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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

El mundo perdido (12 page)

BOOK: El mundo perdido
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—¿Y los envió a ustedes?

—Sí. A mí y a Kelly. Prefirió no ir él personalmente. Sospecha que lo siguen.

—Pero esto es un sistema CAD/CAM y debe tener cinco años por lo menos —afirmó Thorne. Los sistemas CAD/CAM eran utilizados por arquitectos, diseñadores gráficos e ingenieros mecánicos—. ¿Para qué lo quería Levine?

—No nos lo dijo —respondió Arby a la vez que accionaba el interruptor de encendido—. Pero ahora ya lo sé.

—¿Ah, sí?

—Ese memorándum —aclaró Arby señalando hacia la pared con la barbilla—. ¿Sabe por qué ha salido así? Porque es un archivo informático recuperado. Levine recuperó los archivos de InGen de esta computadora.

Como Arby explicó, todas las computadoras vendidas por InGen aquel día habían sido reformateadas para eliminar cualquier información reservada de los discos rígidos. Pero los sistemas CAD/CAM eran una excepción. Aquella clase de computadoras contenían un software especial instalado por el fabricante. Ese software era introducido específicamente en cada computadora, utilizando códigos particulares. Por esa razón resultaba engorroso reformatearlas, pues el software habría tenido que reinstalarse después computadora por computadora y eso hubiera implicado horas de trabajo.

—O sea que no lo hicieron —adivinó Thorne.

—Exacto —confirmó Arby—. Se limitaron a borrar los directorios antes de vender las máquinas.

—Por lo tanto, los archivos originales siguen en el disco.

—Así es.

El monitor resplandeció. En la pantalla se leía: total de archivos recuperados: 2.387.

—¡Vaya! —exclamó Arby. Se inclinó y miró atentamente con los dedos suspendidos sobre el teclado. Pidió el directorio y una interminable columna de archivos empezó a deslizarse por la pantalla. En total, más de dos mil.

—¿Cómo vas a…? —preguntó Thorne.

—Un momento —lo interrumpió Arby, y comenzó a teclear rápidamente.

—Muy bien, Arb —lo alentó Thorne. Le divertía la actitud apremiante que Arby adoptaba cuando se ponía ante una computadora. Parecía olvidar su corta edad, y su habitual timidez desaparecía. En el mundo electrónico se hallaba sin duda a sus anchas. Y era consciente de su propia destreza—. Cualquier dato que nos facilites puede servirnos… —agregó.

—Por favor, Doc —protestó Arby—. Vaya y… ayude a Kelly o haga lo que quiera.

Luego se volvió y siguió tecleando.

El Raptor

El velocirraptor medía un metro ochenta de altura y era de color verde oscuro. En posición de ataque, emitía un potente silbido y adelantaba su musculoso cuello, abriendo las fauces. Tim, uno de los modelistas, preguntó:

—¿Qué le parece, doctor Malcolm?

—No lo encuentro muy amenazador —contestó Malcolm, sin detenerse al pasar por su lado. Se hallaba en el ala posterior de la facultad de biología, camino de su oficina.

—¿Que no lo encuentra muy amenazador? —repitió Tim.

—Nunca se erguían de ese modo, apoyados torpemente en las dos patas traseras. —Agarró un cuaderno de una mesa y se lo colocó al animal en las extremidades anteriores—. Dale un libro y parecerá que está cantando un villancico.

—¡Bueno! —se lamentó Tim—. No creí que estuviese tan mal.

—¿Mal? —dijo Malcolm—. Esto es una ofensa a un gran depredador. Debería transmitir una sensación de velocidad, peligro y poder. Separa más las mandíbulas. Baja el cuello. Tensa los músculos y la piel. Y levanta esa pata. Recuerda: los raptores no atacan con sus fauces; utilizan las garras. Quiero ver la garra más alta, lista para hendirse y sacarle las tripas a su presa.

—¿Está seguro? —se resistió Tim, poco convencido—. Podría asustar a los niños…

—¿A los niños o a ti? —Malcolm siguió por el pasillo—. Y otra cosa: cambia ese silbido. Suena como si alguien estuviese meando. Reemplázalo por un gruñido. Dale a un gran depredador lo que merece.

—¡Vaya! —exclamó Tim—. No sabía que tenía opiniones tan personales al respecto.

—Tiene que ser fiel a la realidad —aclaró Malcolm—. Como bien sabes, una cosa puede ser precisa o imprecisa, independientemente de tus opiniones. —Continuó caminando, irritado, olvidando por un momento el dolor de la pierna. El modelista lo sacaba de quicio, aunque reconocía que en realidad Tim era simplemente una muestra más del confuso modo de pensar imperante, lo que Malcolm llamaba «ciencia para bobos».

Desde hacía mucho tiempo Malcolm no resistía la arrogancia de sus colegas científicos. Esa arrogancia, como él bien sabía, se sustentaba en su resuelto olvido de la historia de la ciencia. Según los científicos, la historia carecía de importancia, ya que los errores del pasado se rectificaban en el presente mediante los nuevos descubrimientos. Pero naturalmente sus predecesores habían pensado lo mismo. Se equivocaban entonces, y los científicos modernos se equivocaban también ahora. Ningún otro episodio de la historia de la ciencia demostraba ese hecho mejor que el retrato que se había ofrecido de los dinosaurios una década tras otra.

Era un acto de humildad darse cuenta de que la percepción más exacta sobre los dinosaurios había sido la primera. Allá por la década del 40 del siglo XIX, cuando Richard Owen describió por primera vez huesos gigantes en Inglaterra, denominó a aquellos animales Dinosauria: lagartos terribles. Ésa seguía siendo la descripción más precisa de aquellas criaturas, pensaba Malcolm. Ciertamente parecían lagartos, y sin duda eran terribles.

Pero después de Owen la imagen «científica» de los dinosaurios había experimentado numerosos cambios. Dado que en la época victoriana se creía en la inevitabilidad del progreso, se insistió en que por fuerza los dinosaurios debían ser inferiores, ¿por qué, si no, se habían extinguido? Así que en esa época se los transformó en criaturas gordas, aletargadas y sin la menor inteligencia: los grandes estúpidos del pasado. Esta percepción fue desarrollándose, de modo que a principios del siglo XX los dinosaurios se habían convertido en seres tan débiles que apenas podían sostener su propio peso. Los apatosaurios debían permanecer sumergidos en el agua hasta el vientre o corrían el riesgo de aplastarse ellos mismos las patas. La concepción global del mundo prehistórico se vio inundada por esta caracterización de los dinosaurios como animales débiles, estúpidos y lentos. Esta imagen persistió inalterable hasta los años 60, cuando un grupo de científicos renegados, con John Ostrom al frente, empezó a imaginar dinosaurios rápidos y ágiles de sangre caliente. Como estos científicos incurrieron en la temeridad de poner en duda un dogma, fueron blanco durante años de atroces críticas pese a que sus ideas comenzaban a parecer acertadas.

Sin embargo, en la última década el creciente interés por el comportamiento social había propiciado un nuevo punto de vista. De pronto los dinosaurios se presentaban como dóciles criaturas que vivían en grupo y cuidaban de sus crías. Eran animales bondadosos, e incluso adorables. Estos encantadores gigantes no habían hecho nada para merecer su horrible destino, que les llegó con el meteorito de Álvarez. Y esta pueril idea había dado origen a gente como Tim, reacia a ver la otra cara de la moneda, el lado ingrato de la vida. Desde luego, algunos dinosaurios desarrollaron un comportamiento social y vivían en grupo. Pero otros fueron cazadores, capaces de matar con una crueldad sin parangón. Para Malcolm, la verdadera imagen del pasado incluía la interacción de todos los aspectos de la vida, lo bueno y lo malo, la fortaleza y la debilidad. De nada servía engañarse.

¡Claro que asustaría a los niños! Malcolm lanzó un gruñido de indignación mientras seguía por el pasillo.

En realidad el mal humor de Malcolm se debía a lo que Elizabeth Gelman le había revelado sobre la muestra de tejido, y especialmente sobre la etiqueta. Aquella etiqueta auguraba problemas, de eso estaba seguro.

Sin embargo, no sabía qué hacer.

Dobló al final del corredor y pasó ante las vitrinas donde se hallaban expuestas las puntas de flecha de Clovis, fabricadas en la prehistoria por los primeros hombres que poblaron América. Más allá se encontraba su oficina. Beverly, su ayudante, estaba de pie tras su escritorio ordenando papeles, lista ya para marcharse. Le entregó los últimos faxes recibidos y dijo:

—Dejé un mensaje para el doctor Levine en su oficina, pero no llamó. Por lo visto, no pueden localizarlo.

—Para variar —comentó Malcolm con un suspiro. Trabajar con Levine no resultaba fácil; era tan veleidoso que uno nunca sabía a qué atenerse. Fue Malcolm quien tuvo que depositar la fianza cuando lo detuvieron en su Ferrari. Ojeó por encima los faxes: fechas de congresos, peticiones para la reimpresión de algunos trabajos… nada interesante—. Muy bien, Beverly. Gracias.

—Ah, ya han venido los fotógrafos. Terminaron hace una hora.

—¿Qué fotógrafos? —preguntó Malcolm.

—Los de Caos trimestral. Para fotografiar su oficina —aclaró Beverly.

—¿De qué me hablas?

—Vinieron a fotografiar su oficina —repitió Beverly—. Para una serie de reportajes sobre los lugares de trabajo de matemáticos famosos. Traían una carta firmada por usted donde decía…

—Yo no envié ninguna carta —aseguró Malcolm—. Y es la primera vez que oigo hablar de Caos trimestral.

Entró en la oficina y echó un rápido vistazo. Beverly, visiblemente preocupada, corrió tras él.

—¿Qué pasa? ¿Se llevaron algo?

—No —contestó Malcolm mientras abría uno tras otro los cajones del escritorio. Por lo visto, no había desaparecido nada—. Parece que está todo en orden.

—¡Menos mal! —exclamó Beverly—. Porque…

Malcolm se volvió y miró hacia el otro extremo del despacho. El mapa.

En la pared tenía un gran mapamundi donde había marcado con tachuelas los puntos en que habían aparecido «formas aberrantes», como Levine las llamaba. Según el recuento más optimista —el recuento de Levine— eran doce en total, desde Rangiroa en el oeste hasta Baja California y Ecuador en el este. Sólo unas pocas se habían verificado. Pero ahora contaban con una muestra de tejido que confirmaba la existencia de un espécimen, y eso daba visos de realidad al resto.

—¿Fotografiaron ese mapa?

—Sí, fotografiaron todo. ¿Puede traer algún problema? Malcolm contempló el mapa intentando verlo con otros ojos, intentando adivinar qué conclusiones extraería un intruso. Él y Levine habían pasado horas ante aquel mapa, especulando sobre un posible «Mundo Perdido», tratando de determinar dónde podía hallarse. Finalmente se habían concentrado en cinco islas situadas en aguas de Costa Rica. Levine creía firmemente que era una de aquellas islas, y Malcolm empezaba a pensar que tenía razón. Pero aquellas islas no estaban marcadas en el mapa…

—Eran gente muy amable —comentó Beverly—. Muy educados. Extranjeros… suizos, diría.

Malcolm asintió y lanzó un suspiro.

«¡Qué importancia tiene! Tarde o temprano tenía que salir a la luz», pensó.

—Puedes quedarte tranquila, Beverly.

—¿De verdad?

—Sí, no pasa nada. Vete, y que descanses.

—Buenas noches, doctor Malcolm.

Cuando se quedó solo en la oficina, marcó el numero de Levine. Sonó el teléfono y al cabo de un momento apareció el contestador. Levine aún no había regresado.

—Richard, ¿estás ahí? Si estás, atiende. Es importante.

Esperó, pero no hubo respuesta.

—Richard, soy Ian. Escucha, ha surgido un problema. El mapa ya no es seguro. Por otra parte, hice analizar la muestra, y me parece que revela el paradero del Enclave B, si mi…

Se oyó un chasquido cuando al otro lado de la línea levantaron el auricular. Malcolm oyó una respiración.

—¿Richard?

—No —respondió una voz—; soy Thorne, y creo que debería venir aquí enseguida.

Las cinco muertes

—Lo sabía —dijo Malcolm al entrar en el departamento de Levine y echar un vistazo alrededor—. Sabía que acabaría haciendo algo así. Ya habrán notado lo irreflexivo que es. Se lo advertí claramente: no vayas hasta que reunamos toda la información posible. Pero debería haberlo imaginado. Se fue, por supuesto.

—Sí, se fue —afirmó Thorne.

—Puro ego —reprochó Malcolm—. Richard tenía que ser el primero. El primero en averiguarlo, el primero en llegar allí. Estoy muy preocupado; podría echarlo todo a perder. Ese comportamiento impulsivo… es como una tempestad en el cerebro, las neuronas al borde del caos. La obsesión es una forma de adicción. Pero, ¿qué científico ha sabido alguna vez controlarse? Ya se lo enseñan en las facultades: el equilibro no está bien visto. Olvidan que Niels Bohr no sólo era un gran físico sino también un atleta olímpico. Ahora todos se empeñan en ser insoportables. Es su estilo profesional.

Thorne miró pensativamente a Malcolm. Creyó detectar cierta competitividad en su tono de voz.

—¿Sabes a qué isla ha ido? —preguntó.

—No. No lo sé. —Malcolm iba de un lado a otro del departamento, observándolo todo—. La última vez que hablamos habíamos reducido las posibilidades a cinco islas, todas en el sur. Pero aún no habíamos decidido cuál de ellas era.

Thorne señaló el tablero colgado de la pared, concretamente las imágenes de satélite.

—¿Esas islas de ahí?

—Sí —respondió Malcolm, echándoles una ojeada—. Forman un arco y se encuentran todas a unos quince kilómetros mar adentro de la bahía de Puerto Cortés. Según se cree, están todas deshabitadas. Los lugareños las conocen como las Cinco Muertes.

—¿Por qué? —quiso saber Kelly.

—Por una antigua leyenda india —explicó Malcolm—. Algo sobre un valiente guerrero capturado por un rey que le dio a escoger entre cinco formas de morir: quemado, ahogado, aplastado, colgado y decapitado. El guerrero eligió las cinco y fue de isla en isla afrontando los distintos desafíos. Una versión americana de los trabajos de Hércules…

—¡Ahora lo entiendo! —exclamó Kelly, y corrió hacia el dormitorio.

Malcolm la miró desconcertado. Se volvió hacia Thorne, que hizo un gesto de incomprensión.

Kelly regresó con el libro infantil en alemán y se lo entregó a Malcolm.

—Sí —asintió Malcolm—.
Die Fünf Todesarten
. «Las cinco maneras de morir». En alemán… ¡qué interesante!

—Tiene muchos libros en alemán —indicó Kelly.

—¿Ah, sí? El muy hijo de puta. No me lo había dicho.

—¿Eso tiene alguna importancia? —preguntó Kelly.

—Sí, mucha. Alcánzame esa lupa, ¿quieres?

Kelly tomó una lupa del escritorio y se la dio.

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