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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

El mundo de Guermantes (45 page)

BOOK: El mundo de Guermantes
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—Dios mío, ya que vas a ver a unos amigos, hubiera podido ponerme otra manteleta. Con esta no sé qué parezco.

Me chocó lo congestionada que estaba, y comprendí que como se había retrasado había tenido que darse mucha prisa. Cuando acabábamos de dejar el coche de punto a la entrada de la Avenida Gabriel, vi que mi abuela, sin hablarme, se había desviado y se dirigía al viejo quiosco enrejado de verde en que había esperado yo un día a Francisca. El mismo guarda forestal que entonces se encontraba allí seguía al lado de la «marquesa» cuando yo, siguiendo a mi abuela que, sin duda porque sentía náuseas, llevaba la mano puesta delante de la boca, subí los escalones del teatrillo rústico, edificado en medio de los jardines. En la taquilla, como en esos circos de feria en que el clown, dispuesto para salir a escena y completamente enharinado, recibe a la puerta el importe de las localidades, la «marquesa» seguía plantada con su jeta enorme e irregular embadurnada de grosero yeso, y con su gorrito de flores rojas y encaje negro coronando su peluca roja. Pero no creo que me reconociese. El guarda, descuidando la vigilancia de los céspedes, con cuyo color hacía juego su uniforme, charlaba, sentado junto a ella.

—¿Así es que —decía— usted está siempre en eso? ¿No piensa usted en retirarse?

—¿Y a qué he de retirarme, señor? ¿Quiere usted decirme dónde podría estar mejor que aquí, dónde me encontraría más a gusto y con todas las comodidades? Y además, siempre hay movimiento, distracción; esto es lo que yo llamo mi París chico: mis clientes me tienen al corriente de todo lo que pasa. Ahí tiene usted, hoy uno que ha salido no hará ni cinco minutos, es un magistrado de lo más distinguido. Pues bueno —exclamó con ardor, como dispuesta a sostener este aserto por la violencia, si el agente de la autoridad hubiera insinuado un solo gesto de poner en tela de juicio su exactitud—: desde hace ocho años, ¿me entiende usted?, todos los días que echa Dios al mundo, al dar las tres, está aquí, tan educado siempre, sin una palabra más alta que otra, sin ensuciar nunca nada, se queda más de media hora para leer sus periódicos mientras hace sus necesidades. No ha dejado de venir más que un día. Al pronto no me di cuenta, pero a la noche, de pronto, me dije: «¡Hombre!, pues no ha venido el señor ése; a lo mejor se ha muerto». No dejó de hacerme impresión, porque yo, cuando la gente es como debe ser, le tomo ley. Así es que me puse muy contenta cuando le vi al día siguiente, y le dije: «¿Qué hay, señor? ¿No le habrá pasado nada ayer?». Entonces me dijo que a él no le había pasado nada, que quien se había muerto era su mujer, y que había estado tan trastornado que no había podido venir. Estaba triste, claro es; ¡figúrese usted, llevaban veinticinco años de casados!, pero al mismo tiempo estaba satisfecho de volver aquí. Se veía que le habían trastornado sus costumbres. Yo traté de darle ánimos, y le dije: «No hay que dejarse amilanar. Venga usted por aquí como antes; estando como está usted apenado, así tendrá usted alguna distracción».

La «marquesa» adoptó un tono más dulce, porque se había dado cuenta de que el protector de los macizos y de los céspedes la escuchaba benévolamente, sin pensar en llevarle la contraria, conservando inofensiva en la vaina una espada que más que otra cosa parecía un instrumento de jardinería o un atributo hortícola.

—Además —dijo—, escojo mis clientes; yo no recibo a todo el mundo en lo que llamo mis salones. Porque ¡a ver si no parece esto un salón con mis flores! Como tengo clientes muy amables, siempre hay uno u otro que quiera traerme un esqueje de lilas preciosas, de jazmín o de rosas, que son la flor que prefiero.

La idea de que acaso nos juzgase mal aquella dama porque nunca la llevábamos lilas ni rosas hermosas me hizo ponerme colorado, y para tratar de sustraerme físicamente —o de no ser juzgado por ella como no fuese por contumacia— a un fallo desfavorable, di un paso hacia la puerta de salida. Pero no son siempre en la vida las personas que traen rosas bonitas aquellas con quienes se es más amable, porque la «marquesa», creyendo que yo me aburría, se dirigió a mí:

—¿No quiere usted que le abra un retrete?

Y, como rechazase su ofrecimiento:

—¿No quiere usted? —añadió con una sonrisa—; se lo ofrecía a usted con gusto, pero bien sé que esas necesidades son de las que no basta con no pagar para tenerlas.

En ese momento entró precipitadamente una mujer mal vestida que precisamente parecía sentirlas. Pero no formaba parte del mundo de la «marquesa», porque ésta, con una ferocidad de
snob,
le dijo secamente:

—No hay ninguno libre, señora.

—¿Tardarán mucho? —preguntó la pobre señora, encendida bajo sus flores amarillas.

—¡Ay, señora! Le aconsejo a usted que vaya a otro sitio, porque ya ve usted que todavía están esperando estos dos caballeros —dijo señalándonos a mí y al guarda—, y no tengo más que un retrete; los demás están en reparación.

—Esa tiene pinta de roñosa —dijo la «marquesa»—. No es ese el género de personal de aquí; esa gente no sabe lo que es limpieza ni respeto; hubiera tenido que pasarme una hora limpiando a cuenta de la señora. ¡Lo que es, no me apuro por sus diez céntimos!

Al fin salió mi abuela, y yo, pensando que no trataría de borrar con una propina la indiscreción de que había dado muestra al estarse tanto tiempo, me batí en retirada para no tener mi parte en el desdén que sin duda le testimoniaría la «marquesa», y eché a andar por una avenida, pero despacio, por que mi abuela pudiera alcanzarme fácilmente y seguir andando conmigo. No tardó en ocurrir así. Pensaba yo que mi abuela iba a decirme: «Te he hecho esperar mucho; de todas maneras, espero que no dejarás de encontrar a tus amigos»; pero no pronunció ni una palabra, hasta el punto de que, un tanto defraudado, no quise ser yo el primero que hablase; por fin, al alzar los ojos a ella, vi que, aun cuando iba andando junto a mí, llevaba la cabeza vuelta hacia otro lado. Temí que siguiera sintiéndose mareada. La miré mejor y me extrañó lo nervioso de su paso. Llevaba el sombrero de medio lado, el abrigo sucio, tenía el aspecto desordenado y como de encontrarse a disgusto, la cara encendida y preocupada de una persona que acaba de ser atropellada por un carruaje o que ha sido extraída de una zanja.

—Temí que te hubiesen dado náuseas, abuela; ¿te sientes mejor? —le dije.

Indudablemente pensó que no podía menos, so pena de asustarme, de no dejar de responder.

—He oído toda la conversación entre la «marquesa» y el guarda —me dijo—. Era cosa de Guermantes y del cotarrillo de Verdurin hasta dejarlo de sobra. ¡Señor! ¡Con qué finura estaba expresado todo ello! —Y aun añadió, aplicadamente, esta frase de su marquesa, de la suya, de madama de Sévigné—: Mientras les escuchaba estaba pensando que me preparaban las delicias de un adiós.

Tales fueron las palabras que me dirigió y en las que había puesto todo su amor a las citas, sus recuerdos de los clásicos, incluso un poco más de lo que hubiera hecho de costumbre y como para demostrar que conservaba perfectamente todo aquello en posesión suya. Pero todas estas frases las adiviné más que las oí, hasta tal punto las pronunció con una voz gangosa y apretando los dientes más de lo que podía explicar el temor al vómito.

—Bueno —le dije con bastante ligereza para que no pareciese que tomaba demasiado en serio su indisposición—, ya que te sientes un poco mareada, si te parece, vamos a volvernos a casa; no quiero pasear por los Campos Elíseos a una abuela que tiene una indigestión.

—No me atrevía a decírtelo por tus amigos —me respondió—. ¡Pobre pequeño! Pero ya que te parece bien, es lo más prudente.

Temí que ella misma se diese cuenta de la forma en que pronunciaba estas palabras.

—Bueno —le dije bruscamente—, no te fatigues hablando; estando como estás mareada, es absurdo. Por lo menos, espera a que hayamos vuelto a casa.

Me sonrió tristemente y me apretó la mano. Había comprendido que no tenía por qué ocultarme lo que yo había adivinado en seguida: que acababa de tener un ataque.

Segunda parte
Capítulo 1

Enfermedad de mi abuela. Enfermedad de Bergotte. El duque y el médico. Últimos días de mi abuela. Su muerte.

Volvimos a cruzar la Avenida Gabriel, en medio de la muchedumbre de los paseantes. Hice sentarse a mi abuela en un banco y fui a buscar un coche de punto. Ella, en cuyo corazón me ponía yo siempre para juzgar a la persona más insignificante, estaba ahora cerrada para mí, había pasado a ser una parte del mundo exterior, y yo, más todavía que a unos simples transeúntes, me veía obligado a no decirle lo que pensaba de su estado, a callarle mi inquietud. No hubiera podido hablarle de ello con más confianza que a una extraña. Acababa de restituirme los pensamientos, los pesares que desde mi niñez le había confiado para siempre. Aún no se había muerto. Yo estaba solo ya. Y hasta las alusiones que mi abuela había hecho a los Guermantes, a Molière, a nuestras conversaciones en torno al cogollito, cobraban una apariencia falta de apoyo, sin causa, fantástica, porque salían de la nada de este mismo ser que acaso no existiría ya mañana, para el que ya no tendrían ningún sentido, de la nada —incapaz de concebirlas— que mi abuela sería bien pronto.

—Caballero, esto no es decir que…, pero usted no me ha pedido hora, no tiene usted número. Además, hoy no es día de consulta. Usted tendrá su médico. Yo no puedo sustituirle, a menos que él me haga llamar en consulta. Es una cuestión de deontología…

En el momento en que yo hacía señas a un coche de punto me había tropezado con el célebre profesor E…, amigo casi de mi padre y de mi abuelo —por lo menos, se trataba con ellos—, que vivía en la Avenida Gabriel, y, asaltado por una inspiración súbita, lo había parado en el momento en que entraba en su casa, pensando que acaso fuese de excelente consejo para mi abuela. Pero él, que llevaba prisa, después de haber recogido sus cartas, quería despacharme, y no pude hablarle de otra manera que subiendo con él en el ascensor, cuyos botones me pidió le dejase manipular, cosa que en él era una manía.

—¡Pero, caballero, yo no le pido que reciba a mi abuela! Después comprenderá usted lo que quiero decirle; mi abuela no está en condiciones de subir: lo que yo le pido a usted, por el contrario, es que de aquí a media hora se pase por nuestra casa, adonde ya habrá vuelto ella.

—¿Que vaya yo a su casa? No piense usted en semejante cosa, caballero. Ceno en casa del ministro de Comercio, no tengo más remedio que hacer antes una visita, voy a vestirme ahora mismo; para colmo de desdichas, me han hecho un siete en el frac, y el otro no tiene ojal para poner las condecoraciones. Por favor, tenga usted la bondad de no tocar los botones del ascensor, no sabe usted manejarlos, hay que ser prudentes en todo. Ese ojal va a acabar de retrasarme. En fin, por amistad a su familia, si su abuela de usted viene en seguida, la recibiré. Pero le advierto que sólo dispongo de un cuarto de hora justo.

Yo había partido de nuevo inmediatamente, sin salir siquiera del ascensor, que el mismo profesor E… había puesto en marcha para hacerme bajar, no sin mirarme con desconfianza.

Realmente decimos que la hora de la muerte es incierta, pero cuando lo decimos nos representamos esa hora como situada en un espacio vago y remoto; no pensamos que tenga la menor relación con la jornada comenzada ya y que pueda significar que la muerte —o su primera toma de posesión parcial de nosotros, después de la cual ya no ha de soltarnos— podrá producirse esta misma tarde, tan poco incierta, esta tarde en que el empleo de todas las horas está regulado de antemano. Tiene uno empeño en salir de paseo para alcanzar en un mes el total de aire sano necesario; ha vacilado respecto a la elección del abrigo que debe llevar, del cochero a que llamará; está uno en el coche, tiene por delante toda la jornada corta, porque quiere uno volver a tiempo para recibir a una amiga; quisiéramos que hiciese también buen tiempo a la mañana siguiente, y no se sospecha que la muerte, que caminaba en nosotros en otro plano, en medio de una impenetrable oscuridad, ha escogido precisamente este día para salir a escena, dentro de unos minutos, aproximadamente en el momento en que el coche llegue a los Campos Elíseos. Quizá aquellos a quienes acosa de ordinario el horror a la singularidad peculiar de la muerte encuentren algo tranquilizador en este género de muerte —este modo de primer contacto con la muerte— porque en él asume aquélla una apariencia conocida, familiar, cotidiana. La han precedido un buen almuerzo y la misma salida que hacen las gentes que gozan de buena salud. Una vuelta a casa en coche descubierto se superpone a su primer ataque; por enferma que estuviese mi abuela, al fin y al cabo, muchas personas hubieran podido decir que a las seis, cuando volvíamos de los Campos Elíseos, la habían saludado al pasar en coche descubierto, con un tiempo soberbio. Legrandin, que se encaminaba a la plaza de la Concordia, nos dirigió un sombrerazo, parándose con expresión de asombro. Yo, que aún no estaba desligado de la vida, pregunté a mi abuela si le había respondido, recordándole lo quisquilloso que era. Mi abuela, encontrándome sin duda harto ligero, alzó la mano en el aire como para decir: «¡Qué más da!, no tiene ninguna importancia».

Sí, hubiera podido decirse hacía un momento, mientras yo buscaba un coche de punto, que mi abuela quedaba sentada en un banco de la Avenida Gabriel, que poco después había pasado en coche descubierto. Pero ¿hubiera sido ésa la verdad? El banco, para estarse en una avenida —aun cuando se halle sometido también él a ciertas condiciones de equilibrio—, no necesita de energía. Mas para que un ser vivo se mantenga estable, aunque sea apoyado en un banco o en un coche, es menester una tensión de fuerzas que ordinariamente no percibimos, de igual suerte que no percibimos (porque actúa en todas direcciones) la presión atmosférica. Es posible que si se hiciera el vacío en nosotros y se nos dejara soportar la presión del aire, sintiésemos durante el segundo que precediera a nuestra destrucción el peso terrible que nada neutralizaría ya. Del mismo modo, cuando los abismos de la enfermedad y de la muerte se abren en nosotros y ya nada tenemos que oponer al tumulto con que el mundo y nuestro propio cuerpo se abalanzan sobre nosotros, entonces sostener hasta el empujón de nuestros músculos, hasta el escalofrío que devasta nuestros tuétanos, entonces, incluso el mantenernos inmóviles en lo que de costumbre creemos que no es sino la simple posición negativa de una cosa, exige, si se quiere que la cabeza permanezca erguida y la mirada serena, energía vital, y se convierte en objeto de una pugna agotadora.

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