El mozárabe (64 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

BOOK: El mozárabe
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Todo ese esplendor se puso de manifiesto en las magnas celebraciones que tuvieron lugar con motivo de la victoria del ejército del basileus en Bulgaria, donde consiguió por fin expulsar a los rusos de Kiev. Era un triunfo que Constantinopla aguardaba impaciente desde hacía tiempo, y tal vez por esa causa tardaron los funcionarios reales en organizar una recepción para los embajadores.

Pero el basileus Juan Zimisces estaba por fin en la ciudad. Se organizaron desfiles al estilo del viejo imperio, con las tropas discurriendo en largas formaciones por las avenidas centrales, atravesando los arcos y los foros. Sin embargo, el espectáculo más grandioso fue la llegada de la flota de guerra al Bósforo y su entrada en el Cuerno de Oro, con el ensordecedor sonido de las trompetas y el atronador redoble de los tambores en el puerto.

Después hubo festejos: carreras de caballos y de carros en el hipódromo, representaciones teatrales y pasacalles.

La recepción llegó por fin. Un funcionario real se acercó para avisar a los legados romanos de que tendría lugar en el gran palacio, en el Chrysotriclinos, o salón Dorado.

—¡Vaya, ya era hora! —exclamó Luitprando—. Pensé que no iba ya a llegar el momento. Cuando se meten en fiesta estos griegos se olvidan de todo.

Los tres prelados se prepararon a conciencia, cubriéndose con las lujosas ropas que habían venido en un baúl desde Roma al efecto: túnicas, cogullas, racionales, píleos, báculos y mitras. Los capellanes, diáconos y los criados que les acompañaban también se vistieron a juego, siguiendo todos las directrices de Luitprando, que ya había dicho con ironía:

—El aspecto exterior es aquí muy importante. Son orientales, y en Oriente el lujo vale más que la inteligencia.

Y los caballeros lombardos obedecían puntualmente, pero no por temor del éxito de la embajada, sino por impresionar a las damas de la corte. No faltaron jubones de seda, brillantes corazas ni penachos de plumas.

La ceremonia se celebró en el maravilloso salón cuyo techo y paredes estaban recubiertas de dorados mosaicos, donde los emperadores ocupaban un lugar elevado al fondo, junto al patriarca y rodeados por toda la parentela real. Hubo cantos, danzas y simbólicas representaciones. Luego se leyeron las cartas credenciales de los embajadores, y se concedió el primer lugar a la legación romana para satisfacción de Luitprando.

Desde aquel lugar, toda la corte con los invitados y los generales del ejército se dirigieron hacia la puerta de Bronce, para asistir a la gran celebración que tenía lugar en Santa Sofía en acción de gracias. Avanzaron en procesión por orden, correspondiéndoles el último lugar al basileus y a su esposa. Unos hábiles maestros de ceremonias se encargaban de organizarlo todo para que no hubiera errores que restaran esplendor al acto.

Frente a la puerta principal de la catedral aguardaba el patriarca en medio de un ejército de obispos, sacerdotes, diáconos, archidiáconos, monjes y acólitos, que cantaban alabanzas y manejaban centenares de incensarios que elevaban al cielo espesos y olorosos sahumerios.

Capítulo 66

Córdoba, año 971

Transcurrido un mes de estancia en la recóndita escuela de armas de Ben Afla, Abuámir no podía aún explicarse por qué permanecía allí. Era como si se hubiera trasladado a vivir a un nido de locos, a la guarida en el monte de una irracional e incomprensible banda de enajenados que había invertido el orden lógico de la existencia. Utmán era un fanático, cuya religión consistía en la exaltación del dolor, la incomodidad y la barbarie, que había convertido la
munya
de al-Dchihad (que era como llamaban a la austera casa de campo) en una especie de cenobio retirado donde la única regla de vida era el fortalecimiento de la voluntad y el endurecimiento del cuerpo. Los veinte jóvenes que habían sido enviados allí por sus padres para hacerse valerosos guerreros pertenecían a las más célebres sagas de militares cordobeses: los Banu Afla, los al-Mafirís, los Beni Baharís, los Tahirebís… Todos ellos, muchachos que podían vivir en las comodidades de la vida relajada de la ciudad pero que seguían con fervor las obcecadas directrices de su maestro como si no hubiera más verdades en el mundo.

Nadie discutía, nadie plantaba cara, aunque lo que se le pidiera fuera ir a por la misma luna. Se levantaban antes del amanecer y se lanzaban a una fatigosa y febril actividad que duraba todo el día; subir y bajar cerros, correr, acarrear enormes piedras, cortar leña, manejar con destreza un enorme y pesado mazo para endurecer el brazo que luego habría de sostener la espada, dominar al caballo como si fuera una prolongación del propio cuerpo y realizar todo tipo de ejercicios de lucha. Todo ello con el único sustento de los dichosos puches de avena y el puñado de aceitunas como única ración diaria, con algo de carne seca el viernes, que era el único día en el que se descansaba media jornada. Para unos adolescentes, cuyas edades estaban entre los dieciséis y los veinte años, ese sistema de vida podía llegar a ser soportable; pero para los treinta años de Abuámir se hacía una carga pesada. Contaba los días, que le parecían eternos, y se consolaba contando cada noche los que quedaban para completar los cien que Ben Afla le había puesto como meta. No obstante, cada mañana le asaltaba la duda de si aguantaría una jornada más.

Pero las contrariedades no provenían sólo del duro entrenamiento físico; lo peor era el trato humano. Utmán le resultaba absolutamente insoportable. Era todo lo contrario de lo que habían sido sus maestros en las ricas enseñanzas que recibió en la madraza de Córdoba. El fanático guerrero funcionaba movido tan sólo por sus instintos; era brusco, terco, mal hablado y carente del mínimo sentido de la cortesía. Se trataba de uno de esos hombres que se habían pasado la vida obedeciendo y que consideraba llegado su momento de mandar, pero que entendía la autoridad como un descontrolado deseo de que los demás hicieran lo que a él se le antojaba en cada momento. Y, como era natural, a Abuámir le cogió ojeriza desde el principio. No soportaba que fuera instruido, educado y de buena posición; y confundía estas cualidades con blandura y debilidad de carácter. Lo cual no podía estar más alejado de la verdad, puesto que el temperamento de Abuámir y su fortaleza de ánimo se manifestaron enseguida. Aunque estuviera agotado y deshecho por dentro, él jamás lo dejaba traslucir, para evitar que Utmán se saliera con la suya y le pusiera en evidencia delante de los demás muchachos.

Porque una cosa tuvo clara Abuámir desde el principio: allí se encontraban concentrados los futuros jefes del ejército de Córdoba, que eran los hijos y nietos de los actuales cargos militares más relevantes. Eso lo mantuvo siempre firme, y por más que Utmán se empeñara en conducirle a situaciones límite, nunca consiguió que hiciera el ridículo.

Transcurrió un mes más, en el que se perfeccionaron sus habilidades en el manejo del caballo, la lucha cuerpo a cuerpo y la resistencia en la naturaleza. Abuámir descubrió que no hay nada como aguantar el hambre y la sed con frecuencia para convertir en algo relativo todo lo que rodea a la persona. Después de esos primeros sesenta días, llegaba un momento en que su identificación con aquella sierra le hacía sentirse como una parte de ella. Había adelgazado bastante, lo notaba en los nuevos agujeros que tuvo que hacer en su cinturón, sus pulmones se habían ensanchado y sus piernas se habían fortalecido; apenas se fatigaba en las cuestas, y dormir en el duro suelo no difería de hacerlo en el más mullido de los colchones, ya que se quedaba dormido nada más cerrar los ojos. Aquel duro entrenamiento empezaba a rendir sus frutos: su cuerpo, de natural vigoroso, se había convertido en una máquina potente, cuyas posibilidades jamás habría descubierto de no ser por el adiestramiento intensivo. Pronto aventajó a sus jóvenes compañeros casi en todo.

Sus innatas cualidades de líder no tardaron en aflorar. Sin quererlo empezó a convertirse en el centro de atención de los demás: de los muchachos, puesto que veían en él a alguien mayor, mejor preparado, culto e inteligente, con una vida llena de interesantes experiencias; y, por otro lado, de Utmán, al que esta situación parecía irritarle cada día más. Ya apenas se dirigía a Abuámir. Incapaz de dar marcha atrás en su posición, el maestro no disimulaba el odio que sentía hacia el mayor de sus alumnos, que día a día le iba robando la admiración del resto. Al cabo, los veinte muchachos y Abuámir llegaron a formar una piña en la que se hablaba, se comunicaban experiencias y se transmitían sentimientos; algo bien diferente del sistema distante y de hosco trato que antes prevalecía. Utmán fue apartándose y encerrándose aún más en sí mismo, viendo de reojo cómo aquella situación empezaba a superarle. La convivencia era cada vez más tensa.

Hasta que reventó. Fue un miércoles, el día que tocaba la lucha cuerpo a cuerpo, a la que ellos llamaban «lucha greca». Era un ejercicio que se había practicado desde muy antiguo en los ejércitos. Consistía en untarse el cuerpo con aceite y emprender un combate de dos en dos o en grupo, intentando hacer presas que llevaran a rendirse al contrincante o derribarlo de espaldas en el suelo. Con ello se desarrollaban los reflejos, la fortaleza muscular y, sobre todo, la conciencia real de estar enfrentándose a alguien. Con frecuencia se enardecían los ánimos y había algún golpe, pese a que estaban terminantemente prohibidos en ese género de lucha.

Estaban todos preparados delante de la casa para iniciar el ejercicio, como cada miércoles. Se organizaron las parejas y Utmán dejó aparte a Abuámir. Este lo comprendió, puesto que últimamente resultaba siempre vencedor, debido a su altura y a su mayor consistencia física. Se libraron todos los combates, sin mayores incidentes.

Pero antes de concluir la sesión, Utmán se untó con el aceite y llamó a Abuámir para que saliera al centro. Todos se extrañaron, ya que el maestro no solía participar, limitándose a mostrar tácticas o a hacer de arbitro.

En los primeros momentos la lucha consistió en un tenso forcejeo, sin que ninguno de los dos lograra dominar la situación. Abuámir era de mayor estatura, pero Utmán resultaba el doble de ancho. Se hicieron presa un par de veces, pero consiguieron escurrirse.

Abuámir se fijaba en la cara de Utmán; éste tenía una extraña sonrisa y un delirante brillo en los ojos. Su contrincante pronto se dio cuenta de que la cosa iba en serio y comprendió que lo que pretendía era humillarlo delante de los muchachos. No estaba dispuesto a darle esa satisfacción y se armó de valor. Se engancharon un par de veces más. A él el corazón le latía fuertemente y una rara carga de agresividad empezaba a dominarle. Utmán enseñaba los dientes como un perro furioso y parecía decirle con la mirada: «Ahora vas a saber a quién te has enfrentado».

De repente, el puño de Utmán voló como un mazo compacto y golpeó la mejilla izquierda de Abuámir, que sintió como si un bloque de acero le hubiera impactado.

—¡Eh! ¡Eso no vale! —gritaron los muchachos.

Utmán sonrió satisfecho. Contestó:

—¡Aquí las reglas las pongo yo! ¡Ya es hora de pelear en serio!

La sospecha de Abuámir se confirmó: quería darle una lección delante de todos. Decidió no dejarse ganar terreno y, aprovechando la sorpresa y la rabia por el golpe recibido, se lanzó de repente contra su adversario y le rodeó la cintura con los brazos, derribándolo de espaldas. Los jóvenes espectadores aplaudieron, silbaron y gritaron:

—¡Vamos! ¡Dale lo que se merece! ¡Que se rinda!

Utmán se revolvió como un animal salvaje y se soltó de la presa de los brazos de Abuámir. Entonces empezó a propinarle golpes con ambos puños, sin que él pudiera reaccionar. Pero Abuámir logró empujarle y lanzarse sobre él una vez más, intentando inmovilizarle. Era imposible, Utmán estaba dispuesto a llevar las cosas hasta el límite. Los puñetazos y las patadas llovían sobre Abuámir, que empezó a defenderse como pudo, con la impresión de que su adversario quería matarle. La pelea se encarnizó, la sangre le llenó la nariz y le corría desde los labios, salpicando a cada golpe. Por su parte, se puso también a descargar puñetazos y patadas sin sentido; pero enseguida sintió que la fortaleza de Utmán era superior.

Cayó de espaldas, y el corpulento maestro se arrojó encima, cerrando sus grandes manos como si fueran tenazas en torno a su cuello. Abuámir se asfixiaba, y la luz desaparecía a su alrededor. Luego los tremendos golpes empezaron a caer sobre su cara de nuevo, hasta que perdió el sentido.

Cuando despertó no sabía dónde estaba. Era de noche y una tenue lamparilla se encontraba encendida a un lado.

—¿Cómo estás? —le preguntó alguien.

Era Hamed, el mayor de los jóvenes, con el que había hecho buena amistad.

—¿Eh? ¿Qué ha pasado? —se preguntó Abuámir.

—Es un animal… —dijo el joven en baja voz.

Abuámir tomó entonces conciencia de lo que había sucedido. Su rostro estaba completamente hinchado y no podía abrir un ojo. Notaba en la boca el sabor de la sangre y todo el cuerpo le dolía. En aquel momento comprendió lo que significaba la expresión: «Sentirse como si a uno le hubieran dado una paliza».

Cuando se despertó, al día siguiente, apenas podía moverse. Tenía moretones por todas partes y un agudo pinchazo en el tórax, a la altura de un par de costillas que flotaban rotas. Se sentía confuso y le costaba pensar; era como si algo pesado le hubiera caído encima de repente.

El resto de los alumnos vagaba por los exteriores de la casa, sin algo concreto a lo que dedicarse. Utmán no aparecía por ningún sitio.

—¿Qué sucede? —preguntó Abuámir—. ¿Dónde está Utmán?

—Desapareció esta mañana muy temprano y aún no ha regresado —respondió Hamed.

—Debe de estar atemorizado —aventuró uno de los jóvenes—. El sabe bien que Ben Afla tiene prohibida toda violencia entre nosotros, bajo amenaza de expulsión inmediata en caso de transgredir la norma. Si nosotros hemos de ser estrictos en eso y en otras cosas, ¡cuánto más él que es el responsable!

—¡Vaya! —dijo Abuámir apesadumbrado—. Siento haber sido causa de problemas entre vosotros. Hoy mismo me marcharé.

—¡Nada de eso! —replicó Hamed—. Utmán es el que ha hecho mal. Si alguien debe irse, ése debe ser él.

Abuámir recogió en el hato sus escasas pertenencias. Sin embargo, decidió aguardar un tiempo antes de marcharse; no se encontraba bien del todo y quería ver cómo se desarrollaban las cosas.

La sensación que le embargaba era extraña. Pasó la mañana bajo un alcornoque, echado sobre un espacio sombrío cubierto de fresca hierba. Pensó acerca de todo aquello. Entonces reparó en que jamás nadie antes le había golpeado de aquella manera. Un cachete de la criada de casa, alguna bofetada de su padre; eran las únicas veces que le habían pegado en su vida. Después siempre había sabido imponer sus criterios, mediante hábiles razonamientos o por la fuerza; pero nunca lo habían humillado de aquella manera, y mucho menos delante de un montón de jóvenes que le admiraban de verdad. Intentó hallar un sentido a todo aquello. Hacía pocos meses que su libertad o su vida habían estado seriamente amenazadas con todo aquel asunto de la Ceca. ¿Sería esto una pequeña represalia del destino por haber salido airoso de aquel trance? Concluyó que debía de ser así, y que Utmán había sido sólo una herramienta del oculto y misterioso orden del destino. Entonces recordó: «Lo que Dios quiere sucede, lo que Él no quiere no sucede». ¿Por qué buscar un responsable? Y, en definitiva, ¿no había ido allí para someterse al rigor de la vida militar? Si mañana habría de afrontar los riesgos del campo de batalla, esto debía tomarlo como un anticipo.

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