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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (17 page)

BOOK: El mozárabe
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Dejaron atrás la fértil campiña de la vegas del Guadalquivir y remontaron las pardas serranías; atravesaron interminables mares de encinas; cruzaron ríos por encima de antiguos puentes, construidos por los romanos en el olvidado y lejano pasado, pero firmes sobre sus piedras intemporales; se adentraron por obscuros y hendidos desfiladeros… Pasaron los días y aparecieron las infinitas llanuras de al-Manxa. La lluvia arreció entonces y convirtió los caminos en un tremedal. Hubo que detenerse y extenderse a lo largo de una enorme distancia bajo llovedizas cabañas techadas con arbustos. Disponer de una buena tienda era un lujo reservado solamente para los oficiales y los altos dignatarios.

Asbag comprobó entonces cuan terrible era para las gentes que un ejército atravesara sus campos y qué gran desolación causaba cuando se detenía en un lugar: todo lo devoraban, grano y ganado; las pobres reservas que sustentan la vida de los pueblos.

Medinaceli

El cuartel general fronterizo estaba en Medinaceli, desde donde el general Galib se encargaba de asegurar las fronteras con los reinos asturleonés y navarro. Aquél era un lugar imponente que se divisaba desde una gran distancia: una inmensa loma coronada por fortificaciones y torres que arañaban los densos nubarrones del obscuro y amenazador cielo. Una parte del terreno que se extendía al pie de la colina estaba desnuda y la otra aparecía cubierta de boscosos repliegues y huecos. Todos los llanos estaban aprovechados por los campamentos asentados por el enjambre de seguidores que venían a buscar su tajada en caso de guerra: vivanderos, mozos, mercaderes, escribanos, tratantes de caballos, cantores, curtidores, danzarines, prostitutas y alcahuetes que se instalaban por las cercanías de la gran fortaleza que coronaba el alto.

El ejército cordobés ocupó el lugar que le correspondía en la margen del río. Y la embajada de mozárabes ascendió hasta la ciudadela para presentarse ante el gobernador. Unos criados se hicieron cargo de los caballos, y los visitantes fueron conducidos hasta el interior del alcázar.

Galib ben Abderrahmen era el más importante de los generales; se trataba de un liberto del anterior califa, como el visir al-Mosafi, y su ascenso a los más altos puestos militares tuvo ya lugar en el reinado de al-Nasir. Era un guerrero huesudo de barba rojiza y con la frente surcada por una rosada cicatriz que le daba aires de fiereza. Cuando recibió a los legados, tenía el yelmo en una mano y terminaba de leer la carta de presentación que sostenía con la otra. Miró a los recién llegados y sonrió.

—Os apetecerá bañaros después del viaje —dijo—. Os están calentando el agua. Mañana podremos encontrarnos para, con más tranquilidad, tratar del asunto que os trae aquí.

Los mozárabes descendieron hasta los baños del alcázar. Fue un placer extraordinario. Agua caliente primero, fría después, vapores, perfumado bálsamo y masajes dispensados por adiestrados sirvientes. Asbag y Walid se adormecieron de satisfacción.

Por la mañana, dos esclavos trajeron ropas limpias. Eran prendas de tela muy fina: mantos sueltos de color rojo obscuro, calzones y babuchas bordadas; algo excesivamente lujoso para el gusto de ambos mozárabes.

—Quieren vestirnos como a llamativos pajes —comentó Asbag.

—Supongo que es la norma palaciega para los embajadores —dijo Walid—. No olvidemos que somos representantes del califa.

—Aun así, creo que será preferible que nos pongamos nuestras propias ropas.

Con las vestimentas que habían traído desde Córdoba comparecieron ante el gobernador en la sala de audiencias.

—Veo que no habéis aceptado los trajes que os envié —dijo Galib.

—Son excesivamente llamativos —respondió Asbag—. No lo tomes a mal. Para otro tipo de embajadores resultarían adecuados, pero nosotros preferimos acudir al encuentro sin atributos de grandeza. No queremos que se identifique nuestra posición con una actitud soberbia y requirente. Somos portadores de deseos de paz.

—Está bien, está bien —dijo el general—. Sois dueños de hacer las cosas como mejor os convenga. Si Alhaquen, mi señor, os ha otorgado esta misión es porque confía plenamente en vosotros… Pero vayamos al meollo de la cuestión. Como sabéis, nos encontramos en un momento muy delicado. Las fuerzas que han llegado junto con vosotros son un recurso intimidatorio frente a la actitud de los reyes del norte. El califa no quiere la guerra; es partidario de continuar con el sistema conseguido por al-Nasir, según el cual los reinos cristianos son tributarios. Pero la actitud de los reyes Sancho y García, tal vez instigados por Fernán González, ha cambiado mucho desde la muerte de Abderrahmen. Todo apunta a que están ganando tiempo para advertir algún signo de debilidad en Alhaquen.

—¿Se sabe acaso si existe una verdadera alianza entre ellos? —preguntó Asbag.

—Algo hay —respondió Galib—. Pero no se aprecia una total unanimidad. El rey Ordoño se encuentra aquí con veinte señores que le son fieles, pero no se sabe aún con quién están los demás condes gallegos y astures. Sin embargo, es verdad que se adivina un cierto movimiento tendente a iniciar una campaña militar decidida, probablemente instigada por un sector de la Iglesia. Aquí es donde empieza vuestra misión.

—¿Y, concretamente, qué debemos hacer? —le preguntó Asbag.

—En primer lugar entrevistaros hoy mismo con el rey Ordoño para conocer mejor la situación. Y después cruzar la frontera para ir al encuentro de alguno de los obispos del norte para manifestarle cuál es la actitud del califa.

—Y bien, ¿dónde podemos encontrarnos con el rey Ordoño?

—Está esperando en un salón contiguo a éste —respondió Galib. Podemos hacerle pasar ahora mismo.

El gobernador hizo una señal a uno de sus secretarios y éste ordenó a los criados que abrieran un grueso portalón. Una veintena de rudos caballeros norteños entró en la sala.

—¡Su Majestad el rey Ordoño IV y los excelentísimos señores que lo acompañan! —anunció el secretario.

Asbag y Walid se fueron fijando en cada uno de los caballeros tratando de identificar al monarca, pero no encontraron ningún signo distintivo. Por fin, se adelantó un hombre de estampa poderosa. No era llamativamente alto, pero su estatura estaba algo por encima de la media. Tenía el rostro alargado y bien perfilado, el cabello rubio y el bigote cuidadosamente atusado. Hincó la rodilla ante Asbag, y éste pudo comprobar por primera vez el valor de un obispo en los reinos de la cristiandad. Mecánicamente lo bendijo y el rey se puso de nuevo en pie.

—Señor —le dijo Asbag—, ¿podemos hablar en privado con la anuencia de estos dignísimos señores?

—Así sea —respondió Ordoño con una voz ronca, casi metálica.

Pasaron al salón contiguo y la puerta se cerró detrás de ellos, de manera que el obispo y el rey quedaron solos junto a una gran chimenea donde se amontonaban las encendidas ascuas que caldeaban suavemente el ambiente.

—Señor —le dijo Asbag en voz baja—, oficialmente es el califa Alhaquen quien me envía a parlamentar con vos, pero… pensad que mi único Señor es el Dios Altísimo y Jesucristo nuestro único rey…

Calló y por unos instantes reinó el silencio. Ordoño miró al obispo con los ojos vidriosos, como en busca de ayuda. Luego se derrumbó y sollozó largamente, vuelto de espaldas y apoyado en la fría pared de granito. Asbag se dio cuenta entonces de cuan delicada era su posición en aquel momento. El rey Ordoño IV había sido expulsado por segunda vez del poder. Ya lo fue un día, cuando Abderrahmen apoyó la causa de su primo Sancho, después de que la reina Tota fuera a Córdoba. Y ahora había sido expulsado de nuevo del lugar donde tuvo que refugiarse entonces, Burgos, donde Fernán González se había hecho el dueño. Era, pues, un rey vejado tanto por los cristianos como por los musulmanes, y eso lo había convertido en un hombre desconfiado y falto de dignidad, que se sentía zarandeado como una caña por los vientos de las conveniencias ajenas.

El rey se desahogó extensamente con Asbag. Le contó las peripecias de una vida llena de zancadillas y de traiciones, en la que él no negaba su parte de culpa. Ahora se encontraba solo e indeciso, en medio de dos mundos que antes le habían fallado: sus primos, los reyes de León y Navarra, que un día lo expulsaron, unidos ahora a su antiguo amigo el conde Fernán González; y, por otro lado, el califa, que ayudó a sus competidores en la afrenta que había sufrido.

Asbag, por su parte, le expuso el motivo de su viaje y las intenciones del califa. Y decidió ir al grano, viendo que no le sería difícil escrutar las verdaderas intenciones de Ordoño.

—¿Qué pensáis hacer, pues? —le preguntó—. Todo el mundo conoce la obcecación del conde Fernán González; jamás os dejará regresar a Burgos…

—Tan sólo me queda ya una esperanza —dijo el rey—. Y desde luego no es regresar a Burgos…

—Podéis confiar en mí —le dijo Asbag—. El califa me ha autorizado a guardar reserva en lo que me dicte la prudencia y mi conciencia.

—Deseo volver a ser rey de León —dijo Ordoño con rotundidad—. Un día fui elegido justamente para ello, cuando mi primo Sancho el Graso era ya incapaz de montar a caballo y reinar con dignidad a causa de su gordura. Si él no hubiera encontrado la ayuda de Abderrahmen nunca habría conseguido expulsarme del trono. Que sea ahora Alhaquen, vuestro califa, quien me devuelva lo que me corresponde…

—Eso tendréis que pedírselo vos mismo en Córdoba —dijo Asbag—. Yo no he venido aquí sino a buscar la paz. Podéis acompañarme de regreso y exponer vuestro deseo; pero, a cambio, jurad ahora mismo que vos y vuestros hombres no intentaréis ninguna maniobra sucia mientras inicio mis conversaciones con los otros reyes.

—¡Lo juro! —dijo en voz alta—. Si el califa me recibe puede contar con mi absoluta neutralidad.

Asbag quedó satisfecho de la forma en que se había resuelto la primera parte de su misión. Se retiró pronto a sus habitaciones para descansar. Pero, antes de dormirse, habló del asunto con el juez Walid.

—¿Podemos fiarnos plenamente de esos caballeros? —le preguntó el juez.

—Confiemos en Dios —respondió Asbag—. No olvidemos que son hombres cristianos…

—Sí, pero son guerreros acostumbrados a tropelías y traiciones.

—Aun así, Ordoño lo tiene todo perdido. Desde el principio he advertido que su única salida es encomendarse al califa. Después de todo, aunque regresara a tierras de cristianos, no dejaría de ser un simple caballero a las órdenes de sus odiados primos, los reyes Sancho y García, y del conde Fernán González. No creo que opte por ese camino…

—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó el juez.

—Le he pedido al gobernador Galib que envíe misivas a las autoridades eclesiásticas más próximas para solicitarles un encuentro en su propio territorio.

—¿Cruzaremos entonces la frontera? —preguntó Walid con cara de susto.

—Naturalmente; para eso hemos venido. Pero no temas. Son muy respetuosos con las autoridades de la Iglesia.

—Y, una vez allí, ¿qué vamos a decirles?

—Si he de ser totalmente sincero, te diré que no lo sé muy bien…

—¿Quieres decir… que no tenemos claro cuál es nuestra posición? —preguntó el juez sorprendido.

—Hummm… más o menos… Trataré primero de indagar para hacerme una idea de cuál es la actitud de la mayoría de los nobles, obispos y abades, como he hecho con Ordoño. Y luego aprovecharé una baza fundamental… Les diré que Ordoño va camino de Córdoba para pedir el auxilio de Alhaquen y que pretende recuperar el trono de León, como un día hicieron la reina Tota y el rey Sancho. Creo que eso les pondrá los pelos de punta.

—Pero ellos no temen a Alhaquen tanto como un día temieron a Abderrahmen —replicó el juez.

—Sí. Y ése es precisamente el punto clave de mi plan.

Convenceremos a los obispos de que Alhaquen es un musulmán celoso y que estaría dispuesto a llamar a la guerra santa… Eso terminará de disuadirles.

Capítulo 18

La Marca, año 962

Los emisarios corrieron en un sentido y otro, cruzando la Marca y portando misivas llenas de hábiles y diplomáticas sutilezas. Por fin, el obispo Asbag y sus compañeros recibieron la comunicación que les citaba a un encuentro con las autoridades cristianas al otro lado de la Marca, en Nájera.

Cabalgaron durante tres días. A mitad de camino les salió al paso un joven conde llamado Jerónimo, casi un adolescente todavía, de rostro lampiño y cabellos rubios, pero firme y decidido a la hora de comandar a sus hombres. Durante las tres jornadas siguientes cabalgó junto a Asbag, por lo que éste pensó que sería oportuno sonsacarle precisamente lo que se encontraría en Nájera.

—¿Hay muchos nobles caballeros concentrados en Nájera? —le preguntó el obispo.

—¿Es tan grande el ejército del califa como dicen? —respondió el joven.

—¡Ah! Veo que estás adoctrinado para mantener cierta prevención hacia nosotros —le dijo Asbag sonriendo—. Bien, si quieres podemos hablar de otras cosas; no tengo por qué comprometerte.

Durante un rato siguieron montando en silencio. Asbag se dio cuenta de que no conseguiría sacarle nada al joven conde y desistió de su intento. Luego hablaron de cosas intrascendentes, aunque el caballero era reservado y distante.

Al final de la jornada se detuvieron en un claro para pasar la noche. Se encendió una fogata y todos se concentraron alrededor para calentarse, pues la noche empezaba a ponerse fría. Asbag extrajo su breviario y comenzó la oración de vísperas, siendo acompañado de inmediato por su secretario y los demás presbíteros.

Los caballeros se arrodillaron y se santiguaron, asistiendo en silencio al rezo en latín de la salmodia. Los mozárabes se impresionaron al comprobar la actitud devota y reverente de aquellos jóvenes. Y el obispo advirtió que ambos grupos de hombres pertenecían a mundos diferentes, pero que había algo que les unía.

La oración suavizó la situación y favoreció que se acortaran las distancias. Más tarde, mientras compartían la cena, Jerónimo, sin rodeos previos, le preguntó directamente al obispo:

—¿Cómo puede un prelado estar al servicio del rey sarraceno?

El obispo se le quedó mirando un rato y vio que los ojos del joven transparentaban una duda sincera y no una provocación.

—Verás —le respondió Asbag—, es difícil contestar a tu pregunta. Ciertamente, nuestro soberano es un seguidor del profeta Mahoma; un fiel seguidor de la doctrina musulmana… Pero entre sus súbditos no sólo se cuentan mahometanos; también hay judíos, como en cualquier otra parte del mundo, y cristianos… muchos cristianos que ya vivían en Alándalus hace siglos, cuando reinaban reyes cristianos. Nosotros somos sus descendientes. No hemos escogido el lugar donde vivimos; como nadie puede escoger a sus padres ni el lugar o el día de su nacimiento. Tampoco pudimos elegir a nuestros gobernantes… Ellos ya estaban allí cuando vinimos a este mundo. Nos guste o no, Alándalus es la tierra de nuestros antepasados; es nuestro país, lo amamos, como cualquier otro hombre ama a su tierra, y queremos vivir y morir allí.

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