—No me extraña —dijo Saint-Loup—, porque es un hombre inteligente. Pero, a pesar de todo, los prejuicios de nacimiento, y sobre todo el clericalismo le ciegan. ¡Ah! —me dijo—, el comandante Duroc, el profesor de Historia militar de que te he hablado, ése sí que, a lo que parece, comparte por completo nuestras ideas. Por lo demás, me hubiera chocado lo contrario, porque no sólo es de una inteligencia sublime, sino radical socialista y francmasón.
Tanto por cortesía para con sus amigos, a quienes las profesiones de fe dreyfusistas de Saint-Loup les resultaban desagradables, como porque el resto me interesaba más, pregunté a mi vecino si era exacto que aquel comandante hacía una demostración de la historia militar de verdadera belleza estética. «Es absolutamente cierto».
—Pero ¿qué entiende usted por eso?
—Verá usted: todo lo que usted lee, supongamos que en la relación de un narrador militar, los hechos más menudos, los acontecimientos más pequeños no son más que signos de una idea que hay que poner al desnudo, y que con frecuencia encubre otras, como un palimpsesto. De manera que tiene usted un conjunto tan intelectual como el que puedan ofrecer una ciencia o un arte cualesquiera, y que es satisfactorio para el espíritu.
—Por medio de ejemplos, si no me engaño.
—Es difícil decirte cómo —interrumpió Saint-Loup—. Tú lees, pongo por caso, que tal cuerpo ha intentado… Aun antes de pasar más adelante, el nombre del cuerpo, su composición, no carecen de significado. Si no es la primera vez que se ensaya la operación, y si para la misma operación vemos que aparece otro cuerpo, esto puede ser señal de que los cuerpos precedentes han sido aniquilados o muy maltratados por esa operación, que ya no están en estado de llevarla a término. Ahora bien; es preciso informarse de qué cuerpo era el que hoy ha sido aniquilado, si eran tropas de combate, dejadas en reserva para ataques de importancia, ya que un nuevo cuerpo de calidad inferior tiene pocas probabilidades de salir airoso allí donde ellas han fracasado. Además, si no se está en los comienzos de una campaña, ese mismo cuerpo nuevo puede estar compuesto de elementos tomados de acá y de allá, lo cual, en lo que se refiere a las fuerzas de que todavía dispone el beligerante, a la proximidad del momento en que esas fuerzas serán inferiores a las del adversario, puede facilitar indicaciones que darán a la misma operación que ese cuerpo va a intentar una significación diferente, porque, si ya no se halla en estado de reparar sus pérdidas, sus mismos triunfos no harán más que encaminarlo, aritméticamente, hacia el aniquilamiento final. Por otra parte, el número que designa al cuerpo que se le opone no tiene menos significación. Si, por ejemplo, es una unidad mucho más débil y que ha consumido ya varias unidades importantes del adversario, la misma operación cambia de carácter, porque, aun cuando hubiese de acabar con la pérdida de la posición que el defensor ocupaba, el haberla ocupado durante algún tiempo puede ser un gran triunfo, si con fuerzas mínimas ha bastado para destruir otras muy importantes del adversario. Como puedes comprender, si en el análisis de los cuerpos comprometidos se encuentran cosas de tal importancia, el estudio de la posición misma, de las vías férreas, de las carreteras que esa posición domina, de los avituallamientos que protege, tienen mayores consecuencias aún. Hay que estudiar lo que llamaré todo el contexto militar —añadió, riéndose. (Y, en efecto, quedó tan satisfecho de esta expresión, que, más adelante, cada vez que la empleaba, incluso meses después, tenía siempre la misma risa)—. Mientras que uno de los beligerantes prepara la acción, si lees que una de sus patrullas es destruida en las inmediaciones de la posición por el otro beligerante, una de las conclusiones que puedes sacar es que el primero trataba de percatarse de los trabajos defensivos con que el segundo tiene intención de hacer fracasar su ataque. Una acción particularmente violenta en un punto dado puede significar el deseo de conquistar ese punto, pero también el deseo de detener en él al adversario, de no responder a su ataque allí donde ha atacado o no ser más que una finta, inclusive, y ocultar, bajo esa intensificación de la violencia, disminuciones de tropas en ese lugar (finta clásica en las guerras de Napoleón). Por otra parte, para comprender el significado de una maniobra, su objetivo probable y, por consiguiente, de qué otras irá acompañada o seguida, no es indiferente consultar no tanto lo que sobre ese particular anuncie el mando —lo cual puede estar destinado a engañar al adversario, a disfrazar un posible fracaso— como las ordenanzas militares del país. Siempre es de suponer que la maniobra que ha querido intentar un ejército es la que prescribía la ordenanza en vigor en circunstancias análogas. Si, por ejemplo, la ordenanza prescribe que un ataque de frente vaya acompañado de un ataque por el flanco; si, al fracasar este segundo ataque, el mando pretende que este último no tenía ninguna conexión con el primero y que sólo era una diversión, hay probabilidades de que la verdad deba buscarse en la ordenanza y no en lo que diga el mando. Y no sólo hay las ordenanzas de cada ejército, sino sus tradiciones, sus costumbres, sus doctrinas. El estudio de la acción diplomática en perpetuo estado de acción o de reacción sobre la acción militar tampoco debe ser desatendido. Incidentes en apariencia insignificantes, mal comprendidos en su tiempo, te explicarán que el enemigo, contando con un auxilio de que esos incidentes explican que se ha visto privado, no ha ejecutado en realidad sino una parte de su acción estratégica. De suerte que, si sabes leer la historia militar, lo que es narración confusa para el común de los lectores será para ti un encadenamiento tan racional como un cuadro lo es para el aficionado que sabe mirar lo que el personaje lleva sobre sí y tiene en las manos, en tanto que el visitante atolondrado de los museos se deja atontar y poner la cabeza hecha un bombo por unos vagos colores. Pero, como ocurre con determinados cuadros, que no basta observar que el personaje sostiene un cáliz, sino que hay que saber por qué le ha puesto el pintor un cáliz en las manos, lo que simboliza con eso, esas operaciones militares, aun fuera de su fin inmediato, están de ordinario, en el espíritu del general que dirige la campaña, calcadas de campañas más antiguas que son, si quieres, como el pasado, como la biblioteca, como la erudición, como la etimología, como la aristocracia de las nuevas batallas. Repara que no hablo en este momento de la identidad local, como yo diría, espacial de las batallas. También existe. Un campo de batalla no ha sido, o no será a través de los siglos, más que el campo de una sola batalla. Si ha sido campo de batalla es porque reunía determinadas condiciones de situación geográfica, de naturaleza geológica, defectos, inclusive, propios para estorbar al adversario (porque un río lo cortase en dos) y que han hecho de ese lugar un buen campo de batalla. Por consiguiente, lo ha sido, lo será. No se hace un estudio de pintor de una habitación cualquiera; no se hace un campo de batalla de cualquier lugar. Hay lugares predestinados. Pero, una vez más, no es de esto de lo que hablaba, sino del tipo de batalla que se imita, de una especie de calco estratégico, de remedo táctico, si quieres: la batalla de Ulm, de Lodi, de Leipzig, de Cannas. No sé si habrá guerras aún, ni entre qué pueblos; pero si las hay, ten por seguro que habrá (y conscientemente por parte del jefe) un Cannas, un Austerlitz, un Rosbach, un Waterloo, sin hablar de las demás; algunos no se muerden la lengua para decirlo. El mariscal von Schieffer y el general de Falkenhausen han preparado de antemano contra Francia una batalla de Cannas, del género Aníbal, con fijación del adversario en todo el frente y avance por las dos alas, sobre todo por la derecha, en Bélgica, mientras que Bernhadi prefiere el orden oblicuo de Federico el Grande, Lenthen más bien que Cannas. Otros exponen con menos crudeza sus miras, pero te garantizo, querido, que Beauconseil, el comandante de caballería ese a quien te he presentado el otro día y que es un oficial de mucho porvenir, ha madurado su pequeño ataque al Pratzen, se lo sabe palmo a palmo, lo guarda de reserva, y, como alguna vez tenga ocasión de ejecutarlo, no le fallará el golpe y nos servirá su plan en gran escala. El rompimiento del centro en Rívoli, ¡bueno!, eso volverá a hacerse como haya nuevas guerras. Está tan poco mandado recoger como la
Ilíada.
Añado que estamos casi condenados a los ataques de frente, porque no se quiere volver a caer en el error del 70, sino hacer la ofensiva, nada más que la ofensiva. Lo único que me desconcierta es que si sólo a espíritus retardatarios veo oponerse a esta magnífica doctrina, con todo, uno de mis maestros más jóvenes, que es un hombre de genio, Mangin, quisiera que se dejase su puesto, puesto provisional, naturalmente, a la defensiva. No se sabe qué responderle cuando cita como ejemplo a Austerlitz, donde la defensiva no es más que el preludio del ataque y de la victoria.
Estas teorías de Saint-Loup me hacían feliz. Me permitían esperar que acaso no me engañase en mi vida de Doncières respecto de estos oficiales de quienes oía hablar bebiendo el
sauternes,
que proyectaba sobre ellos su reflejo de hechizo, con el mismo fenómeno de aumento que había hecho que me pareciesen enormes, mientras estaba en Balbec, el rey y la reina de Oceanía, la minúscula sociedad de los cuatro sibaritas, el joven jugador, el cuñado de Legrandin, disminuidos ahora a mis ojos hasta parecerme inexistentes. Lo que hoy me agradaba tal vez no llegase a serme indiferente mañana, como me había ocurrido siempre hasta aquí; el ser que todavía era yo en este momento acaso no estuviese llamado a una destrucción próxima, ya que a la pasión ardiente y fugitiva que ponía yo en estos escasos días en todo lo concerniente a la vida militar, Saint-Loup, con lo que acababa de decirme tocante al arte de la guerra, añadía un fundamento intelectual de naturaleza permanente, capaz de sujetarme con bastante fuerza para que pudiese creer, sin tratar de engañarme a mí mismo, que, una vez fuera de allí, seguiría interesándome por los trabajos de mis amigos de Doncières, y que no tardaría en volver a su lado. A fin de estar más seguro, sin embargo, de que ese arte de la guerra fuese propiamente un arte en el sentido espiritual de la palabra:
—Me interesa usted, perdón, me interesas mucho —le dije a Saint-Loup—; pero, mira, hay un punto que me preocupa. Siento que podría apasionarme por el arte militar, mas para ello sería preciso que no lo creyese hasta tal extremo diferente de las demás artes, que en él no lo fuese todo la regla aprendida. Me dices que las batallas se calcan. Encuentro estético, en efecto, como decías tú, ver bajo una batalla moderna otra más antigua; no puedo decirte cómo me gusta esta idea. Pero entonces, ¿es que el genio del jefe no es nada? ¿No hace realmente más que aplicar reglas? ¿O bien, en igualdad de saber, hay grandes generales, como hay grandes cirujanos que, con ser los mismos desde un punto de vista material los elementos dados por dos estados morbosos, sienten, sin embargo, por un detalle ínfimo, debido tal vez a su experiencia, pero sometido luego a interpretación, que en el caso tal deben hacer de preferencia tal cosa, que en el caso cuál deben hacer más bien lo otro, que en tal otro caso es preferible operar y que en el caso de más allá conviene abstenerse?
—¡Pues ya lo creo! Verás que Napoleón no atacaba cuando todas las reglas exigían que atacase, sino que una oscura adivinación le disuadía de hacerlo. Por ejemplo, fíjate en Austerlitz, o bien, en 1806, en sus instrucciones de Lannes. Pero verás que algunos generales imitan escolásticamente tal maniobra de Napoleón y llegan al resultado diametralmente opuesto. Diez ejemplos de ellos tenemos en 1870. Pero aun en lo que se refiere a la interpretación de lo que
puede
hacer el adversario, lo que hace no es más que un síntoma que puede significar muchas cosas diferentes. Cada una de esas cosas posee iguales probabilidades de ser la verdadera, si nos atenemos al razonamiento y a la ciencia, del mismo modo que en ciertos casos complejos toda la ciencia médica del mundo no bastará para decidir si el tumor invisible es fibroso o no, si debe hacerse o no la operación. Es el olfato, la adivinación del género de madame de Thèbes (ya me entiendes) lo que decide, en el general como en el gran médico. Así he dicho, para ponerte un ejemplo, lo que podía significar un reconocimiento al principio de una batalla. Pero eso mismo puede significar otras diez cosas; por ejemplo: hacer creer al enemigo que se va a atacar por un punto, mientras que se quiere atacar por otro; tender una cortina que le impida ver los preparativos de la operación real; obligarle a reunir tropas, a fijarlas, a inmovilizarlas en otro sitio que allí donde son necesarias; percatarse de las fuerzas de que dispone, tantearlo, forzarle a que descubra su juego. Incluso, a veces, el hecho de que se comprometan en una operación tropas enormes no prueba que esa operación sea la verdadera; porque puede ejecutarse seriamente, bien que sea sólo una finta, para que esa finta tenga más probabilidades de engañar. Si tuviera tiempo de relatarte desde este punto de vista las guerras de Napoleón, te aseguro que los simples movimientos clásicos que estudiamos y que nos verás hacer cuando estemos de servicio en el campo, por simple gusto de pasear, bergante… no, bien sé que estás enfermo, ¡perdón!; bueno, pues en una guerra, cuando se siente tras esos movimientos la vigilancia, el razonamiento y las profundas investigaciones del alto mando, se siente uno conmovido ante ellos como ante los simples fuegos de un faro, luz material, pero emanación del espíritu, que hurga el espacio para señalar el peligro a los barcos. Acaso haga mal, incluso, en hablarte solamente de la literatura de la guerra. En realidad, así como la constitución del suelo, la dirección del viento y de la luz indican de qué lado ha de crecer un árbol, así las condiciones en que se lleva a cabo una campaña, las características del terreno en que se maniobra, dirigen en cierto modo y limitan los planes en que puede escoger el general. De manera que siguiendo las montañas, en un sistema de valles, en determinadas llanuras, puedes, casi con el carácter de necesidad y de grandiosa belleza de las avalanchas, predecir la marcha de los ejércitos.
—Niegas ahora la libertad del jefe, la adivinación del adversario que quiere leer en sus planes, cuando hace un instante la admitías.
¡Nada de eso! ¿Recuerdas aquel libro de filosofía que leíamos juntos en Balbec, la riqueza del mundo de las posibilidades respecto del mundo real? Pues, bueno, lo mismo ocurre en arte militar. En una situación dada habrá cuatro planes que se impongan, y entre los cuales ha podido escoger el general, como una enfermedad puede seguir diversas evoluciones con las que el médico debe contar. Y también en esto son nuevas causas de incertidumbre la debilidad y la grandeza humanas. Porque, entre esos cuatro planes, pongamos que razones contingentes (como son fines accesorios que hay que conseguir, o el tiempo, que apremia, o el escaso número y el mal avituallamiento de sus hombres en efectivo) hagan que el general prefiera el primer plan, que es menos perfecto, pero de ejecución menos costosa, más rápida, y que tiene por terreno una comarca más rica para alimentar a su ejército. Es posible que, habiendo empezado por ese primer plan que el enemigo, inseguro al principio, leerá de corrido bien pronto, al no poder salir adelante con él, debido a obstáculos demasiado grandes —es lo que llamo yo el albur nato de la debilidad humana—, el general tenga que abandonarlo y acometer el segundo, el tercero o el cuarto. Mas puede ocurrir asimismo que sólo haya intentado el primero —y es lo que yo llamo la grandeza humana— por finta, para inmovilizar al adversario de modo que lo sorprenda allí por donde no creía que hubiera de ser atacado. Así fue como en Ulm, Mack, que esperaba al enemigo por el oeste, se vio envuelto por el norte, donde se creía sobradamente tranquilo. Mi ejemplo, por lo demás, no es muy bueno. Y Ulm es uno de los mejores tipos de batalla de movimientos envolventes que el porvenir verá reproducirse, porque no sólo es un ejemplo clásico en que habrán de inspirarse los generales, sino una forma en cierto modo necesaria (necesaria entre otras, lo cual deja margen a la opción, a la variedad), como un tipo de cristalización. Pero todo esto no quiere decir nada, ya que estos cuadros son, a pesar de todo, ficticios. Vuelvo a nuestro libro de filosofía; es lo mismo que los principios racionales, o que las leyes científicas: la realidad se ajusta, sobre poco más o menos, a esto; pero acuérdate del gran matemático Poincaré: no es seguro que las matemáticas sean rigurosamente exactas. En cuanto a las ordenanzas de que te he hablado, tienen, en suma, una importancia secundaria, y, por otra parte, cambian de tiempo en tiempo. Así, nosotros, los de caballería, vivimos con arreglo al
Servicio de campaña
de 1895, del cual puede decirse que está mandado recoger, ya que descansa en la añeja y anticuada doctrina que considera que el combate de caballería tiene poco más que un efecto moral, por el terror que la carga produce en el adversario. Ahora bien, los más inteligentes de nuestros maestros, lo mejor de la caballería, y especialmente el comandante de que antes te hablaba, consideran, por el contrario, que la decisión se conseguirá gracias a una verdadera refriega en que se esgriman el sable y la lanza, y en la que el más tenaz saldrá vencedor, no sólo moralmente y por la impresión de terror, sino materialmente.