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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (37 page)

BOOK: El mozárabe
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Cuando el gran visir cruzó el arco seguido de sus secretarios y ministros, Abuámir espoleó a su caballo y retornó junto al séquito de los príncipes, a cuya cabeza iban el jefe de la guardia de los alcázares, Subh rebozada en las llamativas sedas que solían vestir los eunucos de palacio, Sisnán y al-Fasí.

—¡Vamos, no hay tiempo que perder! —ordenó Abuámir.

La comitiva salió de Córdoba por la puerta del Norte y puso rumbo a Zahra a trote ligero, levantando una densa polvareda que relucía con el primer sol de la hermosa mañana de primavera.

Al llegar, los guardias del palacio se inclinaron en respetuosas reverencias y se apresuraron a sujetar los caballos.

Abuámir y Subh descabalgaron, bajaron a los niños de la carreta y cruzaron deprisa los jardines de entrada. Una espectacular exhibición de coloridas flores pareció recibirles frente al pórtico del palacio.

En el suntuoso aposento que servía de recepción a la parte más íntima y privada de la residencia del califa, un negro y grueso chambelán dormitaba recostado sobre unos mullidos cojines junto a una gran puerta de bronce bruñido que permanecía cerrada. Los apresurados pasos de Abuámir y Subh con los niños en brazos le sobresaltaron.

—¡Pero…! —balbució el chambelán somnoliento.

—¡Nada de peros! —se apresuró a exclamar Abuámir con autoridad—. ¡Abre inmediatamente la puerta! ¿No ves que traigo a los príncipes?

El mayordomo obedeció mecánicamente y tiró de la argolla que hacía sonar la campana del interior. Al momento cayeron las aldabas y la puerta se abrió. Otra pareja de eunucos apareció.

—¡Dejadnos pasar! —ordenó Abuámir—. Traemos a los príncipes.

—¿Hoy viernes…? —se extrañaron los chambelanes.

—Sí. ¿Y qué? —dijo Abuámir con energía—. Soy el administrador de la sayida, y éstos son los eunucos de los alcázares. ¡Dejadnos pasar!

—A ése no le reconocemos —replicó uno de ellos señalando a Subh.

—¿Cómo? ¿Es que me vais a decir a mí a quién puedo traer? —se enfureció Abuámir.

—Pero… no están los grandes fatas —dijo el eunuco—. Nadie puede entrar en el palacio sin su permiso. Ellos son los que acompañan cada sábado a los niños hasta la cámara del Príncipe de los Creyentes.

Abuámir entonces apartó al chambelán de un empujón y cruzó la puerta sin dar más explicaciones.

—¡Vamos! —dijo con enérgica autoridad y enfiló a paso rápido el interminable pasillo pavimentado con mármol pulido.

Subh le siguió con el pequeño de los niños en sus brazos, mientras él llevaba al mayor, que sonreía divertido ante tanto revuelo. Tras ellos, los chambelanes y los guardias protestaban desconcertados, pero sin atreverse a cerrarles el paso, puesto que portaban a los hijos del califa.

Abuámir se dejó llevar por su instinto y atravesó los sucesivos patios que conducían al núcleo del edificio. Por fin, llegaron al amplio gabinete amueblado lujosamente con escritorios nacarados y con tapices de vivos colores en paredes y suelos, donde otro chambelán permanecía guardando una puerta de bruñido metal dorado.

—¡Oh! ¿Pero qué…? —balbució el mayordomo.

—¡Ésta es la sayida y éstos son los príncipes! —reveló Abuámir.

El chambelán se inclinó entonces respetuosamente. Abuámir empujó la puerta y, frente a ellos, apareció un íntimo y cálido saloncito, cuyas paredes estaban decoradas con caligrafía cúfica y el suelo cubierto de alfombras. Al fondo, un viejo jeque de largas y canas barbas leía versículos del Corán, mientras alguien vestido con una sencilla túnica blanca oraba postrado de hinojos, de espaldas a ellos y mirando a la quibla.

El anciano lector interrumpió su letanía y alzó los ojos. El orante entonces se incorporó y se volvió hacia la puerta. Era el mismísimo Alhaquen, que al reconocer inmediatamente a Subh y a sus hijos, exclamó:

—¡Oh, mi pequeña! ¡Mi querida Subh Walad! ¡Y mis niños! ¡Abderrahmen, Hixem!

Subh se abalanzó hacia el califa, cuyo aspecto estaba enormemente desmejorado y envejecido; le cogió las manos temblorosas para besárselas, él la estrechó contra su pecho y la besó repetidamente en la frente y en las mejillas.

—¡Ay, mi niña! ¡Mi pequeña! —no dejaba de repetir Alhaquen.

A Abuámir aquello le pareció más el recibimiento de un padre que el de un esposo.

Luego el califa abrazó a sus hijos y no pudo reprimir unas lagrimitas de emoción que acudieron a sus vivos ojos. Al ver la escena, el regimiento de oficiales, chambelanes y criados que habían acudido alarmados por la violenta irrupción de los recién llegados en el palacio, se retiraron respetuosamente.

—Este es Mohámed Abuámir —dijo ella señalando a Abuámir—, mi administrador. Tú mismo, señor, le diste el nombramiento. ¿Lo recuerdas?

—¡Ah, sí, naturalmente! —respondió Alhaquen—. El joven que me recomendaron mi primo Ben-Hodair, el gran visir y el obispo. ¡Pero… levántate, joven!

Abuámir, que permanecía rigurosamente postrado, se puso en pie. Se fijó entonces en el califa, a quien únicamente había visto una vez, el día de su nombramiento, pero en la lejanía del inmenso salón de recepciones del palacio, un día en que el monarca estaba revestido con los excelsos atavíos de su poder; por lo que ahora Alhaquen le pareció pequeño, débil y anciano, aunque de aspecto sabio y bondadoso.

Subh, que seguía abrazada al soberano, prorrumpió entonces en un nervioso y desconsolado llanto que resonó en la bóveda de la estancia.

—Pero… bueno, ¿qué es esto? —dijo extrañado el califa—. Mi querida niña, ¿qué te pasa?

—¡Oh, señor! —se quejó ella sollozando—. Se trata de tus eunucos, Chawdar y al-Nizarni… Otra vez han vuelto a importunarme… Siguen empeñados en hacerse cargo de los niños…

—¿Cómo? ¿Han estado en los alcázares? —preguntó Alhaquen.

—Sí, señor, anteayer estuvieron allí con el ánimo de organizarlo todo, y me dieron un gran disgusto…

—¡Ah! Pequeña, debes comprenderles; ellos aman a los niños…

—¡Pero yo soy su madre! —protestó ella enérgicamente—. Son superiores a mis fuerzas… ¡Además no me quieren, y tú lo sabes! Ellos odian a cualquiera que comparta tu amor…

—Bien, bien —dijo él con disgusto—. No hablemos más de esto; sabes que me hace sufrir…

—Ya lo sé, señor; perdóname —suplicó Subh—. Pero, si no hay solución para este problema, un día de éstos me tiraré por una ventana…

El rostro del califa se demudó. Miró a Subh verdaderamente aterrado y luego a sus hijos.

—¡No, eso no! —exclamó—. Mañana mismo les prohibiré que vuelvan a poner un pie en tu residencia. ¿Es eso lo que quieres?

Subh, en agradecimiento, se apresuró a cubrir de besos las manos del califa.

—Bien, ahora dejemos esto de una vez —dijo Alhaquen zanjando la cuestión—. Acompañadme a la mesa; es hora de comer algo.

En un saloncito contiguo estaba servido un almuerzo a base de caldo caliente, legumbres y verduras; pero en vista de que todos habían de incorporarse a la mesa, el califa ordenó que lo sustituyeran por algo más sustancioso. De manera que los criados trajeron carne, dulces y frutas. Y los cinco, incluido Abuámir, se sentaron en torno a los platos.

Alhaquen, sonriente y con el pequeño Abderrahmen en su regazo, le parecía a Abuámir un complaciente abuelo dispuesto a repartir golosinas entre sus nietos. Durante la comida se mostró sumamente afable y divertido, haciendo chistes, riendo y disfrutando sinceramente de aquella reunión íntima y familiar.

En un determinado momento, cuando el califa había ya conversado un buen rato con su favorita y había examinado los progresos en el habla del pequeño Abderrahmen, que a sus cinco años ya poseía un dominio suficiente para charlar sobre sus cosas de niño, Alhaquen se dirigió directamente a Abuámir y le preguntó:

—Y tú, Mohámed Abuámir, ¿cursaste tus estudios en leyes en la escuela de Córdoba?

—Sí —respondió Abuámir—. Mis maestros fueron los insignes Abu-Alí Calí, Abu-Becr y Ben al-Cutía.

—¡Oh, buena enseñanza tuviste! —exclamó el califa.

A partir de aquel momento, Abuámir y el soberano estuvieron hablando de leyes, de teología y de literatura, especialmente de poesía, en la que el joven intendente estaba suficientemente versado, lo cual agradó a Alhaquen en sumo grado. Y, puesto que la preparación intelectual de Abuámir era muy completa, no le fue difícil ganarse la simpatía de su sabio monarca, que escuchó atentamente y lleno de satisfacción los razonamientos que iba desgranando sobre lo divino y lo humano; muchos de los cuales eran expuestos intencionadamente por Abuámir, que se anticipaba agudamente a las propias concepciones de Alhaquen para regalarle el oído. Al fin, tras una larga conversación, el califa dijo:

—Bien, ahora debo retornar a mis ocupaciones. He disfrutado sinceramente compartiendo este rato con vosotros. Os acompañaré hasta los jardines de la salida.

La familia se dispuso entonces a atravesar de nuevo las estancias del palacio. Subh llevaba en sus brazos al pequeño Hixem, Abderrahmen iba de la mano de su padre el califa y éste, que caminaba con cierta dificultad a causa de los dolores que sufría en las articulaciones, se apoyaba en el joven Abuámir, que, henchido de satisfacción, hubiera deseado en aquel instante que toda Córdoba hubiera contemplado aquella escena.

Sin embargo, quienes la contemplaban fueron precisamente los menos indicados: los eunucos Chawdar y al-Nizami, que en ese momento regresaban de la mezquita mayor y se disponían a subir las escalinatas que ascendían hasta el pórtico de entrada al palacio, justo cuando el califa, Subh, los príncipes y Abuámir cruzaban el gran arco.

Los rostros de los dos fatas evidenciaron su sorpresa y su indignación. Pero, hábilmente, se apresuraron a disimular su enfado detrás de un esforzado y artificioso gesto de extrema consternación por Alhaquen.

—¡Pero… señor! —exclamó el pequeño Chawdar, mientras se daba prisa en subir los escalones hacia el califa—. ¿Cómo es que estás fuera de tus aposentos? ¿Y tus dolores?

—¡Este esfuerzo puede perjudicarte! —agregó su compañero.

Alhaquen besó a los niños y a Subh, y se dejó transportar casi en volandas hacia el interior del palacio por los dos maduros chambelanes que, como unas madres solícitas, aparentaban que su única preocupación era la salud del califa.

El gran visir al-Mosafi, que también había llegado momentos antes, contempló la escena desde su caballo; descabalgó y se acercó con paso firme hasta Abuámir. Con duro semblante, le dijo:

—¿Cómo se te ha ocurrido…? Acabas de ganarte como enemigos a las dos hienas más peligrosas del califato. A partir de hoy ve con sumo cuidado…

Pero aún había de ser peor, porque no bien terminaba de decir esto el visir, apareció de nuevo el califa bajo el gran arco de entrada haciéndoles una seña para que se aproximaran a él. Abuámir y el gran visir subieron la escalinata obedeciendo a la llamada, y una vez en el alto, Alhaquen se dirigió a al-Mosafi en estos términos:

—Sahib al-Mosafi, a partir de este momento, el joven Abuámir será el único responsable de la residencia de la sayida y de mis hijos; nadie debe inmiscuirse en sus decisiones. Ya he ordenado a los chambelanes Chawdar y al-Nizami que en lo sucesivo se abstengan de aparecer por los alcázares. Bajo ningún concepto debe ser importunada la sayida Subh Walad. Supongo que de ahora en adelante quedará bien entendido que ésa es mi única voluntad en este asunto. Confío suficientemente en la que escogí para ser la madre de mi descendencia y nadie, absolutamente nadie, debe poner en duda esta decisión mía. ¿Has comprendido?

El gran visir, con gesto conmovido, se reclinó respetuosamente en señal de acatamiento.

Capítulo 39

Camino de Iria, año 967

Más de una jornada de camino transcurrió por la llamada «tierra de nadie»; una sombría y triste región que se extendía hasta la frontera de Galicia. Las montañas del interior eran abruptas y estaban sembradas de peligros, por lo que decidieron seguir la ruta del oeste, hacia Coimbra, para después continuar hasta Porto e ir bordeando la costa por una conocida carretera que protegían los condes de Portucale.

Los días de camino fueron entonces hermosos. El aire, fresco y estimulante, cargado de aromas de bosque, se aliaba con la cercana brisa del mar. Estuvieron encantados de atravesar tierras tan distintas y de detenerse en pueblos de costumbres tan diferentes, por lo que los peregrinos empezaron ya a sentir la emoción de la proximidad de su meta. En realidad estaban ya cerca, puesto que Iria distaba de Porto apenas una decena de jornadas de camino, y el trayecto de Iria al templo del apóstol podía cubrirse en una jornada.

Pero un día después de cruzar el río Duero, empezó a llover fuertemente y de forma ininterrumpida. Avanzaron lentamente bajo el aguacero, empapados, y por caminos encharcados que dificultaban los movimientos de los hombres a pie, los caballos y bestias de carga; hasta que no tuvieron más remedio que detenerse, pues la marcha resultaba ya excesivamente penosa.

Efectuaron la parada junto al río Lima, frente a la ciudadela fortificada, cuyos habitantes, hoscos y recelosos, se negaron a abrirles las puertas de sus muros para que se alojaran en el interior, puesto que desconfiaban de los musulmanes armados que servían de escolta a la peregrinación.

Por consiguiente, tuvieron que montar el campamento junto a la cabecera del gran puente de piedra que se elevaba sobre el turbulento y caudaloso río.

Amparados bajo la lona de la tienda, Asbag, el arcediano y Juan compartían la cena, mientras la lluvia golpeteaba en el exterior y una densa humedad se colaba por las rendijas creando un ambiente frío y desagradable. El arcediano, arropado con una gruesa manta, comentó tiritando:

—Me pregunto cuándo llegara aquí el verano… Quiero decir que, para ser ya casi finales de mayo, no parece siquiera primavera.

Juan se encogió de hombros.

—Bueno, el norte es el norte. Mientras encontremos lluvia y barro… Lo malo sería encontrarse normandos.

—El capitán se adelantó esta tarde con algunos de sus hombres —observó Asbag—. Al parecer la invasión de los vikingos tuvo lugar el pasado verano, según le dijeron los lugareños; pero fue más al norte, en las rías.

—¿Falta mucho para llegar a esas rías? —preguntó el arcediano.

—Poco, muy poco —respondió Asbag—; apenas falta una jornada para alcanzar la desembocadura del Miño y, en fin, en los territorios de más arriba es donde puede haber algún peligro.

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