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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (39 page)

BOOK: El mozárabe
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No obstante, la vista desde la torre era maravillosa: los brillantes tejados, las recortadas hileras de almenas, las palmeras abiertas a la noche desde el corazón de los patios, el río plateado con el majestuoso puente volando sobre él, la fértil y serena vega cubierta de mieses, las montañas lejanas, obscuras… y el encanto del verano que reinaba en la ciudad, alargando las veladas y llenándolas de canciones y poesía.

Subh seguía abajo, en el umbrío patio de las enredaderas, iluminada tan sólo por la delgada línea de claridad que se colaba por entre las hojas de la puerta Dorada. Visto desde la altura, a Abuámir aquello le pareció un pozo, y sintió un irrefrenable deseo de sacarla de allí. Obedeció a su corazón y corrió por el obscuro túnel de caracol hacia el fondo de la torre. Al final se atravesaba una pequeña galería justo antes de salir al patio.

—¡Ah! —exclamó ella, sobresaltada—. ¿Quién está ahí?

—No te asustes, sayida —respondió él—, soy yo.

—¿Qué… qué pasa? —preguntó ella con cierta prevención.

—Oh, nada. Te vi desde la torre y bajé por si necesitabas alguna cosa.

—Bueno…, hacía calor dentro y me acordé de la fuente… Pero ya me marchaba…

—Aquí apenas corre el aire —se apresuró a decir él—. Pero arriba, en la torre, a estas horas corre una brisa fresca. Deberías subir y respirar un poco antes de irte a dormir.

—¿A… arriba?

—Sí. La vista es maravillosa. Desde allí se domina toda Córdoba. La luna está preciosa hoy; pero aquí no se ve, porque la tapan las torres. ¡Vamos! La escalera es estrecha, pero merece la pena.

—¡Oh! No sé si… No tengo permitido abandonar el palacete…

—¿Permitido? ¿Aquí, en tu propia residencia? Todos los que estamos dentro de estos muros somos tus servidores. Puedes ir adonde quieras y cuando quieras; es tu casa… Nadie va a decirte nada.

Subh se quedó pensativa. Miró hacia lo alto de la torre y preguntó:

—¿Podrá verme alguien allí arriba?

—¡De ninguna manera! ¿No ves lo alto que está? Nadie puede distinguir una cara en la noche y a tanta distancia.

—¡Bien, vayamos! —dijo ella con resolución.

Abuámir descolgó una lamparilla que se encontraba al principio de la escalera y dijo:

—Con tu permiso, yo iré delante. Cuidado con los peldaños; se estrechan hacia el eje interior de la escalera.

Abuámir fue subiendo despacio, alumbrando detrás de sí a la princesa, cuyo rostro dibujaba un sonriente gesto de audacia aventurera, casi infantil.

—¡Uf. —se quejó a mitad de camino—. ¿Falta mucho?

—Dame la mano —dijo él, extendiendo el brazo hacia ella—. Un poco más y ya estamos.

La princesa, afanada en la fatigosa ascensión, alargó mecánicamente su mano hacia Abuámir; éste la agarró y tiró de ella, sintiendo unos delicados y sudorosos dedos entre los suyos.

—¡Bueno, ya hemos llegado! —dijo al subir el último peldaño—. Verás cómo te alegras.

Un suave y fresco vientecillo les envolvió al llegar a la plataforma, en contraste con el calor del esfuerzo en la estrecha y cerrada escalera. Todavía de la mano, avanzaron hacia las almenas.

El soberbio espectáculo se desveló de repente ante sus ojos: los tejados de los palacios bañados por la luz azulada de la luna llena, las callejuelas tortuosas con sus candiles de dorado resplandor, las hileras de murallas, los minaretes de la mezquita mayor, el Guadalquivir y, más allá, las estrellas lejanísimas que casi tocaban el obscuro horizonte.

—¡Oh! ¡Es… maravilloso! —exclamó Subh jadeando aún.

—Ya te lo dije —comentó Abuámir con satisfacción. Él le mostró desde lo alto toda la ciudad. Señaló los principales palacios, las calles, las plazas, las mezquitas y los baños; le describió las costumbres, las fiestas y los mercados; la vida de los cordobeses con su día a día, con sus soldados, sus comerciantes, sus ricos, sus pobres, sus nobles, sus plebeyos, sus ancianos y sus niños.

Ella, con la mirada perdida en la contemplación, lo escuchaba todo extasiada, como si un nuevo y fantástico mundo se desplegara ahora ante sus ojos.

Abuámir, en cambio, la miraba sólo a ella. Le hablaba cada vez más cerca, con un tono cálido y susurrante, pero no fingido. Estaba ya tan próximo que percibía el perfume de su piel y el calor de su cuerpo. Se estremeció al notar que un mechón del dorado cabello le rozó el rostro movido por el aire.

Tuvo que cerrar los ojos para no sucumbir a la tentación de adelantar las manos hacia ella para abrazarla. Olvidó de inmediato lo que estaba diciendo y se quedó inmóvil y mudo, como si de repente estuviera embrujado, concentrado sólo en la proximidad de aquella criatura, cuya mano estaba todavía sujeta a la suya, como un mágico conducto que les unía.

—¡Ah! ¡Ja, ja, ja! —rió Subh repentinamente.

—¡Eh…! ¿Qué…? —Él abrió los ojos, sobresaltado.

—¡Que te duermes, hombre! —le dijo ella.

—Ah… no. Pensaba en una poesía.

—¿Una poesía? —dijo ella, divertida—. ¿Puedes recitármela?

Abuámir se concentró entonces en una flauta que destacaba entre los instrumentos que enviaban lejanas melodías desde los patios de la ciudad. Comenzó a recitar:

Mi alma se echa a volar, entre cipreses y mirtos.

Mi alma es una paloma.

La veo en el alféizar de tu ventana contigo.

Mi alma es una paloma.

Si ella te tiene, ¿por qué yo estoy solo conmigo?

Mi alma es una paloma.

Te busca y siempre te encuentra, entre almendros y olivos.

Mi alma es una paloma.

Si ella te sabe hallar, ¿por qué yo me encuentro conmigo?

Mi alma es una paloma.

Subh le dirigió una larga mirada, pero no pronunció ni una palabra y se volvió hacia el lejano panorama de la noche, como sumida en sus pensamientos. Luego se mordió los labios y un reguero de lágrimas se descolgó desde sus ojos.

—¡Oh, sayida, te he puesto triste! —se disculpó Abuámir—. Perdóname.

—No… no es nada —dijo ella—. Lo que has recitado es muy hermoso… Se trata sólo de eso…

Abuámir se hizo de nuevo consciente de la mano de Subh, que estaba entre las suyas. Entonces, impulsado por un sentimiento de deseo y ternura a la vez, se llevó la mano de la princesa a los labios y los posó en ella, besándola suavemente por un momento.

Luego alzó la vista y creyó descubrir en su mirada una ternura que le sorprendió; pero, de repente, ella se apartó diciendo con voz aterrorizada:

—¡Es muy tarde ya! Volvamos abajo.

Abuámir descolgó el candil. Los dos, en silencio, emprendieron la bajada por la escalera de la torre. Por el camino, él iba sumido en la confusión, enojado consigo mismo por no haber podido dominarse. Las dudas acudían a su mente y temió haberlo echado todo a perder.

Ya en el patio de las enredaderas, sostuvo la lámpara para que Subh no tropezase en su camino hacia la puerta. No cruzaron ninguna palabra más y el portón se cerró detrás de ella. Abuámir se quedó allí, como paralizado, escuchando sus miedos.

Pero la puerta Dorada se abrió otra vez, y ella apareció corriendo hacia él por el patio. Cuando estuvo a su altura, sonrió y le dijo:

—Gracias, Amir, muchas gracias. Luego volvió sobre sus propios pasos y desapareció definitivamente detrás de la puerta Dorada.

Abuámir se sorprendió, y llevado por sus pies volvió hacia la escalera de caracol, cuyos escalones subió de dos en dos. Arriba de nuevo, en la torre, extendió los brazos lleno de felicidad, como si quisiera abrazar aquella noche. Y sintió dentro de sí: «¡Gracias, Amir, gracias, Amir, Amir, Amir…!»; palabras que se repetían como en un eco. Y cayó en la cuenta de que nunca le habían llamado así.

Capítulo 41

Iria, año 967

Si Viliulfo, el obispo de Tuy, les había parecido un hombre vigoroso, en Iria se encontraron con un obispo que era un auténtico guerrero. Se llamaba Sisnando, y salió a recibirles a la cabecera del puente romano de Cesures, sobre el río Ulla, montando un robusto caballo acorazado con petos de espeso cuero; provisto de pulida armadura y cota de malla. Era un enorme hombre de crecida barba rojiza, que iba a la cabeza de su hueste de caballeros que enarbolaban flamantes estandartes y vistosos escudos. Les seguían las damas, los palafreneros, los halconeros, los monjes y los miembros del concejo de la ciudad, que avanzaban por el puente animados por los sones de los tamboriles, las gaitas y las fístulas.

Si no hubiera sido porque sostenía el báculo en la mano, Asbag jamás habría adivinado que aquel caballero gigantón era el obispo de la ciudad. Cuando estaban todavía a cierta distancia, le comentó al arcediano:

—Bueno, éste es otro de esos obispos de armas…

—¡Por Dios! —respondió el arcediano—. Señor obispo, haced memoria de lo que sucedió con el de Oca… No vayamos a entrar en pendencia, que estos obispos del norte son de temperamento.

—No te preocupes —le tranquilizó Asbag—. Ahora lo más importante es llegar al templo del apóstol y, ya que estamos a un paso, no pienso echarlo a perder.

Pero el obispo Sisnando nada tenía que ver con el de Oca. Por el contrario, era un hombre divertido y bondadoso, que desde el primer momento se dedicó a obsequiar a los peregrinos. En Iria él era la única autoridad reconocida; los caballeros y el concejo de la ciudad le respetaban y amaban como si fuera el padre de todos.

En la iglesia se veneraba una gran piedra, a la que llamaban «el pedrón», donde les dijeron que estuvo amarrada la barca en la que llegó el cuerpo del apóstol Santiago; fue lo primero que les mostraron de la ciudad.

Hubo, como en Tuy, misas en acción de gracias, festejos y carnes asadas en la plaza principal. Acababan de ser consumidas las viandas cuando empezó a caer la lluvia y apagó las hogueras. Los cordobeses no podían acostumbrarse a ver llover en pleno verano, un día tras otro; pero para la gente de Galicia era lo más normal del mundo, y su vida seguía como si tal cosa.

Sisnando invitó a Asbag a subir a la más alta de las torres de la ciudad. Estaba orgulloso de sus murallas, de su colina y de su río, que atravesaba la triple hilera de muros de piedra como una vía de acceso de todo tipo de productos del comercio: especias, armas, tejidos… y peregrinos, riadas de peregrinos que afluían desde hacía cien años. Entre ellos, gente ilustre: obispos, abades, príncipes y legados del Papa.

Era media tarde. La lluvia caía incesante e incansable, fina, suspirando a través de los árboles y la verde y espesa vegetación como si llevara cayendo desde el principio del mundo y no tuviera intención de cesar. La tierra rezumaba agua. Ambos obispos, bajo un toldo, contemplaban el panorama.

—¡Ah, qué distinto de Córdoba es esto! —exclamó Asbag.

—¿De veras es tan diferente? —le preguntó Sisnando.

—Sí, ya lo creo que lo es. Los últimos años han sido muy secos; los más secos que se recordaban, según los viejos. Faltó el trigo y consiguientemente el pan. La gente se moría de hambre. El propio califa tuvo que enajenar su tesoro para paliar tanta miseria. Sí, fue algo terrible.

—Entonces… —dijo Sisnando con gesto de sorpresa— el emperador de los musulmanes es tan generoso como dicen.

—Más, mucho más de lo que te hayan podido contar. Es un rey bondadoso, sabio, inteligente y temeroso de la ley de Dios. Respeta a sus súbditos por ser hombres, hijos del Omnipotente, independientemente de su origen, credo u otra condición.

—Estoy convencido de que así ha de ser —observó el obispo de Iria—. Si no sería incomprensible que una peregrinación de cristianos cordobeses viniera protegida por una escolta de soldados del mismísimo rey de los musulmanes.

—Bueno, somos sus súbditos. Para él cristianos, musulmanes o judíos son el mismo pueblo.

—¡Ah, qué amable es la paz! —exclamó Sisnando—. ¿Cuándo descubrirá el hombre el valor de la concordia?

Asbag permaneció un momento en silencio. Esa misma mañana, a su llegada, había visto a Sisnando sobre su caballo, armado y pertrechado como un imponente guerrero. Ahora le desconcertaban aquellas palabras del obispo de Iria. Dudó por un momento, pero no pudo aguantarse y le dijo:

—Hermano, no te comprendo. Esta misma mañana me has recibido como si fueras un jefe militar; un soldado acostumbrado a las contiendas… y ahora… me hablas de la paz.

Sisnando sonrió ampliamente en su rostro ancho de espesa barba.

—Hermano Asbag —respondió—, tú tienes a tu rey, con sus generales y sus ejércitos; tal vez los más poderosos de la tierra. Él te defiende, y tú sirves a tu rey, en la paz de Córdoba, ciudad de la cual dicen que es la más armoniosa y bella de cuantas puedan verse. Pero… ¿a mi pueblo y a mí, quién nos defiende? Mira hacia allá —prosiguió señalando con el dedo las colinas—. Detrás de esas montañas hay señores, condes o simples hidalgos, cristianos de nombre, pero que no se encomiendan ni a Dios ni a los hombres; feroces pendencieros dispuestos a adivinar signos de debilidad en cualquier señorío vecino para lanzarse como lobos sobre su presa. Y más allá de esas montañas —dijo ahora señalando al oeste—, están las rías que dan al océano, por donde acuden piratas sarracenos, normandos daneses y vikingos. Y, además, a unas leguas de aquí está el templo de Santiago, donde cristianos de todo el orbe acuden, como vosotros, a orar y traer ofrendas de todo tipo, las cuales suponen un apetitoso tesoro para los desalmados de este mundo. Y ahora dime: ¿si no fuéramos guerreros, quién podría vivir tranquilo aquí? Yo soy el pastor, ¿cómo puedo dejar a mis ovejas a merced de tantos lobos?

Asbag asintió con la cabeza. En ese momento lo comprendió. Los dos razonamientos de Sisnando le hicieron ver que no se debe simplificar. Eran tiempos difíciles, convulsivos, y vivir en paz no era tan fácil para todos.

—¡Ha dejado de llover! —exclamó Sisnando—. ¡Gracias sean dadas a Dios! Creo que mañana podréis continuar vuestro camino.

Los dos obispos abandonaron el toldo y se acercaron hasta el borde de la torre. Se observaba un hermoso paisaje. Desde el margen del río subía un olor a savia y a flores jóvenes. El sol se asomó un momento antes de desaparecer por detrás de las colinas, sembradas de tupidos y umbríos bosques. Una espesa bruma comenzó entonces a descender.

Sisnando puso la mano en el hombro de Asbag, como en un amigable gesto de conciliación, tal vez por la pequeña disputa anterior. Señaló hacia el tupido horizonte y dijo:

—Mira, ¿ves esa niebla venir hacia nosotros? Una vieja leyenda dice que viene de Finisterre, donde termina el mundo. El sol se pierde por allí, y dicen que se apaga en el mar infinito; la bruma es el vapor que se levanta al hervir el agua con el fuego del astro. Deberías ir allí, es un lugar muy especial.

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