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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (32 page)

BOOK: El mozárabe
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Ella sonrió tenuemente.

—Está bien —dijo—, que pase ese hombre; pero os advierto de que si no me parece idóneo no lo admitiré.

—Sí, claro —dijo el visir—; ya te dije que tenías la última palabra. Bien, que avisen al candidato —ordenó.

El viejo y desdentado eunuco se asomó a una de las ventanas que daban al patio donde aguardaba Abuámir.

—Psss… ¡Eh, señor! —le avisó—. Te llaman ahí dentro; pasa por esa puerta.

Abuámir atravesó la puerta sin saber lo que iba a encontrar. En un pequeño zaguán le esperaba Asbag delante de una cortina.

—Ahora deberás ser lo más amable posible —le dijo el obispo al oído—. No hables si no te preguntan.

Asbag apartó la cortina con una mano y con la otra le indicó que pasara al interior de la siguiente estancia. Tanto misterio tenía a Abuámir en el límite de la impaciencia y del nerviosismo, pues aún no podía ni imaginar lo que encontraría al otro lado.

Su corazón dio un vuelco al encontrarse delante los verdes ojos de la joven que vio días antes en los jardines. No había podido apartar de su memoria aquellos ojos que creyó que no volvería a ver jamás; y ahora estaban allí mirándole. El ambiente cálido y armonioso de aquella salita parecían acompañar a la belleza y la perfección de Subh en su conjunto, vestida con una sencilla túnica de seda azul y calzada con suaves babuchas de piel de gacela; su cabello, dorado, sedoso, caía sobre sus hombros a los lados del blanco y delgado cuello; su figura era esbelta, su frente despejada y sus cejas finas y rubias. Tenía las manos entrelazadas sobre el regazo y el rostro algo ladeado, con un gesto de paciente interrogación que se transformó en una viva mueca de sorpresa cuando se encontró frente a sí al joven que la espiaba en los jardines el día de su llegada.

Subh no había visto a un hombre joven desde hacía años. El califa era ya maduro cuando le conoció, y además había envejecido prematuramente; y los eunucos, ¿podía decirse que eran hombres? Por otro lado, eran ya unos ancianos. El gran visir al-Mosafi tenía la edad de Alhaquen; y Asbag, cercano a la cuarentena, le inspiraba solamente un sentimiento de veneración paternal y religiosa. Cuando la multitud se abalanzó hacia su carroza, el día de su llegada a los alcázares, vio solamente un mar de ojos curiosos y enfervorizados, y no tuvo tiempo de fijarse en sus edades. Pero luego, en el solitario jardín de acceso al palacio, la asaltó aquella mirada furtiva que procedía de un rostro de hombre joven y que la penetró hasta quedarse vivamente grabada en su memoria.

—¡La sayida Subh Walad, escogida por Alá para ser madre de los príncipes! —exclamó el gran visir a modo de presentación.

Abuámir se inclinó en una profunda reverencia y permaneció así, aguardando a que le permitieran enderezarse.

—Éste es Mohámed Abuámir de los Beni-Abiámir —prosiguió al-Mosafi.

Subh, visiblemente turbada, no apartaba los ojos de Abuámir y tampoco era capaz de reaccionar para ordenarle que se levantara. La reverencia se alargó durante un largo espacio, en una situación que resultaba ridícula, hasta que Asbag le hizo una seña a la princesa para que cayera en la cuenta.

—Pu… pue… puedes alzarte —dijo ella tímidamente.

—Ahora —dijo al-Mosafi—, si lo deseas, sayida, puedes preguntar a Abuámir acerca de aquello que estimes oportuno.

—¿Pre… preguntar? —balbució ella.

—Sí, claro, preguntar acerca de su familia, de sus orígenes…

Subh, que no salía de su azoramiento, se dirigió entonces hacia la ventana y se puso a mirar por ella, haciéndose la distraída.

El obispo y el gran visir se miraron con cara de no comprender nada. Y Abuámir, que seguía extasiado por la presencia de Subh, permaneció con los ojos fijos en ella.

—Está bien —rompió al fin el silencio al-Mosafi—, Abuámir, puedes retirarte.

Cuando Abuámir abandonó la estancia, el gran visir y el obispo se dirigieron hacia la princesa con gesto de gran preocupación.

—¿Qué te sucede, sayida? —le preguntó Asbag—. ¿No te ha gustado ese hombre?

Ella le miró entonces con unos ojos extraños, como perdidos en un mar de ofuscación.

—¿Ese hombre…? Oh, claro, ese hombre… —dijo—. Bueno…, si a vosotros os parece adecuado… En fin, haced lo que mejor os parezca.

—Te alegrarás, sayida —aseveró al-Mosafi—; ya verás cómo te alegras.

El gran visir y el obispo salieron apresuradamente de la estancia y condujeron a Abuámir hasta el
machlis,
el salón principal del palacio, decorado con ricos y coloridos estucos. El joven seguía sin comprender nada de lo que estaba pasando, y aguardaba con ojos interrogantes una respuesta a todo aquello. Al-Mosafi le puso una mano en el hombro y con firmeza le anunció:

—A partir de mañana, estos alcázares, con sus palacios, sus eunucos, sus criados y sus guardias, junto con todas las posesiones de la sayida y de sus hijos, pasarán a tus manos. Tú serás el único mayordomo, administrador y responsable de todo ello. Y… el único a quien se pedirán cuentas de lo que aquí suceda.

Al día siguiente, 22 de febrero de 967 (9 rabí'I 356), en presencia del califa Alhaquen, Mohámed Abuámir ben Abiámir al-Mafirí, recibió el nombramiento de «mayordomo de palacio» e intendente de los bienes de los príncipes Abderrahmen e Hixem, y de la madre de éstos, la sayida Subh Umm Walad, con plenos poderes y dominio sobre haciendas, casas, criados y caudales. Abuámir contaba entonces veintiséis años.

Capítulo 34

Córdoba, año 967

Volvió la primavera. Sucedió de repente, como ocurría en Córdoba algunas veces. Un domingo lució el sol en un cielo despejado de nubes y las palomas se adueñaron del aire, porque el viento había cesado. En pocos días florecieron los azahares y los atardeceres se llenaron de su inconfundible y hospitalario aroma.

Había a quienes el singular ambiente de aquella época del año les sumía en la melancolía. Abuámir era uno de ellos. Pero en esta ocasión no había tenido tiempo de pararse a buscar en sus recuerdos, porque su importante y recién estrenado cargo le exigió un denodado trabajo y una atención constante durante los dos primeros meses. Tuvo que inventariar hasta el más insignificante de los bienes que le habían encomendado, puesto que temió confiarse a la buena voluntad del ejército de esclavos, sirvientes y empleados que formaban parte del lote de aquella ingente fortuna. Recorrió las propiedades e inspeccionó los rafales que, a lo largo del Guadalquivir, formaban parte de la hacienda; dispuso que le visitara cada uno de los administradores e intendentes particulares y que le rindieran detalladamente las cuentas de todo aquello que tenían a su cuidado. Cuando culminó esta inicial tarea de su gestión, se dio cuenta de la magnitud y la relevancia del puesto que le había asignado el destino.

Pronto tomó conciencia de que en los alcázares, en sus fortificaciones y palacios, que eran los más importantes de Córdoba, él era el único jefe y señor. El califa no se hizo presente ni una sola vez en aquellos dos meses, porque sus hijos eran trasladados a Zahra cada vez que quería verlos. Y al-Mosafi le informó de que solamente en dos o tres ocasiones al año el soberano residiría en el palacio cordobés, puesto que estaba aferrado ya a su rutinaria y disciplinada vida de sabio en Zahra. Además, el gran visir le advirtió que a nadie le estaba permitido atravesar el pórtico de los alcázares, por importante que fuera, salvo él y quien el propio Abuámir autorizara. Ello suponía un dominio absoluto sobre todas las llaves, los oficiales, los guardias y el personal, los cuales podían ser castigados, sustituidos o relegados por él en cualquier momento que estimase oportuno.

Solamente había un sector del palacio sobre el que no tenía plenos poderes y en el que no podía entrar: aquel al cual se accedía por la llamada puerta Dorada y que constituía el núcleo interior donde se desenvolvía la vida privada de los príncipes y la sayida.

Casi desde el primer momento, ese vedado reducto se convirtió para Abuámir en un misterio, en el foco de su perplejidad y en el límite de sus facultades reales sobre los inmensos alcázares.

Constituían el enlace con el exterior del prohibido habitáculo principesco el viejo y desdentado eunuco Tahír y sus ayudantes Sisnán y al-Fasí, eunucos también. Dentro había criados y esclavas que apenas tenían contacto con el resto de los sirvientes del palacio. Siempre que se necesitaba algo más allá de la puerta Dorada, salía alguno de los eunucos y lo solicitaba, pero jamás entraba nadie, que no perteneciera al servicio personal de la sayida.

El viejo eunuco Tahír, con su delgado y seco pescuezo que sobresalía de entre los ampulosos ropajes, su nariz y su barbilla aguzadas, y sus ojillos perspicaces, se le antojaba a Abuámir como una especie de aguilucho. Era un chambelán al viejo estilo, formado en la misma escuela que al-Nizami y Chawdar, pero posiblemente con menor temperamento, por lo que nunca había pasado de ser un segundón en Zahra. Pospuesto siempre y bajo la autoridad de los dos absorbentes fatas reales, se había vuelto suspicaz y discreto como una sombra, pero solícito y cuidadoso en el cumplimiento de sus funciones. Tal vez por eso, puesta a elegir, la princesa Subh le había escogido entre los demás eunucos de Zahra para ponerlo al frente de su cámara personal. Y Tahír, aunque era un anciano, había visto llegado su momento de ejercer de jefe de sirvientes, con sus dos ayudantes y la responsabilidad de cuidar directamente a los príncipes. Sin embargo, su cabeza no estaba ya para esos menesteres.

Abuámir se percató enseguida de que el viejo eunuco chocheaba. Algunos días le pedía la misma cosa dos y hasta tres veces, después de que él se la hubiera conseguido a la primera. Con frecuencia le oía cantar canciones infantiles y a veces vagaba de aquí para allá con la mirada perdida y con un hilo de baba descolgándose desde el labio inferior. Aun así, no era un hombre de fácil manejo, pues era receloso y desconfiado, y jamás abandonaba la proximidad de la puerta Dorada.

Los ayudantes Sisnán y al-Fasí, por el contrario, eran jóvenes e ingenuos; tal vez escogidos por su presencia física más que por su inteligencia o sus conocimientos, que no iban más allá de los de dos adiestrados pueblerinos. A Abuámir le costó poco ganárselos, pues eran dóciles y los dominaba una curiosidad insaciable; lo cual era lógico, puesto que no habían visto nada aparte de las aldeas de donde los habían sacado cuando niños y de los muros de los harenes donde los recluyeron nada más sufrir la castración que les confería la condición de sirvientes palaciegos. Sabían aprovechar cualquier oportunidad para atravesar los límites de la puerta Dorada: hacer algún recado o llevar un aviso; ocasiones que aprovechaban para remolonear y demorarse, dedicándose a husmear por los patios o acercarse hasta las cocinas para chismorrear con el personal de servicio.

Abuámir consideró que los dos inexpertos eunucos serían su única posibilidad de indagar en el acotado corazón del palacio y buscó la manera de atraérselos a su terreno. Primeramente los observó, como antes había hecho con su anciano jefe Tahír, y comprobó que le serían más asequibles que el viejo. Para sus pesquisas había elegido una elevada torre, desde la cual se veía el patio cubierto de enredaderas al que daba la impenetrable puerta Dorada. Los eunucos salían a cuidar las plantas, a sentarse a bordar o a iniciar desde allí sus exploraciones del resto de los alcázares. Se llevaban bien, como hermanos, y como tales reñían y se pegaban con frecuencia, lo cual enervaba al viejo, que salía a golpearles con una caña y a recluirlos de nuevo en su jaula de dorada puerta. Abuámir concluyó que se aburrían. A pesar de sus dieciocho o veinte años (la edad de los eunucos era difícil de determinar), no habían dejado de ser como niños; característica esta que solía acompañar a los castrados durante gran parte de su vida, más por la educación que recibían que por la pérdida de sus atributos de madurez.

Un día que Abuámir se encontraba en Zahra para rendir cuentas de su gestión, en la misma entrada del palacio del gran visir, le vino a la mente de pronto la genial manera de conseguir que los jóvenes eunucos acudieran a comer en su mano. Había en los jardines de la Medina una especie de apartado destinado a albergar animales exóticos que solían llegar como regalo desde los países tributarios o aliados del califato. Las jaulas contenían panteras, hienas, leones, un elefante, dos jirafas, extraños carneros, toros con joroba y demás. Pero llamaba especialmente la atención un enorme jaulón que encerraba multitud de aves, entre ellas, un buen número de loros y cotorras que causaban la admiración de todo el mundo, pues imitaban la voz humana, incluso llevando a la confusión a los guardianes de las almenas con su perfecta simulación de las rutinarias llamadas de alerta. De manera que, de vez en cuando, uno de aquellos pájaros gritaba: «¡Centinela!», y si el guardia próximo era novato y no sabía distinguir aún la auténtica orden respondía: «¡Alerta estoy!», lo cual producía un general regocijo entre los jardineros, cuidadores y los demás guardias de las almenas.

Antes de entrar en el palacio de al-Mosafi, Abuámir estuvo contemplando durante un rato aquellos curiosos pájaros. Una vez en el despacho del gran visir, expuso detalladamente la situación de la cuantiosa fortuna de los príncipes y la sayida, las gestiones que había realizado y las posibilidades que ofrecía aquella masa de bienes. Al-Mosafi le escuchó con atención, y Abuámir se dio cuenta de que el visir quedaba satisfecho y gratamente impresionado por cómo se había desenvuelto el joven administrador en sus primeros meses.

—Bien, veo que no has perdido el tiempo —le dijo con gesto complacido—. Le transmitiré personalmente al califa mi plena conformidad con este brillante comienzo. Él estará contento y sabrá recompensarte. Y ahora, si no necesitas nada más, puedes retirarte para volver a tus ocupaciones.

Abuámir se puso de pie y se inclinó respetuosamente, besó la manos del visir y se retiró hacia la puerta sin volver la espalda. No obstante, antes de salir, alzó la cabeza y dijo:

—Ah, señor, ¿podría pedirte algo?

—Claro. ¿De qué se trata? —respondió al-Mosafi.

—De esos pájaros que hay a la entrada del palacio, en el jardín de los animales. ¿Podría trasladar algunos de ellos a los patios de los alcázares? Aquello está demasiado triste y silencioso para ser la residencia de unos niños y una joven madre…

—¡Oh, naturalmente! Puedes hacer allí cuantos cambios estimes oportunos; siempre que el eunuco del palacio interior esté conforme.

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