El mundo de Guermantes (23 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico

BOOK: El mundo de Guermantes
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Para llegar a la casa en que vivía pasábamos por delante de unos jardinillos, y yo no podía menos de detenerme, porque estaban cuajados de cerezos y de perales en flor; seguramente vacíos y deshabitados aún ayer como una propiedad por alquilar, estaban súbitamente poblados y embellecidos por aquellas recién venidas de la víspera, cuyos hermosos ropajes blancos se divisaban a través de las rejas en el ángulo de las avenidas.

—Oye, como veo que quieres contemplar todo esto, poético ser —me dijo Roberto—, espérame aquí; mi amiga vive muy cerca, voy a ir a buscarla.

Mientras le esperaba di unos cuantos pasos, yendo y viniendo por delante de algunos jardines modestos. Si levantaba la cabeza veía a veces muchachas en las ventanas, pero en pleno aire libre y a la altura de un primer piso, acá y allá, esbeltos y ligeros, con sus frescas galas malva, colgados del follaje, tiernos manojos de lilas se dejaban columpiar por la brisa sin cuidarse del transeúnte que alzaba los ojos hasta su entresuelo de verdura. Reconocía yo en ellas los ovillos violeta dispuestos a la entrada del parque de Swann, pasaba la pequeña cancela blanca, en las cálidas siestas de primavera, para una encantadora tapicería provinciana. Eché a andar por un sendero que iba a dar a una pradera. Soplaba en ésta un aire frío, vivo, lo mismo que en Combray; pero en medio de la tierra grasa, húmeda y aldeana que hubiera podido estar a orillas del Vivona, no había dejado de surgir, puntual a la cita como toda la bandada de sus compañeros, un gran peral blanco que agitaba sonriendo y oponía al sol, como una cortina de luz materializada y palpable, sus flores convulsas por la brisa, pero bruñidas y barnizadas de plata por los rayos solares.

De repente apareció Saint-Loup, acompañado de su querida, y entonces, en aquella mujer que era para él todo el amor, todas las dulzuras posibles de la vida, cuya personalidad misteriosamente encerrada en un cuerpo como en un Tabernáculo era, además, el objeto sobre que laboraba incesantemente la imaginación de mi amigo, que sentía que no conocería nunca y ante el cual se preguntaba perpetuamente lo que era ella en sí misma, tras el velo de las miradas y de la carne, reconocí al instante en aquella mujer a
Rachel quand du Seigneur,
la misma que hacía unos años —¡las mujeres cambian tan aprisa de situación en este mundo, cuando cambian!— decía a la alcahueta:

—Entonces, mañana a la tarde, si precisa de mí para alguno, me manda usted a buscar.

Y cuando habían «ido a buscarla» efectivamente y se encontraba a solas en la alcoba con alguno, sabía tan bien lo que querían de ella, que, después de haber echado la llave, por precaución de mujer prudente o por ademán ritual, empezaba a quitarse todas sus prendas, como hace uno delante del doctor que va a auscultarle, y no se detenía como no fuese que el
alguno,
por no gustar de la desnudez, le dijera que podía quedarse en camisa, como ciertos prácticos que, dotados de un oído muy fino y por temor a hacer resfriarse a su enfermo, se contentan con escuchar la respiración y el latir del corazón a través de un lienzo. Ante aquella mujer cuya vida entera, cuyos pensamientos todos, como todo su pasado, los hombres por quien había podido ser poseída, eran para mí cosa tan indiferente que, si me lo hubiese contado, la hubiera escuchado meramente por cortesía y sin oírla apenas, sentí que la inquietud, el tormento, el amor de Saint-Loup se habían afanado hasta hacer, de lo que para mí era un juguete mecánico, un objeto de sufrimientos infinitos, el valor mismo de la existencia. Al ver estos dos elementos disociados (porque yo había conocido a
Rachel quand du Seigneur
en una casa de compromiso) comparaba yo para mis adentros cuántas otras mujeres por las que viven, sufren y se matan los hombres, pueden ser en sí mismas o para otros lo que Raquel era para mí. La idea de que pudiera sentir nadie una curiosidad dolorosa respecto de su vida me dejaba estupefacto. Yo hubiera podido enterar a Roberto de no pocas dormidas de ella, que a mí me parecían la cosa más indiferente del mundo. A él, en cambio, ¡cómo le habrían apenado! ¡Y qué no habría dado por conocerlas, sin conseguirlo!

Me hacía yo cargo de todo lo que una imaginación humana puede poner tras un pedacito de cara como era la de aquella mujer, con tal que sea la imaginación la que primero la ha conocido, e inversamente en qué míseros elementos materiales y desprovistos de todo valor, inestimables, podía descomponerse lo que era el fin de tantos ensueños si, por el contrario, hubiera sido conocido eso mismo de una manera opuesta, con el conocimiento más trivial. Comprendía que lo que me había parecido que no valía veinte francos cuando me lo habían ofrecido por veinte francos en la casa de compromiso, donde no era para mí más que una mujer deseosa de ganarse esos veinte francos, puede valer más de un millón, más que la familia, más que todas las situaciones codiciadas, si se ha empezado por imaginar en ello un ser desconocido, curioso de conocer, difícil de apresar, de conservar. Sin duda era la misma cara fina y menuda la que veíamos Roberto y yo. Pero habíamos llegado a ella por los dos caminos opuestos que no se comunicarán nunca, y jamás veríamos la misma luz de esa cara. Aquel rostro, con sus miradas, con sus sonrisas, con los mohines de su boca, lo había conocido yo por fuera, como el rostro de una forma cualquiera que por veinte francos haría cuanto yo quisiese. Así, las miradas, las sonrisas, los mohines me habían parecido únicamente expresivos de actos genéricos, sin nada individual, y no hubiera tenido la curiosidad de buscar bajo ellos una persona. Pero lo que había sido en cierto modo ofrecido en el punto de partida, aquel rostro consentidor, había sido para Roberto un punto de llegada hacia el cual se había dirigido a través de cuántas esperanzas, dudas, sospechas, ensueños. Daba más de un millón por tener, porque no fuese ofrecido a otros, lo que a mí se me había ofrecido, como a cualquier otro, por veinte francos. Por qué, motivo no había tenido él eso mismo a ese precio, es cosa que puede deberse a la casualidad de un instante, de un instante durante el cual aquella que parecía dispuesta a darse se niega, quizá porque tenga una cita o alguna otra razón que la haga más difícil ese día. Si tropieza con un sentimental, aun cuando ella no se percate del caso, y sobre todo si se percata de ello, comienza un juego terrible. Incapaz de sobreponerse a su decepción, de pasarse sin esa mujer, él la acosa, ella le huye, hasta el extremo de que una sonrisa, que él ya no se atrevía a esperar, es pagada mil veces más de lo que hubieran debido serlo los últimos favores. Ocurre inclusive a veces, en ese caso, cuando se ha cometido, por una mezcla de candorosidad en el juicio y de cobardía ante el sufrimiento, la locura de convertir a una pelandusca en un ídolo inaccesible, que esos mismos favores últimos, o el primer beso que sea, jamás los conseguirá uno ni se atreve ya siquiera a solicitarlos, por no desmentir seguridades de amor platónico. Y es un gran sufrimiento entonces dejar la vida sin haber sabido nunca lo que podía ser el beso de la mujer que más se ha querido. Saint-Loup, sin embargo, había conseguido, por suerte, poseer todos los favores de Raquel. Desde luego que si ahora hubiese sabido que esos favores habían sido ofrecidos a todo el mundo por un luis, habría sufrido terriblemente, sin duda, mas no por ello hubiera dejado de dar un millón por conservarlos, puesto que todo lo que hubiese llegado a saber no habría podido hacerle apartarse —ya que eso está por encima de las fuerzas del hombre y no puede ocurrir como no sea a despecho suyo, merced a la acción de alguna gran ley natural— del camino en que se encontraba y desde el que ese rostro no podía aparecérsele sino a través de los sueños que había forjado él mismo, desde el que aquellas miradas, aquellas sonrisas, aquel mohín de la boca eran para él la única revelación de una persona cuya verdadera naturaleza hubiera querido conocer y poseer él solo sus deseos. La inmovilidad de aquel fino rostro, como la de una hoja de papel sometida a las colosales presiones de dos atmósferas, me parecía equilibrada por dos infinitos que venían a dar en ella sin encontrarse, porque ella los separaba. Y, en efecto, al mirarla los dos, ni Roberto ni yo la veíamos por el mismo lado del misterio.

No era
Rachel quand du Seigneur
lo que me parecía poca cosa: era el poder de la imaginación humana, la ilusión en que descansaban los dolores del amor, que me parecían grandes. Roberto vio que yo parecía impresionado. Desvié los ojos hacia los perales y cerezos del jardín de enfrente, porque creyese que era la belleza de aquéllos lo que me impresionaba. Y sí que me conmovía un poco; de la misma manera ponía también cerca de mí cosas de esas que no ve uno como no sea con sus propios ojos, pero que cuando las ve le llegan al fondo del corazón. Al tomar por dioses extraños los arbolillos que había visto en el jardín, no me había engañado como la Magdalena cuando, en otro jardín, un día cuyo aniversario iba a llegar bien pronto, vio una forma humana y «creyó que era el jardinero». Custodios de los recuerdos de la edad de oro, fiadores de la promesa de que la realidad no es lo que se cree, de que el esplendor de la poesía, el maravilloso fulgor de la inocencia pueden resplandecer en aquélla y podrán ser la recompensa que nos afanemos por merecer, las grandes criaturas blancas maravillosamente inclinadas sobre la sombra propicia a la siesta, a la pesca, a la lectura, ¿no eran más bien ángeles? Cambié algunas palabras con la querida de Saint-Loup. Cortamos por el pueblo. Las casas de éste eran sórdidas. Pero junto a las más miserables, a aquellas que tenían facha de haber sido abrasadas por una lluvia de salitre, un misterioso viajero, detenido por un día en la ciudad maldita, un ángel resplandeciente, se erguía en pie, extendiendo ampliamente sobre aquélla la protección deslumbradora de sus alas de inocencia en flor: era un peral. Saint-Loup se adelantó unos pasos conmigo:

—Me hubiera gustado que pudiéramos esperar tú y yo juntos; me habría satisfecho más, incluso, almorzar solo contigo, y que hubiéramos estado los dos solos hasta el momento de ir a casa de mi tía. Pero a mi pobre chiquilla le gusta tanto eso y es tan buena para conmigo, ¿comprendes?, que no he podido negárselo. Por lo demás, te ha de gustar, es una criatura literaria, vibrante, y luego que está tan bien eso de almorzar con ella en el restaurante, es tan agradable, tan sencilla, se muestra siempre tan satisfecha de todo…

Creo, sin embargo, que precisamente aquella mañana, y probablemente por única vez, Roberto se evadió un instante fuera de la mujer que, ternura tras ternura, había compuesto lentamente él mismo, y descubrió de pronto a alguna distancia de sí otra Raquel, un doble de ella, pero absolutamente diferente y que figuraba una simple pirujilla. Saliendo del hermoso jardín íbamos a tomar el tren para volver a París, cuando, en la estación, Raquel, que iba a unos cuantos pasos de nosotros, fue reconocida y llamada por unas vulgares
niñas
como ella que en el primer momento, creyéndola sola, le gritaron: «¡Eh, Raquel, vente con nosotros! ¡Luciana y Germana están en el vagón, y precisamente queda sitio aún! Anda, iremos juntas al
skating
», y se disponían a presentarle a dos horteras, sus amantes, que las acompañaban, cuando, ante la expresión ligeramente cohibida de Raquel, alzaron curiosamente los ojos un poco más lejos, nos vieron, y, disculpándose, le dijeron adiós, recibiendo de ella un adiós también un tanto cortado, pero amistoso. Eran dos pobres pirujas, con cuellos de falsa nutria, con la misma facha, sobre poco más o menos, que tenía Raquel la primera vez que la había encontrado Saint-Loup. Este no las conocía ni sabía su nombre, y al ver que parecían estar muy unidas a su amiga le asaltó la idea de que acaso ésta había tenido su lugar, lo tenía tal vez aún, en una vida insospechada de él, muy diferente de la que vivía con ella, una vida en que tenía uno mujeres por un luis, mientras que él le daba más de cien mil francos al año a Raquel. No hizo más que entrever esa vida, pero también, en medio de ella, una Raquel por completo distinta de la que conocía él, una Raquel parecida a aquellas dos pirujillas, una Raquel de a veinte francos. Raquel, en suma, se había desdoblado por un instante para él, que había visto a cierta distancia de su Raquel la Raquel pirujilla, la Raquel real, suponiendo que la Raquel piruja fuese más real que la otra. Acaso tuvo entonces Roberto la idea de que quizá hubiera podido librarse fácilmente del infierno en que vivía con la perspectiva y la necesidad de una boda rica, de una venta de su nombre para poder seguir dándole cien mil francos al año a Raquel, y gozar de los favores de su querida, como aquellos horteras de los favores de sus
chicas,
por poca cosa. Pero ¿qué hacer? Raquel no había desmerecido en nada. Menos agasajada, sería menos amable; ya no le diría, ya no le escribiría aquellas cosas que tanto le conmovían y que citaba con un poco de ostentación a sus camaradas, teniendo buen cuidado de hacer notar qué amable era todo aquello por parte de ella, pero omitiendo que la sostenía fastuosamente, e incluso que le daba nada, que las dedicatorias puestas en una fotografía o que tal fórmula para acabar una esquela eran la transmutación, en su forma más reducida y preciosa, de cien mil francos. Si se guardaba de decir que esas raras atenciones de Raquel las pagaba él, sería falso —y, sin embargo, como razonamiento simplista, se echa absurdamente mano de ello para todos los amantes que aflojan la mosca, para tantos maridos— decir que lo hiciese por amor propio, por vanidad. Saint-Loup era bastante inteligente para darse cuenta de que todos los goces de la vanidad los hubiera encontrado él fácil y gratuitamente en su mundo, gracias a su ilustre nombre, a su linda cara, y que sus relaciones con Raquel eran, por el contrario, lo que le había puesto un poco aparte de ese mundo, haciendo que fuese menos cotizado en él. No, ese amor propio de querer hacer ver que se consiguen gratuitamente las muestras aparentes de predilección de aquella a quien se quiere es simplemente una derivación del amor, la necesidad de representarse ante uno mismo y a los ojos de los demás como amado por aquello a quien tanto se ama. Raquel se acercó a nosotros, dejando a las dos pelanduscas subir a su departamento, pero, no menos que la falsa nutria de aquéllas y que la vitola envarada de los horteras, los nombres de Luciana y Germana sostuvieron por un instante a la nueva Raquel. Por un momento imaginó Roberto una vida de la plaza Pigalle, con amigos desconocidos, sórdidas rachas de buena suerte, siestas de ingenuas diversiones, paseo o jira por ese París en que lo soleado de las calles desde el bulevar de Clichy no le pareció lo mismo que la claridad solar en que se paseaba con su querida, sino que debía ser diferente, porque el amor y el sufrimiento que forma una sola cosa con él tienen, como la embriaguez, el poder de diferenciar para nosotros las cosas. Fue casi como un París desconocido en medio del mismo París el que sospechó; sus relaciones se le aparecieron como la exploración de una vida ajena, porque si con él era Raquel un poco semejante a él mismo, sin embargo, era efectivamente una parte de su vida real la que con él vivía, la parte más preciosa, inclusive, merced a las locas cantidades que le daba él, la parte que la hacía ser tan envidiada por las amigas y que le permitiría algún día retirarse al campo o lanzarse a los grandes teatros, después de haber hecho su pellita. Roberto hubiera querido preguntar a su amiga quiénes eran Luciana y Germana, las cosas que le habrían dicho de haber subido ella a su departamento; por qué hubieran ido juntas ella y sus compañeras a pasar un día que acaso habría acabado, como suprema diversión, tras los placeres del
skating,
en el bar del Olympia de no haber estado presentes Roberto y yo. Por un instante, los contactos con el Olympia, que hasta entonces le habían parecido insoportables, excitaron su curiosidad; su sufrimiento y el sol de este día primaveral que daba en la calle Caumartin, adonde, acaso, si no hubiera conocido a Roberto, habría ido Raquel un poco más tarde y donde hubiera ganado un luis, le comunicaron una vaga nostalgia. Mas ¿para qué hacer preguntas a Raquel si de antemano sabía que la respuesta sería un simple silencio, o un embuste, o algo dolorosísimo para él, sin que, a pesar de eso, le dijese nada? Los empleados cerraban las portezuelas; subimos aprisa a un coche de primera; las perlas admirables de Raquel hicieron saber de nuevo a Roberto que era una mujer de gran mérito; la acarició, la hizo volver a entrar en su corazón, donde la contempló, entrañada, como había hecho siempre hasta aquí —salvo en lo que duró el breve instante en que la había visto en una plaza Pigalle de pintor impresionista—, y el tren arrancó.

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