El mozárabe (84 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

BOOK: El mozárabe
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—¿Me ayudarás? —preguntó el mozárabe—. Tengo oro, del que me dio Selim en Sicilia; pero no sé qué puedo hacer… Ya ves que estoy torpe de piernas…

—¡Oh, por supuesto que te ayudaré! —dijo Gerberto poniéndose en pie—. Mejor dicho, ¡te ayudaremos! La Iglesia de Roma pondrá a tu disposición un barco de la flota papal, hombres, escolta… Lo que necesites. Si regresas a Hispania desde Roma, después de tantos sufrimientos y de tantos servicios prestados a la causa de la cristiandad, lo harás como te corresponde: como arzobispo.

—¿Eh? ¿Arzobispo?

—¡Naturalmente! Arzobispo de la sede de Toledo, que está vacante a causa de esos conflictos. Mira, el Papa será consagrado el próximo día 3 de mayo en Letrán y el día 25 coronará y consagrará a Otón III como emperador de los romanos. Inmediatamente, tú recibirás el palio arzobispal y podrás partir antes de junio hacia Barcelona. Déjalo todo en mis manos; me ocuparé de que tengas todas las facilidades.

Capítulo 86

Barcelona, año 996

En el castillo de proa, bajo un toldo de piel de buey y echado sobre un mullido jergón, Asbag había hecho la vida en el barco italiano que le llevaba a Hispania. Fue una travesía fácil según los marineros, con sólo un día de mar picada, con vientos propicios y sin amenazantes piratas en las proximidades de Córcega, ya que habían sido expulsados hacía años de su nido de Frexinetum. Durante el viaje, el mozárabe se había entretenido hojeando, leyendo a trozos, los interesantes libros que Gerberto de Aurillac enviaba como obsequio a Cataluña. Y había gozado especialmente con un antifonario que le había regalado el nuevo papa Gregorio V en el momento de imponerle el palio arzobispal. Lleno de satisfacción después de haber participado, en primera fila, en la consagración papal y en la coronación del emperador, sólo una pregunta agitaba su espíritu: ¿qué se encontraría en Alándalus?

Alguien dio el aviso. Asbag se incorporó y se asomó por encima de la baranda: la línea de tierra aparecía en el horizonte. Un escalofrío de emoción le sacudió.

La vela iba hinchada y el barco navegaba con ligereza, pero pareció volar cuando los marineros echaron mano a los remos para adentrarse en la curva del puerto. Resultó muy agradable ver las murallas y las torres que guarnecían el burgo de Barcelona, resplandeciendo sobre el monte Taber, entre los collados y el agua azul, y la infinidad de casitas que se extendían por el llano litoral.

El puerto se hallaba atestado de embarcaciones. El espacio que había entre las aguas y los edificios era un hervidero de marinos, soldados, mercaderes, ciudadanos, todos ellos sentados delante de las tabernas, o caminando arriba y abajo, o haciendo transacciones con los navegantes que habían llegado hasta allí desde diversos lugares de Levante, Francia, Italia o del otro lado del Mediterráneo, y tenían sus mercancías extendidas ante sí.

Cuando Asbag y su escolta de caballeros romanos dejaron el puerto para encaminarse hacia la puerta principal de la ciudad, un ejército de chiquillos y curiosos se unió a ellos para acompañarlos.

La puerta estaba abierta, y sólo un par de guardias se ocupaba de vigilar a quienes entraban y salían. Miraron con gesto de curiosidad a Asbag y, cuando éste se identificó, el mas joven de los dos se prestó inmediatamente a conducirlos a la ciudadela. Los suburbios estaban rebosantes de gente, parecía que hubiera fiestas o algún acontecimiento. Las callejas estaban empedradas y limpias, con casas de dos pisos y acogedoras plazoletas, donde los vendedores ofrecían sus productos a gritos, y otros voceadores buscaban conseguir nuevos clientes para las posadas del rabal.

Al llegar a la plaza donde se alzaban la iglesia-catedral y la fortificación principal con su alta torre cuadrada, Asbag comprendió el porqué de todo aquel revuelo. Los abades, obispos y condes de todos los rincones de Cataluña habían venido a Barcelona con sus vasallos y criados, duplicando el número de sus habitantes. Las mulas y caballos, enjaezados con galas de parada, estaban amarrados a las argollas de los muros del castillo. Las puertas de la iglesia estaban abiertas y los cantos de los monjes salían a confundirse con el gran bullicio que reinaba en el exterior. Asbag se detuvo, como sorprendido, y el guardia le comentó:

—No han parado de celebrarse misas durante tres días.

Al llegar frente a la puerta del castillo, el joven empezó a vocear con entusiasmo:

—¡Un señor obispo de Roma! ¡Abrid! ¡Un señor obispo del Papa!

Rápidamente cayeron las aldabas, y un puñado de caballeros solícitos salió a besar la mano del mozárabe y a hincar la rodilla ante él.

—Pasad, pasad, padre, os estarán aguardando —dijo uno de ellos.

—¿Aguardando? —se extrañó Asbag.

—Sí, ya han llegado los obispos, abades, condes, vizcondes y vicarios… Nadie nos había dicho nada de un legado de Roma; pero ellos seguramente os aguardan…

Asbag no salía de su asombro. Fue conducido por los pasillos hacia el núcleo de la fortaleza, hasta una gran puerta. El caballero golpeó con los nudillos. Apareció un chambelán vestido de rojo, con una prominente barriga y un largo bastón en la mano. Miró el palio que Asbag llevaba sobre los hombros y exclamó en tono afectado:

—¡Oh, por san Jaime, un arzobispo! ¿De dónde?

—Viene de Roma, enviado por el Papa —se apresuró a responder el caballero.

—¡Ah, de Roma! ¡María Santísima!

El chambelán abrió las dos hojas de la gran puerta, golpeó con el bastón y gritó:

—¡Legado del Papa!

Inmediatamente se escuchó un revuelo. Al apartarse el chambelán que le obstruía la visión por estar delante de él, Asbag vio un amplio salón, iluminado por grandes ventanales, en cuyo centro, reunidos en torno a una larga mesa rectangular, había un buen grupo de dignatarios eclesiásticos y nobles que se ponían en pie.

El mozárabe avanzó, sosteniéndose en su báculo a causa de la cojera, paseó la vista por los presentes y, finalmente, la detuvo en el que le pareció el anfitrión, pues ocupaba la presidencia de la mesa. Con alta voz dijo:

—Dignísimos señores, humildemente, me presento. Soy el arzobispo de Toledo.

Un denso murmullo de sorpresa se levantó en el salón abovedado.

—¡Dios sea bendito! —exclamó uno de los obispos presentes—. ¿De Toledo?

—Sí —respondió Asbag—. El nuevo Papa, Gregorio V, me envía para tomar posesión de la sede. Acabo de llegar de Roma y confío en que me prestaréis la ayuda que necesito.

Los presentes, al oír aquello, se acercaron inmediatamente al mozárabe rodeándole. Se presentaron uno a uno: obispos de Barcelona, Gerona, Vic, Urgel y Eina; abades de Santa María de Ripoll, San Michel de Cuxa y San Pedro de Roda; el conde de Barcelona, Ramón Borrell, y el de Urgel, Armengol; además de algunos vizcondes y vicarios.

Cataluña estaba allí reunida. Asbag, sorprendido, quiso saber el motivo de aquella concentración. Fue el conde Ramón Borrell el que tomó la palabra para dar las explicaciones oportunas.

—Yo los he reunido —dijo—, porque se presentan tiempos difíciles…

El conde de Barcelona hizo una pausa, como para pensar lo que iba a decir a continuación. Era muy joven, tendría veinticinco años; era un hombre fornido de mediana estatura y barba rala, obscura, con unas pobladas cejas y unos profundos ojos de tono castaño y mirada penetrante. Entrelazó las manos, como en un gesto de concentración, y prosiguió:

—Tenemos la amenaza del moro otra vez en las barbas. El año pasado arrasó León, Carrión y Astorga. Castilla entera tiembla. Los reyes se hacen vasallos suyos o se repliegan a los montes. Destruye ciudades enteras, monasterios, iglesias… Nada queda en pie por donde él pasa. Ya vimos lo que pasó hace diez años cuando se nos metieron aquí, en Barcelona: arrasaron e incendiaron la ciudad…

Un murmullo de indignación y golpes de rabia en la mesa le impidieron continuar.

—¡Chsss…! ¡Por favor, dejadme hablar! —pidió el conde—. No hace falta comentar más lo que sucedió, todos lo vimos. Lo que tenemos que hacer ahora es prepararnos para que no vuelva a ocurrir.

Asbag se puso en pie y, después de pedir la palabra, preguntó:

—Hermanos, perdonad mi ignorancia, pero llevo largo tiempo fuera de Hispania. ¿Quién es ese rey moro que tanto os preocupa?

—El rey de Córdoba —respondió Ramón Borrell—. Él es el que gobierna a todos los moros de Alándalus.

—¿De Córdoba? —dijo en tono de extrañeza Asbag—. ¿Te refieres al califa? ¿Al hijo de Alhaquen?

—¡Vaya! —repuso el conde—. Desde luego lleváis mucho tiempo lejos. ¿No sabéis que hace años que un caudillo militar manda sobre los moros?

—¿Un caudillo? ¿Un general tal vez? —preguntó Asbag—. ¿Y el califa?

—El califa no pinta nada —repuso el conde—. Hace por lo menos veinte años que un sarraceno despiadado se hizo con todos los poderes; un tal Almansur, que significa victorioso. Él es ahora el que decide allí lo que hay que hacer.

—Y ¿de dónde es ese tal Almansur?

—No lo sé a ciencia cierta; dicen que vino de África… ¡Qué más da! El caso es que consiguió meterse en un puño a todos los moros, y fue entonces cuando empezó nuestro calvario.

—¿No habéis intentado parlamentar? —le preguntó el mozárabe—. Córdoba siempre ha apetecido los tributos.

—¡Bah! ¡Es inútil! —respondió con desdén el conde—. Ya no es como en tiempos de Alhaquen, cuando bastaba con pagar la cuota para tener paz. Ahora no hay tratados que valgan. Si se les pagan tributos, se los quedan; pero no cesan de importunar. No, nada de tributos, lo que quieren es echarnos y extender sus territorios. Aquí no hay más solución que la guerra.

—¡Eso, hay que unirse! —se enardecieron los demás—. ¡Hay que empezar a moverse! ¡Pongamos las cosas en su sitio! ¡Comencemos una campaña…!

—¡Chsss…! —pidió silencio el conde, descargando un fuerte puñetazo en la mesa—. De eso se trata. Pero con las cosas claras. Ya visteis que no podemos esperar nada de los francos. Hemos de romper definitivamente con ellos. La última vez nos enviaron un puñado de aventureros y se dieron por contentos…

—¡Sí, eso, fuera los franceses! —gritaron los presentes—. ¡No dependamos más de ellos! ¡A la mierda! ¡Fuera esos traidores!

—¡Por favor, dejadme terminar! —pidió una vez más el conde—. Ya mi padre, el conde Borrell, se hartó de esperar ayuda del rey franco. Envió carta tras carta, regalos, y… ¿qué? Cuando el moro se presentó en Fraga, ¿qué hicieron? ¡Nada! Después de ver arrasada Barcelona, nos dimos cuenta de que había llegado el momento de constituirnos en un reino. Si tenemos otra vez problemas, no esperemos nada de nadie. ¡Nosotros! ¡Con la ayuda de Dios!

—¡Eso! ¡Nosotros! —secundaron las voces—. ¡Viva Cataluña! ¡Vivan los condes! ¡Vivan don Ramón Borrell y don Armengol…!

—Lo que tenemos que hacer ahora es reforzar la Marca —prosiguió el conde de Barcelona—, reconstruir los castillos destruidos por Almansur y repoblar las tierras abandonadas. ¡Dios no nos abandonará más en manos de los sarracenos!

Cuando terminó de hablar el conde, tomó la palabra el obispo de Barcelona, don Aetio, y con solemnidad dijo:

—Y ahora, señores, vayamos todos a la iglesia de San Pedro para encomendarnos. ¡Sólo con la ayuda de Dios y la asistencia de los santos podremos vencer a nuestros enemigos!

Así se puso fin a la reunión, y los dignatarios eclesiásticos y los nobles se dispusieron a abandonar el castillo para dirigirse hacia el lugar propuesto por el obispo. Todavía en el salón, Asbag se acercó al conde y le dijo:

—Señor conde, el Papa te envía sus bendiciones. Pero, además de eso, te manda un buen número de reliquias de los mártires de Roma, las cuales fueron solicitadas hace años por tu noble padre, el conde Borrell. El obispo de Reims, Gerberto de Aurillac, se encargó de hacer las gestiones pertinentes en la curia romana. Él me encargó personalmente que pusiera en tus manos las reliquias con un mensaje especial: que no se había olvidado de lo que tu padre hizo por él en su juventud y que te tiene siempre presente en sus oraciones.

—¡Ah, Gerberto, claro! —exclamó con alegría Ramón Borrell—. Él acompañó a mi padre en su viaje a Roma hace veinticinco años, para servirle de canciller ante el Papa, cuando solicitamos la independencia de las diócesis del condado que dependían del arzobispo de Narbona. Gracias a él conseguimos que nombraran un arzobispo en Tarragona, el desdichado don Atón, que luego fue asesinado en una conjura.

—Sí —asintió Asbag—, lo sé todo. Gerberto me lo contó. El guarda muy buenos recuerdos de esta tierra. También me encargó que entregara un buen número de códices al monasterio de Ripoll.

—Bien, después, cuando termine la oración, podréis entregárselos al abad.

Por una de las puertas traseras de la muralla, salieron en solemne procesión hacia la iglesia de San Pedro de las Puellas. Atravesaron un barrio de estrechas callejuelas y llegaron frente a la fachada del templo, en cuyo interior aguardaba ya un buen número de monjes entonando cánticos.

En el altar habían expuesto varias relicarios, y los presentes se fueron arrodillando al entrar. Asbag consideró que ése era el momento oportuno para hacer entrega del obsequio del Papa. Ordenó a uno de sus acompañantes que fuera a por uno de los baúles de su equipaje y, mientras el romano salía de la iglesia a recoger el fardo que estaba sobre una mula, aprovechó para llamar la atención de todos los presentes e iniciar un discurso.

—Hermanos. Ya sé que estáis viviendo momentos difíciles. Corren malos tiempos para la fe y para la Iglesia en esta tierra. Obscuros nubarrones se acercan por el horizonte y el futuro aparece incierto. Pero no hemos de perder la esperanza. Dios no nos abandonará. Ya sabéis que vengo de Roma, y traigo conmigo bendiciones de la cristiandad. Recordad las palabras del Señor: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las fuerzas del infierno y los terrores diabólicos no la podrán derribar». Os hago entrega, en este momento de dificultad, de varias reliquias de los mártires de Roma. Ellos os asistirán, pues están contemplando el rostro de Dios.

Dicho esto, se acercó hasta el baúl que había traído el mayordomo romano y lo abrió. Dentro aparecieron varias cajitas envueltas en paños, que el mozárabe fue abriendo a su vez para mostrar unos huesecillos cuya procedencia fue anunciando en voz alta:

—San Apolonio, san Esperancio, san Nazario, san Anteiro, san Lucio, san Justino…

Cuando Asbag terminó de presentar las reliquias, el obispo de Barcelona se puso en pie y dijo con gran emoción:

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