—Pero tenemos que volver al lado de los demás: y aún no le he pedido a usted más que una de las dos cosas, la menos importante; la otra lo es más para mí, pero temo que me la niegue usted: ¿le molestaría que nos tuteásemos?
—¡Molestarme! ¡Por Dios! ¡Alegría! ¡Lágrimas de alegría! ¡Felicidad insólita!
—¡Si viera usted cómo se lo agradezco… te lo agradezco! Bueno, cuando usted haya empezado. Es para mí un goce tan grande que, si le parece, puede usted no hacer nada en lo que se refiere a la señora de Guermantes; con el tuteo me basta.
—Se harán las dos cosas.
—¡Ah!, Roberto, oiga usted —volví a decir a Saint-Loup durante la comida—. ¡Oh, es tan cómica esta conversación a retazos! Y, por otra parte, no sé por qué, ¿sabe usted?, la señora de que acabo de hablarle…
—Sí.
—Ya sabe usted a quién me refiero.
—Pero, bueno, me está usted tomando por un cretino de Valais, por un
retrasado…
—¿No querría usted darme su fotografía?
Pensaba pedirle solamente que me la prestase. Pero en el momento de hablar me sentí acometido de timidez, encontré indiscreta mi petición, y, por no dejarlo ver, la formulé más brutalmente, la abulté todavía más, como si hubiera sido absolutamente natural.
—No; antes tendría que pedirle permiso a ella —me respondió.
Inmediatamente se sonrojó. Comprendí que le quedaba un pensamiento oculto, que me atribuía a mí otro, que sólo a medias serviría a mi amor bajo la reserva de ciertos principios de moralidad, y le aborrecí.
Y, sin embargo, me sentía conmovido al ver cuán diferente se mostraba Saint-Loup para conmigo desde el momento en que ya no estaba a solas con él y que sus amigos hacían de terceros. Su mayor amabilidad me hubiera dejado indiferente si hubiese creído que fuera afectada; pero la sentía involuntaria y hecha solamente de todo lo que debía decir acerca de mí cuando yo estaba ausente y que callaba cuando me encontraba a solas con él. En nuestros coloquios íntimos sospechaba yo, desde luego, el placer que encontraba él en charlar conmigo, pero ese placer seguía siendo casi siempre inesperado. Ahora, ante las mismas frases mías que de ordinario saboreaba sin percatarse de ello, espiaba con el rabillo del ojo si producían en sus amigos el efecto con que había contado él y que debía responder a lo que él les había anunciado. La madre de una debutante no tiene más pendiente su atención del papel de su hija y de la actitud del público. Si yo había dicho alguna frase ante la cual, a solas conmigo, hubiera sonreído simplemente, temía que no la hubiesen comprendido los demás, me decía: «¿Cómo?, ¿cómo?», para hacérmela repetir con objeto de hacer que prestasen atención, y en seguida, volviéndose hacia los demás y convirtiéndose, sin querer, al mirarlos con expresión risueña, en entrenador de su risa, me presentaba por vez primera la idea que tenía de mí y que a menudo debía de haberles expresado. De suerte que yo me percibía súbitamente a mí mismo desde fuera, como quien lee su propio nombre en el periódico o se ve en un espejo.
Una de esas noches me ocurrió que quise contar una historia bastante cómica a propósito de la señora de Blandais, pero me detuve inmediatamente, recordando que Saint-Loup conocía ya la anécdota y que, al querer decírsela al día siguiente de mi llegada, me había atajado diciéndome: «Ya me la ha contado usted en Balbec». Así es que me quedé estupefacto cuando vi que Saint-Loup me exhortaba a que continuase, asegurándome que no conocía aquella historia, y que le divertiría mucho. Le dije: «No se acuerda usted en este momento, pero la reconocerá en seguida». «No, te juro que te engañas. No me la has contado nunca. Anda». Y en lo que duró la historia, clavaba febrilmente sus miradas, encantado, tan pronto en mí como en sus compañeros. Sólo cuando hube acabado entre las risas de todos, comprendí que Saint-Loup había pensado que la historia daría una elevada idea de mi ingenio a sus camaradas, y que por eso había fingido no conocerla. Así es la amistad.
A la tercera noche, uno de sus amigos con quien no había tenido ocasión de hablar los dos primeras veces, habló largamente conmigo, y le oí decir a media voz a Saint-Loup el gusto que le daba nuestra charla. Y, en efecto, pasamos juntos casi toda la velada hablando ante nuestros vasos de
sauternes
que no vaciábamos, separados, protegidos de los demás por los velos magníficos de una de esas simpatías entre hombres que, cuando no tienen por base un atractivo físico, son las únicas que sean completamente misteriosas. Así, dotado de esa naturaleza enigmática, me había parecido en Balbec el sentimiento que Saint-Loup experimentaba respecto de mí, sentimiento que no se confundía con el interés de nuestras conversaciones, desligado de todo vínculo material, invisible, intangible, y cuya presencia, empero, sentía en sí como una especie de flogístico, de gas, suficiente para hablar de ello riéndose. Y tal vez había algo más sorprendente aún en esta simpatía nacida aquí en una sola velada, como una flor que se hubiera abierto en unos minutos al calor de esta reducida habitación. No pude menos de preguntarle a Saint-Loup, a tiempo que estaba hablándome de Balbec, si era cosa verdaderamente decidida que se casaba con la señorita de Ambresac. Me declaró que no sólo no era cosa decidida, sino que nunca se había tratado de ello, que jamás había visto a tal señorita, que no sabía quién era. Si yo hubiese visto en aquel momento a algunas de las personas de la buena sociedad que habían anunciado esa boda, me hubiesen dado parte de la de la señorita de Ambresac con otro que no fuera Saint-Loup, y de la de Saint-Loup con una señorita diferente de la de Ambresac. Yo les hubiera dejado sobremanera estupefactas al recordarles sus predicciones contrarias y tan recientes aún. Para que este pequeño juego pueda continuar y multiplicar las noticias falsas, acumulando sucesivamente el mayor número de ellas, la naturaleza ha dotado a ese género de jugadores de una memoria tanto más exigua cuanto mayor es su credulidad.
Saint-Loup me había hablado de otro de sus camaradas que también se encontraba allí, con el cual se entendía particularmente bien, ya que ambos eran en aquel medio los dos únicos partidarios de la revisión del proceso Dreyfus.
—¡Oh!, lo que es ése no es como Saint-Loup; es un energúmeno —me dijo mi nuevo amigo—; ni siquiera va de buena fe. Al principio decía: «No hay más que esperar; tenemos un hombre a quien conozco bien: agudo y bueno, el general de Boisdeffre; a cierraojos podremos admitir su parecer». Pero cuando supo que Boisdeffre proclamaba la culpabilidad de Dreyfus, ya no valía nada Boisdeffre; el clericalismo, los prejuicios del Estado Mayor le impedían juzgar sinceramente, aun cuando nadie sea, o fuese, por lo menos, tan clerical como nuestro amigo antes de su Dreyfus. Entonces nos dijo que de todas maneras se sabría la verdad, porque el asunto iba a ir a manos de Saussier, y que éste, soldado republicano (nuestro amigo pertenece a una familia ultramonárquica), era un hombre de bronce, una conciencia inflexible. Pero cuando Saussier ha proclamado la inocencia de Esterhazy, nuestro amigo encontró nuevas explicaciones de ese veredicto, desfavorables, no para Dreyfus, sino para el general Saussier. Lo que cegaba a Saussier era el espíritu militarista (y observe usted que nuestro amigo es tan militarista como clerical, o, por lo menos, lo era, porque ya no sé qué pensar de él). Su familia está desolada de verle dominado por esas ideas.
—Mire usted —dije, volviéndome a medias hacia Saint-Loup por que no pareciese que me aislaba, al mismo tiempo que me volvía a su compañero para hacerle participar de la conversación—: es que la influencia que se atribuye al ambiente es particularmente cierta en lo que se refiere al ambiente intelectual. Cada uno es el hombre de su idea; hay muchas menos ideas que hombres, y así, todos los hombres aferrados a la misma idea se parecen. Como una idea no tiene nada de material, los hombres que sólo materialmente están en torno al hombre de una idea no modifican a ésta ni poco ni mucho.
Saint-Loup no se contentó con esta comparación. En un delirio de alegría, que sin duda redoblaba la que sentía al hacerme brillar ante sus amigos, con extremada volubilidad, me repetía, palmoteándome como a un caballo que ha llegado el primero a la meta:
—¿Sabes que eres el hombre más inteligente que conozco?
Se corrigió, y añadió:
—Tú y Elstir. ¿No te molesta, verdad? ¿Comprendes? Es un escrúpulo. Comparación: te lo digo como pudiera decirse a Balzac: es usted el novelista más grande del siglo, con Stendhal. Exceso de escrúpulo, ¿comprendes?; en el fondo, una admiración inmensa. ¿No? No le regateas méritos a Stendhal, ¿verdad? —añadía con una ingenua confianza en mi juicio, confianza que traducía en una encantadora interrogación sonriente, casi infantil, de sus ojos verdes.
—Bueno, veo que eres de mi opinión. Bloch detesta a Stendhal; en él me parece estúpido. De todas maneras,
La Cartuja
es enorme, ¿no? Me alegra que seas de mi parecer. ¿Qué es lo que más te gusta de
La Cartuja
?, contesta —me decía con juvenil impetuosidad. Y su fuerza física, amenazadora, daba casi algo espantoso a su pregunta—. ¿Mosca? ¿Fabricio?
Yo respondía tímidamente que Mosca tenía algo del señor de Norpois. Afirmación que desencadenaba una tempestad de risa en el joven Sigfredo Saint-Loup. No había acabado de añadir:
—Pero Mosca es mucho más inteligente, menos pedantesco —cuando oí a Roberto gritar «¡bravo!», aplaudiendo realmente, riendo hasta ahogarse, y gritando: «¡Exacto! ¡Excelente! Eres único».
En este momento me interrumpió Saint-Loup porque uno de los militares jóvenes acababa, sonriendo, de señalarme, diciéndole: «Duroc, es Duroc calcado». Yo no sabía qué quería decir con eso, pero sentía que la expresión del rostro intimidado era más que benévola. Cuando yo hablaba, hasta la aprobación de los demás le parecía a Saint-Loup excesiva, y exigía silencio. Y como un director de orquesta que interrumpe a sus músicos dando un golpe con la batuta porque alguien ha hecho ruido, riñó al perturbador:
—Gibergue —dijo—, debe usted callar cuando está hablando alguien. Ya dirá usted luego lo que tenga que decir. Vamos, siga usted —me dijo.
Respiré, porque temía que me hiciese volver a empezar.
—Y como una idea —empecé— es algo que no puede participar de los intereses humanos ni podría gozar de sus beneficios, los hombres de una idea no son influidos por el interés.
—¡Me parece que ha dicho algo, chicos! —exclamó, después que yo hube acabado de hablar, Saint-Loup, que me había seguido con los ojos con la misma solicitud ansiosa que si hubiera estado andando por la cuerda floja—. ¿Qué es lo que quería usted decir, Gibergue?
—Decía que el señor me recordaba al comandante Duroc. Me parecía estar oyéndole.
—También yo he pensado en ello más de una vez —respondió Saint-Loup—; hay muchos puntos de contacto entre los dos, pero ya verán ustedes cómo éste tiene miles de cosas que no tiene Duroc.
Así como un hermano de este amigo de Saint-Loup, alumno de la Schola Cantorum, pensaba de toda obra musical nueva, en modo alguno como su padre, su madre, sus primos, sus camaradas de club, sino exactamente como todos los demás alumnos de la Schola, así este alférez noble (del cual se formó Bloch una idea extraordinaria cuando le hablé de él, porque, conmovido al enterarse de que era de su mismo partido, se lo imaginaba, sin embargo, por sus orígenes aristocráticos y su educación religiosa y militar, que no podía ser más diferente de la suya, adornado del mismo encanto que un natural de una comarca remota) tenía una
mentalidad,
como empezaba a decirse entonces, análoga a la de todos los dreyfusistas, en general, y a la de Bloch en particular, y sobre la cual no podían tener el menor influjo las tradiciones de su familia ni los intereses de su carrera. Así se había casado un primo de Saint-Loup con una princesa de Oriente que, según decían, hacía versos tan hermosos como los de Víctor Hugo o de Alfredo de Vigny, y a la cual, a pesar de ello, se le suponía un espíritu diferente del que pudiera concebirse, un espíritu de princesa de Oriente recluida en un palacio de
Las mil y una noches.
Los escritores que tuvieron privilegio de acercarse a ella se encontraron con la decepción, o más bien con la alegría de oír una conversación que daba la idea, no de una Sherazada, sino de un ser genial del linaje de Alfredo de Vigny o de Víctor Hugo.
Lo que más me gustaba era hablar con este joven, como con los restantes amigos de Roberto, por lo demás, y con el propio Roberto, del cuartel, de los oficiales de la guarnición, del ejército en general. Gracias a esa escala, inmensamente ampliada, en que vemos las cosas, por pequeñas que sean, en cuyo círculo comemos, charlamos, vivimos nuestra vida real; gracias a ese formidable aumento que sufren y que hace que el resto ausente del mundo no pueda luchar con ellas y adquiera, a su lado, la inconsistencia de un sueño, había empezado a interesarme por las diversas personalidades del cuartel, por los oficiales que encontraba en el patio cuando iba a ver a Saint-Loup, o, si estaba despierto, cuando el regimiento pasaba por debajo de mis ventanas. Hubiera querido saber detalles acerca del comandante a quien tanto admiraba Saint-Loup, y sobre el curso de historia militar, que me habría encantado
estéticamente inclusive.
Sabía que, en Roberto, cierto verbalismo solía ser con demasiada frecuencia un tanto huero; pero otras veces significaba la asimilación de ideas profundas que era muy capaz de comprender. Desgraciadamente, desde el punto de vista del ejército, Roberto estaba preocupado, sobre todo en aquel momento, por el asunto Dreyfus. Hablaba poco de ello, porque era el único dreyfusista de su mesa; los demás eran violentamente hostiles a la revisión, salvo mi vecino de mesa, mi nuevo amigo, cuyas opiniones parecían bastante flotantes. Admirador convencido del coronel, que pasaba por ser un oficial notable y que había censurado la agitación contra el ejército en diversas órdenes del día, que le hacían pasar por antidreyfusista, mi vecino había sabido que su jefe había dejado escapar algunas afirmaciones que habían permitido creer que tenía dudas en cuanto a la culpabilidad de Dreyfus y que conservaba su estimación a Picard. Respecto a este último punto, en todo caso, el rumor del relativo dreyfusismo del coronel estaba mal fundado, como todos los rumores que, sin que nadie sepa de dónde vienen, se producen en torno a toda cuestión de importancia. Porque, poco después, como este coronel fuese encargado de interrogar al antiguo jefe de la oficina de informes, lo trató con una brutalidad y un desprecio que jamás habían sido igualados hasta entonces. Fuese de ello lo que fuese, y aun cuando no se hubiera permitido informarse directamente del coronel, mi vecino había tenido para con Saint-Loup la cortesía —en el tono con que una dama católica anuncia a una dama judía que su cura reprueba las matanzas de judíos en Rusia y admira la generosidad de ciertos israelitas— de decirle que el coronel no era para el dreyfusismo —para cierto dreyfusismo, cuando menos— el adversario fanático, limitado, que se había imaginado la gente.