Authors: Jesús Sánchez Adalid
Alhaquen entró sonriendo, y saludó a cada uno como si de familiares se tratara. Al llegar a Recemundo le abrazó con sincero afecto y las lágrimas casi corrieron por el sereno rostro del anciano, sorprendido ante aquel trato, tan lejano del distante y artificioso protocolo de al-Nasir.
Se hicieron las presentaciones. Un poeta, Maruf, llegado de Siria; un filósofo y un teólogo; un arquitecto bizantino y el sabio monje llamado Nicolás, que habría de dedicarse a formar a los traductores de griego según el encargo del basileus; y los dos obispos mozárabes. Después de un rato de animada charla en el que los contertulios pudieron intercambiar saludos y conocerse al menos someramente, Alhaquen pidió silencio y le dio el primer turno al poeta sirio.
Maruf era un oriental puro, de rasgados ojos negros y una lisa y obscura barba que le llegaba al pecho; lucía atuendos llamativos y el estudiado aspecto de poeta cortesano. No era su ingenio a la hora de componer lo que le había alzado hasta los salones principescos, sino su vasto conocimiento acerca de los grandes poetas orientales, así como de lo que se movía en las cortes de Arabia; y, sobre todo, su voz cálida y apasionada, capaz de hacer brotar las lágrimas desde el fondo del alma más endurecida.
—Háblanos de Mutanabbi, querido Maruf, ya que tuviste la suerte de conocerle —le rogó Alhaquen.
—¡Oh, bien dices, Comendador de los Creyentes! —exclamó el poeta—. Fue una gran dicha conocer al que según unos fue el último de los grandes poetas y, para otros, el único y primero de ellos.
—¿Dónde lo conociste? —le preguntó el califa.
—En Antioquía, en el reino hamdaní de Alepo, donde yo servía al príncipe Sayf al-Dawla, que tenía a la sazón treinta y cinco años y era el prototipo de un príncipe de leyenda: bello, arrogante, admirado por todos y poseedor de todas las características favorables y desfavorables de los caudillos beduinos, de carácter caprichoso y fluctuante entre la dureza y la magnanimidad, fiel y leal a los suyos, sensual, generoso y letrado. Su corte abundaba en hombres de ciencia, teólogos, filósofos y poetas. En paz con sus reinos vecinos, sólo había de luchar contra las sublevaciones de los árabes del desierto y con los bizantinos. Tal era el hombre a quien se entregó Mutanabbi con un amor y una admiración que parecen sentidos y correspondidos. Sólo con un príncipe así, un poeta se siente inspirado, escuchado y querido lo suficiente para destilar los aromas deleitantes de la verdadera poesía. Como aquel Sayf al-Dawla de Alepo sólo hay un príncipe, que incluso le supera: Su Majestad, Alhaquen, sabio y generoso, rico en virtudes…
—Bien, bien —le interrumpió el califa—. Basta de cumplidos y elogios. Ya sabemos lo importante que es para un poeta la unión con un príncipe. Pero, dinos, ¿cómo era en realidad Mutanabbi?
—Oh, era un hombre extraño, ciertamente. Pesimista por un lado, apasionado de la vida por otro… Escuchad, escuchad estos versos.
Maruf miró a los músicos, que se aprestaron a hacer sonar sus instrumentos, dulcemente; los versos brotaron cálidos y armoniosos, al ritmo de la música:
He perdido mi edad y mi vida.
¡Ojalá ésta hubiera pasado en otro pueblo diferente,
en otro mundo, del ya extinguido!
Esos pueblos fueron hijos de la juventud del tiempo,
y el tiempo los mimó.
Nosotros lo encontramos ya decrépito.
Al cesar la música, se hizo en el salón un silencio tan completo que hubiera podido oírse el sonido de una aguja que cayese al suelo.
Alhaquen entrecruzó las manos y exhaló un profundo suspiro. Luego miró en torno a sí y dijo:
—¡Ah, qué hermosos versos! Me pregunto cuánto de verdad hay en ellos. Muchas veces pienso como el poeta y me siento a disgusto en esta época. Es como ver que un mundo termina y no ser capaz de divisar el que empieza… ¿Me comprendéis, amigos?
—Sí, príncipe, ¿cómo no? —dijo Recemundo—. Es ésa una sensación que asalta a todo hombre que se encuentra con la sabiduría. En realidad todo saber es heredero de otro saber anterior. Recordad lo que dice el libro del Eclesiastés en la Biblia:
Todas las cosas del mundo son difíciles: no puede el hombre comprenderlas ni explicarlas con palabras. Nunca se harta el ojo de mirar, ni el oído de oír cosas nuevas.
Pero nada es nuevo en este mundo; ni puede nadie decir: He aquí una cosa nueva; porque ya existió en los siglos anteriores a nosotros…
—Porque toda sabiduría viene del Señor Dios —sentenció el teólogo, hombre de aspecto austero y mirada ardiente—, y con él estuvo siempre y existe antes de los siglos.
Alhaquen asintió con profundos movimientos de cabeza. Luego le llegó el turno al filósofo. El califa le miró y le pidió que disertara al respecto. El filósofo era un persa de indiscutible sabiduría, un discípulo del maestro al-Farabi, figura heterodoxa pero muy de moda en Arabia. Se llamaba El-Haddar y era un hombre pacífico, huesudo, cetrino y con un hablar gutural.
—Los griegos no existen ya —comenzó diciendo—; pero las obras de Platón y de Aristóteles siguen siendo las únicas capaces de aportar una respuesta a todas las cuestiones planteadas por el hombre.
—¿Quieres decir que ellos descubrieron la verdad? —le preguntó Alhaquen—. ¿La única verdad?
—La verdad existe desde siempre y para siempre —respondió el filósofo—; como bien ha dicho Recemundo, citando el Eclesiastés. Los griegos la sacaron a relucir, con una fuerza y un fulgor imposibles de superar. Eso es lo que quiero decir.
—¿Y, pues, la verdad religiosa? ¿No es acaso una verdad? —replicó el teólogo—. ¿No es la verdad superior a todas por venir directamente de Dios?
—La verdad filosófica y la verdad religiosa son una sola y misma cosa —contestó El-Haddar—, a pesar de que finalmente son diferentes.
Asbag escuchaba atentamente. Se incorporó sobre su asiento y se dirigió al filósofo.
—Según eso que dices, la religión es innecesaria para quien conoce la verdad filosófica. Pero… ¿y la revelación? ¿No es la verdad que Dios ha hecho llegar a los hombres a través de los profetas? Y los profetas no eran filósofos…
—Sí, sí; yo creo en los profetas —contestó el filósofo—. Al-Farabi creía en ellos. Pero los profetas hablaban con símbolos… con milagros… con poesías… para persuadir a la imaginación. ¿Cómo si no hubieran podido llegar al pueblo? Pero no todos los símbolos equivalen igualmente a la verdad demostrable filosóficamente…
—¡Oh! ¿Quieres decir que el Corán es sólo poesía? —replicó el teólogo con tono de disgusto.
—No, no —salió al paso el califa—. Creo que lo he comprendido. El-Haddar quiere decir que el Corán es afín a la poesía; algo que llega directamente al corazón del hombre para llevarle la verdad. Verdad que, en cierto modo, no es distinta de la verdad filosófica. Es como en la Biblia, en ese hermoso pasaje que nos recordó Recemundo, donde se nos decía que sólo hay una verdad, aunque expresada en forma múltiple, por lo que es difícil para el hombre comprenderla o explicarla con palabras.
—Ya que os gustó lo que se dice en la Sagrada Escritura, amado califa Alhaquen —dijo Recemundo—, escuchad lo que en el libro del Eclesiástico se dice acerca de lo que estamos debatiendo:
La sabiduría fue creada o engendrada ante todas las cosas, y la luz de la inteligencia existe desde la eternidad…
—Al-Farabi dijo que del primer Ser, Dios, emana la primera inteligencia, ya que en Dios conocimiento y creación coinciden —repuso el filósofo El-Haddar.
—Ah, el Dios único posee muchos nombres —sentenció Alhaquen con satisfacción—. Es maravilloso estar aquí conversando acerca de Él en armonía de ideas… Es como encontrar la verdadera sabiduría. Tú, Samuel, eres judío —dijo ahora mirando al arquitecto—; aporta tú algo a nuestra charla. Así será más completa.
Samuel era un hombre correcto, de perfilada y nariguda cara judaica, con pequeños ojos y labios abultados; un judío formado en Bizancio y enviado por el basileus para trabajar en la ampliación de la gran mezquita como regalo para el califa.
—Perdonadme, sabios señores —respondió—; yo soy solamente un humilde maestro dedicado a embellecer lugares destinados a alabar al Creador. Pero me gusta escucharos y estoy plenamente de acuerdo con cuanto habéis dicho. He construido sinagogas e iglesias cristianas, y ahora voy a dedicarme a una mezquita; si no viera a Dios como principio de todo ¿cómo podría verlo en tal multiplicidad de símbolos? Por eso creo que Él es el ser más simple, lo cual no quiere decir que pueda ser conocido por nosotros, que somos complejos.
—Sí, así es —dijo Alhaquen—. Y por eso es tan difícil gobernar a los hombres. Porque somos complejos…
—El universo está gobernado por Dios, amado califa —repuso El-Haddar—; y el Estado debe estar gobernado por el filósofo como hombre perfecto y encarnación de la razón pura: como rey y guía espiritual…
—Y como imán, legislador y profeta —añadió el teólogo.
—Oh, sí —asintió Alhaquen—. Pero… es tan difícil…
—Amado Comendador de los Creyentes —dijo Recemundo—. En mis viajes he conocido a muchos soberanos: algunos elevados por el linaje como único título, otros por la fuerza de las armas; muy pocos por la fuerza de la razón. No he conocido jamás la «ciudad perfecta», al menos en el sentido en que la ideó Platón, pero sí he visto reinos que se acercan al ideal, puesto que no es un fin en sí mismo, sino un medio para encaminar a los hombres a la felicidad supraterrestre.
—Contéstame sinceramente —le pidió el califa a Asbag mirándole directamente a los ojos—, tú que conoces Córdoba desde la posición de un hombre del libro: ¿hay justicia en mi ciudad? ¿Se puede ser feliz en Córdoba?
Asbag bajó la mirada.
—Contéstame, obispo Asbag, no temas poder herirme —insistió Alhaquen.
El obispo alzó la mirada con ojos confusos. Meditó por un momento. Luego respondió:
—No, no la hay, amado príncipe… Siento haceros daño al decíroslo, porque vos sois justo y bueno. Pero, como en cualquier otro sitio, hay mendigos, enfermos, oprimidos, leprosos desalojados de sus casas, funcionarios injustos, extorsiones, fraudes…
Alhaquen enrojeció y los ojos se le llenaron de lágrimas. Durante un buen rato todos permanecieron en silencio. Al fin, el califa se puso en pie y dijo:
—No dudo acerca de lo que me has dicho, obispo Asbag; es más, hace tiempo que sospechaba que sería todo como me lo has descrito; pero necesito comprobarlo con mis propios ojos. Y ahora, amigos, separémonos y vayamos a descansar; estos nobles viajeros, sobre todo, deben de estar fatigados después de sus largos recorridos.
Córdoba, año 966
La intensa lluvia repiqueteaba en el tejado de la iglesia de San Acisclo. Aunque había pasado el alba, los densos nubarrones que se cernían sobre Córdoba la sumían en un obscuro ambiente de madrugada. En el interior olía a incienso, a cera quemada y a ropas húmedas, pues los gabanes y los capotes de los fieles se habían mojado en el camino desde sus casas. Era domingo y la iglesia estaba llena, a pesar de la lluvia. El canto final de la liturgia ascendía por la bóveda central, mientras la cruz procesional y los ciriales avanzaban hacia el altar portados por los acólitos. Asbag había presidido la celebración que terminaba y se puso en pie para impartir la bendición. El diácono colocó el báculo en su mano y el subdiácono recogió el evangeliario del ambón para sostenerlo sobre su cabeza, aguardando a que llegase el momento de abrir la procesión de salida.
No había muchos fieles; Asbag pensó que sería a causa de la lluvia. Mientras avanzaba por el pasillo central se fue fijando, como solía hacer, en los asistentes a la misa: el cadí Walid con su familia, algunos nobles, gente del pueblo llano, artesanos, comerciantes y, eso sí, al fondo un apretado y nutrido grupo de mendigos que esperaban el reparto del pan bendecido.
Cuando salió al pórtico principal, la lluvia había cesado, y un tímido sol matinal hacía brillar las piedras y los tejados. Los diáconos repartían los panes a los menesterosos y se formó el alboroto de costumbre.
Cuando, después de saludar a los miembros de la comunidad, el obispo se disponía a irse a casa para desayunar, se le acercó un extraño hombre y le pidió con sigilo que le acompañara hasta el otro extremo de la plaza, donde aguardaba otra persona que hacía señas discretamente. Asbag se acercó hasta allí. El otro hombre, de mediana estatura, vestía con bastas y descoloridas ropas, mientras que se cubría la cabeza y gran parte de la cara con un espeso turbante. El obispo se fijó en sus ojos, que eran casi lo único que le asomaba del rostro; le resultaron familiares, sobre todo las cejas anchas y rojizas. Pero el desconocido no dijo nada de momento.
—¿Podemos ir a tu casa? —pidió el primer hombre.
—¿Necesitáis algo de mí? —preguntó Asbag—. El arcediano se hace cargo de las limosnas…
—Oh, no —contestó el misterioso hombre—. Mi señor tan sólo desea hablar contigo.
Por esto supo Asbag que el primero de ellos era un criado y el más tapado su señor, a pesar de su poco distinguido atuendo.
—Bien, seguidme —dijo el obispo, aunque algo desconcertado.
En esto, el arcediano se les aproximó, viendo que Asbag podía necesitar algo. A lo que el criado rogó:
—Por favor, se trata de algo muy confidencial. ¿Podríamos estar solos los tres?
Con un gesto Asbag despidió al arcediano.
Una vez en el zaguán de la casa del obispo, se limpiaron el barro de los zapatos en una tosca estera de esparto, y nuevamente a Asbag le resultó familiar el misterioso hombre de las cejas rojizas.
—Bueno; ya estamos solos —les indicó en el recibidor—. ¿Podéis decirme ahora qué queréis de mí?
Ambos hombres miraron en todas direcciones comprobando que efectivamente no había nadie más en la estancia. Entonces, el señor comenzó a desliarse el extremo del turbante con la ayuda de su criado. Su rostro apareció ante Asbag.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó el obispo inclinándose en una profunda reverencia.
Se trataba del califa Alhaquen en persona. Se trataba de un gesto inaudito; el Príncipe de los Creyentes fuera de Zahra, sin séquito ni escolta, ataviado vulgarmente y en la sola compañía de un criado; algo que a Asbag le costó un largo rato asimilar.
—¡Mi señor! ¡Mi rey y señor! —decía sin salir de su asombro—. ¿Cómo es posible? En mi propia casa…
—Chsss… calla —le ordenó el califa—. Me vas a delatar.
—Pero… señor, tomad alguna cosa. ¿Queréis comer algo?