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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (35 page)

BOOK: El mozárabe
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—¡Ah, claro! —replicó Sisnán—. No podía aguantarme más. Si me hubiera levantado para hacerlo en el bacín, el viejo se habría despertado e igualmente me habría azotado por interrumpir su sueño…

—¡Meona! ¡Meona! ¡Meona! —le canturreó al-Fasí en tono de burla.

Sisnán, enrojecido de ira, se abalanzó sobre su compañero y ambos rodaron por el suelo enzarzados en una furiosa pelea, golpeándose, mordiéndose y tirándose de los cabellos.

—¡Eh! ¡Basta! —exclamó Abuámir mientras se apresuraba a separarlos—. ¡Basta! ¿Queréis acaso que se despierte Tahír? ¿Queréis cobrar los dos?

Los eunucos se soltaron refunfuñando y volvieron a sentarse frente a la jaula de los loros.

—Lo que pasa es que éste es un pelotillero —se quejó Sisnán jadeando—; por eso soy yo quien recibe todos los palos.

—¿Y cuando me rompió la escoba en la cabeza…? —protestó al-Fasí.

—¡Bueno, bueno, ya está bien! —intervino Abuámir para zanjar la cuestión—. Si el viejo os pega será porque os portáis mal.

—¡Ah, nada de eso! —replicó Sisnán—. Muchas veces le da por ahí sin que hagamos nada… Se está volviendo majareta, ¿sabes?

—Pero… ¿la sayida no os defiende? —dijo Abuámir, bajando la voz—. ¿Deja que el viejo Tahír haga lo que quiera en el palacio?

—¡Ah, la sayida! —respondió Sisnán—. ¡Pobre sayida! No se entera de nada; anda por la casa, a lo suyo, metida en su tristeza…

—¡Cállate, Sisnán! —le interrumpió su compañero—. Sabes que no debemos hablar a cualquiera de la sayida; es la primera norma.

—¡Oh, pero yo no soy cualquiera! —dijo Abuámir haciéndose el ofendido—. Podéis confiar en mí. Soy el administrador de todo esto; nombrado directamente por el Príncipe de los Creyentes. La responsabilidad de cuanto hay en este palacio es únicamente mía. ¿No os han dicho eso?

—Sí, pero no eres eunuco —respondió al-Fasí—. Todo el mundo sabe que los asuntos de los harenes conciernen sólo a los eunucos.

—¡Eso será en Zahra! —replicó Abuámir—. Pero esto es otra cosa. Eso de ahí no es un harén, sino la residencia de los príncipes y de su madre.

Los eunucos se quedaron pensativos.

—El señor Abuámir tiene razón —masculló Sisnán—. ¿Dónde has oído hablar tú de un harén con una sola mujer?

Detrás de ellos, el crujido de la puerta Dorada puso fin a la discusión. Apareció Tahír, somnoliento aún, y batió las palmas.

—¡Hala, adentro! ¡Adentro ahora mismo! —ordenó con su femenina y cascada voz.

Abuámir sabía que los eunucos jóvenes ya eran suyos. Todavía se resistirían un poco, puesto que la educación recibida pesaba en ellos; pero había averiguado que la única persona que tenían sobre sus cabezas era Tahír, al que odiaban, y que, como suponía, estaba perdiendo la razón por momentos. También sabía ya que Subh llevaba una vida solitaria, independiente de la servidumbre y por tanto libre de inoportunos confidentes.

En los días siguientes se dedicó por entero a aquilatar la situación y a redondear la estrategia que había concebido. Aunque amaba la siesta, tuvo que sacrificarla para no desaprovechar ninguna oportunidad de estar a solas con los jóvenes eunucos. Y fue comprobando, tarde a tarde, en sus sutiles y agudos interrogatorios, que más allá de la puerta Dorada comenzaba a reinar un cierto caos a medida que progresaba la demencia de Tahír.

—La sayida ya no deja entrar a Tahír en sus aposentos —dijo una de aquellas tardes Sisnán—. El viejo hace tiempo que no se baña ni se cambia de ropa y apesta.

—Sí —confirmó al-Fasí—. Ahora se ocupa ella sola de los niños. Porque a nosotros nadie nos ha dado permiso para acceder a su cámara.

—¿Cómo…? ¿Vosotros no tratáis con ella directamente? —preguntó extrañado Abuámir.

—¿Pero no conoces cómo funcionan las cosas entre los eunucos? —respondió Sisnán—. Generalmente uno o dos viejos y experimentados se ocupan directamente de la señora, como hacían Chawdar y al-Nizami en Zahra, o como ha venido haciendo aquí el viejo. Nosotros somos simples ayudantes.

—Sí —continuó al-Fasí—. Los ayudantes sirven a los eunucos principales, a la espera de sucederles cuando éstos mueran… o sean ya incapaces de cumplir su tarea.

—¡Ah, comprendo! —observó Abuámir—. Según eso, si Tahír va a peor deberíais vosotros ocuparos de la sayida y de los niños. ¿No es así?

—Sí —respondió Sisnán bajando la voz—. Pero eso, naturalmente, si el gran visir o el Príncipe de los Creyentes lo autorizan.

En aquella conversación, Abuámir comprobó que a los dos jóvenes ayudantes lo que de verdad les apetecía era tomar en sus manos la tarea de cuidar a los príncipes, puesto que ésa constituía en definitiva la aspiración de cualquier eunuco real, su meta suprema y su realización; misión para la que se preparaban desde que eran sometidos a la dolorosa operación que sufrían cuando niños. Y ese momento era ya inminente, dada la acuciante demencia senil que sufría Tahír. Ahora, a él se le venía encima una seria responsabilidad y tenía que adoptar medidas para que la residencia de la familia del califa siguiera funcionando perfectamente. Sólo tenía dos posibles soluciones: o acudir a Zahra y comunicarle a al-Mosafi lo que estaba pasando, con lo cual se arriesgaba a que le trajeran a otro eunuco viejo y experimentado del harén, o aguardar un poco más para ver adonde conducían los acontecimientos. Decidió inclinarse hacia esta segunda solución y fingir que no tenía conocimiento de lo que sucedía en el palacete. Al fin y al cabo, era el único sector de los alcázares que escapaba a su potestad.

No obstante, mientras esperaba a que las cosas siguieran su curso, se conchabó con Sisnán y al-Fasí para que le mantuvieran informado de cuanto sucedía en el interior. La primavera avanzó, y los calores de junio precipitaron los acontecimientos.

La cordura abandonó por completo al viejo Tahír, hasta tal punto que llegó a convertirse en una especie de niño-anciano que recorría el palacio alelado, balbuciendo monosílabos inconexos de los cuales lo único que podía deducirse era que andaba buscando a su madre.

Abuámir le sorprendió más de una vez flanqueado y empujado por sus ayudantes Sisnán y al-Fasí, que risueños y ávidos de venganza se dedicaban a burlarse de quien antes los había tiranizado.

Una noche de luna, en la que Abuámir acababa de vencer al desvelo que le producían sus cavilaciones, le sacó del primer sueño un estrepitoso ruido seco, como de algo que se hubiera desplomado desde algún alto.

A la mañana siguiente, apareció el cuerpo del viejo loco estrellado contra las baldosas del patio de las enredaderas, sobre su propia sangre y con los sesos desparramados. Junto a él, sus ayudantes y varios criados gemían y gritaban:

—¡Se tiró! ¡Se tiró de la torre! ¡Quién podía imaginarlo! ¡No íbamos a tenerle atado!

La puerta Dorada estaba abierta de par en par cuando Abuámir llegó al lugar del suceso. Subh, probablemente sobresaltada por los gritos, se precipitó hasta el umbral vestida solamente con una suave gasa azulada; vio la escena macabra y se desplomó allí mismo de la impresión. Abuámir, sin pensárselo, se acercó a ella y la recogió en sus brazos, la condujo al interior del palacete y la recostó en uno de los divanes. Estuvo abanicándola, mientras las criadas corrían desconcertadas de un lugar a otro. El rostro de la joven estaba del color de la cera, su piel se había puesto fría y no mostraba más señal de vida que una tenue respiración que elevaba su pecho espaciadamente.

Abuámir arrancó una de las cortinas y la tapó. Luego pidió agua. Estaba verdaderamente asustado. Los gritos y las carreras de los sirvientes no cesaban; el pánico y el desconcierto se habían adueñado de todos.

Entonces él se dio cuenta de que en realidad era el único hombre en medio de aquella situación. Las criadas eran media docena de adolescentes atolondradas; Sisnán y al-Fasí, dos histéricos e ingenuos eunucos; y los príncipes, de cinco años el uno y apenas dos el otro, habían prorrumpido en un violento llanto al ver a su madre sin sentido y a todo el personal enloquecido.

Abuámir mojó los dedos en el agua y los pasó por la frente y las mejillas de Subh; luego acercó la taza a sus labios. La princesa abrió los ojos súbitamente y se sobresaltó.

—¡Chsss…! No pasa nada —dijo él—. Soy Mohámed Abuámir, el administrador. ¿Recuerdas, sayida?

Los ojos de ella miraron más allá, escrutando la estancia, y luego buscaron los de Abuámir; como si ése fuera el lugar donde habían de detenerse. Reconoció su mirada y pareció calmarse.

—¿Qué ha pasado? —preguntó más relajada—. ¿Por qué estás aquí?

—Tahír, el eunuco; ¿recuerdas…?

—¡Oh, Dios mío, qué horror! —exclamó ella cubriéndose los ojos con una mano—. ¿Cómo es posible? ¿Qué ha sucedido?

—Debió de caerse anoche. Estaba demente, ya sabes.

—¡Que lo quiten! —exclamó ella con ansiedad—. ¡Qué lo quiten inmediatamente de ahí! ¡Que no lo vean mis hijos! ¡Oh, Dios mío! ¡Mis hijos! ¿Dónde están? ¡Adramí, Hixem! ¿Dónde están?

Enseguida entraron dos criadas con los niños en brazos. Cuando Subh los vio se incorporó y los abrazó gimoteando. Abuámir regresó al patio y ordenó que fueran a buscar a algunos de los esclavos de los alcázares. Varios hombres acudieron enseguida, retiraron el cadáver de Tahír y limpiaron todo cuidadosamente.

Sisnán y al-Fasí permanecían acurrucados en un rincón, temblando de miedo y sollozando. Abuámir se allegó a ellos y les preguntó: —¿Cómo sucedió?

—Se… se fue hacia la ventana… —masculló Sisnán—. Pensamos que iría a mirar… Dormía poco últimamente; andaba de aquí para allá toda la noche…

—¡Oh, por todos los iblis! —exclamó al-Fasí desesperado—. ¡Nos culparán! ¡Pensarán que lo hemos empujado!

—¡Basta! —intervino Abuámir—. Decid la verdad, ¿lo empujasteis o se arrojó él?

—¡Se tiró! —se apresuraron a responder—. ¡Lo juramos! ¡Él solo se mató!

—¡Está bien! —sentenció Abuámir—. No se hable más de esto. Confío en vuestra palabra. Cuando se dé cuenta del suceso en Zahra se dirá únicamente la verdad: que el viejo estaba ya loco y que se arrojó de la torre en uno de sus desvaríos. ¡Oídlo bien todos los presentes! Ésa será mi versión, y mi palabra vale aquí más que la de cualquiera. ¿Lo habéis comprendido?

Sisnán y al-Fasí se abalanzaron entonces a besar la mano de Abuámir, agradecidos por su firme decisión de eliminar toda sospecha desde el principio. Eran conscientes de que su posición era delicada, puesto que todo el mundo los había visto abusar últimamente de la demencia de Tahír. A la hora de buscar algún culpable ellos eran los primeros sospechosos; y de todos era conocido que las leyes del califato protegían con todo rigor a los eunucos reales, confiriéndoles un estatuto casi sagrado que, naturalmente, regía también para sus subordinados.

Desde ese momento, los dos subalternos estaban definitivamente en poder de Abuámir.

Capítulo 37

Córdoba, año 967

—Tendré que comunicar a Chawdar y al-Nizami la muerte del eunuco —dijo el gran visir al-Mosafi con gesto apesadumbrado—. No me queda más remedio; hasta ahora ellos han sido los encargados de estos asuntos…

—Pero eso supondrá tener que aceptar el nombramiento de otro eunuco en su lugar —replicó Abuámir—. Que es precisamente lo que teme la sayida.

—Sí, lo sé; pero no puedo saltarme más veces las normas del palacio. Los asuntos de la familia real son delicados y pertenecen al gobierno de los fatas reales. Ya fue un gran logro que la favorita saliera del harén…

—¿Y el califa? —sugirió Abuámir—. Si aceptó el traslado de la sayida y sus hijos…

—¡Oh, no, no, no…! Alhaquen no puede ser molestado; su salud es ahora precaria. Sufrió mucho con todo esto y no podemos enfrentarle una vez más a Chawdar y al-Nizami, precisamente en este momento. ¿Comprendes?

Abuámir se quedó pensativo. La cuestión era delicada. Tras la muerte de Tahír habló con Subh, quien le confió su temor a que volvieran a ponerla bajo la tutela de los eunucos reales. El tampoco deseaba esa situación, pues significaba incorporar de nuevo a alguien en el ámbito que ya casi dominaba del todo. La única solución era convencer a al-Mosafi de que se dejaran las cosas como estaban: con Abuámir al frente de los alcázares y sin efectuar cambio alguno en la servidumbre. No estaba dispuesto a cejar en su empeño a la primera y volvió a la carga, pues había ido a Zahra decidido a hacerle ver al gran visir que eso era lo mejor.

—¿Y si los fatas aceptaran a los ayudantes de Tahír al frente del palacete? —se atrevió a sugerir.

—Es muy improbable —respondió al-Mosafi—. Son jóvenes e inexpertos. Además, no creo que Chawdar y al-Nizami pierdan la oportunidad que este suceso les brinda de volver a tomar las riendas de la familia real.

—¿Quieres decir que lo más seguro es que sean ellos los que vuelvan a ocuparse directamente de la sayida? ¿Y que ella y los príncipes tendrán que regresar al harén de Zahra?

—Hummm… —respondió el gran visir con un rictus de fastidio—. Me temo que sí. Aunque la sayida a ellos no les importa nada; lo que de verdad quieren es volver a tener a los niños.

—¡De ninguna manera! —exclamó en un arrebato Abuámir.

—Bueno, bueno… Calma, amigo. No olvides que eres un mero administrador de bienes; los asuntos personales de la familia del califa no te incumben en absoluto. ¡No nos equivoquemos!

—Perdona, gran señor; me asaltó un brusco impulso —se disculpó él— He visto de cerca el sufrimiento de la sayida y…

—Bien, dejemos ya esto —dijo el visir zanjando la cuestión—. Solucionaré el asunto lo mejor que pueda. Ya se me ocurrirá algo. Pero, mientras tanto, tú a lo tuyo. Y no olvides que tu único cometido son los alcázares; todo lo que ocurra más allá de la puerta Dorada depende directamente de Zahra. Ah, y no entres allí…, si no es estrictamente necesario.

Lo que tanto temían sucedió. Los eunucos reales tuvieron conocimiento de la muerte de Tahír y se presentaron inmediatamente en los alcázares sin previo aviso.

Abuámir se encontraba en su despacho haciendo frente a los rollos de cuentas con su secretario cuando uno de los criados entró apresuradamente para prevenirle. Pero el esclavo no tuvo tiempo de abrir la boca, porque tras él entraron los dos mayordomos de Zahra acompañados de sus ayudantes. Abuámir se puso instintivamente de pie. Aunque no había visto nunca a los eunucos, algo en su interior le advirtió que eran ellos; o quizá fueron los extravagantes ropajes y abalorios de inspiración oriental que delataban a un par de singulares personajes de la corte.

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