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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (74 page)

BOOK: El mozárabe
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—¡Ahora veréis! —dijo, abriendo la caja.

—¡Oh, alas de mosca verde! —exclamó otro de los ancianos.

—Nada de eso —replicó el de la caja—. Se trata de mosca azul, de las montañas. Me han costado seis dinares de oro.

—¡Ah! —exclamaron los otros al unísono.

Abuámir no comprendía nada de aquello, hasta que se sorprendió al ver que cada uno de los nobles se echaba un pellizco de aquellas alas a la boca y lo tragaba con un buche de sirope.

Extrañados, viendo que Abuámir no hacía lo mismo, le preguntaron:

—¿Eh? ¿No tomas alas? ¿No las necesitas?

—¿Para qué? —preguntó Abuámir.

—¡Ah, ja, ja, ja…! —rieron.

—Pues ¿para qué va a ser? Para que se te ponga… —dijo uno de ellos con un gesto muy expresivo.

—¡Ah, ya! —respondió Abuámir. Y, para no desairarlos, tomó también un pellizco de aquellas alas de mosca.

Otro de los jefes colocó entonces un envoltorio encima de la mesa; deslió un cordel y varios pedazos de telas, y apareció una especie de cuerno grueso.

—¡Oh, un cuerno de unicornio! —exclamó uno de los viejos.

—¿Eh? ¿De unicornio? —preguntó atónito Abuámir.

—Sí —respondió el anciano jefe—. En las praderas del país de los negros se cría una bestia enorme; su carne es basta y dura, pero el cuerno que le crece encima de la nariz es lo más preciado para sustentar la fortaleza del varón en las cosas del amor. Verás, ordena que traigan un mortero.

Un criado obedeció la orden, y el viejo rayó con una navaja el cuerno extrayendo unas esquirlas que luego machó con habilidad en el mortero. Añadió un chorro de agua y se lo ofreció al resto de los comensales.

—Basta con un par de tragos —dijo.

Todos bebieron. Y, cuando el último hubo apurado el recipiente, el tercer jefe sacó también algo y lo depositó en la mesa.

—¡Ah, mandrágora! —dijeron los otros dos.

—Sí —dijo el viejo—. La raíz con forma de cuerpo de hombre, que al ser arrancada de la tierra da un grito de horror que hace morir inmediatamente al que lo escucha.

—Entonces, ¿cómo se consigue? —preguntó Abuámir.

—¿No lo sabes? —dijo el jefe—. Sólo hay una manera: cuando se encuentra la planta, se ata una cuerda al tallo, cuyo extremo se anuda a su vez al collar de un perro. Después, el que recolecta la raíz se aleja a una buena distancia y llama al perro. El animal corre hacia su amo y saca la raíz en forma de hombrecillo cuya sangre lleva la sustancia más beneficiosa que pueda hallarse.

—¡Hummm…! ¡Qué interesante! —comentó Abuámir.

El anciano tostó un pedazo de la raíz en el fuego y luego lo majó en el mortero junto con un puñado de hierbas.

—¡Hala, comed! —dijo ofreciéndolo.

Una vez más, todos tomaron aquello. Y el que parecía ser el mayor de todos y por lo visto llevaba la voz cantante se puso en pie y se frotó las manos.

—Y ahora, hermanos —dijo—, apliquémonos a esas muchachas.

Las cuatro mujeres se habían sentado algo retiradas, bajo la galería del patio, y dormitaban apoyadas las unas contra las otras. El anciano se acercó a ellas y les dio con el pie.

—¡Eh, vosotras, vamos, acercaos a la mesa! Las mujeres bostezaron, se desperezaron y se pusieron en pie temerosas.

—¡Hala, hala, venid, ricas! —las llamó otro de los jefes—. ¡Que no os va a pasar nada malo!

El más anciano las acercó a empujones; les descubrió el rostro a las cuatro y acercó a ellas una lámpara.

—¡Qué! ¿Qué os parecen? —preguntó con una sonrisa que mostraba unas desdentadas y ennegrecidas encías.

Las cuatro mujeres eran de belleza espectacular. Y parecían escogidas para todos los gustos: una de pequeña estatura, otra alta y algo gruesa, otra de piel totalmente negra y una cuarta esbelta y bien proporcionada, que se cubrió el rostro inmediatamente con las manos.

—¡Oye, tú! —recriminó el viejo a esta última—. ¿Pero quién te has creído que eres? ¡Muéstrate! —La agarró por el cabello y comenzó a propinarle bofetadas.

—¡Déjala! —exclamó Abuámir.

—Ah, bueno, si la prefieres… —dijo el jefe—. Pero te advierto que es la más descarada. —La agarró por un brazo y la sentó de un empujón sobre las piernas de Abuámir.

La muchacha se cubrió inmediatamente y, rígida, se echó a temblar. Abuámir estaba sorprendido ante todo aquello.

—¡Ji, ji, ji…! —reía el desdentado anciano, mientras iba repartiendo a las jóvenes—. ¿A que son majas? Son vírgenes las cuatro; hijas de los rebeldes rífenos. Yo mismo le entregué a Galib las cabezas de sus padres y sus hermanos —explicó—. Mis mujeres las han bañado, perfumado y vestido con cariño para esta noche tan especial.

La escena que se produjo a continuación desconcertó aún más a Abuámir: uno de los ancianos desnudó a una de las jóvenes y, tras verterle miel en el pecho, empezó a lamérsela con una larga lengua; otro de ellos se arrojó encima de otra muchacha y comenzó a tratarla con gran brusquedad; y el tercero, sin ningún pudor, se quitó la ropa y empezó a aprovecharse de la que le correspondía.

Abuámir se puso en pie de repente y se excusó:

—Lo siento, amigos, pero en mi país no estamos acostumbrados a satisfacer nuestras pasiones en público; me retiro.

Los ancianos se miraron con gesto de extrañeza, y el que llevaba la voz cantante dijo, encogiéndose de hombros:

—Como quieras; si prefieres desvirgarla en tu alcoba…

Abuámir tomó a la joven de la mano y subieron las escaleras. Al llegar a la habitación, la muchacha, que permanecía con el rostro cubierto, se echó en la cama y se subió la túnica, mostrando un vientre liso y de morena piel.

—¿Qué haces? —le dijo Abuámir.

—¡Vamos, maldito cerdo, a qué esperas! —dijo ella con rabia—. ¡Toma lo que te corresponde!

Abuámir sonrió y dijo con calma:

—¿Crees que yo robaría algo que puedo conseguir por mí mismo? ¿Piensas que soy de la calaña de esos asquerosos viejos?

La mujer le miraba con unos fieros ojos negros, bajo las alargadas y perfectas cejas obscuras; jadeaba como un animal enfurecido y dispuesto a saltar sobre su acosador. Un gran velo le cubría el rostro, el cuello y el pecho, y un espeso turbante ocultaba el color de su pelo.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Abuámir, como queriendo romper aquella tensión.

—¡No te importa! —le espetó ella.

—¡Vaya, qué orgullo! —comentó él—. ¿No quieres que seamos amigos?

—¡Cabrón! —contestó ella—. ¡Hazte amigo de las cabras con las que fornicas!

—Bueno, bueno… Veo que no hay forma de razonar contigo. Está bien. Apártate de ahí, ésa es mi cama y quiero dormir; hoy ha sido un día muy fatigoso para mí.

Ella seguía rígida, mirándole con felinos ojos. Su pecho se alzaba y bajaba bruscamente bajo el velo morado, a causa de su respiración violenta, y sus manos crispadas aferraban la manta. No se movió ni dijo nada.

—¿No me has oído? —insistió Abuámir—. Apártate de ahí ahora mismo.

Ella no se inmutó. Abuámir se fue hacia ella y la agarró fuertemente por las muñecas para levantarla de la cama. Ella se abalanzó entonces sobre él y le clavó las uñas en el rostro, al tiempo que le mordía un hombro.

—¡Pero qué…! —soltó él—. ¿Estás loca?

Se inició un forcejeo. La muchacha era fuerte y manoteaba en un desenfrenado e histérico ataque, lanzaba las rodillas y golpeaba a Abuámir en el estómago. Él se enfureció, la sujetó por el turbante para inmovilizarla. Las telas se desprendieron, el velo cayó, y apareció el rostro y una larguísima, brillante y ondulada cabellera negra.

Abuámir la empujó y ella quedó recostada en la pared, con un gesto agresivo que resaltaba sus rasgos. La habitación estaba en penumbra, pero él se sorprendió al ver su cuello esbelto, sus perfectas facciones y sus hombros finos, brillantes de sudor, iluminados por la tenue luz de la vela. Acercó la llama y se maravilló aún más al contemplar su piel que parecía de bronce, morena, tersa y resplandeciente.

—¡Dios, qué hermosa eres! —exclamó, con una sorpresa que brotaba del fondo de su alma. Ella entonces se tiró al suelo y se acurrucó en un rincón, llorando y gritando:

—¡No, por favor! ¡No me hagas daño! ¡No me desvirgues! ¡Por Alá! ¡Por la santa memoria del Profeta!

—Vamos, vamos —la calmó él—. ¿No te he dicho ya que no te haré nada? Puedes marcharte, ahí mismo tienes la puerta.

Abuámir abrió la puerta y le mostró la salida a la joven. Ella se puso en pie, pero cuando iba a salir se volvió hacia él y rompió a gemir nuevamente.

—¿Quieres que esos viejos me quiten lo que tú has respetado?

—Bien, puedes quedarte ahí si quieres —respondió él. Cogió la manta y se la dio a la mujer.

Ella se tendió en el suelo, a un lado de la cama. Abuámir se acostó, sopló la vela y la obscuridad se hizo en la alcoba. Durante un buen rato estuvo intentando dormirse, pero oía los lamentos de la joven. Luego, como queriendo calmarla, dijo:

—¿No quieres decirme cómo te llamas? ¡Por Alá!

Pareció que no contestaría, pero al cabo dijo:

—Nahar.

—¡Vaya, menos mal! —comentó él—. Creí que no conocería tu nombre. ¿Querrás decirme ahora lo que te ha sucedido? ¿Cómo fuiste a parar a manos de esos hombres?

—Ya oíste lo que contó ese viejo baboso —respondió Nahar—. Mi padre se rebeló y se puso a favor del príncipe idrisí; después sus propios hombres le traicionaron. Una mañana llegaron los guerreros de Tremecen, entre los que estaban algunos de mis parientes, y me arrancaron de los brazos de mi madre para entregarme a ese jefe. Nadie me puso la mano encima. ¡Te lo juro! Mi flor está intacta…

—Bueno, bueno. Aquí no te pasará nada. Ahora duerme. Mañana seguiremos hablando.

Por la mañana, Abuámir despertó, después de haber dormido escasamente, impresionado por lo que había sucedido la noche anterior. Nahar yacía en el suelo, envuelta en la manta y con su espectacular cabellera desparramada por el tapiz de blanca lana. La primera luz entraba por un ventanuco y él se maravilló contemplando la gran belleza de la muchacha. No quiso despertarla. Bajó al patio central del palacio. Los tres jefes estaban roncando sobre las alfombras junto a las otras mujeres. Él entrechocó las palmas y gritó:

—¡Vamos, fuera de aquí! ¿Os habéis creído que esto es una mancebía? ¡Recoged vuestras cosas y marchaos!

Los jefes se levantaron asustados y se fueron con sus caballos, sus criados y las mujeres.

Abuámir regresó entonces a la alcoba. Nahar se había cubierto el cabello y el rostro y estaba en un rincón. Nada más verle entrar, le preguntó:

—¿Piensas venderme?

—No —respondió él—. ¿Tienes adonde ir?

—Mataron a toda mi familia —contestó ella—. En mi casa ahora vivirá otra gente.

—Bien —sentenció él—. Puedes quedarte aquí. Ve a la cocina y que las mujeres se ocupen de ti.

Capítulo 77

Merseburg, año 973

La muerte repentina del papa Juan XIII en septiembre del año 972 demoró una vez más el regreso de Asbag a Córdoba. Parecía que le perseguían los acontecimientos. No se podía consagrar un nuevo papa antes de que los embajadores del emperador hubieran comprobado la regularidad de la elección y recibido la promesa con juramento de gobernar la Iglesia conforme al derecho y la justicia. Por eso, el emperador decidió permanecer en Roma. Y, naturalmente, el abad Mayólo interrumpió su partida hacia Cluny, puesto que era uno de los consejeros de Otón en estos asuntos.

Cuando finalmente fue elegido y consagrado el candidato imperial, Benedicto VI, después de largas deliberaciones y conflictos, se les había echado encima el invierno. La ceremonia tuvo lugar en Letrán el 19 de enero, y ya no hubo más remedio que quedarse en Roma, puesto que los Alpes resultaban imposibles de cruzar debido a las nevadas.

Pero en marzo apretó el sol y los caminos se apisonaron para que el emperador pudiera irse a Quedliburg. Asbag pensó entonces que Mayólo decidiría poner por fin rumbo a su abadía, pero una vez más los acontecimientos frustaron sus deseos: el emir de Sicilia, aliado con los sarracenos del litoral de Provenza, empezó a hacer incursiones en el país comprendido entre los Alpes y el Ródano. En estas circunstancias resultaba muy aventurado emprender un viaje hacia Cluny desde Italia. Por otra parte, el puerto de Ostia se cerró, debido al terror que causaban los piratas sarracenos. No quedaba pues otro remedio que incorporarse a la comitiva del emperador y viajar hacia Germania.

Era ya la Pascua cuando llegaron a Quedliburg, y el emperador lo celebró junto a su hijo. Después marcharía hacia Merseburg, donde celebraría la Ascensión. Allí se sintió profundamente afligido al enterarse de la muerte de Hermann Billung, el último de sus viejos camaradas. Se le vio decaer a partir de aquel momento. Después de su primera esposa había perdido a su hijo Livdolfo y a su hermano Enrique. Posteriormente habían muerto su madre, Matilde, su hermano Bruno, su hijo Guillermo, el arzobispo de Maguncia, el margrave Gerón y, por último, Hermann Billung.

Una mañana, después de la misa, el abad Mayólo le comunicó a Asbag que estaba preocupado por la salud del emperador.

—Está triste —le dijo—. Ha perdido su natural fortaleza y anda cabizbajo. Me temo lo peor. Estos guerreros sajones son así: parecen unos muchachos casi toda su vida, hasta que, de repente, su rostro se ensombrece y empiezan a flaquearles las piernas… Me preocupa que pudiera sucederle algo. Otón II es apenas un adolescente que no dispone de la experiencia y la autoridad de su padre. Además, no es seguro que los magnates estén dispuestos a seguirle.

—Dios proveerá —repuso Asbag, para tranquilizar al abad.

—Sí, confiemos en su Divina Providencia.

Mayólo era un hombre maduro, robusto y de hablar pausado y cálido, que dirigía la abadía de Cluny desde hacía cuarenta años. Originario de una noble familia de Aviñón, gozaba de gran prestigio; orador agradable, subyugaba a sus auditores por su firmeza y su fe llena de convencimiento, pues no pensaba en otra cosa que vivir para Dios y llevar a los demás a Él. Parecía realzar tanto el ideal de monje benedictino que se le llamaba el príncipe de la vida. Siguiendo el método trazado por Odón, no dejó de viajar por el bien de la reforma, y así llegó a interesar a la mayoría de los príncipes de Occidente; a Otón el Grande y a su hijo Otón II, entre ellos. Pero sobre todo había sabido ganarse a la emperatriz Adelaida, que se había convertido en su mayor seguidora y le daba toda clase de facilidades para proseguir su misión de reforma monacal. Con esta ayuda, Mayólo había fundado o restaurado monasterios en Payerne, Pellines y Saint-Amand; en el condado de Trois-Chateaux, Saint-Honorat. En el reino de Francia reformó Marmoutier, Saint-Maurdes Fossés y Cormery. En Roma estableció la regla de los monasterios ya reformados por Odón adonde había vuelto el desorden. También, gracias a la protección de la casa de Sajonia, introdujo las costumbres de Cluny en Italia; en Pavía fundó la abadía de Santa María y reformó algunas otras; en Ravena reformó San Apolinar in Classe. Era pues un abad fiel a la causa del imperio, puesto que había recibido de él la posibilidad de hacer grandes cosas en Occidente. Por eso era lógico que se preocupara por el futuro si faltaba Otón.

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