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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (69 page)

BOOK: El mozárabe
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—Y yo lo siento por Luitprando —repuso Asbag—. Le prometí que haría lo posible para llevar a buen fin su misión; y he fracasado. Ahora no me queda más remedio que embarcarme con él, moribundo, y regresar a Cremona. En fin, Dios ha querido que las cosas sucedieran de esta forma. Lo único que me preocupa ahora es que Otón se sienta ofendido y se desencadene de nuevo la guerra en los territorios bizantinos de Italia.

—Admite un consejo —le rogó Danielis—. Tú lo has intentado, no te sientas ahora desolado. Regresa a tu tierra; vuelve a Córdoba. Que el obispo de Colonia se lleve a Luitprando, y tú embárcate directamente. Conozco a viajeros que siguen esa ruta antes del invierno; puedo garantizarte un rápido regreso a Hispania. Al fin y al cabo, ¿qué pintarás en Cremona cuando el anciano haya muerto?

—No sé —respondió él—. Tendré que pensarlo. Me sabe muy mal dejarle ahora solo. Es un hombre que ha luchado mucho y no se merece eso. Confió plenamente en mí y siento que debo acompañarle hasta el final.

Capítulo 71

Constantinopla, año 971

En el puerto de Constantinopla la nave italiana estaba dispuesta para zarpar. Lo último en subir por la pasarela había sido la litera que transportaba al moribundo Luitprando, que fue acomodado en un resguardado camarote interior, donde habían de viajar los otros dos obispos.

Asbag y Fulmaro se impacientaban en el muelle, llenos de preocupación porque el conde Raphael no llegaba. Ambos interrogaban al caballero que ejercía de lugarteniente.

—Pero, vamos a ver, ¿dices que lo viste camino del gran palacio? ¿Que iba a ver a alguien?

—¡Ya os lo he repetido diez veces! —respondió él—. Me dijo anoche que iba a despedirse de alguien, y que estaría aquí a primera hora… ¿Cuánto tiempo necesita ése para despedirse?

—Si no lo habéis visto esta mañana es porque no regresó anoche —concluyó Asbag—. Le ha debido de suceder algo.

—¡Que se quede aquí! —sentenció Fulmaro—. ¡El se lo ha buscado!

—¡De ninguna manera! —negó enfurecido el caballero lombardo—. Hay que ir a buscarlo. No nos moveremos de aquí sin él.

En esta discusión estaban cuando apareció un destacamento de guardias del palacio real con un oficial al frente.

—¡Vosotros, latinos! —llamó la atención el heraldo.

—¿Qué ha sucedido? —se apresuró a preguntarle Asbag.

—Por orden del eparca, debéis comparecer en el palacio imperial. Uno de vuestros hombres ha sido hecho preso.

—¿Eh…? —se extrañaron—. ¡Raphael! ¡Lo han detenido! —concluyeron.

—¡Lo sabía! —se enardeció Fulmaro—. ¡Ese endiablado lombardo ha liado alguna! ¡Vaya por Dios! ¡Precisamente hoy! ¡Tenía que ser cuando íbamos a dejar este fastidioso país!

Se dirigieron a toda prisa a la parte alta de la ciudad y se presentaron llenos de preocupación en los cuarteles de la guardia, donde les aguardaba el eparca. Cuando le preguntaron por lo sucedido, Digenis dio las explicaciones pertinentes:

—Ese joven de vuestra legación, Raphael, ha sido sorprendido dentro de las dependencias del palacio, en las habitaciones de las mujeres. No podemos consentir que os marchéis mientras el asunto está en manos de nuestros jueces. Tendréis que dar una explicación al basileus.

—Pero ¡cómo es posible! —exclamó Asbag, sorprendido.

—Nadie podía negarle la entrada —prosiguió el eparca—. Entró ayer tranquilamente, puesto que era miembro de vuestra embajada y los guardias supusieron que se trataba de una visita oficial, y se quedó en el palacio durante toda la noche. Y lo peor es que fue hallado nada menos que en la habitación de la sobrina del basileus.

—¿Qué? —dijo Asbag.

—¡Maldito lombardo! —exclamó Fulmaro con un resoplido de furia.

Pidieron ver al preso, pero el eparca no lo permitió. El basileus se encontraba fuera de Constantinopla y no regresaría hasta pasados un par de días.

—Mientras el basileus no esté aquí —concluyó Digenis—, yo no puedo hacer nada. Se trata de un asunto muy serio y él es el único que puede decidir lo que los jueces han de hacer. ¡Tened en cuenta que se trata de una grave ofensa a la familia imperial!

Hubieron de volver a la residencia en la que se habían hospedado antes. Luitprando empeoraba; a veces su respiración se cortaba y parecía que había expirado. Pero su malogrado cuerpo seguía aferrado a la vida. Asbag llegó a pensar que había en él una oculta energía que le impedía dejar este mundo sin que la misión fuera llevada a buen fin, y que algo de él seguía obrando para impedir que dejaran Bizancio sin llevarse a la princesa.

Se sintió desolado y sumido en una total confusión. No sólo habían fracasado en la misión sino que habían provocado un grave incidente diplomático. ¿Con qué cara podían regresar a Roma llevando a Luitprando moribundo y un conflicto con el basileus? Una única idea le rondaba la cabeza: regresar a Córdoba y verse libre de todas aquellas complicaciones que de ninguna manera se había buscado. Pero seguía siendo incapaz de sacudirse el pacto que había hecho con Luitprando.

Por la tarde montó en su mula y fue a la casa campestre del eparca. Pensó que Danielis sería la única capaz de comprenderle y de darle ánimos en aquel momento.

—¡Cómo! ¿Todavía aquí? —se sorprendió ella al verle, pues se habían despedido el día anterior.

Ella escuchaba el relato de Asbag con la respiración contenida, tan nerviosa como el propio obispo.

—…De manera que pasó toda la noche con Teofano en su dormitorio —decía Asbag—. Y de madrugada los sorprendió una de las ayas, que fue corriendo a comunicárselo a la hermana del emperador. Ya te puedes imaginar lo que debió de suceder.

—¡Ah, Teofano! —exclamó Danielis, muy consternada—. ¡Esa cabeza de chorlito! Se ha enamorado locamente de tu conde. Debí suponer que sucedería algo así.

—¿Sabías lo que estaba pasando entre ellos? —preguntó el mozárabe con gesto de pasmo.

—¡Claro! ¿Eres tonto? ¿No recuerdas lo que sucedió en el jardín el día de la fiesta?

—¡Ah, era ella! —recordó Asbag.

—¡Vamos allí! —propuso Danielis con resolución, poniéndose en pie—. Conozco muy bien a la muchacha; mejor que su propia madre. Siempre la he querido como a una hermana o una hija. Yo misma le enseñé a leer y a escribir, y todo cuanto ella sabe lo aprendió de mí.

La mujer del eparca se echó una capa sobre los hombros, y el obispo y ella salieron a paso ligero en sus mulas con destino al gran palacio.

Fueron directamente a las dependencias de las mujeres. El dormitorio de Teofano era un caos. La joven estaba acurrucada en el regazo de una enorme aya, llorando, mientras criadas y damas entraban y salían sin parar, alborotadas, con el constante griterío de fondo de la madre, que estaba hecha una furia. Al ver a Asbag, empezaron todas a increparle, pero él no comprendía nada, puesto que lo hacían en su lengua armenia.

—¡Bueno! ¡Basta, basta! —dijo Danielis con autoridad—. ¿Queréis dejarme a mí con ella? ¡Vamos! ¡Por favor! Salid todas. El obispo romano y yo solucionaremos esto.

Las mujeres se hicieron las remolonas, pero al cabo salieron una a una. Respetaban a Danielis porque representaba a la vieja nobleza de Constantinopla y porque era una mujer culta y temperamental, cuyo prestigio estaba por encima del de la familia armenia de Juan Zimisces, que al fin y al cabo era un hatajo de advenedizos.

Cuando Asbag y las dos mujeres se quedaron solos, Teofano se arrojó en los brazos de Danielis deshaciéndose en lágrimas.

—¡Ay, qué vergüenza, Danielis! ¡Qué horror! ¿Por qué ha tenido que ocurrir esto?

—Bueno, bueno, mi pequeña —la consoló Danielis—. Eso ya pasó. Ahora lo importante es hallar un remedio.

Teofano pareció calmarse al momento. Asbag se fijó en ella. Sin duda era la mujer más hermosa que podía encontrarse en lugar alguno. Casi llegó a comprender en aquel momento la obcecación y la imprudencia del joven Raphael. Era esbelta, de largo y delicado cuello, de sedosos cabellos castaños y labios finos que dejaban ver unos perfectos dientecillos blancos; pero sus ojos verdes bastaban para hacer enloquecer a cualquiera.

—Tú le quieres, ¿no es verdad? —le preguntó Danielis.

—Sí, mucho, muchísimo —respondió ella—. Pero ¿qué puedo hacer yo? Vinieron los guardias y se lo llevaron…

—No te forzaría…, ¿verdad? —le preguntó Asbag.

Ella bajó la cabeza, avergonzada.

—Bien, bien, mi querida —le dijo Danielis—. Lo siento, pero tengo que decirte esto: no querrás que le corten la cabeza…

Ella rompió a gritar en un ataque de nerviosismo. Danielis le dio una bofetada para hacerla volver en sí.

—¡Bueno! ¡Ya está bien! —le dijo—. Si has consentido, debes asumir tu parte de culpa. Pobre, pobre niña —dijo ahora para tranquilizarla—. Ya sé cuánto quieres a Raphael. No te preocupes. Lo arreglaremos…

—¿Cómo? —decía ella, llorando—. Danielis, ¿cómo?

Mientras la tenía abrazada, acariciándole el pelo, Danielis se dirigió a Asbag:

—Cuando se produce una deshonra, las leyes de Bizancio establecen dos soluciones, para el caso de que se trate de solteros: si ambos son consentidores, que se casen y aquí no ha pasado nada…

—¿Y si no? —preguntó Asbag con ansiedad.

—Si él la ha deshonrado, se le corta la cabeza sin más contemplaciones.

—Pero éste no es el caso —repuso Asbag—, puesto que ambos consintieron.

—Sí, pero ¿crees tú que Juan Zimisces estará dispuesto a admitir que su sobrina preferida estaba prendada de un conde latino? Te recuerdo que él no tiene hijos y que ella es como su hija…

—Entonces, ¿qué se puede hacer? —dijo él, y mirando a Teofano añadió—: ¿Querrías tú casarte con Raphael y vivir en Lombardía el resto de tu vida?

—¿Querrá él? —preguntó ella a su vez.

—¡Ya lo ves! —le señaló Danielis a Asbag—. Tienes que hablar con el conde, y decirle lo que ha de hacer si quiere conservar su cabeza.

—¡Pero no me dejan verlo! —replicó Asbag.

—¡Bah! —dijo la mujer del eparca—. Déjalo de mi cuenta. Digenis estará de acuerdo en que será mejor presentarle al basileus el problema con una solución.

Danielis habló con su marido y, efectivamente, éste consintió enseguida en que Asbag se entrevistara con el preso. Un oficial condujo hasta una obscura y pestilente mazmorra al obispo mozárabe y a Fulmaro.

Raphael, que estaba encogido en un rincón, dio un salto hacia ellos al verlos entrar. Pero Fulmaro lo sujetó por el pecho y comenzó a abofetearle, gritando:

—¡Idiota! ¡Cómo se te ha ocurrido! ¿No tenías tú que protegernos a nosotros? ¡Mira la que has armado! ¡Te van a decapitar!

—¡Déjalo! —exclamó Asbag, interponiéndose entre los dos—. ¡No es momento ahora de discutir!

—¡La culpa la tiene el Papa! —dijo el grueso obispo—. Por mandar a niños hacer tareas de hombres.

—¡Claro, si hubiera estado comiendo y bebiendo a todas horas como tú…! —protestó Raphael—. ¿Qué has hecho tú en todo este tiempo? ¿De qué ha servido esta misión? ¿Habéis logrado acaso algo de lo que Luitprando os encomendó?

—¡He dicho basta! —zanjó Asbag la cuestión—. No podemos estar divididos ahora. Lo único que podemos hacer es tratar de solucionar este asunto lo mejor posible. A ver, tú —dijo dirigiéndose a Raphael—: quieres a esa muchacha, ¿no?

—Sí —respondió él con rotundidad.

—¡Pues ya está! —sentenció Asbag—. Se vendrá con nosotros a Italia y te casarás con ella, así salvarás tu cabeza y su honra. ¡No se hable más!

—¡Ah, eso es muy fácil de decir! —replicó Fulmaro—. Sólo hay un inconveniente: que éste se casó el año pasado con la hija del duque de Verona.

—¡Oh, no, no, no! —exclamó Asbag llevándose las manos a la cabeza—. ¡Has engañado a esa pobre joven! ¡Te mereces lo que va a sucederte!

Salieron de la prisión y Asbag regresó a las dependencias de las mujeres donde aguardaban Teofano y Danielis. Llevó aparte a esta última y le contó lo sucedido. Ella le escuchó con perplejo interés. La expresión de su rostro era tensa. Se volvió y, mirando hacia el vano de una ventana, dijo:

—¡Es terrible! No lo siento sólo por él, que morirá sin remedio; me preocupa ella, puesto que una mujer deshonrada y encima por un adúltero tiene por delante un negro futuro en la corte. Deberá regresar a Armenia, donde la familia la tratará peor que a una criada.

—¡Pero ella no lo sabía! —repuso Asbag—. Cedió a la seducción, pero no sabía nada…

—Sí —comentó ella—. Eso es lo malo. Raphael es muy hermoso y no ha pasado inadvertido que andaban prendados el uno del otro. ¿Crees que alguien se va a creer aquí que él la forzó aunque Juan Zimisces le corte la cabeza? ¡Vamos! No conoces cómo es Constantinopla. Esa pobre está perdida para siempre.

Asbag la miraba con los ojos muy abiertos, espantado, como aguardando a que ella propusiera alguna salida.

—Lo siento —prosiguió Danielis—, no se puede hacer nada. Pero más vale no decirle a nadie que él está casado. Siempre será mejor una deshonra sin adulterio… Lo digo por ella.

—Confía en mí —dijo Asbag—. En fin, si no se puede hacer nada, esperaremos a la decisión del basileus y regresaremos a Roma.

Capítulo 72

Constantinopla, año 971

Junto al lecho donde Luitprando agonizaba, Asbag rezaba en voz alta uno de los salmos:

Desde lo hondo a ti grito, Señor;

estén tus oídos atentos

a la voz de mi súplica.

Mi alma espera en el Señor,

espera en su palabra,

Mi alma aguardaba al Señor,

más que el centinela a la aurora…

Luitprando pareció moverse y soltó una especie de profundo ronquido; algo que Asbag interpretó como un suspiro. Se abalanzó sobre la cama y le gritó al moribundo:

—¡Luitprando, Luitprando!

La vida del obispo de Cremona seguía latente, por más que intentara comunicarse con él. Aun así, como otras veces, Asbag le habló:

—Luitprando, por favor, dondequiera que se encuentre tu espíritu, mándame una señal. Ya ves lo que sucede. Tú me metiste en esto. Te lo suplico, ayúdame. Todo está resultando un fracaso. Hoy regresará el basileus y condenará sin duda a muerte a ese muchacho. Teofano será siempre una desgraciada. Y… —suspiró— he de regresar a Roma con las manos vacías… Te he fallado. Confiaste a este pobre mozárabe una empresa demasiado elevada. Si se hubiera tratado de Recemundo, seguro que todo habría funcionado…

Más tarde se llegó hasta Santa Sofía. La gran catedral le inspiraba tranquilidad y confianza, que en esos momentos era lo que más necesitaba. Paseaba por la inmensa basílica central, oyendo sus propios pasos en el misterioso silencio, sumido en sus cavilaciones, dejando que las enigmáticas miradas de las imágenes de los mosaicos le penetraran, sin pedirles nada, percibiendo el inescrutable vacío de creer.

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