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Authors: Jesús Sánchez Adalid

El mozárabe (34 page)

BOOK: El mozárabe
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—Que Dios pague tu deferencia —respondió Asbag agradecido—. Somos todo oídos.

—Pues bien —prosiguió Abenyahwar—. Si yo me encontrara en vuestro lugar abandonaría inmediatamente la idea de ir a los lugares santos de los cristianos de Iria.

Hubo una pausa. Los peregrinos mozárabes se miraron entre sí extrañados. Abenyahwar prosiguió:

—Las malas noticias viajan deprisa.

—¿Noticias? —dijo Asbag sin ocultar su impaciencia.

—Sí, malas noticias —respondió el hijo del visir—. Hace pocas semanas que hemos recibido informes de nuestros generales del norte. Los
machus
han vuelto a sus correrías. Hacía cuarenta años que permanecían en el lejano silencio de sus fríos países; pero, nadie sabe por qué, su sombra se ha despertado esta primavera y se cierne como un terrorífico fantasma sobre Galicia.

Por un momento Abenyahwar calló; pareció que el acuciante fantasma había tomado forma. Todos habían oído hablar de los
machus,
los normandos daneses; vikingos brutales y sanguinarios que durante siglos aparecían esporádicamente para asolar las costas de Europa. Llegaban en grupos de doce navíos portando cada uno un centenar o más de feroces gigantes rubios de heladora mirada gris, que se adentraban por todos los ríos que desembocaban en los mares que se comunican con el océano Atlántico, incluido el Mediterráneo. Practicaban incursiones fulminantes que sembraban el terror y el pánico en cualquier reino. Toda resistencia era abatida por los incendios y los asesinatos. Acerca de ellos circulaban las historias y las leyendas más aterradoras que un niño podía escuchar cuando, sentado junto al fuego en las noches largas del invierno, los mayores le narraban los sucesos entremezclando la realidad y la fantasía.

Alzando los ojos desilusionado, Asbag dijo en voz baja:

—Dios mío, qué fatalidad.

—Pero llevamos una buena escolta —repuso el capitán—; hombres de la guardia personal del califa, expertos y entrenados frente a cualquier enemigo.

—¿Cuántos? —preguntó Abenyahwar.

—Doscientos cincuenta —respondió el oficial Manum—; lo mejor de lo mejor. Ellos solos se bastarían contra un ejército.

—Sí, frente a bandidos de las sierras —replicó Abenyahwar—, o frente a un regimiento de soldados pueblerinos con armas hechas en casa… Pero los
machus
son otra cosa. Son expertos saqueadores, conscientes de su fuerza y del temor que infunden; se amparan en la sorpresa, cuyo momento aguardan en la espesura de los bosques; sus movimientos son rápidos y certeros, su eficacia fulminante. Sólo quieren las riquezas móviles: tesoros, ganados, hombres y, de forma especial, mujeres, para convertirlas en esclavas en sus reinos de hielo. Creedme, se necesitaría un ejército para acabar con ellos, y lo peor es que nadie sabe dónde y cuándo aparecerán. Es como perseguir a los mismísimos iblis.

—Lo cual quiere decir que no necesariamente hemos de toparnos con ellos —observó el joven Juan.

—No —admitió Abenyahwar—. Pero si os cruzáis en su camino…

—Entonces… ¿qué podemos hacer? —preguntó Asbag con preocupación.

—Siento tener que repetir esto —respondió Abenyahwar en tono grave—; pero si yo estuviera en vuestro lugar volvería sobre mis propios pasos y esperaría a que la ocasión fuera más propicia.

Asbag le miró pensativo. Se concentró en una calma sombría, como si se encontrara en el umbral de una puerta sin decidirse a cruzarla por miedo a lo que había detrás. Había puesto tanta ilusión en preparar aquel viaje, y eran ya tantas las veces que se había suspendido, que ahora que habían recorrido las primeras leguas resultaba muy doloroso volverse atrás.

—Bien, meditaremos durante esta noche sobre ello —dijo—. Rezaremos y esperaremos a que Dios nos muestre lo que hemos de hacer.

Más tarde, cuando el sol se perdió por los encinares del oeste, ya en la casa del arzobispo, Asbag se reunió con una representación de cada uno de los grupos que componían la peregrinación. Les expuso cuanto el hijo del visir les había dicho, y entre todos se dispusieron a tomar una decisión al respecto. Los representantes regresaron al campamento y se reunieron a su vez con sus grupos de peregrinos, para comunicarles los posibles peligros y recoger sus opiniones.

Por la noche, en torno a la chimenea, cuando el arzobispo Aben-Gregorio se retiró a dormir, Asbag y Juan aben-Walid hablaron del tema. En ese momento, el obispo echaba en falta al reflexivo y sensato padre del joven.

—Nunca pensé que nos encontraríamos con algo como esto —dijo el obispo con evidente disgusto— precisamente ahora que habíamos conseguido vencer todos los obstáculos internos. ¿Cuándo volveremos a tener una oportunidad como ésta?

—Una peregrinación es una peregrinación —dijo Juan con calma.

—¿Cómo…? —preguntó Asbag enarcando ligeramente una de las cejas.

El joven se le quedó mirando en silencio durante un rato, como pensando con cuidado cada una de las palabras que había de decir. Juan era el menor de los hijos del cadí Walid y tenía ya veinte años, pero, como permanecía aún en la casa paterna y estaba preparándose para ser presbítero, el obispo no veía en él sino a un muchacho, despierto e inteligente, pero sin otra experiencia que la de sus pocos años sin haber salido de Córdoba. Era delgado, de expresivos ojos negros, de pelo fuerte y obscuro, cejas negras y cara alargada y resuelta.

—Que una peregrinación es eso; una peregrinación —dijo al cabo, con temor respetuoso en la voz—. Y peregrinar es andar uno por tierras extrañas. Lo cual supone encontrarse peligros y dificultades en el camino. Si no fuera así y todo estuviera resuelto, sería otra cosa.

—Sí, claro —dijo Asbag en voz alta—, pero una cosa es contar con posibles peligros desconocidos y otra muy diferente saber de antemano dónde acechan; en cuyo caso supone una temeridad arriesgar la vida de tantas personas.

Ambos estaban sentados en una alfombra de lana. Juan se recostó en la pared y estiró las largas piernas.

—Nadie ha precisado el lugar concreto donde acechan los
machus,
ni siquiera si ahora estarán por allí.

—Existe la posibilidad —dijo Asbag huraño—. Y ello es suficiente.

—Posibilidades, posibilidades… —murmuró Juan—; así, desde luego, jamás iremos a Iria…

—Bueno, no hay por qué dejar de ser sensatos. La vida es larga.

El joven alzó la cabeza y se irguió en un gesto que a Asbag casi le pareció un desafío.

—¿Se trata de ser sensato o de vivir siempre en el miedo? —preguntó—. ¿No habéis confundido una cosa con la otra los cristianos que como tú o mi padre habéis vivido siempre subyugados?

Asbag se desconcertó. Jamás habría podido imaginar una actitud así en el joven. No se trataba de una falta de respeto, pero no era ésa la manera en la que él estaba acostumbrado a dialogar con el padre de Juan, con quien siempre había estado de acuerdo respecto a todos los asuntos. Era comprensible que el muchacho estuviera contrariado, porque aquélla había sido su oportunidad de vivir aventuras y de salir del cerrado mundo de la comunidad cordobesa; pero de ahí a entrar en abierta discusión con el obispo había un abismo que Asbag era incapaz de asimilar. El obispo le miró con gesto de desaprobación, pero decidió no poner fin a aquella disputa.

—¿Miedo? —le preguntó—. ¿A qué miedo te refieres?

—Al que habéis tenido siempre a todo el mundo, a los emires principalmente, a los eunucos reales, a los ministros, a los fanáticos musulmanes, a los cristianos del norte, a Roma incluso…

—¿Quieres decir que nuestro respeto a la autoridad de los musulmanes te parece una postura cobarde?

—Vosotros lo llamáis respeto; pero hay quien piensa que es una sumisión, una servil y muda sumisión fruto de siglos de temor.

—¡Pero bueno! —exclamó alterado Asbag—. ¿También tú te has envenenado con las doctrinas de aquel predicador benedictino?

—¡Oh, no! No es a causa de Niceto. Muchos de los jóvenes ya pensábamos cosas como éstas. ¿Crees que no hemos leído los escritos de san Eulogio y san Alvaro? Ellos arriesgaron sus vidas y las perdieron en el martirio. ¿Cómo ha podido cambiar tanto la Iglesia de Alándalus? ¿Cómo ha podido taparnos la boca de tal manera el miedo?

—Bien, vayamos por partes —repuso el obispo—. ¿Crees verdaderamente que hemos sido tan cobardes? ¿Piensas que no hemos meditado acerca de todo ello? ¿No recuerdas acaso cómo los fariseos quisieron comprometer a Nuestro Señor preguntándole si era lícito pagar impuestos al cesar o no? Y él, comprendiendo su mala voluntad, les dijo: «¡Hipócritas! ¿Por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto». Y cuando le presentaron un denario, él les preguntó: «¿De quién son esta cara y esta inscripción?» A lo que le respondieron: «Del cesar». Entonces les replicó: «Pues pagadle al cesar lo que es del cesar, y a Dios lo que es de Dios».

—No me has comprendido —replicó el joven—. No quiero decir que deberíamos habernos sublevado, sino que hay muchas cosas que podíamos haber hecho y a causa del miedo no las hicimos.

—¿Qué cosas?

—Por ejemplo, haber mantenido a nuestros reyes. En los primeros tiempos de la invasión musulmana las comunidades seguían regidas por un
comes;
una especie de monarca con poder sobre los cristianos, que fue suprimido, y hoy solamente tenemos nuestros jueces y el consejo, pero nombrados siempre por las autoridades musulmanas.

—¡Ah, te refieres a eso! Quizá tengas algo de razón; debería haber permanecido un rey que mantuviese unido a nuestro pueblo. Pero lo deseable es a veces distinto de lo real. Y la realidad fue que los emires quisieron controlarlo todo y no nos dieron esa oportunidad. Hoy día es difícil volver atrás. Nuestra nación es Alándalus y nuestros reyes son los califas de Córdoba, que, gracias a Dios, nos respetan y nos permiten mantener nuestra fe. ¿Podemos pedir más? Recuerda que en la Epístola a los romanos el apóstol Pablo exhortaba a los cristianos a someterse a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no emane de Dios, y las que existen han sido constituidas por Él. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes atraen sobre sí mismos la condenación. Y la autoridad en los tiempos del apóstol era pagana; creyente en falsos dioses y en ídolos. Si él respetaba aquella autoridad, cuánto más debemos respetar nosotros al califa Alhaquen, que es justo y piadoso.

El discurso de Asbag conmovió a Juan, que bajó la mirada con gesto sumiso y depuso su actitud contradictoria.

—Mi señor —murmuró el joven—, no voy a insistir, pues veo que tus razonamientos están fundados en la Palabra; y no he dudado nunca de tu sabiduría. Pero creo sinceramente que deberíamos arriesgarnos a confiar en Dios y continuar esta peregrinación. Se nos dijo que peregrinar es como estar en esta vida, en que se camina a la Patria Celestial. Si nos volvemos atrás una y otra vez, ¿cómo podremos vislumbrar esa meta?

Por un momento, la cara del obispo se iluminó. Había leído en la expresión del joven el sentido de todo aquello. Sintió hacia él una ternura y un cariño especial, pues representaba en sí a la porción más nueva y esperanzada de su comunidad, a los cristianos de los nuevos tiempos, del fin del primer milenio, a pesar de los obscuros y tenebrosos nubarrones que anunciaban el fin de todo.

—¡Iremos! —dijo el obispo con rotundidad—. Si Dios ha querido que aquello esté allí será por algo. Si el Todopoderoso quiso en su Providencia que el cuerpo del apóstol reposara allí, en el fin de la tierra, será porque quiere que no temamos mal alguno. Iremos, sí, iremos y rezaremos junto al sepulcro.

Al amanecer, como estaba previsto, el obispo se reunió con los peregrinos y les expuso con detalle los peligros a los que se enfrentaban, pero les exhortó a afrontar con valentía y confianza en Dios la culminación de la empresa que habían emprendido. Sólo unos pocos decidieron regresar a Córdoba. Con las primeras luces del día, la peregrinación puso nuevamente rumbo hacia el norte.

Capítulo 36

Córdoba, año 967

La calma de la siesta había caído sobre los alcázares. Si el invierno pasado había sido duro, aquella primavera apuntaba ya a un verano caluroso; y, a pesar de que era todavía el mes de mayo, toda Córdoba se sumía a esa hora en un denso silencio.

Las bruñidas puertas tachonadas de oro permanecían cerradas, custodiando el fresco y misterioso palacete que albergaba las secretas vidas de la sayida y los príncipes. Pero fuera, en el patio de las enredaderas, los jóvenes eunucos Sisnán y al-Fasí no perdonaban un solo día su oportunidad de salir a entretenerse mientras que el viejo Tahír dormía su siesta. Junto a ellos, Abuámir contemplaba el gran jaulón que había ordenado construir para albergar a la pareja de loros que trajo de Zahra.

—Oh, señor Abuámir —le dijo Sisnán con la cara pegada a los barrotes del jaulón—, qué buena idea tuviste al traer a la hembra para que hiciera compañía al lorito.

—Sí, una buena idea —murmuró al-Fasí huraño—; pero desde que están juntos el lorito habla mucho menos. —Bueno —respondió Abuámir—, eso es porque están muy ocupados haciéndose un nido.

Los loros, ajenos a sus tres observadores, se hacían arrumacos sobre uno de los palos.

—¡Bah! —insistió al-Fasí—. Cuando el lorito estaba solo era mucho más divertido. Ahora apenas nos hace caso. —¡Ah, pero será bonito si tienen hijos! —exclamó Sisnán con ingenuidad.

—Naturalmente —observó Abuámir—, no es bueno estar solo. El lorito habla menos ahora, pero acompañado por la lorita nos llenará el palacio de loros…

—¡Ja, ja, ja…! —rieron los eunucos.

—Además —prosiguió Abuámir—, si el lorito hubiera seguido solo durante un largo tiempo, le habría ocurrido lo que a esas personas solteronas y viejas, a quienes se les estropea el carácter y se vuelven gruñonas e insoportables.

—¡Como el viejo Tahír! —exclamó al-Fasí.

—¡Ja, ja, ja…! —rieron de nuevo los tres aquella ocurrencia.

—Sí, pobre Tahír —dijo Abuámir como para sí.

—¿Pobre? —se apresuró a replicar Sisnán—. ¡Nada de pobre, es un cerdo!

De un salto, el joven eunuco volvió el trasero hacia Abuámir y se bajó el rojo calzón abombado, mostrándole una blanca piel surcada de cicatrices.

—¡Mira! —exclamó con rabia—. ¡Mira cómo tengo el culo! ¡Mira lo que esa arpía me hizo ayer!

—¡Claro, se lo merecía! —protestó su compañero.

—¿Que yo me lo merecía? —replicó Sisnán.

—Sí —respondió al-Fasí mirando a Abuámir—. Resulta que el viejo le manda ponerse a los pies de la cama, como si fuera una bolsa de agua caliente, para calentarse, ¿comprendes?; y va éste y se mea. ¡Ja, ja, ja…! ¡Cómo no le iba a pegar!

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