Read El mozárabe Online

Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (20 page)

BOOK: El mozárabe
2.9Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La fístula calló. El rey habló entonces en árabe con tono cordial. Asbag tradujo seguidamente:

—Su Excelsa Majestad el Príncipe de los Creyentes, comendador de Alá, descendiente del Profeta…, Alhaquen II al-Mustansir Bi-llah ha hablado en estos términos: «Congratúlate de haber venido y espera mucho de nuestra bondad, pues tenemos intención de concederte más favores de los que te atreverías a pedir».

En el rostro de Ordoño se reflejó la alegría al escuchar estas palabras, se levantó y se deshizo en reverencias.

—Soy servidor de Nuestra Majestad —dijo—. Confío en vuestra magnanimidad y os otorgo pleno poder sobre mí y sobre los míos; en vuestra alta virtud busco mi apoyo. Solicito tan sólo una cosa de vuestra bondad: la confianza en mi leal intención.

Asbag tradujo y el califa respondió:

—Nosotros te creemos digno de nuestras bondades; quedarás satisfecho cuando veas hasta qué punto te preferimos a todos tus correligionarios, y te alegrarás de haber buscado asilo entre nosotros y de haberte cobijado a la sombra de nuestro poder.

Cuando Asbag explicó a Ordoño el sentido de estas palabras, el leonés se arrodilló nuevamente, e implorando la bendición de Dios para el califa, expuso su demanda en estos términos:

—En otro tiempo, mi primo Sancho vino a pedir socorro contra mí al difunto califa. Realizó sus deseos y fue auxiliado en la medida en que lo habrían hecho los mayores soberanos del universo. Yo también acudo a demandar apoyo; pero entre mi primo y yo existe una gran diferencia. Si él vino aquí fue obligado por la necesidad; sus súbditos vituperaban su conducta, le aborrecían y me habían elegido en su lugar, sin que yo, Dios me es testigo, hubiese ambicionado este honor. Yo le había destronado y arrojado del reino. A fuerza de súplicas obtuvo del difunto califa un ejército que le restauró en el trono; pero no se ha mostrado reconocido por este servicio; no ha cumplido ni ante su bienhechor ni ante vos, ¡oh Comendador de los Creyentes, mi señor!, aquello a lo que estaba obligado. Por el contrario, yo he dejado mi reino por propia voluntad y he venido para poner a vuestra disposición mi persona, mis gentes y mis fortalezas. Tengo, pues, razón al afirmar que entre mi primo y yo media una gran diferencia, y me atrevo a decir que he dado pruebas de más generosidad y confianza.

Dicho esto, Ordoño se sentó, y los suyos manifestaron su asentimiento con gestos de aprobación. Asbag lo tradujo todo con calma.

—Hemos escuchado tu discurso y comprendido tu pensamiento —respondió el califa en árabe—. Ya verás cómo recompensamos tus buenas intenciones. Recibirás de nosotros tantos beneficios como recibió tu adversario de nuestro padre, a quien Alá haya acogido; y aunque tu competidor tiene el mérito de haber sido el primero en implorar nuestra protección, éste no es motivo para que te estimemos menos ni para que nos neguemos a concederte lo que a él le dimos. Te conduciremos a tu país, te colmaremos de júbilo, consolidaremos las bases de tu poder real, te haremos reinar sobre todos los que quieran reconocerte por soberano y te enviaremos un tratado en el que fijaremos los límites de tu reino y del de tu primo. Además, impediremos a este último que te inquiete en el territorio que te tendrá que ceder. En una palabra: los beneficios que has de recibir de nosotros excederán a tus esperanzas. ¡Dios sabe que lo que decimos es lo mismo que pensamos!

Después de hablar así el califa, el gran velo de color verde se desplegó de nuevo y tras él desaparecieron el estrado, el califa, el trono y sus parientes. Ordoño, estupefacto, se deshizo entonces en acciones de gracias y en reverencias y abandonó la sala andando hacia atrás.

En un departamento contiguo manifestó a todos que estaba deslumbrado y atónito por el majestuoso espectáculo de que había sido testigo. Su rostro y sus ojos inundados de lágrimas de emoción así lo confirmaban.

Luego fue conducido hasta la biblioteca, donde aguardaba el visir al-Mosafi. Cuando vio a lo lejos a este dignatario, Ordoño le hizo una profunda reverencia, queriendo también besarle la mano, pues se encontraba confundido y atolondrado. Pero el visir se lo impidió, y después de abrazarlo, lo hizo sentar a su lado y le manifestó que podía estar seguro de que el califa cumpliría sus promesas. Después se firmaron los tratados y los invitados recibieron los trajes de honor que el califa les regalaba. Saludaron al visir y a los eunucos reales con profundo respeto y volvieron al pórtico por donde entraron, encontrando allí un caballo soberbio y ricamente enjaezado, de las caballerizas de Alhaquen. El rey leonés montó y regresó con los veinte señores al palacio que les servía de morada. Allí les esperaba un fastuoso banquete con músicos, danzarinas y manjares exquisitos regados por los mejores vinos. Brindaron numerosas veces por el califa, por toda su gente y por todo Alándalus. No cabían en sí de gozo, y estaban conmovidos por una mezcla de sentimientos entre los que dominaba el orgullo, pues confiaban en que a su regreso podrían humillar a sus enemigos. Cuando Asbag y el juez Walid los dejaron, los leoneses estaban ya casi ebrios, cantando a voz en cuello sus rudas canciones montañesas.

Capítulo 21

Zahra, año 962

Enterado el rey Sancho I de León de los acuerdos obtenidos por su primo Ordoño en Córdoba, cobró miedo, y él y el rey de Navarra, García I, se apresuraron a enviar al califa una embajada, cuyos miembros —condes de Galicia y Zamora y algunos prelados— fueron de su parte a reconocer a Alhaquen II como soberano y a prometerle la escrupulosa ejecución de las cláusulas del tratado que habían firmado con al-Nasir. Se vieron recibidos en idénticas condiciones que Ordoño y quedaron igualmente impresionados. La astuta maniobra de Alhaquen, siguiendo las formas aprendidas de su padre, surtió pleno efecto y los reyes del norte no volvieron a importunar por el momento.

Poco después tuvo lugar un feliz acontecimiento que llenó de alegría a toda Córdoba. Subh, la concubina vascona, le dio a Alhaquen un hijo al que el califa llamó Abderrahmen en memoria del gran al-Nasir, su abuelo.

A mediodía llegó un mensajero que presentó una carta con el sello del gran visir al-Mosafi. La presencia de Asbag era reclamada en Zahra. El obispo mozárabe rezó para que no se le encomendara otra misión como la anterior. Quería dedicarse únicamente al asunto de la peregrinación, que era lo que más le preocupaba en aquel momento.

Apenas llegó al palacio del visir, en la misma puerta salió a su encuentro al-Mosafi, vestido con su característica e insólita humildad; llevaba puesta una sencilla túnica de lana marrón y la parda gorra beréber. Sonrió cordialmente y abrazó y besó al obispo. Le echó un brazo por encima del hombro y le condujo hacia la salida oriental, la que comunicaba con el inmenso palacio del califa.

—Te agradezco que hayas venido tan pronto, Asbag al-Nabil —dijo el visir. Se le veía alegre y entusiasmado—. Te debo mucho y deseaba verte para decírtelo en persona. Pero hay alguien más importante que yo que también está satisfecho y lleno de agradecimiento por tus gestiones… Y quiere verte de inmediato.

—¿El Comendador de los Creyentes? —preguntó Asbag sorprendido—. ¿Se trata de él?

—Sí, querido amigo. El propio Alhaquen desea recibirte en privado cuanto antes. No le hagamos esperar.

Cruzaron los jardines, los patios, los corredores, las galerías, más jardines, los laberínticos pasillos… Llegaron a las cálidas e íntimas dependencias interiores, perfumadas y forradas con exquisitos tapices; y, como era de esperar, se encontraron allí con los dos eunucos principales, al-Nizami y Chawdar, rodeados de un enjambre de criados también eunucos.

El visir y el obispo fueron invitados a sentarse a la mesa que ocupaba el centro de un colorido
madjlis,
cuyas paredes y techo estaban cubiertos de infinitas estrellas relucientes de lapislázuli y pan de oro. Les sirvieron agua de rosas fresca y golosinas.

—El califa llegará enseguida —dijo Chawdar—; en cuanto termine su baño de la tarde. Ya ha sido avisado de vuestra presencia.

Los dos eunucos principales habían visto aumentar su poder últimamente. Ya no eran únicamente responsables del palacio con su servidumbre, del harén, del
tiraz
y de los halcones; además se repartían el mando de la guardia eslava acuartelada a las puertas del Alcázar y de toda la policía de Zahra. Asbag pudo darse cuenta de que, aunque el cargo de gran visir que ocupaba al-Mosafi suponía la más alta responsabilidad después de la del califa, el estatus particular de Chawdar y al-Nizami les situaba en una constante intimidad y convivencia con Alhaquen, por lo que eran dignos del mayor de los respetos.

Mientras aguardaban hablaron de múltiples asuntos y se apreció que los eunucos estaban al corriente de todo. Felicitaron también ellos a Asbag por sus gestiones con los cristianos y le transmitieron la satisfacción del califa. Pero era difícil sustraerse a la sensación de que cierta suspicacia latía siempre en el ánimo de aquel par de extraños eslavos. El obispo razonó que, en definitiva, aquellos hombres eran herencia de al-Nasir y participaban de la peculiar visión de las cosas del que fue su señor durante años; desconfiaban de los cristianos y de todo aquel que se acercara demasiado a la órbita privada del soberano, cuyo consejo y cuidado consideraban patrimonio exclusivamente propio. Por eso, era asimismo patente una tensión disimulada en su trato con el gran visir, pues sabían que era amigo sincero de su califa. De repente se descorrió la cortina y entró Alhaquen con su recién nacido en los brazos. Sonreía y estaba de un humor estupendo. Vestido con la sencilla futa blanca y con el tailasán de lino sin adornos, era el de siempre; el mismo príncipe que antes de acceder al trono pasaba días enteros en la biblioteca.

Al-Nizami se hizo cargo enseguida del bebé, y todos lo rodearon llenos de admiración. El califa saludó a cada uno como si se tratara de un familiar. Luego sacaron al recién nacido de la sala y se sentaron en torno a la mesa. Llovieron las felicitaciones y los parabienes.

Alhaquen entrelazó las manos y se las llevó al regazo, henchido de satisfacción.

—No puedo negarlo —dijo—, soy el hombre más feliz de la tierra. Dios me ha dado por medio de Subh lo último que me faltaba para estar colmado de sus dones. Aunque también debo mi alegría de hoy a mis inteligentes y eficientes colaboradores.

Asbag se topó entonces con la mirada agradecida de Alhaquen e inclinó la cabeza en señal de complacencia.

—Gracias —dijo el obispo—, sublime califa. Todo lo que hemos hecho por vos os lo merecéis sobradamente. Sois un hombre de bien que ama la justicia y la paz. Es bueno que los hombres se entiendan aunque pertenezcan a religiones diferentes. Es lo que Dios quiere, y Dios es uno.

—Sí —respondió el califa—, quiero pensar que hemos hecho la voluntad de Dios, Es lo único que me mueve a la hora de gobernar sobre mis súbditos; hacerlo en nombre del Omnipotente. Pero… no me quedo totalmente tranquilo con la solución final de todo este asunto de los reinos cristianos. Le prometí al rey Ordoño que le restablecería en el trono de León frente a su primo Sancho; y ahora, como sabéis, he recibido embajadas de éste reconociendo los antiguos tratados y suplicando la paz. De ninguna manera nos interesa, pues, iniciar una guerra absurda por la simple rivalidad entre dos primos. Si Sancho se hubiera negado a nuestras pretensiones, indudablemente habría puesto mi ejército al servicio de Ordoño; pero ahora que todo está solucionado ¿qué puedo hacer con él? Le tengo aquí, en Córdoba, esperando a que yo cumpla lo que le prometí…

—Veo, sublime califa —respondió Asbag—, que sois justo a imagen del Altísimo y que sufrís deseando que la justicia triunfe sobre la iniquidad, y ello me hace amaros y admiraros aún más. ¡Que Dios os valga siempre! Cuando le prometisteis a Ordoño ayuda fue en otras circunstancias… Las cosas mudan; sólo Dios es inmutable… Ciertamente, si ahora cumplierais aquella promesa por pura fidelidad a vos mismo seríais el causante de muchos males. No creo que Dios quiera eso. Antes Sancho era vuestro enemigo, porque se negaba a cumplir lo que acordó con vuestro padre; pero ahora se aviene y desea la paz con vos prometiendo respetar todas las cláusulas de aquel contrato. Creo, sinceramente, que seríais más fiel a la voluntad de Dios si mantuvierais lo que un día firmó vuestro padre, puesto que nos debemos a la memoria de los muertos ¡Dios se apiade de ellos! Y, además, evitaréis una guerra cruel e injusta.

—¡Oh, qué sabio eres, amado obispo! —exclamó Alhaquen—. Lo que dices llena de tranquilidad mi alma. Pero, dime, ¿qué debo hacer con Ordoño?

—No hagáis nada —respondió Asbag—. Simplemente dejadlo aquí. Tratadle como a un rey, pues lo es; dadle hacienda, criados, cacerías, justas y diversiones. Córdoba es suficientemente maravillosa para impresionar a todos los rudos monarcas del norte. Haced como si se demorara la situación y, siendo feliz, se olvidará de esa absurda venganza. Y entre tanto os servirá; porque su primo se verá amenazado mientras su competidor esté aquí y no se le ocurrirá volver a molestaros.

Todos los ojos estaban dirigidos al obispo. Asbag sentía que los presentes aprobaban sus razonamientos, pero esperaban la reacción del califa. Éste se puso en pie y exclamó en un tono de sincera satisfacción:

—¡Vaya, obispo! ¡Cuánto me alegro de tenerte por consejero! Haré lo que dices.

—¡Y yo de tener un rey como vos! —respondió Asbag, conmovido.

—Bien —dijo Alhaquen—. Ha llegado el momento de las recompensas. Pídeme lo que desees.

Asbag se quedó pensativo.

—Dad limosnas en mi nombre, amado Comendador de los Creyentes —dijo al fin.

—Lo haré —dijo el califa—. En tu nombre y en el mío. Daremos limosnas para agradecer a Dios tantos beneficios. Pero pide algo para ti.

Asbag volvió a meditar. Luego pidió:

—Un templo; una nueva iglesia para Córdoba. Una iglesia en honor del mártir Pelayo.

—Sufragaré los gastos —dijo Alhaquen—. Y ahora pide algo para ti, insisto.

Una vez más el obispo meditó antes de responder.

—¡Una Biblia! —dijo al fin con alegría—. Una Biblia con ilustraciones, que salga de vuestros talleres para cada uno de los prelados de Alándalus. Y una de ellas para mí. ¡Que Dios premie vuestra magnanimidad, amado Alhaquen!

Asbag obtuvo enseguida cuanto había pedido. Aquélla fue la primera iglesia elevada por un rey musulmán. Las limosnas corrieron por Córdoba y Asbag se hizo popular entre los menesterosos. Y las Biblias se comenzaron a copiar con unas ilustraciones tan delicadas como no se habían visto antes en libro alguno.

BOOK: El mozárabe
2.9Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Random Acts of Unkindness by Jacqueline Ward
Body Work by Sara Paretsky
Promise to Obey by Whitelaw, Stella
His Little Tart by van Yssel, Sindra
Something Forbidden by Kenny Wright
Zombie Games by Kristen Middleton