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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (68 page)

BOOK: El mozárabe
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—Pero… ¿por qué?

—No lo sé. No podía evitarlo. Sentía que toda aquella felicidad ya se había ido y no iba a regresar.

—Anda, ven aquí —le pidió él. La atrajo hacia sí y la estrechó dulcemente—. Ya ves que estoy aquí. ¿Por qué siempre has de temer a lo que ha de venir? ¿Por qué te atormentas? El tiempo se lleva las cosas, es cierto: pero él mismo trae otras. Así es la vida.

—Eso lo dices porque tu vida es diferente —repuso ella—. Pero para mí todo es igual. Los hombres vais y venís a vuestro antojo; sois los únicos dueños de cuanto ha de sucederos. A mí, en cambio, ¿qué me queda? Esperar, solamente esperar y esperar.

—Bueno, ahora estamos juntos. ¿Qué te preocupa?

—Que nunca podremos ser nosotros —respondió ella en tono triste.

—¿«Nosotros»? ¿Qué quieres decir con eso?

—Tú perteneces a tu propio destino. Te preocupa prosperar, ser cada vez más poderoso, acumular cargos… Y eso es comprensible. ¿Quién puede impedirte que construyas tu propia vida? Pero a mí, ¿qué me queda? Ser la sayida, es decir, la favorita del califa; de un hombre al que en el fondo no pertenezco. ¿Podría alguien cambiar eso? No. Mi vida es una permanente mentira. Soy de él, pero sé que no soy suya. Mi corazón te pertenece a ti; pero tampoco puedo ser tuya… ¿Entiendes ahora por qué nunca seremos «nosotros»?

Subh rompió a llorar. Y Abuámir sintió que algo había cambiado. Deseaba en aquel momento que todo fuera como siempre, que ella continuara confiando ingenuamente en cuanto él le dijera; pero percibió que ya no se podía volver atrás, que le empezaba a fastidiar aquella forma complicada que ella tenía de analizar las cosas últimamente. Creía que aún tendría la fuerza de animarla, de tornar las cosas del color que él quisiera, como siempre había sucedido entre ellos.

—Vamos, no llores —le dijo—. ¿Por qué te empeñas en estropear este momento? Es inútil recordar continuamente lo que no se puede cambiar. Las cosas son así. ¿Las he hecho yo de esa manera? Estamos aquí y eso es lo que ahora importa…

—¡Jura que no me dejarás nunca! —le pidió ella de repente.

—¡Eh! ¿A qué viene eso ahora?

—¡Júralo! —insistió ella.

—Sí, claro, lo juro. ¿Crees que podría olvidarme de ti fácilmente?

La brisa fue volviéndose más fresca. Ya no era una noche de verano, sino que el ambiente anunciaba otra estación, más fría y de noches más largas.

Capítulo 70

Constantinopla, año 971

Hacía semanas que Luitprando permanecía postrado en su lecho, sumido casi permanentemente en un profundo sueño, con una bronca respiración que brotaba de su acartonada boca, entreabierta, torcida. Les costaba despertarlo una vez al día para suministrarle algún alimento líquido que tragaba con gran dificultad. Luego comenzaba a rezar el padrenuestro, pero casi ningún día conseguía completarlo antes de volver a caer en brazos de la inconsciencia.

Asbag y Fulmaro, como cada mañana, permanecieron rezando el oficio junto a la cama del obispo enfermo; confiando en que le pudieran llegar los ecos de los salmos hasta donde quiera que le tuviera retenido su somnolienta enfermedad.

Al finalizar la oración, ambos se santiguaron y rociaron a Luitprando con agua bendita. Fulmaro dijo en tono resignado:

—Tendremos que ir pensando en algo. Éste se muere y no vamos a quedarnos aquí toda la vida…

—Tengamos paciencia —dijo Asbag—. He conseguido hablar ya un par de veces con el basileus y parece inclinado a conceder la mano de la princesa Ana.

—¿Más paciencia? —replicó el grueso obispo—. Llevamos meses aguardando esa respuesta. Después de la fiesta de la casa campestre del eparca aseguraste que la cosa se solucionaría en breve. Aquello fue en la Pascua. Y, ya ves, el verano se va. Dentro de poco más de un mes cerrarán los puertos. ¿Pretendes acaso que permanezcamos aquí un año más? ¡Yo, desde luego, no estoy dispuesto!

—¡Por favor! —repuso Asbag—. Es cuestión de un par de semanas. Déjame hacer a mí. Danielis, la mujer del eparca, me está ayudando mucho en este tema. Me ha garantizado que las cosas marchan muy bien.

—¡Y digo yo! —protestó Fulmaro—: ¿para qué diantres necesitamos a esa princesa griega? ¿No puede el emperador casarse con una princesa sajona, franca o italiana? Si, de todas formas, ése se muere…

—¡Cállate! —gritó de repente Luitprando, incorporándose en su lecho con un rostro crispado y con su único ojo gris abierto y clavado en Fulmaro—. ¡Glotón y perezoso saco de grasa! ¡Todavía estoy vivo!

Fulmaro cayó hacia atrás desde su asiento y quedó sentado en el suelo con el pánico grabado en el semblante.

—¡Luitprando! —exclamó Asbag—. ¡Gracias a Dios!

El obispo de Cremona pidió agua y, cuando se la acercaron a los labios, la bebió con avidez. Luego se dejó caer en los almohadones y comenzó una especie de monólogo delirante:

—La princesa debe ser llevada a Roma… Hay que unir el imperio… Un Augusto, necesitamos un Augusto… Alguien debe convencer a los francos, alguien debe convencer al rey sajón… Alguien tiene que convencer a esos griegos… Si alguien no lo hace, el mundo terminará siendo sarraceno.

—¡Luitprando! —le decía Asbag—. ¡Eh, Luitprando! Abre los ojos. Soy Asbag.

—¿Eh…? —exclamó él, abriendo de nuevo el ojo sano—. ¡Ah, Asbag! ¡Dios sea loado! ¡Me voy, he de descansar! Tengo que marcharme ya…

—¿Qué dices? ¿Adonde piensas ir? —le preguntaba Asbag desde su confusión.

—A la casa de mis padres; ellos me esperan…

—No, no, nada de eso —le dijo Asbag, pasándole un paño húmedo por la frente—. Antes has de concluir tu misión. Necesitas reponerte. Se trata sólo de eso. Estás fatigado, nada más.

El obispo se incorporó de nuevo y aferró la túnica de Asbag con la mano que no tenía paralizada. Como haciendo un gran esfuerzo, dijo:

—¡No! He de irme, lo sé; acaban de decírmelo. Pero prométeme que te llevarás contigo a la princesa… ¡Júralo! ¡Júralo por tu sagrado ministerio!

—Pero… ¿Qué dices? Basta, cálmate y descansa…

—¡Júralo! ¡Júralo! ¡Júralo! —insistía Luitprando como fuera de sí.

—Sí… Lo juro —respondió Asbag con un hilo de voz.

—¡Sostén tu pectoral y díselo al crucifijo! —exigió el obispo—. ¡Tú también, Fulmaro!

Asbag cogió su pectoral y Fulmaro hizo lo mismo.

—Lo juro. Juro que llevaré a la princesa bizantina a Roma —dijo Asbag.

Al oír aquello, Luitprando se desplomó y volvió a sumirse en un profundo sueño.

Fulmaro, que había observado aterrorizado toda la escena, se hincó entonces junto a la cama y comenzó a hacerse cruces, gimoteando y exclamando:

—¡Santísimo Cristo! ¡Ha vuelto desde las regiones del sueño para traer una encomienda! ¡Tú lo has escuchado! ¡Debemos llevarnos a la bizantina o perderemos nuestras almas! ¡Lo hemos jurado en su lecho de muerte!

—¡Bien, basta ya! —trató de calmarle Asbag—. Dejémosle sólo, debe descansar. Se pondrá bien. Son cosas de la enfermedad.

Pasaron dos semanas más sin que Luitprando volviera a recobrar la consciencia. Ya no podían alimentarlo, y sólo se mantenía con el poco líquido que conseguían introducirle en la garganta. Su cuerpo era un manojo de huesos que se había contraído hasta que las rodillas se le habían juntado con el pecho, en una rigidez que les impedía enderezarlo.

Desde el día de la fiesta campestre, Asbag no había dejado de visitar a la mujer del eparca al menos un par de veces a la semana. Ahora, transcurridos seis meses, podía decirse que había una verdadera amistad entre ellos. Al principio hablaron de libros, de arte, de astronomía; contrastaron los conocimientos que ambos tenían en estas y otras materias. Luego hablaron del mundo, de la filosofía y de los viejos saberes olvidados. Asbag descubrió más tarde en Danielis a alguien a quien poder confiarse. Le contó su aventura, las calamidades pasadas; le comunicó la experiencia vivida, sus temores, sus sueños, sus incógnitas acerca de la vida. Él no sabía por qué, pero ella le inspiraba el deseo de abrir su alma. Nunca antes le había sucedido algo así.

Danielis también le contó su historia personal. Era la única hija de un magnate armenio que se había trasladado a Constantinopla en tiempos del emperador Romano II. No sólo había heredado la fortuna de su padre, sino también una profunda tradición de sabiduría, de la que aún pervivía en algunos lugares de Siria como legado del viejo mundo griego. Había vivido siempre en la corte, pero se había sentido distinta. Era una mujer grande y hermosa todavía, a pesar de sus cincuenta años, que se había desposado con Digenis recientemente. Le confesó a Asbag que, al no tener necesidad inminente de unir su vida a un marido en su juventud, había dejado pasar los años esperando a que apareciera la persona ideal. Pero por delante de su vida sólo habían pasado los libros y los años. Por eso, cuando Digenis le propuso el matrimonio lo aceptó, porque el eparca le pareció un hombre divertido, ideal para mitigar la soledad que había empezado a sufrir. No habían tenido hijos, pero ella aprendió a tolerar la descendencia que las concubinas le proporcionaban a su marido. Ahora era una genuina matrona, de vasta cultura cimentada en la Grecia de siempre, pero de serena imaginación y sensibilidad oriental.

Cuando Asbag se presentó aquel viernes por la mañana en su casa, la encontró como otras veces, con su larga bata de color violeta y dedicada a las plantas medicinales que cultivaba con esmero en su jardín. El cielo estaba cubierto de nubes, y unas primeras gotas de lluvia les obligaron a guarecerse bajo una especie de templete formado por un tejadillo de tejas verdes sostenido por seis marmóreas columnas dispuestas circularmente.

—El otoño ya está aquí —comentó Danielis.

—Sí —dijo él—. De eso quería hablarte. Pronto cerrarán el puerto y hemos de ir pensando en regresar a Roma.

—¿Cómo se encuentra Luitprando? —preguntó ella.

—Morirá en cualquier momento. Lo asombroso es que viva aún. Se sustenta de aire y de agua.

La lluvia empezó a arreciar, las gotas repiqueteaban en el tejadillo y en las hojas de los árboles. Un delicioso aroma empezó a desprenderse de la tierra húmeda y de las plantas aromáticas. Los dos aspiraron profundamente y saborearon aquel aire limpio y perfumado. Permanecieron un rato sin decir nada, como unidos en la agradable experiencia que no precisaba ser comentada. Al cabo, Danielis dijo:

—Seguís empeñados en llevaros a la princesa Ana a Roma. ¿No es así?

Asbag asintió con un movimiento de cabeza. Ella prosiguió:

—Pues siento decirte que será difícil. He hablado frecuentemente de ello con mi marido y él a su vez ha hecho las gestiones oportunas ante el basileus.

—¿Y bien? —se impacientó Asbag.

—Bueno —respondió ella sin ocultar su desilusión—. Hay muchas cosas que están por medio… y que tú no conoces. He de decirte la verdad, puesto que confío en ti plenamente. Pero nadie, absolutamente nadie, debe saber jamás lo que voy a contarte… Y mucho menos en Roma.

—¡Por favor! No conozco a nadie en Roma. Ya sabes que me embarqué en esta empresa únicamente para acompañar a Luitprando, y ¿podría decirle ahora algo a él?

—Bien, confío en ti. Es una historia larga que trataré de resumir. Ana es hija de Romano II, ya lo sabes, un emperador, digamos, «legítimo» por ser descendiente de Constantino. Cosa que no sucedía con el anterior, Nicéforo, que no era más que un general aupado a emperador. Al igual que el actual Juan Zimisces, que le sucedió después de asesinarle en complicidad con la esposa de aquél. Que a su vez era amante de éste…

—¡Dios mío! —exclamó Asbag.

—Sí, ya ves, por eso te dije que todo es muy complicado. Pues bien, para poder restablecer la legitimidad, Juan Zimisces se casó con la actual emperatriz Teodora, hermana del genuino Romano II y tía por tanto de Ana. Como comprenderás, después de todo ese lío, es lógico que la verdadera dinastía se cuide mucho de guardar la sucesión legítima. Y ahí juega un papel importantísimo el patriarca Polyenctos, que, además de no tragar a Juan Zimisces por considerarlo un pecador y un corrupto, es radicalmente partidario de que no reinen otros que los legítimos sucesores.

—¿Y eso qué tiene que ver con que la princesa Ana se case con Otón?

—Tiene que ver muchísimo. Si Polyenctos no reconoce otra dinastía de emperadores romanos que la que desciende de Constantino, ¿cómo va a reconocer a los sajones, que para él son bárbaros?

—Comprendo —dijo Asbag—. ¿Y si hablara yo con él?

—No te recibirá. Es un anciano testarudo que vive enclaustrado en uno de los monasterios de la ciudad. Y, además, desde que Luitprando se enfrentó a él, no quiere oír hablar de Roma.

—Entonces, Danielis, ¿qué me queda por hacer? —le preguntó Asbag, desolado.

—Todavía queda una posibilidad. Ir a ver a la propia Ana. Es libre, por ser mayor. Y, aunque debe obediencia al basileus, Juan Zimisces nunca se atreverá a contrariarla; tiene mucho que callar.

—¡Vayamos ahora mismo! —propuso él con ansia.

El obispo y la mujer del eparca salieron en dirección al gran palacio, acompañados por los eunucos, que sostenían dos grandes sombrillas. Llovía a ratos y el sol salía de vez en cuando haciendo brillar las piedras mojadas de los grandes edificios. Todas las calles eran una exposición de frutas de todo tipo, aunque resaltaban especialmente los jugosos racimos de uvas blancas o negras y las grandes granadas abiertas que mostraban sus atractivos corazones.

Ana le pareció a Asbag una mujer extraña; no podía decirse que fuera fea, pero tampoco resultaba hermosa. En la larga conversación que mantuvieron sólo decía «sí», «no» o «no sé». Pero finalmente se le escapó un dato que vino a desbaratar por completo toda posibilidad de seguir adelante con el plan de Danielis: los búlgaros se habían adelantado y habían solicitado su mano para el rey Boris II. El arzobispo de Kiev había estado allí una semana antes y Ana se había comprometido. No había nada que hacer.

Esa misma tarde, Danielis sonsacó a su marido que el propio eparca y el basileus, con la mediación del patriarca, habían estado de acuerdo en concertar el matrimonio entre el príncipe de Kiev y la princesa bizantina. Cuando le comunicó a Asbag sus últimas averiguaciones, éste se sintió desolado.

—Lo siento, Asbag —le dijo ella—. Lo siento muchísimo. Mi esposo me ocultó todo, aun sabiendo que yo trataba de ayudarte. Digenis ha jugado contigo y conmigo; pero él es así. Le debe todo a Juan Zimisces y jamás haría nada que pudiera contradecirle.

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