabrás lo que me pasó… Todo el mundo lo sabe ya…

Rompió a llorar de nuevo. Pasaba de la rabia a las lágrimas constantemente. Asbag se dio cuenta de que se había convertido en una mujer despechada, que guardaba un nudo de desengaños en su interior. No quería escuchar, tan sólo hablar, quejarse en un monólogo que ponía de manifiesto todas sus frustraciones y desconsuelos acumulados durante años. El obispo se fijó en el rictus de amargura que se había grabado en su rostro, en las arrugas marcadas, en el cabello antes rubio y ahora grisáceo y sin brillo. Meditó sobre si confesarle o no que conocía su relación adúltera. Finalmente, optó por decirle:

—Sí, lo he sabido. Si te refieres a lo tuyo con Abuámir…

—¡Él me engañó! Pequé por su culpa. Yo estaba tan sola… Alhaquen jamás se preocupó por mí, ya lo sabes. Se enfrascaba en sus asuntos; sus libros, sus sabios, sus teólogos… Ni siquiera los niños le preocuparon nunca. Estaba casado con la biblioteca. Ay, si al menos hubiera sido un padre… Luego vino Amir. Era maravilloso; tenía soluciones para todo. La vida empezó a ser diferente. Cuando me vi libre del harén, aquí, en mi propia casa, y con él al frente de todo… Era feliz. Era como haber subido al cielo de repente. Desaparecieron los eunucos, desaparecieron los temores…

Sus ojos se perdían en el vacío, embebidos en los bellos recuerdos, como si aquellos momentos estuvieran aún ahí. Sin embargo, al momento, su rostro se ensombreció.

—Pero me engañó… —prosiguió—. Me engañé yo misma porque pensé que todo aquello era para siempre… Después él cambió. Sólo le interesaban las armas, los asuntos de guerra… Su mirada también se transformó: sus ojos… sus ojos eran diferentes. El quería el poder a toda costa; dominar sobre todo y sobre todos. Yo le decía: «Déjalo ya, Amir, no te compliques más». Pero él seguía… Empezó a recelar de todo el mundo. Al principio se entendía muy bien con al-Mosafi, pero luego también desconfiaba de él. ¡Pobre al-Mosafi! Le hizo la vida imposible. El pobre ministro quiso casar a uno de sus hijos con la hija del general Galib; para congraciarse con él, ¿comprendes?; pero Abuámir lo estropeó todo. Se empeñó en casarse él con esa mujer. Asma se llamaba. Yo me negué, no por celos, sino porque ella me parecía peligrosa. Pero él me decía: «Lo hago por ti, por nosotros. Nuestro único enemigo puede ser ahora Galib. Tiene mucho poder». Y al final se salió con la suya. Se casó con ella. Con esa caprichosa, embustera y pretenciosa.

—¿Qué tal se llevó él con su suegro? —le preguntó el obispo—. Me refiero al general Galib.

—¡Bah! Igual que con todo el mundo. Al principio estuvieron muy unidos y planearon acabar con al-Mosafi. Organizaron guerras juntos; decidieron ir a por los cristianos del norte. Querían ser los dueños del mundo. Pero después surgieron problemas entre ellos. Los demás generales seguían a Abuámir, y Galib empezó a sentir envidia. El propio Abuámir me contó que, un día que se encontraban juntos en la torre de un castillo de la frontera, se puso a abrumarle a recriminaciones. Y Abuámir le respondió de tal forma que el general se enfureció y lo llamó «perro». Luego desenvainaron las espadas, y de no ser por que los separaron, habrían terminado mal. Desde aquel día Abuámir no se fiaba de nadie, y no sintió alivio hasta que Galib murió en una refriega contra los cristianos.

—¿Y los eunucos Chawdar y al-Nizami? ¿Cómo consiguió librarse de ellos? —quiso saber Asbag.

—¡Ah, esos malditos! —respondió ella con odio en la mirada—. Gracias a Dios, supo quitárselos de en medio. Después de asesinar al príncipe al-Moguira, Abuámir los tenía en un puño. Luego ellos se fueron retirando. Eran ya viejos. Todavía intentaron conspirar algo contra Abuámir, pero les salió mal. Murieron en sus palacios, de viejos, olvidados por todos.

—Para conseguir todo eso, Abuámir debió de tener muchos amigos y partidarios, ¿no?

—Siempre le rodeaba mucha gente; pero él era hombre de pocos amigos. Después fue perdiendo a los pocos amigos que le quedaban. No consentía que le echaran en cara sus fallos; quería que le estuvieran adulando y adorando continuamente… Incluso ese poeta, Ramadi, al que llamaban el Loco; aquel que tenía el jardín en las afueras donde tanto gustaba de ir a beber vino Abuámir; pues bien, incluso con ése rompió. Fue un día que el poeta entonó unas ingeniosas sátiras haciendo referencia a un zorro; Abuámir, que no era tonto, adivinó enseguida que ése era el mote con el que se le conocía en toda Córdoba entre sus detractores. A partir de ese momento, prohibió a todo el mundo que le dirigiera la palabra al Loco. Condenado así a un mutismo perpetuo, el pobre poeta vagó en adelante por las calles, como un muerto viviente. Y eso no es nada; a otros les mandó asesinar por mucho menos. Quien intentara enfrentarse a él, estaba perdido…

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