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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

El mundo de Guermantes (21 page)

BOOK: El mundo de Guermantes
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Ahora llevaba trajes más ligeros, o por lo menos más claros, y bajaba por la calle en que ya, como si estuviéramos en primavera, ante las estrechas tiendas intercaladas entre las vastas fachadas de los rancios hoteles aristocráticos, sobre la muestra de la tendera de manteca, de frutas, de legumbres, estaban echados los toldos contra el sol. Me decía yo que la mujer a quien veía desde lejos andar, abrir la sombrilla, cruzar la calle, era, a juicio de los entendidos, la artista actual más grande en el arte de realizar esos movimientos y hacer de ellos una cosa deliciosa. Ella, mientras tanto, avanzaba, ignorante de esa reputación difusa; su cuerpo cenceño, refractario, y que nada de aquélla había absorbido, se acercaba oblicuamente, bajo un chal de surá violeta; sus ojos desabridos y claros miraban distraídamente ante sí, y tal vez me habían visto; se mordía la comisura de los labios; la veía arreglarse el manguito, dar limosna a un pobre, comprar un ramillete de violetas a una florista, con la misma curiosidad que hubiera sentido al ver a un gran pintor dar pinceladas. Y cuando, al llegar junto a mí, me hacía un saludo al cual se agregaba a veces una ligera sonrisa, era como si hubiese hecho para mí, añadiéndole una dedicatoria, un dibujo a la aguada, que era una obra maestra. Cada uno de sus vestidos se me aparecía como un ambiente natural, necesario, como proyección de un aspecto particular de su alma. Una de las mañanas de cuaresma en que iba ella a almorzar fuera de casa, me la encontré con un traje de terciopelo rojo claro, ligeramente descotado en el cuello. El semblante de la señora de Guermantes parecía pensativo bajo sus cabellos rubios. Yo estaba menos triste que de costumbre porque la melancolía de su expresión, la manera de claustración que la violencia del color ponía en torno a ella y el resto del mundo, le daban un viso de desventura y de soledad que me tranquilizaba. Aquel traje me parecía la materialización, en torno a ella, de los rayos escarlata de un corazón que no le conocía y que acaso hubiera podido consolar yo; refugiada en la luz mística de la tela de suavizadas ondas, me hacía pensar en alguna santa de los primeros tiempos cristianos. Entonces me daba vergüenza de afligir con mi vista a aquella mártir: «Pero al fin y al cabo la calle es de todo el mundo».

La calle es de todo el mundo, proseguía, dando a estas palabras un sentido diferente, y admirándome de que, en efecto, en la populosa calle, a menudo húmeda de lluvia, y que se ponía preciosa, como lo es a veces la calle en las viejas ciudades de Italia, la duquesa de Guermantes mezclase a la vida pública momentos de su vida secreta, mostrándose así a cada uno, misteriosa, codeada por todos, con la espléndida gratitud de las grandes obras maestras. Como yo salía por la mañana, después de haberme pasado toda la noche despierto, a la hora de la siesta me decían mis padres que me echara un poco y cogiese el sueño. No hace falta para saber encontrarlo mucha reflexión; pero la costumbre e incluso la ausencia de la reflexión son muy útiles para ello. El caso es que una y otra me faltaban a esas horas. Antes de dormirme pensaba tanto tiempo que no iba a poder dormir que, aun adormecido, me quedaba todavía un poco de pensamiento. No era más que un fulgor en la oscuridad, casi completa, pero bastaba para hacer reflejarse en mi sueño, primero, la idea de que no iba a poder dormir; luego, reflejo de ese reflejo, la idea de que era durmiendo como me había venido la idea de que no dormía; después, por una nueva refracción, mi despertar… en un nuevo sopor en el que quería contar a unos amigos que habían entrado en mi habitación que un momento antes, mientras dormía, había creído que no dormía. Estas sombras eran apenas distintas; hubiera hecho falta una grande y harto vana delicadeza de percepción para apresarlas. Así, más tarde, en Venecia, mucho después de la puesta del sol, cuando parece que es completamente de noche, he visto, gracias al eco, invisible sin embargo, de una última nota de luz indefinidamente sostenida sobre los canales como por efecto de un pedal óptico, los reflejos de los palacios desplegados como para siempre en terciopelo más negro sobre el gris crepuscular de las aguas. Uno de mis sueños era la síntesis de lo que mi imaginación había tratado a menudo de representarse, durante la vigilia, de un determinado paisaje marino y de su pasado medieval. En mi sueño veía una ciudad gótica en medio de un mar de olas inmovilizadas como en un vitral. Un brazo de mar dividía en dos la ciudad; el agua verde se extendía a mis pies; bañaba en la orilla opuesta una iglesia oriental, luego unas casas que existían aún en el siglo XIV, hasta el punto de que ir hacia ellas hubiera sido remontar el curso de los tiempos. Este sueño, en que la naturaleza había aprendido del arte, en que el mar se había hecho gótico, este sueño, en que yo deseaba, en que creía abordar lo imposible, me parecía haberlo tenido ya a menudo. Mas como es propio de lo que uno se imagina mientras duerme multiplicarse en el pasado y aparecer, sin dejar de ser nuevo, como familiar, creí haberme engañado. Me di cuenta, por el contrario, de que, en efecto, tenía con frecuencia este sueño.

Hasta las disminuciones que caracterizan el sueño se reflejaban en el mío, pero de una manera simbólica: yo no podía distinguir en la oscuridad el rostro de los amigos que estaban allí, porque se duerme con los ojos cerrados; yo, que me dirigía a mí mismo razonamientos verbales sin fin mientras soñaba, en el momento en que quería dirigirme a mis amigos sentía que el sonido se detenía en mi garganta, porque no se habla distintamente en el sueño; quería ir hacia ellos y no podía cambiar de lugar mis piernas, porque tampoco se anda en el sueño; y, de repente, me daba vergüenza de aparecer delante de ellos, porque se duerme desvestido. Así, con los ojos ciegos, los labios sellados, las piernas atadas, el cuerpo desnudo, el bulto del sueño que proyectaba mi sueño mismo parecía una de esas grandes figuras alegóricas en que Giotto ha representado a la Envidia con una serpiente en la boca y que Swann me había dado.

Saint-Loup vino a París por unas horas solamente. Asegurándome que no había tenido ocasión de hablar de mí a su prima.

—No es nada amable Oriana —me dijo, traicionándose ingenuamente—, ya no es mi Oriana de antaño, me la han cambiado. Te aseguro que no vale la pena de que te ocupes de ella. Le haces demasiado honor. ¿No quieres que te presente a mi prima la de Poictiers? —añadió, sin darse cuenta de que eso no podría proporcionarme ningún placer—. Esa sí que es una joven inteligente y que te gustaría. Se ha casado con mi primo el duque de Poictiers, que es un buen chico, pero un poco simple para ella. La he hablado de ti. Me ha pedido que te lleve a su casa. Es mucho más bonita que Oriana, y más joven. Es lo que se dice una mujer amable, ¿sabes?, es una mujer bien.

Eran expresiones estas recién —y tanto más ardientemente— adoptadas por Roberto, y que significaban que su prima tenía una naturaleza delicada.

—No te diré que sea dreyfusista; también hay que tener en cuenta el medio en que vive, pero, en fin, dice: «Si fuese inocente, ¡qué horror que estuviera en la Isla del Diablo!». Comprendes, ¿verdad? Y luego, en fin, es una persona que hace mucho por sus antiguas institutrices: ha prohibido que las hagan subir por la escalera de servicio. Te aseguro que es una criatura
muy bien.
En el fondo, Oriana no la quiere porque se da cuenta de que es más inteligente.

Aunque absorbida por la lástima que le inspiraba un lacayo de los Guermantes —que no podía ir a ver a su novia, ni siquiera cuando la duquesa había salido, porque inmediatamente le habrían ido con el cuento de la portería—, Francisca se sintió desolada por no haber estado en casa en el momento de la visita de Saint-Loup; pero es que ahora también ella hacía visitas. Salía infaliblemente los días en que yo tenía necesidad de ella. Era siempre para ir a ver a su hermano, a su sobrina, y sobre todo a su propia hija, que había llegado hacía poco a París. Ya la naturaleza familiar de estas visitas que hacía Francisca, aumentaba mi irritación de verme privado de sus servicios, porque preveía que había de hablar de cada una de ellas como de una de esas cosas de que no es posible dispensarse, según las leyes enseñadas en Saint-André-des-Champs. Así, jamás escuchaba sus excusas sin un malhumor harto injusto, al cual venía a poner colmo la manera que tenía Francisca de decir, no: «he ido a ver a mi hermano, he ido a ver a mi sobrina», sino: «he estado a ver al hermano, he entrado
corriendo
a saludar a la sobrina (o a mi sobrina la carnicera)». En cuanto a su hija, Francisca hubiera querido verla volver a Combray. Pero la nueva parisiense, usando como una elegante de abreviaturas, sólo que vulgares, decía que la semana que tuviera que pasar en Combray le parecería muy larga, sin tener siquiera
l'Intran
[3]
. Menos aún quería irse a casa de la hermana de Francisca, cuya tierra era montañosa, porque «las montañas —decía la hija de Francisca, dando a la palabra
interesante
un sentido espantoso y nuevo— no son una cosa muy interesante». No podía decidirse a volver a Méséglise, donde «la gente es tan bruta», donde en el mercado las comadres, las «paletas», descubrirían que tenían parentesco con ella, y dirían: «¡Toma!, pero ¿no es la hija del finado Bazireau?». Mejor querría morir que volver para quedarse allá, «ahora que le había tomado el gusto a la vida de París», y Francisca, tradicionalista, sonreía, sin embargo, con complacencia ante el espíritu de innovación que encarnaba la nueva
parisiense
cuando decía: «Pues bueno, madre, el día que no te toque salir no tienes más que ponerme un continental».

El tiempo había vuelto a ponerse frío. «¿Salir? ¿Para qué? ¿Para pillar la muerte?», decía Francisca, que prefería quedarse en casa durante la semana que su hija, el hermano y la carnicera se habían ido a pasar a Combray. Por otra parte, como última sectaria en quien sobrevivía oscuramente la doctrina de mi tía Leonia, Francisca, que sabía de física, añadía, hablando de este tiempo fuera de sazón: «¡Es el resto de la cólera de Dios!». Pero yo no respondía a sus lamentaciones más que con una sonrisa llena de indolencia, tanto más indiferente a semejantes predicciones cuanto que de todas maneras había de hacer buen tiempo para mí; ya veía brillar el sol de la mañana sobre la colina de Frésole, me calentaba con sus rayos; su fuerza me obligaba a abrir y entornar los párpados sonriendo, y éstos, como lamparillas de alabastro, se colmaban de una claridad sonrosada. No eran sólo las campanas las que volvían de Italia; Italia había venido con esa luz. Mis manos fieles no carecían de flores para honrar el aniversario del viaje que debía haber hecho yo en otro tiempo, porque desde que en París habían vuelto a enfriarse los días, como otro año, en el momento en que hacíamos nuestros preparativos de viajes a fines de la cuaresma, en el aire líquido y glacial que bañaba los castaños, los plátanos de los bulevares, el árbol del patio de nuestra casa, entreabrían ya sus hojas como en una copa de agua pura los narcisos, los junquillos, las anémonas del Ponte-Vecchio.

Mi padre nos había contado que ahora sabía por A. J. a dónde iba el señor de Norpois cuando él se lo encontraba en la casa.

—Va a casa de la señora de Villeparisis, la conoce mucho, yo no sabía nada. Parece que es una persona deliciosa, una mujer superior. Debías ir a verla tú —me dijo—. Por otra parte, me he quedado asombradísimo. Me ha hablado del señor de Guermantes como de un hombre de lo más distinguido; yo lo había tomado siempre por un bestia. Parece que sabe una infinidad de cosas, que tiene un gusto perfecto, únicamente que está muy orgulloso de su nombre y de su parentela. Pero por lo demás, según dice Norpois, su situación es enorme, no sólo aquí, sino en toda Europa. Parece que el emperador de Austria, el emperador de Rusia, le tratan lo que se dice como a un amigo. El bueno de Norpois me ha dicho que la señora de Villeparisis te quería mucho, y que en su salón conocerías gente interesante. Me ha hecho un gran elogio de ti; en casa de ella te lo encontrarás, e incluso podría aconsejarte bien si has de escribir. Porque estoy viendo que no vas a hacer otra cosa. Eso podrá parecerles a algunos una buena carrera; yo no es la que hubiera preferido para ti, pero pronto serás un hombre, no vamos a estar siempre a tu lado y no debemos impedirte que sigas tu vocación.

¡Si al menos hubiera podido yo empezar a escribir! Pero cualesquiera que fuesen las condiciones en que abordase este proyecto (lo mismo, ¡ay!, que el de no volver a tomar alcohol, acostarme temprano, dormir, estar bien), fuese con arrebato, con método, con gusto, privándome de un paseo, aplazándolo y reservándolo como recompensa, aprovechando una hora de encontrarme bien, utilizando la inacción forzada de un día de enfermedad, lo que acababa siempre por resultar de mis esfuerzos era una página en blanco, virgen de toda escritura, ineluctable, como esa carta forzosa que en ciertos juegos se acaba por echar fatalmente, de cualquier manera que se hayan barajado antes las cartas. Yo no era más que el instrumento de unos hábitos de no trabajar, de no acostarme, de no dormir, que tenían que realizarse a toda costa; si no me resistía a ellos, si me contentaba con el pretexto que tomaban de la primera circunstancia que les ofreciese aquel día para dejarles obrar a su antojo, salía del paso sin demasiado perjuicio, descansaba unas cuantas horas; de todas maneras, al final de la noche, leía un poco, no hacía demasiados excesos; pero si quería contrariarlos, si pretendía meterme en cama temprano, no beber más que agua, trabajar, se irritaban, acudían a los grandes recursos, me ponían materialmente enfermo, me veía obligado a duplicar la dosis de alcohol, no me metía en la cama en dos días, ni siquiera podía leer ya, y me prometía para otra vez ser más prudente, es decir, ser menos sensato, como una víctima que se deja robar por miedo a que, si se resiste, la asesinen.

Mi padre, entretanto, se había encontrado una o dos veces con el señor de Guermantes, y ahora que el señor de Norpois le había dicho que el duque era un hombre notable, ponía más atención a sus palabras. Precisamente hablaron en el patio de la señora de Villeparisis. «Me ha dicho que era su tía; él pronuncia Villeparis. Me ha dicho de ella que era extraordinariamente inteligente. Ha añadido, incluso, que tenía abierta tienda de ingenio», añadió mi padre, impresionado por la vaguedad de esta expresión que había leído una o dos veces en algunas memorias, pero a la que no vinculaba un sentido preciso. Pero mi madre sentía tanto respeto hacia él que, al ver que no le era indiferente que la señora de Villeparisis tuviese abierta tienda de ingenio, juzgó que el hecho era de alguna trascendencia. A pesar de saber de toda la vida por mi abuela lo que valía exactamente la marquesa, se formó inmediatamente una idea de ella más ventajosa. Mi abuela, que estaba un poco indispuesta, no se mostró muy favorable en el primer momento a la visita; después se desinteresó de ella. Desde que vivíamos en nuestro nuevo piso, la señora de Villeparisis la había instado varias veces a que fuese a verla. Y mi abuela había respondido siempre que no salía en aquellos momentos, con una de aquellas cartas que, por una costumbre nueva y que no comprendíamos, ya no sellaba por su propia mano, dejando a Francisca el cuidado de cerrarlas. En cuanto a mí, sin acabar de representarme la «tienda de ingenio», no me hubiera extrañado gran cosa encontrarme a la anciana dama de Balbec instalada delante de un
buró
[4]
, como por lo demás llegó a ocurrir.

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