Era, por lo demás, cierto que se trataba de una criatura
literaria.
No cesó de hablarme de libros, de arte nuevo, de tolstoísmo, como no fuera para reprochar a Roberto el que bebiese demasiado vino.
—¡Ay!, si pudieras vivir un año conmigo, ya veríamos, te haría beber agua y estarías mucho mejor.
—Conformes, ¡hala!
—Bien sabes que tengo que trabajar mucho (porque tomaba en serio el arte dramático). Además, ¿qué diría tu familia?
Y se puso a exponerme, a cuenta de la familia de él, reproches que me parecieron, por lo demás, muy justos, y a los que Saint-Loup, bien que desobedeciese a Raquel en el capítulo del champaña, se adhirió por entero. Yo, que tanto temía al vino por Saint-Loup y que me daba cuenta de la buena intención de su querida, estaba completamente dispuesto a aconsejarle que mandase a paseo a su familia. Las lágrimas acudieron a los ojos de la joven porque cometí la imprudencia de nombrar a Dreyfus.
—¡Pobre mártir! —dijo, conteniendo un sollozo—; lo van a hacer morir allá, tan lejos.
—Tranquilízate, Zézette, volverá, lo absolverán, se reconocerá el error.
—¡Pero antes de eso habrá muerto! En fin, por lo menos sus hijos llevarán un nombre sin mancha. ¡Pero lo que me mata es pensar lo que debe de sufrir! Y ¿querrá usted creer que la madre de Roberto, una mujer piadosa, dice que es preciso que siga en la isla del Diablo, aun cuando sea inocente? ¿No es un horror?
—Sí; es absolutamente cierto, lo ha dicho —afirmó Roberto—. Es mi madre, nada tengo que objetar; pero es bien cierto que no tiene la sensibilidad que Zézette.
En realidad, aquellos almuerzos
tan encantadores
transcurrían muy mal siempre. Porque desde el momento en que Saint-Loup se encontraba con su querida en un sitio público, imaginaba que ella miraba a todos los hombres presentes, tornábase receloso; ella se daba cuenta de su mal humor, que se divertía tal vez en atizar, pero que, más probablemente, por estúpido amor propio, no quería, ofendida por su tono, parecer como que quería desarmar; fingía no quitar ojo a tal o cual hombre, y, por otra parte, no siempre era por puro juego. En efecto, con que el caballero que en el café o en el teatro les tocaba de vecino, simplemente con que el cochero del coche de punto que habían tomado tuviese algo agradable, Roberto, advertido en seguida por sus celos, lo había notado antes que su querida; veía inmediatamente en él uno de esos seres inmundos de que me había hablado en Balbec, que pervierten y deshonran a las mujeres por divertirse; suplicaba a su querida que apartase de él sus miradas, y precisamente con eso se lo señalaba. El caso es que a ella le parecía algunas veces que Roberto había tenido tan buen gusto en sus suspicacias, que acababa incluso por dejar de hacerle rabiar para que se tranquilizase y consintiera en ir a hacer algún recado, con objeto de que le diese tiempo de trabar conversación con el desconocido, a menudo de concertar una cita, e incluso, tales veces, de satisfacer un capricho. Desde nuestra entrada en el restaurante vi bien claro que Roberto parecía preocupado. Es que Roberto había observado inmediatamente, cosa que se nos había escapado en Balbec, que, en medio de sus camaradas vulgares, Amado, con modesto brillo, irradiaba, harto involuntariamente, el aura novelesca que trasciende durante cierto número de años de una fina cabellera y de una nariz griega merced a lo cual se distinguía en medio de la muchedumbre de los demás sirvientes. Estos, casi todos de bastante edad, ofrecían tipos extraordinariamente feos y acusados de curas hipócritas, de confesores mojigatos, con más frecuencia de viejos actores cómicos, cuya frente de pilón de azúcar apenas se encuentra ya más que en las colecciones de retratos expuestos en el
foyer
humildemente histórico de los teatrillos pasados de moda, en que aparecen representados desempeñando papeles de ayuda de cámara o de sumos pontífices y cuyo tipo solemne parecía conservar este restaurante, gracias a un reclutamiento seleccionado y acaso a una forma de nombramiento hereditario, en un a modo de colegio augural. Desgraciadamente, como Amado nos había reconocido, fue él quien vino a tomar nota de lo que queríamos para almorzar, mientras fluía hacia otras mesas el cortejo de los sumos sacerdotes de opereta. Amado se informó de la salud de mi abuela; yo le pedí noticias de su mujer y de sus hijos. Me las dio conmovido, porque era hombre casero. Tenía una expresión inteligente, enérgica, pero respetuosa. La querida de Roberto se puso a mirarle con extraña atención. Pero los ojos hundidos de Amado, a los que cierta ligera miopía daba como una profundidad disimulada, no traicionaron impresión alguna, en medio de su inmóvil semblante. En el hotel de provincias, donde había servido muchos años antes de ir a Balbec, el dibujo gracioso, un poco avejentado y cansado ahora, de su cara, que durante tantos años, como tal grabado que representaba al príncipe Eugenio, se había visto siempre en el mismo sitio, al fondo del comedor, casi siempre vacío, no había debido de atraer miradas muy curiosas. Así es que Amado había permanecido largo tiempo, sin duda por falta de entendidos, ignorante del valor artístico de su propio rostro, y, por lo demás, poco dispuesto a hacerlo notar, pues era hombre de temperamento frío. A lo sumo, alguna parisiense de paso que se hubiese detenido una vez en la ciudad había puesto en él los ojos, le había pedido acaso que fuera a servirle la comida a su habitación antes de volver a tomar el tren, y en el vacío translúcido, monótono y profundo de aquella existencia de buen marido y de criado de provincias, había enterrado el secreto de un capricho sin consecuencias, que jamás llegaría a descubrir nadie. Sin embargo, Amado debió de darse cuenta de la insistencia con que los ojos de la joven artista permanecían clavados en él. En todo caso, para quien no pasó desapercibida fue para Roberto, bajo cuya fisonomía veía yo irse acumulando una rubicundez, no viva como la que le arrebolaría de sentir una emoción brusca, sino débil, difusa.
—¿Es muy interesante ese
maître d’hôtel,
Zézette? —preguntó a su querida, después de haber despachado a Amado con bastante brusquedad—. ¡Cualquiera diría que quieres hacer un estudio de él!
—¡Ya empezamos! ¡Estaba segura!
—¿Qué es lo que empieza, hijita? Si me he equivocado, no he dicho nada; perfectamente. Pero de todas maneras tengo derecho a ponerte en guardia contra ese lacayuelo, a quien conozco de Balbec (si así no fuera, valiente cuidado me daría), y que es uno de los randas más grandes que hayan venido al mundo.
Raquel pareció como si quisiera obedecer a Roberto, y entabló conmigo una conversación literaria, en la que terció él. Yo no me aburría hablando con ella, porque conocía muy bien las obras que yo admiraba y estaba sobre poco más o menos de acuerdo conmigo en sus juicios; pero como había oído decir de ella a la señora de Villeparisis que no tenía talento, no concedía gran importancia a esa cultura. Raquel bromeaba agudamente a cuenta de mil cosas, y hubiera sido realmente agradable si no hubiera usado afectadamente, de una manera irritante, la jerga de los cenáculos y de los estudios de pintor. La aplicaba, por otra parte, a todo, y así, por ejemplo, como había tomado la costumbre de decir de un cuadro, si era impresionista, o de una ópera, si era wagneriana: «¡Ah, qué
bien
!», cierto día que un joven la había besado en la oreja y, halagado al ver que ella simulaba un escalofrío, se hacía el modesto, dijo ella: «Sí, como sensación me parece una sensación
bien.
» Pero lo que sobre todo me chocaba era que las expresiones peculiares de Roberto (y que, por lo demás, acaso le habían venido a éste de literatos conocidos por medio de ella), las empleasen ella delante de él, él delante de ella, como si hubiera sido un lenguaje necesario, y sin darse cuenta de lo vano de una originalidad que es de todos.
Mientras comía, las manos de ella eran de una torpeza de movimientos tal que permitía suponer que cuando estuviere representando en escena tenía que mostrarse desmañadísima. Sólo volvía a encontrar la destreza en el amor, gracias a esa enternecedora presciencia de las mujeres que tanto amor tienen al cuerpo del hombre, que adivinan desde el primer momento qué es lo que proporcionará más placer a ese cuerpo, tan diferente, sin embargo, del suyo.
Dejé de tomar parte en la conversación en cuanto se habló de teatro, porque en ese capítulo Raquel era demasiado malévola. Verdad es que hizo, en un tono de conmiseración —en contra de Saint-Loup, lo cual probaba que a menudo la atacaba delante de él—, la defensa de la Berma, diciendo: «¡Oh, no! Es una mujer notable. Evidentemente, lo que ella hace ya no nos causa impresión, no corresponde ya por completo a lo que nosotros buscamos, pero hay que situarla en el momento en que surgió; se le debe mucho. Ha hecho algunas cosas bien, ¡vaya! Y, además, es una mujer tan buena, tiene un corazón tan grande; naturalmente, no le gustan las cosas que a nosotros nos interesan; pero además de una fisonomía bastante impresionante, ha tenido cierta graciosa calidad de inteligencia». (Los dedos no acompañan de igual manera todos los juicios estéticos. Sí se trata de pintura, para demostrar que es un hermoso trozo, bien empastado, nos contentamos con hacer resaltar el pulgar. Pero la «graciosa calidad de espíritu» es más exigente. Necesita dos dedos, o más bien dos uñas, como si se tratase de hacer saltar una mota de polvo). Pero —hecha esta excepción— la querida de Saint-Loup hablaba de los artistas más conocidos en un tono de ironía y de superioridad que me irritaba, porque creía —incurriendo con ello en un error— que era ella la que era inferior a aquéllos. Se dio cuenta perfectamente de que yo debía de tenerla por una artista mediocre y que, en cambio, sentía una gran estima por aquellos a quienes ella desdeñaba. Pero no se molestó por eso, porque hay en el gran talento no reconocido aún, como era el suyo, por seguro que pueda estar de sí mismo, cierta humildad, y también porque adecuamos los miramientos que exigimos, no a nuestros dones ocultos, sino a nuestra situación adquirida. (Una hora más tarde había de ver yo en el teatro a la querida de Saint-Loup dando muestras de una gran deferencia respecto de aquellos mismos artistas acerca de quienes formulaba un juicio tan severo). Así, por pocas dudas que mi silencio hubiera debido de dejarle, no por ello insistió menos en que cenásemos juntos aquella noche, afirmando que jamás le había agradado tanto como la mía la conversación de nadie. Si no estábamos aún en el teatro a donde debíamos ir después del almuerzo, parecía como si nos encontrásemos en un
foyer
que ilustraban antiguos retratos de la compañía, hasta tal punto tenían los
maîtres d’hôtel
fisonomías de esas que parecen haberse perdido con toda una generación de artistas excepcionales del Palais-Royal; tenían facha de académicos también: parado ante un trinchero, uno de ellos examinaba unas peras con la cara y la curiosidad desinteresada que hubiera podido mostrar el señor de Jussieu; otros, junto a él, lanzaban sobre la sala esas miradas troqueladas de curiosidad y de frialdad que los miembros del Instituto que han llegado ya lanzan sobre el público mientras cambian entre sí algunas palabras que no se les oyen. Eran caras célebres entre los clientes. Estos, sin embargo, se señalaban unos a otros a un camarero nuevo de nariz tortuosa, de jeta pacata, que tenía aires de iglesia y entraba en funciones por vez primera, y todos miraban con interés al novel elegido. Pero bien pronto, acaso para hacer salir a Roberto para encontrarse a solas con Amado, Raquel empezó a lanzar miradas a un joven becario que almorzaba con un amigo en una mesa próxima.
—Zézette, te suplico que ño mires así al joven ese —dijo Saint-Loup, en cuyo rostro los vacilantes rubores de hacía un instante se habían concentrado en un nubarrón sangriento que dilataba y sombreaba los distendidos rasgos de mi amigo—; si es que has de ponernos en evidencia, prefiero almorzar yo solo e ir a esperarte al teatro.
En este momento vinieron a decir a Amado que un caballero le rogaba que saliera a hablar con él a la portezuela de su coche. Saint-Loup, inquieto siempre y temiendo que se tratase de alguna comisión amorosa que transmitir a su querida, miró por el cristal y vio en el fondo de su cupé, enfundadas las manos en unos guantes blancos rayados de negro, con una flor en el ojal de la solapa, al señor de Charlus.
—Ya lo ves —me dijo en voz baja—, mi familia me hace acosar hasta aquí. Hazme el favor, yo no puedo, pero tú que conoces bien al
maître d’hôtel,
que seguramente va a vendernos, pídele que no salga al coche. Por lo menos, que sea un camarero que no me conozca. Si le dicen a mi tío que no me conocen, sé como es, no entrará al café a mirar, detesta estos sitios. De todas maneras, ¿no es irritante que un mujeriego corrido como él, que todavía no se ha retirado ni mucho menos, me esté dando lecciones continuamente y venga a espiarme?
Amado, después que hubo recibido mis instrucciones, mandó a uno de sus ayudantes con encargo de decir que el
maître d’hôtel
no podía salir y, si le preguntaban por el marqués de Saint-Loup, que dijese que no lo conocían. El coche se fue en seguida. Pero la querida de Saint-Loup, que no había entendido nuestras frases, susurradas en voz baja, y se había figurado que se trataba del joven a quien Roberto le reprochaba que mirase, se desató en improperios.
—¡Bueno! ¿Ahora es el joven ése? Haces bien en advertirme; ¡oh, es delicioso almorzar en estas condiciones! No haga usted caso de lo que dice, está un poco picado, y, sobre todo —añadió, volviéndose a mí—, dice todo eso porque cree que es elegante, que da tono de señorón dárselas de celoso.
Y empezó a dar muestras de nerviosidad con los pies y con las manos.
—Pero Zézette, ¡si para quien es desagradable es para mí! Nos pones en ridículo a los ojos de ese señor, que va a quedar convencido de que te estás insinuando con él, y que me parece que tiene una pinta de lo peor.
—Pues a mí, en cambio, me gusta mucho; en primer lugar, tiene unos ojos arrebatadores y una manera de mirar a las mujeres…; se ve que deben de gustarle.
—¡Cállate, por lo menos hasta que yo me haya marchado, si es que estás loca! —clamó Roberto—. Mozo, mi cuenta.
Yo no sabía si debía seguirle.
—No, necesito estar solo, me dijo en el mismo tono con que acababa de hablar a su querida y como si estuviese muy irritado contra mí. Su cólera era como una misma frase musical sobre la que, en una ópera, se cantan varias, réplicas, enteramente diferentes entre sí, en el libreto, de sentido y de carácter, pero que aquélla reúne por medio de un mismo sentimiento. Cuando Roberto hubo salido, su querida llamó a Amado y le pidió diferentes informes. Después quería saber qué me parecía a mí de él.