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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (60 page)

BOOK: El mozárabe
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Todos se quedaron perplejos. Alhaquen pasó delante de ellos y se dirigió hacia su litera sin decir una palabra más. Los eunucos, abochornados y confundidos, se fueron detrás de él. El cadí Ben al-Salim miró a Abuámir con una expresión indescifrable y luego bajó la cabeza; con él salieron los recaudadores y el prefecto de policía. Finalmente, en el despacho quedaron el gran visir, Abuámir y el judío Benzaqueo. Al-Mosafi se dirigió a Abuámir y le dijo:

—Creo que a partir de ahora los eunucos Chawdar y al-Nizami no volverán a molestarte. Ha sido una acusación demasiado grave. Temí por ti, no voy a ocultarlo ahora…

—Pero… ¿llegaste a desconfiar? —le preguntó Abuámir.

—Bueno, ellos son muy listos. Pensé que si se habían atrevido a levantar la denuncia sería porque tenían datos muy precisos —contestó el visir.

—¿Quieres decir que alguien pudo haberme traicionado? —dijo él, sorprendido—. ¿Quién? Nadie excepto yo sabía que ese dinero faltaba de las arcas… Bueno, nadie excepto yo y…

Abuámir se volvió hacia Benzaqueo. El judío se turbó.

—¡Tú! —le acusó Abuámir.

—Sí, él —confirmó al-Mosafi—. No sé qué ayuda divina o humana has tenido para recuperar esas cantidades y nadie puede ya acusarte. Pero has de saber, porque tienes derecho a ello, que Benzaqueo ha ido llevando a los chambelanes puntuales noticias de tus actuaciones. De ahora en adelante, ten mucho cuidado con la elección de las personas que te rodean. Ya eres demasiado importante para ser tan confiado.

Benzaqueo se arrojó a los pies de Abuámir.

—¡Por Yahvé! ¡Sahib, perdóname! Ellos me obligaron… ¡Lo juro!

Abuámir le miraba, sorprendido, casi sin poder comprender todo aquello. Después empezó a sentir que la ira le subía desde los pies hacia el cerebro, en un arrebato que le dominaba, en un deseo feroz e incontrolable. A un lado, había una gran pesa de hierro, de las que se usaban para las balanzas de pesar los lingotes. Abuámir la cogió con una mano y la arrojó con furia sobre la cabeza del judío. Fue un golpe seco, como si algo cerrado se cascara, como el crujido de la madera al estallar. Benzaqueo empezó a convulsionarse violentamente, emitiendo un extraño quejido, mientras un denso y viscoso charco de sangre se extendía sobre el suelo. Luego aquel cuerpo se quedó inerte, y un raro silencio dominó la estancia.

Abuámir se volvió hacia al-Mosafi. El gran visir permanecía inmóvil, inalterado, aunque con cierta lividez en el rostro, con la mirada puesta en el cadáver del judío.

—¡Oh, Dios! —exclamó Abuámir llevándose las manos a la cabeza.

Al-Mosafi se quedó mirándolo un rato en silencio, como adivinando todo lo que se amontonaba en ese momento en su mente. Luego, sin abandonar su hieratismo, dijo:

—Me parece que éste es el primer hombre al que has dado muerte. Pero no te preocupes demasiado por ello. Puedo asegurarte que su vida no habría pasado de esta noche. Los eunucos no pueden descansar cuando el deseo de venganza les pica por dentro. ¿Qué mejor muerte que ésta podía haber deseado el judío en estos momentos? Si hubiera caído en sus manos, los tormentos habrían sido diabólicos. Todo lo que hubieran deseado hacerte a ti habría recaído sobre él hoy mismo. Y, por lo demás, no temas; diremos que ha sido un accidente…

Abuámir salió de la Ceca sintiendo una gran opresión en el pecho. Corrió hacia los alcázares; no deseaba estar en ningún otro sitio en aquel momento.

Al llegar, se encontró con Subh a los pies de la cama del príncipe Abderrahmen. Hasdai estaba a un lado, removiendo un fármaco para el niño. Si el médico no hubiera estado allí, se habría derrumbado; se habría abrazado a ella para desahogar su angustia. Pero fue Subh la que rompió a llorar al verle.

—¿No mejora? —preguntó él.

Hasdai le llevó aparte, fuera de la estancia.

—Creo que es más grave de lo que pensábamos en un principio —le comunicó apesadumbrado—. Su pecho se va cerrando y la fiebre no le deja.

Capítulo 61

Cremona, año 970

Profundamente dormido en el lecho, Asbag soñaba. Miles de caballos galopaban sobre la tierra yerma; miles de guerreros, a sus grupas, blandían relucientes espadas. El cielo era rojo, de sangre y de ascuas del fuego que había abrasado las ciudades. Una vez más aquel fuego implacable, voraz, de consumación y final. Después el océano; la masa infinita del mar de la nada; y él sobre una precaria balsa, una especie de plataforma inestable de maderas y restos de algo; con gente alrededor, hombres y mujeres sin rostro conocido, asiéndose todos a las inseguras maderas. De repente, una luz al fondo. Una luz que se intensificaba y se aproximaba… Y una voz insistente llamándole.

—¡Asbag! ¡Asbag! ¡Asbag!

Abrió los ojos. Una lámpara de aceite le deslumbró justo delante de la cara. Se colocó la mano a modo de visera. En la obscuridad del aposento, apareció el rostro de Luitprando frente a él, con sus agudos ojos grises hundidos en las cuencas obscuras, y con el acentuado tic nervioso.

—¿Eh…? —se sobresaltó Asbag—. ¿Qué sucede?

—¡Nada, nada! —dijo Luitprando—. No te asustes. Tan sólo deseaba hablar contigo.

—¿Ahora? Pero si aún no ha amanecido…

—Lo siento —se disculpó el obispo—. No podía dormir. Tengo que hablar contigo ahora mismo. Por favor, levántate.

Asbag se incorporó, tiró de la manta, la echó sobre sus hombros y se levantó.

—Vayamos a la biblioteca —le propuso Luitprando—. Estaremos más tranquilos allí.

Recorrieron los pasillos, subieron la escalera de peldaños de madera y entraron en la biblioteca. Debía de pasar un poco de medianoche, todo estaba muy obscuro y reinaba un absoluto silencio. Luitprando encendió un candelabro y ambos se sentaron junto al escritorio.

—Bien, tú dirás —le dijo Asbag en tono de resignación.

Luitprando se santiguó, cruzó las manos sobre su regazo e inició un largo discurso que Asbag escuchó con atención.

—En primer lugar, he de pedirte perdón por haber interrumpido tu descanso de esta manera. Soy viejo, eso salta a la vista, pronto cumpliré los setenta años y no me he cuidado. Siento que el tiempo se me escapa de las manos y hace tiempo ya que casi no duermo. Debes comprenderme; las horas en el lecho se hacen interminables. Antes me levantaba y subía aquí a leer. Pero ahora la vista me falla. No me queda más remedio que darle vueltas y vueltas a las cosas en mi cabeza…

—Te comprendo —le dijo Asbag—. Por mí no te preocupes. Seguramente lo que vas a decirme es muy importante. Aquí me tienes.

—Gracias, gracias —prosiguió Luitprando—. Pues bien, resulta que estos días he pensado mucho en todo lo que tú y yo hemos hablado. ¡Ah, cuánto me has recordado aquellas conversaciones con Recemundo! Ambos nos hicimos buenos amigos en Francfort, aunque discutíamos. Sí, discutíamos con frecuencia… Entonces éramos jóvenes. Queríamos que la Iglesia se reformase, que la verdadera fe triunfase sobre la mentira y la falsedad del mundo. Buscábamos la verdad… Él representaba para mí la tradición isidoriana, la Iglesia heredera de san Agustín. Yo, en cambio, reunía en mi persona el deseo de tantos clérigos francos, lombardos y sajones de instituir una gran Iglesia, asentada en su tradición pero mirando hacia delante. Pensábamos que el mejor medio de llevar la fe al mundo era un imperio firme, cristiano y dispuesto a servir al Evangelio…

—¿Aun a costa de germanizar a las otras tradiciones? —le interrumpió Asbag.

—Bueno, bueno, no quiero ahora discutir —repuso Luitprando—. Por favor, déjame continuar. Lo que yo pensaba entonces ahora no importa, pero debía explicártelo. Pues bien, ahora veo que tanto esfuerzo carece de sentido. Tenías razón cuando decías que lo importante es el corazón de los hombres; no las estructuras, ni los reinos, ni los poderes terrenales, que tienden a corromperse en la vanidad y el orgullo. Eso es lo que yo necesito, que alguien desde fuera me ponga las cosas en su sitio. Yo he tenido la gracia de estar cerca del poder en los últimos veinte años, o la desgracia, si lo miras de otra manera; porque mi visión del mundo es la que patrocinaba Carlomagno…

Asbag se dio cuenta de que Luitprando se repetía. Era un hombre obsesionado. Era comprensible, puesto que se había pasado la vida intentando unir a la Iglesia. Había luchado contra papas y dignatarios eclesiásticos corruptos, contra la ambición de Berengario, contra el deseo de preponderancia del patriarca de Constantinopla, contra las herejías que nacían en Oriente, contra los viejos errores que se despertaban nuevamente… Era un hombre extremado.

—Bien, bien, ¿eso era lo que tenías que decirme? —le preguntó Asbag.

—No, no… Perdóname; he vuelto a enredarme… ¡Esta cabeza mía me falla! Quería comunicarte un proyecto que creo que será la última misión que Dios me encomiende en este mundo. Y debo hacerlo. ¡Que Dios me dé las fuerzas necesarias! Pero necesito ayuda.

—Tú dirás, hermano.

—Hace un par de años me trasladé por última vez a Constantinopla. Intenté algo que pudo ser la solución definitiva del conflicto entre el Oriente y Occidente.

—¿Quieres decir que la separación entre Roma y Constantinopla podría tener solución si se realizara algún tipo de gestión? —se interesó Asbag.

—Sí, estoy seguro de ello —respondió Luitprando con rotundidad.

—¿Y cuál es esa gestión?

—Un matrimonio.

—¿Un matrimonio? —se sorprendió Asbag.

—Sí. Un matrimonio real. Una boda entre una princesa bizantina y el heredero legítimo del imperio: Otón II, el hijo del actual emperador, el cual ha sido ya coronado por el Papa en Roma; con lo cual su sucesión está ya consagrada.

—¿Y ellos consienten? Me refiero al basileus y al patriarca.

—De eso se trata —respondió Luitprando—; de que consientan. Esos bizantinos son unos presuntuosos, se creen los únicos descendientes de la clase patricia romana y de la sangre helena más pura; por eso la cosa es complicada. Como te decía, hace dos años me trasladé allí para negociar el asunto. Pero todas mis gestiones fueron infructuosas, porque el basileus de entonces, Nicéforo Focas, era un fanático de la legitimidad oriental, influido como estaba por los monjes del monte Atos. Pero, gracias a la Providencia, ha muerto, tal vez asesinado… Y su actual sucesor, Juan Zimisces, tiene una hija que puede ser la más adecuada para mi propósito. Si alguien pudiera ir y convencerle…

—¿Quieres decir que piensas ir una vez más a Constantinopla?

—Si Dios me da salud, he de ir. Es la única posibilidad de unir el imperio.

—¡Pero, Luitprando —le recriminó Asbag—, tienes setenta años! ¿Cómo se te ocurre lanzarte a un viaje como ése?

—¡Aunque me cueste la vida! —repuso él, cargado de convencimiento—. Si alguien culto, ecuánime, sabio y conocedor de las lenguas quisiera acompañarme…

Asbag bajó la cabeza; temió que Luitprando quisiera implicarle en la aventura.

—¡Tú eres esa persona! —confirmó el obispo sus suposiciones—. Eres el más indicado. Es más, estoy absolutamente convencido de que Dios te ha traído hasta aquí para eso. Dios saca siempre beneficios de nuestros males. El te arrancó de tu tierra y te transportó por el mundo para que vinieras a parar aquí. ¿Vas a negarte acaso a la voluntad del Todopoderoso?

Asbag se quedó confuso. Fue como si un gran mazo le hubiera golpeado en la cabeza. Escuchaba aquellos razonamientos y era incapaz de razonar por sí mismo.

—Pero… —balbució—. ¿Y mi diócesis? Córdoba…

—¡La Iglesia es universal! —sentenció Luitprando.

El obispo de Cremona se puso en pie y fue hasta los estantes para buscar uno de los códices que contenían tratados de cartografía. Sobre el mapa, con su dedo largo y seco, trazó el recorrido:

—Primero Venecia, aquí… Allí nos embarcaremos y, con estas y estas escalas, por fin ¡Constantinopla! No necesitamos ir a Roma para nada. Ya he hablado de todo ello con el emperador; tengo las cartas credenciales y los obsequios protocolarios. Mañana mismo escribiré a un conde lombardo que nos escoltará con sus hombres.

—¡Ya lo tenías decidido! —exclamó Asbag.

—¡Naturalmente! —asintió él—. Durante meses he soñado con emprender esa misión trascendente para la cristiandad. He rezado día y noche a Dios para que me enviara una señal. Suplicaba encontrar a alguien adecuado para compartir con él el proyecto… Cuando llegaste a Cremona, hace un mes, y hablé contigo por primera vez, vi con claridad que la señal había sido enviada.

Asbag se puso también en pie, lleno de confusión. Se acercó a la ventana de la biblioteca. Amanecía sobre Cremona. Los campos de viñas empezaban a destacarse a lo lejos y las carretas de los viñadores recorrían los caminos que conducían a la labor otoñal.

—Estamos a las puertas del invierno —objetó Asbag—. ¿No es peligroso hacerse a la mar en esta época?

—Esperaremos a la primavera —respondió Luitprando con resolución.

Capítulo 62

Córdoba, año 970

El príncipe Abderrahmen murió una calurosa tarde cordobesa en la que el cielo había perdido su color azul a causa de una espesa calima traída por el viento tórrido de levante. El cuerpo fue trasladado a Medina al-Zahra, donde se celebraron los funerales en la estricta intimidad del palacio con la sola presencia de los familiares próximos, por expreso deseo del califa Alhaquen.

Después del entierro, Subh cerró las ventanas, corrió las cortinas y se encerró en la obscuridad de sus aposentos, como si deseara que todo el mundo exterior desapareciera para quedarse a solas con su pena. Pero Abuámir no lo consintió, y se entregó por entero en los días siguientes a ella, como si el hijo muerto le perteneciera también a él.

Pasadas algunas semanas, se presentó en los alcázares el gran visir al-Mosafi, para comunicarle que el califa había decidido que se celebrase cuanto antes el juramento de fidelidad al único heredero que quedaba, el príncipe Hixem.

—Esta ceremonia es muy importante —le dijo al-Mosafi, refiriéndose al juramento—, puesto que si le sucede algo al califa, ¡Dios no lo quiera!, es la única manera de asegurar a su hijo en la sucesión.

—¿En qué consiste concretamente el acto? —le preguntó Abuámir.

—Deben estar presentes toda la corte, los funcionarios reales, los chambelanes, la nobleza, y sobre todo, los parientes próximos al califa.

—¿Quiere ello decir que puede haber quien aspire al trono de entre ellos?

—Naturalmente. Cualquiera de los hermanos de Alhaquen tiene el derecho de sucesión. A no ser que juren ante Dios respetar la dinastía del actual Comendador de los Creyentes. Por eso precisamente hay que actuar con rapidez. Si al-Moguira llegara alguna vez a sentarse en el trono, el reino caería en las manos de Chawdar y al-Nizami.

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