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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (70 page)

BOOK: El mozárabe
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De repente, oyó unas pisadas aceleradas que resonaban en el enorme espacio de la catedral, bajo la cúpula principal. Se volvió y vio acercarse a Danielis acompañada por una criada. Al llegar a él, ella se santiguó a la manera griega, de derecha a izquierda. Después sonrió con un gesto luminoso y dijo:

—¡Lo tengo!

—¿Eh? —dijo él, sorprendido.

—Tengo la solución a todos tus problemas. Tengo a tu princesa bizantina. Podrás llevarle a Otón una esposa griega.

—¡La princesa Ana! —exclamó Asbag en alta voz.

—¡Chsss…! —susurró ella—. Calla, pueden oírnos… Vayamos a un lugar más discreto.

Danielis tiró de él y le llevó hasta una de las capillas laterales, donde, en penumbra, siguieron hablando.

—Escucha con atención sin interrumpirme —le pidió ella. Luego, prosiguió en voz baja—: te digo que tengo a tu princesa. Teofano es la mujer que necesitas. ¡Cómo no hemos caído en ello antes!

—¿Eh? ¿Teofano…?

—¡He dicho que no me interrumpas! —se enojó ella—. Sí, Teofano es la princesa ideal. Es de sangre Porfirogéneta, puesto que es sobrina directa de un emperador reinante que no tiene descendencia. ¡Está clarísimo! En vez de quedarse aquí a soportar todas las habladurías de la corte, se irá contigo y será la emperatriz de Occidente. Juan Zimisces estará de acuerdo, pues nadie sabrá lo del adulterio. Raphael salvará su vida y… ¡Todos contentos!

Asbag se hincó de rodillas y, con los brazos extendidos, exclamó mirando al cielo:

—¡Dios sea loado! ¡Dios sea bendito, alabado, ensalzado! ¡Por siempre y para siempre…!

Después, se levantó de un salto y se arrojó hacia Danielis para abrazarla y cubrirla de besos.

—¡Eh…! —exclamó ella—. ¡A ver si vamos a organizar un lío peor todavía nosotros dos, ahora que todo se ha solucionado!

Danielis se encargó de organizarlo todo. Ella misma convenció a su marido y después al basileus, que, pasado el disgusto inicial, estuvo plenamente conforme con el plan. Ahora, sólo quedaba hacer los trámites lo antes posible para evitar que se levantara mayor revuelo. Se redactaron las cartas correspondientes con los permisos del emperador y los de los padres de la joven; se fijó la dote, con los regalos, vestidos, joyas, damas de compañía, esclavos; y en tres días todo estaba dispuesto para zarpar.

Cuando Asbag tuvo los documentos en su mano, con las firmas, los sellos y todas las formalidades, acudió al lecho de Luitprando y se los leyó como si él pudiera escucharlo. Después le besó el anillo al obispo agonizante y le dijo:

—Te saliste con la tuya, viejo testarudo. El emperador del año 1000 será de sangre griega y romana.

Esa misma noche, Luitprando expiró. Asbag concluyó que su espíritu se iba al fin a descansar, conforme con el modo en que se había resuelto la misión.

Las honras fúnebres se hicieron en la basílica del Pantocrátor, que era la favorita del difunto, primero en el rito bizantino y después en el rito romano. Finalizadas las celebraciones, unos embalsamadores prepararon el cadáver con diversas sustancias conservantes y lo introdujeron en un ataúd de madera, revestido por dentro con plomo y perfectamente sellado.

Sin embargo, todavía les aguardaba un inconveniente. Cuando fueron a cargar el sarcófago en el barco, el capitán y toda la tripulación se negaron en redondo a hacer el viaje llevando un cadáver a bordo. Eran unos sicilianos supersticiosos.

Asbag y Fulmaro tuvieron que ordenar que trasladaran de nuevo la caja al palacio.

—Me sabe mal enterrarlo aquí, en Constantinopla —comentó Asbag—; ya sabes cómo él detestaba este país.

—Sí, tienes razón —asintió Fulmaro—; pero no podemos hacer nada. Ya has visto cómo se han puesto los marineros. Además, la tierra es tierra; aquí, en Roma, en Cremona y en cualquier otro lugar. Le pondremos su mejor casulla, pagaremos una tumba digna en una de las iglesias de la ciudad y ya está. ¿Qué otra cosa podemos hacer por él?

—¡Claro! —exclamó Asbag—. ¡Las casullas, eso es! ¿Dónde están las casullas de lujo que trajimos para la Pascua?

—En el barco —respondió Fulmaro—. Los criados las embarcaron en el gran baúl donde iban también las mitras, los báculos y los demás objetos de culto.

—¡Ordena inmediatamente que los descarguen otra vez y que los traigan aquí!

—¿Para qué? —se extrañó el obispo de Colonia.

—¿No comprendes? Diremos que los necesitamos para el entierro. Meteremos en el gran baúl el cuerpo de Luitprando y lo subiremos al barco como si tal cosa. Y en esa iglesia que has dicho enterraremos el ataúd vacío. Así podremos enterrar en Cremona a su obispo. Es lo que él se merece.

Al día siguiente, una caja vacía quedaba tapiada en la pequeña iglesia de un monasterio de Constantinopla, y el cadáver de Luitprando descansaba en postura fetal dentro del baúl, totalmente cubierto por ornamentos litúrgicos, en la bodega del barco italiano que se disponía a zarpar de un momento a otro.

En la cubierta, la princesa Teofano fue acomodada por sus criados bajo un baldaquino aislado con cortinas de seda. Raphael y sus hombres se esforzaban con el resto de la tripulación por disponer todo para la partida. Fulmaro aguardaba aún en tierra, sentado en su butaca al pie de la pasarela, para no alargar su estancia en el temido barco ni un momento más de lo estrictamente necesario.

Danielis había acudido a despedirlos y conversaba con Asbag a cierta distancia. La suave brisa del Bósforo agitaba el sencillo velo de tul que caía prendido de los cabellos de la dama, en los cuales brillaban las horquillas de plata. Su sonrisa era espléndida y luminosa, como siempre, pero un fondo triste se reflejaba en sus ojos obscuros.

—Nunca podré agradecerte cuanto has hecho por nosotros —le decía Asbag.

—Sólo he sido un instrumento —respondió ella—. ¿Iba a consentir acaso que muriera ese joven? ¿Y que Teofano fuera una desgraciada el resto de su vida? Tú también eres un instrumento. Agradezco a Dios el haberte conocido.

—Dios se sirve de nosotros —repuso él—. Pero eso es algo difícil de apreciar algunas veces.

—Sí, estoy convencida de ello. Cuando me narraste las peripecias que habías vivido en esos viajes en los que te viste transportado, sin que ésa fuera tu voluntad, comprendí que nuestras calamidades siempre tienen un sentido. Si no te hubiera sucedido todo eso, nunca se habrían solucionado estos problemas. Ya sabes, Dios les complica siempre la vida a los que ama. A ti debe de quererte mucho.

—¡Ja, ja, ja…! —rió él—. Si de complicaciones se trata… no puedo quejarme.

—Yo he aprendido mucho gracias a ti. A mí, ya ves, me suceden tan pocas cosas interesantes…

La trompeta que anunciaba la partida sonó en ese momento. Las velas se desplegaron y el piloto les apremió desde el barco.

—Bueno, hay que despedirse —dijo Asbag—. ¡Que Dios te bendiga, Danielis! Rezaré siempre por ti.

—Yo también —dijo ella—. Cuida de Teofano. Y, recuerda, si te sucede todavía algo, será porque Dios espera más de ti.

—¡No lo olvidaré!

El barco empezó a retirarse del muelle, y las velas se hincharon, al tiempo que los remeros lo hacían avanzar veloz con rítmicas paladas. Salir del Cuerno de Oro y dejar la ciudad atrás era una imagen que difícilmente se podría olvidar. Danielis seguía inmóvil en el puerto, junto a su criada de confianza que sostenía la llamativa sombrilla anaranjada. Mientras su imagen desaparecía en la distancia, agitaba la mano en un adiós que Asbag sintió para siempre.

Según había jurado solemnemente antes de ser liberado, Raphael no volvió a acercarse a Teofano. No obstante, como Asbag se había temido, la presencia de los dos enamorados en el reducido espacio del barco empezó a acarrear complicaciones. Tal vez la joven había imaginado que las cosas iban a ser de otra manera al dejar Constantinopla; pero una severa aya que habían puesto a su cargo, bien aleccionada, estuvo constantemente pendiente de que ni siquiera sus ojos buscaran al conde. Nada más perderse Bizancio en el horizonte, la princesa dio rienda suelta al llanto y cundió el desconcierto entre sus damas de compañía.

Asbag lamentó tener que intervenir. Recordó entonces que ya una vez se había encontrado en una situación semejante, cuando tuvo que convencer a la vascona Subh de que se aviniese a la relación con Alhaquen. Muchas veces le había pesado aquella intervención. El obispo mozárabe había sido siempre partidario de que nadie debe mediar en las cosas del amor, por ser un sentimiento puro, ingobernable y misterioso; pero las circunstancias le empujaban entonces, como ahora, a dar explicaciones sobre lo más inexplicable.

Cuando Asbag, a petición de las damas, fue a consolar a Teofano, se dio cuenta de que además había otro inconveniente: ella apenas le conocía y no tenía por qué confiar en él. La cosa se presentaba difícil.

Cuando entró en la especie de dosel donde estaba echada suspirando sobre un montón de almohadones, ella le miró y él sintió un escalofrío al enfrentarse con aquellos hermosísimos ojos verdes cargados de desolación y de preguntas. ¿Qué podía decirle ahora?

—¿Te han explicado bien para qué vas a Roma? —decidió preguntarle el obispo.

Ella se llevó las manos a la cara y se dio vuelta.

—¿Qué quieres de mí? —dijo—. ¿Qué queréis todos de mí?

Él sintió que la cosa sería aún más difícil.

—Nada —le respondió—. Nadie te pide nada. Sólo quiero saber si puedo ayudarte de alguna manera.

—¡No! —le gritó Teofano a la cara.

—Bien —dijo él apesadumbrado—, veo que no quieres que te consuele nadie. Ahora mismo traeré a Raphael y, si es a él a quien quieres, por mi parte no hay ningún inconveniente. En este barco, una vez muerto Luitprando, yo soy el que manda. Ni tu aya ni nadie podrá impedirme que te junte con el hombre al que amas.

Asbag no sabía por qué había dicho aquello. El mismo se sorprendió en medio de su nerviosismo y su desconcierto, y una especie de vértigo le asaltó después de comprometerse con aquellas palabras. Pero se sorprendió aún más cuando, al hacer ademán de salir, ella se arrojó sobre él y le asió por la túnica diciendo:

—¡No, no! ¡No traigas a Raphael! ¡Ya no le quiero! Me engañó…

—Entonces —dijo el obispo—, ¿ya no habrá más vida para ti? ¿A Raphael era a lo único que aspirabas en este mundo?

Vio que ella se estremecía y advirtió que sus palabras surtían efecto y que empezaba a estar dispuesta a razonar.

—¿Conoces acaso al príncipe que te espera en Roma? —prosiguió.

—¡Bah, es un sajón! —refunfuñó ella.

—¡Vaya! —dijo él—. De manera que lo que habías soñado toda tu vida era tener a un lombardo, ¿no?

—Antes… de conocer a Raphael no sabía cómo eran los lombardos —respondió Teofano con un hilo de voz.

—¿Ves qué tonta eres? —le dijo el obispo.

Por fin, ella sonrió.

—Querida niña —prosiguió él—, tienes sólo dieciocho años. ¿Qué es eso en una vida? Todo lo que hayas podido oír acerca de la vida, del mundo, ¿qué es ante la realidad de lo que puede aguardarte? No tengas ningún miedo. Has sufrido un desengaño, un primer golpe, y te ha pillado por sorpresa. Pero eso no lo es todo. ¿Qué sabes tú de lo que Dios puede tenerte reservado? El príncipe Otón tiene ahora tu edad, y le aguarda ser el emperador de la cristiandad de Occidente. Cientos de princesas y damas de Europa sueñan con la suerte que a ti te ha correspondido…

—Sí, lo sé —le interrumpió ella—. Pero ¿puedes comprender tú acaso el vacío que siento yo aquí dentro?

—¡Bah! El tiempo todo lo cura. Cuando llegues a Roma y toda la corte esté pendiente de ti ni te acordarás del lombardo.

Teofano sonrió otra vez.

—Dime una cosa —preguntó—, ¿cómo es Otón? ¿Tú lo has visto?

—Sí, lo conocí en Aquisgrán. Es alto, rubio, fuerte y… Bueno, ya lo verás tú; por mucho que yo te cuente… Piensa que es un príncipe, educado en la corte del gran Carolo y coronado ya por el mismísimo Papa de Roma. Serás la emperatriz más importante del mundo. Pero eso has de ganártelo… ¿Te portarás bien ahora?

—Te lo prometo —respondió ella haciendo la cruz en su pecho.

—Así me gusta. Danielis estará contenta cuando le escriba y le cuente lo bien que te sentará ser emperatriz. Me pidió que cuidara de ti.

—Ella es lo mejor de Constantinopla —dijo Teofano.

—Sin duda —confirmó Asbag.

Al salir del baldaquino, el obispo mozárabe experimentó un gran alivio. Rezó: «Dios mío, ¿por qué has de meterme siempre en estos líos?».

Después de un viaje sin incidentes por el gran mosaico de las islas griegas, y cuando se sentían ya casi en casa por dejar atrás las últimas, que son las islas Jónicas, se levantó una imponente tormenta frente a Corfú. Resultaba peligrosísimo acercar el barco hasta tierra, puesto que las olas podían hacerlo pedazos, y permanecer en el mar implicaba estar a merced del impetuoso viento y del violento movimiento de las aguas que zarandeaban la nave como un insignificante cascarón.

La tripulación bregaba sobre la cubierta, mientras los pasajeros se aferraban a lo que podían dentro de la bodega, rezando a todos los santos y suplicando a voz en cuello a Dios para que los librara del trance. Todo rodaba por el suelo, los equipajes iban de un lado a otro y el agua entraba a chorros.

El capitán y un grupo de marineros bajaron para amarrar con maromas los bultos y evitar así males mayores. Entonces sucedió algo del todo desagradable: el baúl de los ornamentos volcó y apareció el seco cadáver de Luitprando en medio de las casullas, como una tétrica imagen a la luz inestable de los zarandeados faroles. Las damas lanzaron un agudo grito de terror.

—¡Es el obispo! —exclamó el capitán—. ¡Oh, Luitprando, es él! ¡El muerto!

—¡Hay que arrojarlo! ¡Fuera, hay que tirarlo al mar! —secundaron otras voces inmediatamente.

—¡No! —salió al paso Asbag—. ¡Nada de eso!

—¡Si no lo tiramos moriremos todos! —replicó el capitán.

—¡Tiradlo! ¡Fuera! ¡Al mar! —gritaron los marineros.

Asbag, viendo que no podía detenerlos, miró a Fulmaro buscando su apoyo. El grueso obispo estaba en un rincón, acurrucado y dominado por el pánico. De repente, se puso en pie y se acercó hasta el cadáver, se lo cargó al hombro y subió con él las escaleras que conducían a la cubierta.

—¡No, Fulmaro! ¡No lo hagas! —le gritaba Asbag corriendo detrás de él.

Pero cuando llegó arriba, sólo tuvo tiempo de ver cómo el obispo de Colonia arrojaba el cuerpo por la borda y después se santiguaba mirando al cielo.

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