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Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

El mundo perdido (16 page)

BOOK: El mundo perdido
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—Así es. Unos dos días. Con un poco de suerte abandonaremos la isla mañana mismo.

Rodríguez volvió a revisar los papeles, como si buscase alguna señal oculta.

—Bueno…

—¿Hay algún problema? —preguntó Thorne, consultando el reloj.

—Ninguno, señor. Sus permisos los ha firmado el director general de Reservas Biológicas. Todo está en orden… —Rodríguez titubeó—. Pero es muy raro que les hayan concedido el permiso.

—¿Por qué?

Desconozco los detalles, pero hace unos años pasó algo en una de esas islas, y desde entonces el Departamento de Reservas Biológicas prohibe la entrada de turistas en todas las islas del Pacífico.

—Nosotros no somos turistas —le aclaró Thorne.

—Lo sé, señor Thorne.

Rodríguez revisó los documentos una vez más. Thorne aguardó.

En la pista los contenedores estaban ya acoplados e izados.

—Muy bien, señor Thorne —dijo Rodríguez por fin, sellando los papeles—. Buena suerte.

—Gracias —respondió Thorne. Se metió los papeles en un bolsillo, agachó la cabeza para protegerse de la lluvia y volvió corriendo a la pista.

Cinco kilómetros mar adentro, los helicópteros dejaron atrás la capa de nubes costera y salieron a la luz de la mañana. Desde la cabina del primer Huey, Thorne contempló la costa a izquierda y derecha. Vio cinco islas, unas más alejadas de tierra que otras: abruptas crestas rocosas irguiéndose en medio de un mar encrespado. Thorne accionó el botón del micrófono y preguntó:

—¿Cuál es isla Sorna?

El piloto señaló al frente.

—Las llamamos Cinco Muertes —explicó—. Isla Muerte, isla Matanceros, isla Pena, isla Tacaño e isla Sorna, que es esa grande situada más al norte.

—¿Usted ha estado allí alguna vez?

—No, nunca —contestó el piloto—. Pero creo que encontraremos dónde aterrizar.

—¿Cómo lo sabe? —inquirió Thorne.

—Hace unos años se realizaron algunos vuelos hasta allí. Según he oído, vinieron unos norteamericanos y sobrevolaron la isla unas cuantas veces.

—¿Alemanes no?

—No, no —aseguró el piloto—. No han venido alemanes desde… no sé, desde la Guerra Mundial. Los que vinieron eran norteamericanos.

—¿Cuánto hace de eso?

—No sabría decirle. Quizá diez años.

El helicóptero giró hacia el norte y sobrevoló la isla más cercana. Thorne observó el terreno volcánico e irregular, poblado por una tupida selva. No se advertían signos de vida ni de presencia humana.

—Los lugareños no sienten ningún aprecio por estas islas —comentó el piloto—. Según dicen, nunca traen nada bueno. —Sonrió—. ¿Qué sabrán ellos? Son indios supersticiosos.

De nuevo sobrevolaban el mar; isla Sorna se encontraba justo delante de ellos. Se veía claramente que era un antiguo cráter volcánico: un cono erosionado, con desnudas paredes de roca gris rojiza.

—¿Adónde llegan los barcos? —preguntó Thorne.

El piloto señaló un punto donde el mar hervía y embestía el acantilado.

—En el flanco este de la isla hay muchas cuevas formadas por las olas. Algunos lugareños la llaman isla Gemido, por el ruido que producen las olas al penetrar en las cavidades. Algunas de esas cuevas llegan al interior de la isla y un barco puede navegar por ellas en determinadas circunstancias. No con este tiempo, claro.

Thorne pensó en Sarah Harding. Si se decidía a acompañarlos, llegaría esa tarde.

—Quizá dentro de unas horas venga a reunirse con nosotros una colega —dijo—. ¿Podrá traerla?

—No, lo siento —contestó el piloto—. Tenemos un trabajo pendiente en golfo Juan. No volveremos hasta la noche.

—¿Cómo puede trasladarse hasta aquí?

El piloto echó un vistazo al mar.

—Tal vez en barco. El estado del mar cambia continuamente. Quizá tenga suerte.

—¿Vendrán a recogernos mañana? —preguntó Thorne.

—Sí, señor Thorne. Estaremos aquí por la mañana temprano. Es la mejor hora, por los vientos.

El helicóptero se aproximó por el oeste y, elevándose más de doscientos metros, pasó por encima del acantilado. Ante ellos apareció el interior de la isla. Presentaba el mismo aspecto que las otras: una densa selva, crestas volcánicas y barrancos. Desde el aire ofrecía una bella vista, pero Thorne supo de inmediato que no sería fácil moverse por aquel terreno. Miró hacia abajo, buscando alguna carretera.

Se atenuó el zumbido de los rotores y el helicóptero trazó un círculo sobre la zona central de la isla. Thorne no vio edificios ni carreteras. El aparato descendió hacia la selva.

—Aquí el viento es muy peligroso a causa de los acantilados. Llega en ráfagas y se forman remolinos. Sólo hay un lugar en la isla donde podemos aterrizar sin riesgos. —Miró por la ventanilla—. Allí.

Thorne vio un claro cubierto de hierba alta.

—Aterrizaremos allí —repitió el piloto.

Isla Sorna

Eddie Carr, de pie en medio de la alta hierba del claro, volvió la cara ante la polvareda que levantaron los helicópteros al despegar. En cuestión de unos instantes eran dos pequeñas manchas apenas audibles. Eddie los siguió con la vista protegiéndose los ojos del sol con la mano. Con voz lastimera preguntó:

—¿Cuándo vuelven?

—Mañana a primera hora —respondió Thorne—. Para entonces ya habremos encontrado a Levine.

—Más nos vale —comentó Malcolm.

Los helicópteros desaparecieron detrás del elevado contorno del cráter. Los tres permanecieron inmóviles en el claro por un momento, sumidos en el calor de la mañana y el profundo silencio.

—Este sitio le pone a uno carne de gallina —se lamentó Eddie, bajándose un poco más la visera de la gorra de béisbol.

Eddie Carr tenía veinticuatro años y se había criado en Daly City. Era moreno y robusto. Pese a su recia musculatura sus manos eran elegantes, de dedos largos y finos. Eddie poseía un talento natural —genio, habría dicho Thorne— para la mecánica. Era capaz de construir o arreglar cualquier cosa. Le bastaba una ojeada para desentrañar el funcionamiento de un mecanismo. Thorne lo había contratado tres años atrás, cuando aún no había terminado sus estudios. En principio se trataba de un empleo temporario que le permitiese ganar dinero para volver a la universidad y graduarse. Pero no tardó en convertirse en un ser indispensable para Thorne. Y Eddie, por su parte, no mostraba mucho interés en volver a los libros.

Sin embargo, mirando alrededor en el claro, pensó que jamás había imaginado una situación como esa. Eddie era un joven urbano, acostumbrado al trajín de la ciudad, los bocinazos y el tráfico. Aquel silencio inhóspito lo incomodaba.

—Vamos —ordenó Thorne, apoyándole una mano en el hombro—, manos a la obra.

Se volvieron hacia los contenedores, que el helicóptero había dejado a unos metros en la hierba.

—¿Los ayudo? —se ofreció Malcolm.

—Si no le importa, preferiría que no —contestó Eddie—. Será mejor que nos ocupemos nosotros.

Les llevó media hora desatornillar los paneles posteriores, bajarlos y entrar en los contenedores. Después sólo tardaron unos minutos en desenganchar los vehículos. Eddie se sentó al volante del Explorer y puso el motor en marcha. Sólo se oyó un suave susurro al encenderse la bomba de vacío.

—¿Cómo está de carga? —preguntó Thorne.

—Al máximo —informó Eddie.

—¿Y las baterías están en condiciones?

—Sí. Todo parece en orden.

Eddie suspiró aliviado. Había supervisado la conversión a energía eléctrica de los vehículos, pero la falta de tiempo no le había permitido probarlos a fondo. Y si bien los automóviles eléctricos empleaban una tecnología menos compleja que los motores de combustión interna —ese estridente vestigio del siglo XIX—, Eddie era consciente de los riesgos que entrañaba poner directamente sobre el terreno equipo no probado. Sobre todo cuando el equipo incluía la tecnología más avanzada. Esa circunstancia inquietaba a Eddie más de lo que admitía. Como la mayoría de los mecánicos natos, su actitud era en extremo conservadora. Su único deseo era que las máquinas funcionasen, fuera como fuese, y para él eso equivalía a utilizar tecnología sólida y probada. Por desgracia, en aquel caso no habían tenido en cuenta su opinión.

Dos aspectos preocupaban de manera especial a Eddie. En primer lugar, los modernos paneles fotovoltaicos montados en el techo y el capó de los vehículos, con sus microplaquetas octagonales de silicona. Esa clase de paneles era muy eficaz y mucho menos frágil que los antiguos. Eddie los había provisto de unas unidades de amortiguación de vibraciones diseñadas por él mismo. En cualquier caso, si los paneles resultaban dañados, sería imposible alimentar los motores y usar el equipo electrónico. Todos los sistemas dejarían de funcionar.

Su otra preocupación eran las baterías mismas. Thorne había elegido las nuevas baterías de ion litio lanzadas al mercado por Nissan, que ofrecían un excelente rendimiento considerando su peso. Pero se encontraban aún en fase de experimentación, lo cual para Eddie significaba en términos eufemísticos que no merecían confianza.

Eddie había propuesto encarecidamente la inclusión de sistemas auxiliares, de un pequeño generador de gasolina por precaución, y muchas cosas más. Pero todas sus sugerencias habían sido rechazadas. Considerando las circunstancias, Eddie había optado por la única solución sensata: incorporar algunos complementos por su propia cuenta.

Estaba casi seguro de que Thorne lo había notado. Pero Thorne nunca decía nada. Y Eddie no había sacado el tema a relucir. En esos momentos, viéndose en aquella isla perdida, no se arrepentía de haberlo hecho. Porque la realidad era que uno nunca sabía qué podía ocurrir.

Eddie, bajo la mirada atenta de Thorne, dio marcha atrás y salió del contenedor. Dejó el Explorer en medio del claro, donde los paneles quedaban expuestos al sol, para asegurarse el suministro de energía.

Thorne se puso al volante del primer tráiler y retrocedió. Resultaba extraño conducir un vehículo tan silencioso. El ruido más audible era el roce de los neumáticos contra el suelo metálico del contenedor, y una vez en la hierba apenas producía sonido alguno. Thorne bajó de la cabina y unió los dos tráilers mediante el fuelle de acero flexible.

Por último, Thorne entró a buscar la motocicleta, que también era eléctrica. La empujó hasta la parte trasera del Explorer, la colgó de los soportes correspondientes y la conectó al mismo sistema que alimentaba el vehículo, para recargar la batería. A continuación dio un paso atrás.

—¡Listos! —anunció.

Desde el claro tórrido y callado, Eddie observó el elevado borde circular del cráter, que se alzaba a lo lejos sobre la densa selva. La roca desnuda brillaba al sol de la mañana y las paredes presentaban un aspecto rígido e imponente. Se sintió atrapado, desolado.

—¿Por qué se le ocurriría a alguien venir aquí? —comentó. Malcolm, apoyado en el bastón, sonrió.

—Para escapar de todo, Eddie —explicó—. ¿Tú no deseas a veces escapar de todo?

—No, si puedo evitarlo —respondió Eddie—. A mí me gusta tener siempre cerca un Pizza Hut. ¿Entiende lo que quiero decir?

—Aquí no hay ninguno en muchos kilómetros a la redonda.

Thorne regresó al panel trasero del tráiler y sacó un par de potentes rifles. Cada uno de ellos llevaba acopladas bajo el cañón dos pequeñas cajas de aluminio. Le entregó un rifle a Eddie y mostró el otro a Malcolm.

—¿Habías visto alguno de éstos? —preguntó.

—Leí algo sobre ellos —dijo Malcolm—. Son los suecos, ¿no?

—Exacto. El rifle Lindstradt de aire comprimido. Es el rifle más caro del mundo. Sólido, sencillo, certero y confiable. Dispara un dardo subsónico Fluger de descarga por impacto que puede contener cualquier sustancia. —Thorne abrió la cubierta del cargador para mostrarle una hilera de cartuchos de plástico transparente con un líquido de color pajizo; cada uno llevaba en la punta una aguja de ocho centímetros—. Nosotros hemos usado veneno concentrado de Conus purpurascens, una subclase de celentéreos, más conocidos como conos, que se encuentra en los mares del Sur. Es la neurotoxina más poderosa del mundo. Actúa en dos milésimas de segundo, una velocidad superior a la de la conducción nerviosa. El animal cae antes de sentir la punzada del dardo.

—¿Es letal?

Thorne asintió con la cabeza y dijo:

—No hay margen de error. Recuérdalo: procura que esto no se te dispare en un pie, porque estarás muerto antes de darte cuenta de que has apretado el gatillo.

—¿Existe antídoto? —inquirió Malcolm.

—No. Pero, ¿qué importancia tiene? De todos modos, no habría tiempo de administrarlo.

—Eso simplifica las cosas —afirmó Malcolm, agarrando el arma.

—Me pareció conveniente que lo supieses —observó Thorne—. ¿Eddie? Vámonos.

El arroyo

Eddie subió al Explorer. Thorne y Malcolm se acomodaron en la cabina del tráiler. Al cabo de un instante se oyó el chasquido de la radio.

—¿Va a conectar la base de datos, Doc?

—Ahora mismo —contestó Thorne.

Introdujo el disco óptico en la ranura del tablero. En el pequeño monitor que tenía enfrente vio aparecer la isla, pero las nubes la tapaban en gran parte.

—¿De qué nos servirá eso? —preguntó Malcolm.

—Un momento —pidió Thorne—. Es un sistema. Tiene que reunir y evaluar datos.

—¿Y de dónde obtiene los datos?

—De un radar.

Pasados unos segundos la imagen de radar ofrecida por el satélite se superpuso a la fotografía. El radar traspasaba las nubes. Thorne pulsó un botón y la computadora trazó los perfiles de la isla, realzando los detalles y destacando la desdibujada red de caminos.

—Muy ingenioso —comentó Malcolm, pero Thorne lo notaba tenso.

—Lo tengo —informó Eddie por la radio.

—¿Él ve esa misma imagen? —quiso saber Malcolm.

—Sí, en el monitor de su tablero.

—Pero aún no recibo señal del GPS —añadió Eddie, impaciente—. ¿No funciona?

—¡Calma, muchacho! —pidió Thorne—. Dale un minuto. Tiene que leer el disco óptico. La imagen se está formando.

En el techo del tráiler había montado un GPS cónico. Mediante las señales de radio que recibía de los satélites de navegación en órbita, el GPS determinaba la posición geográfica de los vehículos con una precisión de metros. Al cabo de un momento una X roja empezó a destellar en el mapa de la isla.

—Muy bien —dijo Eddie por la radio—. Ya lo tengo. Parece que sale un camino de la parte norte del claro. ¿Vamos por ahí?

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