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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (36 page)

BOOK: El mozárabe
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—Señores…, bienvenidos a esta casa… —balbució.

Al-Nizami, el más alto de los dos, se aproximó a él mirándole fijamente con sus endiablados ojos grises. A pesar de los aceites y las pinturas que se habían aplicado, y de la siempre indeterminable edad de los eunucos, era patente la vejez de aquel gigantón. Abuámir no era un hombre bajo, pero la estatura del eslavo le hacía alzar la vista. Sin embargo, no se arredró, y sostuvo la mirada en un duro combate con la del eunuco; hasta que éste avanzó un paso más hasta él y traidoramente le echó mano a la entrepierna agarrándole fuertemente por los testículos.

—¡Vaya, vaya! —dijo al-Nizami con ironía—. ¿Dónde se ha visto un mayordomo real con esto colgando?

Abuámir contenía la respiración. Aquello le había cogido por sorpresa y no se atrevía a abrir la boca. El otro eunuco, Chawdar, que era la antítesis física de su compañero, pequeño, delgado y sonriente, se acercó también a Abuámir y le miró de arriba abajo, con gesto arrogante, y apuntándole con su afilada barbita de chivo.

—¿A ver? —dijo—. Déjame…

Apartó la mano de su compañero y palpó él también los genitales de Abuámir.

—¡Anda! —exclamó—. Era verdad lo que nos habían dicho; resulta que tiene…

A todo esto, Abuámir se encontraba sumido en la confusión, turbado y con un frío sudor recorriéndole la espalda. Sabía que tenía que tragarse su orgullo y pasar por aquello, pues nadie, incluido el gran visir al-Mosafi, trataba tan directa y continuamente con el califa como lo hacían aquellos dos personajes.

—¡Bueno, bueno! —comentó al-Nizami—, de manera que tú eres el chambelán de los alcázares; el tan cacareado jovencito protegido por el visir Ben-Hodair. Eres aún más apuesto de lo que decían. Pero… sólo te falta una cosa…, o mejor dicho, sólo te sobra una cosa… ¿Te la cortamos?

Abuámir permanecía mudo. Se daba cuenta de lo delicada que era su situación, pues su cargo rompía con la secular costumbre, importada desde Persia, de confiar la administración de los palacios y los bienes del rey y su familia únicamente a los eunucos, que se sucedían entre sí en una casta que, aunque designada por el califa, guardaba un orden y una génesis propios. Alguien como él, salido de otro ámbito que no era el del frío bisturí del judío experto que cercenaba los atributos de virilidad, suponía una amenaza para todo un orden que solamente ellos controlaban.

Al-Nizami echó su enorme y blando brazo por encima de los hombros de Abuámir y, con falso tono de cordialidad, le dijo:

—Bien, muchacho, no te asustes. ¿No sabes acaso encajar una broma? Y ahora, por favor, condúcenos hasta la cámara de la sayida.

Abuámir avanzó delante de ellos. Verdaderamente estaba aterrorizado, pero a la vez lleno de rabia. Nunca en su vida se había encontrado en una situación como aquélla, y estaba viendo castigado su orgullo casi hasta el límite; pero su fina inteligencia le decía que debía controlarse, por lo que decidió poner en práctica algo que otras veces le había dado resultado en circunstancias no tan difíciles: mirar el asunto desde fuera y jugar consigo mismo a que todo aquello no le afectaba. Mientras iba por el pasillo, escuchando tras de sí los pasos de los eunucos, se sintió más tranquilo. Se dijo que ellos mandaban de verdad y que, a fin de cuentas, él era únicamente un advenedizo, cuya relación con el califa o la sayida se limitaba a poco más de una docena de palabras. Si se inmiscuía en todo aquel embrollo y lo tomaba como propio tendría mucho que perder y nada que ganar. «Sí, es mejor distanciarse», pensó.

Cuando llegaron al patio de las enredaderas, Chawdar golpeó con los nudillos la puerta Dorada. Ésta se abrió y aparecieron los jóvenes eunucos Sisnán y al-Fasí, que se arrojaron con reverencial respeto a los pies de sus superiores, sin poder disimular en sus expresiones el temor y la contrariedad que les causaban. Todos se dispusieron a entrar entonces, pero al-Nizami se volvió hacia Abuámir y le ordenó seca y fríamente:

—¡Tú aguarda aquí!

Con ellos allí todo estaba claro; cada persona en su sitio: Abuámir no era eunuco, y de ninguna manera tenía permitido entrar en el recinto que sólo a ellos estaba reservado.

Desaparecieron por entre las puertas, pero nadie las cerró; de manera que Abuámir se acercó cuanto pudo a la entrada para intentar escuchar lo que sucedía en el interior. Aunque se apreciaban las voces y los ruidos, no pudo entender nada de lo que se decía. Solamente, al principio, distinguió claramente los emocionados griteríos de los dos viejos eunucos al encontrarse con los niños. Era como si dos abuelos fueran al encuentro de sus nietos: sonaron restallantes y repetidos besuqueos, exclamaciones desmedidas y cariñosos piropos de los que sólo se dirigen a los infantes. Después hubo silencio, y más tarde voces y evidentes signos de discusión; objetos arrojados y el estrépito de vajilla al estrellarse contra las paredes.

—¡Fuera! ¡Fuera de mi casa! —escuchó con claridad una voz que reconoció como la de Subh.

Al cabo salieron los eunucos enfurecidos.

—¡Fiera! —gritaba al-Nizami—. ¡Eres una fiera, siempre lo has sido y no cambiarás nunca!

—¿Crees que te echamos en falta? —secundaba Chawdar—. ¡Menuda loca nos hemos quitado de encima!

Subh salió a la puerta, con los ojos fuera de las órbitas, enrojecida y con el cabello rubio alborotado.

—¡Fuera! ¡Fuera! —gritaba—. ¡Asquerosos, cerdos! ¡Fuera de mi casa!

Todavía, desde el umbral, les lanzó un par de macetas que se hicieron pedazos contra el suelo. Los loros se alborotaron y revolotearon ruidosamente por la jaula chillando y repitiendo:

—¡Rrrr…! ¡Centinela! ¡Alerta! ¡Rrrr…! ¡Centinela! ¡Alerta estoy…!

Abuámir se mantuvo inmóvil, como un mero espectador en medio de aquel altercado. Luego, cuando los eunucos decidieron irse, los acompañó hasta la puerta. Por los pasillos, los dos fatas iban echando humo.

—¡Ah, no, esto no quedará así! —despotricaba indignado al-Nizami—. ¿Se cree esta loca que va a hacer lo que le da la gana?

—¡Por nosotros como si se pudre en este caserón! —secundaba Chawdar—. ¡Pero los niños no! ¡Ellos se vuelven a Zahra!

—¡Por supuesto! —añadió al-Nizami—. Hablaremos inmediatamente con el califa. Esto hay que solucionarlo cuanto antes. ¡Volveremos a por ellos; ya lo creo que volveremos!

En el atrio exterior aguardaban las literas que los habían traído hasta los alcázares; se subieron airados a ellas. Antes de dar la orden de partida, Chawdar se asomó por entre los visillos con su aguzado y enfurecido rostro; miró a Abuámir fijamente y le advirtió:

—Y tú ten cuidado, no te metas donde no te llaman.

Cuando las literas cruzaron el pórtico, Abuámir entró de nuevo a toda prisa. En el patio de las enredaderas los criados limpiaban el enlosado, retirando los fragmentos de las macetas y barriendo la tierra. Sentados en el umbral de la puerta Dorada, Sisnán y al-Fasí permanecían como paralizados en la calma que sigue a la tormenta.

—¿Y la sayida? —les preguntó Abuámir.

Sisnán señaló con el dedo hacia el interior. Abuámir vaciló por un momento; pero en su mente resonaron las palabras del gran visir: «Entra únicamente si es estrictamente necesario». «Ahora es necesario; desde luego que lo es», pensó. Con decisión, subió en dos saltos los escalones y atravesó la puerta.

El fresco y obscuro zaguán estaba vacío. Apartó hacia un lado la cortina y pasó al interior de la cámara. Sintió bajo sus pies el crujir de los pedazos rotos de cerámica y percibió un cierto desorden a su alrededor. Cuando sus ojos se hicieron a la penumbra, vio el fino tul que separaba la estancia principal del aposento privado de la sayida. Aspiró entonces el delicado aroma de las costosas esencias y su corazón empezó a latir fuertemente. Era como penetrar en lo más reservado de un santuario.

Al fondo, junto a la ventana, Subh estaba tendida boca abajo sobre un delicado tapiz, sumida en un espasmódico y desconsolado llanto. Abuámir se aproximó a ella y se arrodilló a su lado.

—Sayida —susurró—, eh, sayida…

Ella suspiró entonces profundamente. Abuámir se fijó en sus hombros finos, en sus dorados cabellos desparramados sobre los colores de la alfombra y en su delgado talle que se adivinaba bajo la gasa azul de la túnica.

—Bueno, bueno, sayida… ¿necesitas algo? —insistió con dulzura.

Subh alzó entonces la cabeza, la volvió hacia él y le miró desde un abismo infinito de tristeza con sus grandes ojos verdes.

«¡Oh, Dios mío, qué hermosa es!», exclamó para sí Abuámir. La habría abrazado en aquel momento; la habría cubierto de caricias y consuelos; pero se sintió paralizado y como retenido por un invisible muro, como si se encontrara ante un ser sagrado y divino.

Ella se incorporó entonces y se sentó con naturalidad delante de él, con las piernas cruzadas y la espalda reclinada sobre la pared. Los cabellos le caían sueltos sobre los hombros y las lágrimas le corrían por las mejillas. Con la voz entrecortada por el llanto dijo:

—¿Sabes?, en mi pueblo los niños eran criados por sus madres, por sus abuelas o por alguna mujer de la parentela… Cuando llegaban a la adolescencia pasaban al cuidado de los hombres… para aprender a montar, a usar la espada y… todo eso… Entiendo que cuando un hijo se hace mayor su madre tenga que resignarse a perderlo; es la ley de la vida. Pero aquí en vuestro país las cosas son diferentes. He tenido que soportar un día y otro que esas arpías asexuadas baboseen a mis hijos delante de mí.

—Oh, no, sayida —dijo Abuámir—. Esa es solamente una costumbre de la familia real. A mí me crió mi propia madre como a todo el mundo.

—¿Y no tengo yo derecho a hacer lo que todo el mundo? —se quejó ella—. No pido nada extraordinario; no quiero joyas, ni criados… No quiero nada. Sólo quiero que me dejen en paz.

Abuámir la miró a los ojos con ternura. Las razones que ella demandaba escapaban a sus facultades.

—Lo siento —respondió compadecido—, pero no sé darte una respuesta… Aunque, en todo lo que me necesites, puedes contar conmigo…

—¡Oh, si estuviera aquí el obispo Asbag! —exclamó ella.

—Sí, quizás él podría servirte mejor que yo en estas cosas; pero está muy lejos de aquí, camino de Iria. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

—Si alguien pudiese hablar con el califa… Tal vez al-Mosafi…

—Oh, lo siento, sayida; se lo sugerí cuando le comuniqué la muerte del viejo eunuco y se negó rotundamente a molestarle más con este asunto. Me dijo que su salud es delicada.

—¡Su salud siempre ha sido delicada! —replicó ella—. Lo que sucede es que, en el fondo, al-Mosafi teme a Chawdar y al-Nizami. Pero si alguien pudiera hablar con Alhaquen en mi nombre, el califa le escucharía y posiblemente vendría a verme…

—Yo mismo lo intentaría, sayida —observó Abuámir—; pero sabes bien que no tengo acceso a su palacio. Los chambelanes jamás permitirían que alguien como yo se entrevistase con el Príncipe de los Creyentes. Y menos ahora que se encuentra recluido en sus aposentos.

Ambos se quedaron pensativos. Abuámir se recreó en la belleza de Subh. La luz del mediodía entraba por la ventana y arrancaba reflejos de sus cabellos y de sus largas y rubias pestañas. Así, con los labios entreabiertos y el dolor grabado en el rostro, suscitaba en él arrebatadores deseos de protegerla, como si se tratara de algo propio, pero a la vez distante y prohibido. En su cabeza daba vueltas buscando la manera de ofrecerle su ayuda.

—¡Ya sé! —exclamó él de repente—. ¡Los príncipes! ¡Llevaremos a los príncipes! ¡Nadie impedirá que el heredero visite a su padre!

—Pero son los fatas quienes los presentan cada sábado al califa. No consentirán que entre nadie más.

—Nos anticiparemos —repuso él con rotundidad—. Iremos el viernes, a la hora del sermón de la gran mezquita. Hace tiempo que el califa no acude a causa de sus dolencias; pero Chawdar y al-Nizami no faltan nunca acompañando a al-Moguira, el hermano de Alhaquen. Mientras ellos estén en Córdoba nosotros iremos a Zahra y nos presentaremos en el palacio real. Nadie se atreverá a impedir la entrada de los príncipes, puesto que el gran visir también asistirá al sermón.

Subh reflexionó durante un momento, analizando en su interior esa única posibilidad. Al cabo dijo:

—Es una buena idea; pero sería un escándalo que yo abandonase una vez más mi residencia. Recuerda lo que sucedió cuando me trasladé aquí…

—Nadie tiene por qué saber que sales de los alcázares.

—¡Oh! Las noticias corren. Si no es en la ida, a la vuelta puede formarse el revuelo. Y eso sería fatal. Demasiadas violaciones de la intimidad de la favorita en tan poco tiempo… Los eunucos tendrían algo más con lo que atacarme.

—Nadie se enterará —repuso él—. Viajarás de incógnito. Ni siquiera la escolta y los criados sabrán que vas en el séquito. Irás junto a mí en tu propio caballo, con el cabello recogido bajo un turbante y con ropas de hombre. ¿Quién podrá suponer que no eres uno de los jóvenes eunucos? Iremos al palacio, como cada sábado, y los sirvientes nos dejarán pasar, puesto que nadie de mayor categoría estará allí para impedírnoslo, y ninguno de los eunucos inferiores se atreverá a negarle la entrada a los sirvientes de la sayida que acompañen a los príncipes.

A Subh se le iluminó la mirada; a su semblante asomó una expresión de intrepidez y decisión.

—¿Qué día es hoy? —preguntó.

—Miércoles —respondió Abuámir.

—¡Ah, es pasado mañana! —exclamó ella—. Nadie debe saber nada de esto. Levantarás a todo el mundo por sorpresa la madrugada del viernes y nos pondremos en camino. ¡ Ahora sabrán esas viejas brujas quién soy yo!

Capítulo 38

Córdoba, año 967

A primera hora de la mañana del viernes, los muecines de la mezquita mayor de Córdoba lanzaban sus llamadas desde el alminar principal. El séquito de los príncipes había salido temprano de los alcázares y aguardaba detenido en una calle adyacente a la gran plaza de al-Dchamí. Abuámir se adelantó en su caballo hasta una esquina próxima y estuvo observando. Por fin, apareció la comitiva de los fatas, con la escolta, los esclavos de Zahra en sus mulas y las pomposas literas de Chawdar y al-Nizami. Un poco después, entró otro destacamento de la guardia acompañando a los visires, entre los que se encontraba al-Mosafi. A medida que iban llegando, los ilustres personajes desmontaban, se descalzaban, procedían al riguroso ritual de la ablución en la fuente principal y desaparecían entre el denso bosque de columnas hacia el corazón de la mezquita para participar en la oración.

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