El mundo perdido (30 page)

Read El mundo perdido Online

Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: El mundo perdido
9.76Mb size Format: txt, pdf, ePub

Desistió con un gesto de resignación. La idea que lo inquietaba flotaba en el fondo de su mente pero no conseguía precisarla. Le era imposible.

De mala gana volvió a concentrarse en la manada de parasaurios que pacía en la orilla del río junto a los apatosaurios. Escuchó el característico bramido de los parasaurios. Levine reparó en que con frecuencia los parasaurios emitían un sonido de corta duración, una especie de bocinazo retumbante. En ocasiones varios animales producían ese sonido simultáneamente o con breves intervalos de separación, así que debía de ser una manera audible de indicar la posición de todos los miembros de la manada. Sin embargo, a veces emitían una llamada mucho más larga y perentoria. Este sonido era poco frecuente y provenía sólo de los dos animales más grandes de la manada, que alzaban la cabeza y producían aquel trompeteo sonoro y prolongado. Pero, ¿qué significaba aquel sonido?

Inmóvil bajo el sol, Levine decidió llevar a cabo un pequeño experimento. Ahuecó las manos en torno de la boca e imitó la llamada del parasaurio. No había sido una gran imitación, pero de inmediato el jefe de la manada levantó la vista y buscó alrededor. A continuación lanzó un grave bramido en respuesta a Levine. Levine volvió a imitar el sonido.

El parasaurio contestó nuevamente.

Complacido por el resultado del experimento, Levine tomó nota en su cuaderno. Pero cuando miró de nuevo hacia la llanura, advirtió con sorpresa que la manada de parasaurios se separaba de los apatosaurios. Se agruparon y, en fila, se encaminaron hacia la plataforma de observación.

Levine empezó a sudar. ¿Qué había hecho? En algún rincón de su mente se preguntó si habría imitado una llamada de apareamiento. Sólo le faltaba eso, atraer a un dinosaurio en celo. ¿Quién sabía cómo actuaban aquellos animales en el apareamiento? Con creciente desasosiego los observó acercarse. Lo mejor era llamar a Malcolm para pedirle consejo. Pero considerando esa posibilidad cayó en la cuenta de que al imitar aquel bramido había interferido en el medio ambiente, había introducido una variable nueva, que era precisamente lo que, como había asegurado a Thorne, no pretendía hacer. Había sido un acto irreflexivo, desde luego. Y si bien no repercutiría seguramente de manera esencial en la marcha de las cosas, Malcolm sin duda iba a ensañarse con él. Levine bajó los prismáticos y contempló el rebaño. En el aire resonó un grave bramido, tan intenso que le hirió los oídos. La tierra empezó a temblar y la plataforma se tambaleó precariamente.

«¡Dios mío! ¡Vienen directo hacia mí!», pensó. Se inclinó y buscó la radio a tientas en la mochila.

Los problemas de la evolución

En el tráiler Thorne sacó del microondas los platos de comida rehidratada y los repartió. Sentados alrededor de la pequeña mesa, los desenvolvieron y empezaron a comer. Malcolm hurgó en su plato con el tenedor y preguntó:

—¿Qué es esto?

—Pechuga de pollo a las finas hierbas —contestó Thorne. Malcolm probó un bocado y movió la cabeza en un gesto de desagrado.

—¿No es maravillosa la tecnología? —comentó irónicamente—. Consiguen que tenga el gusto del cartón.

Malcolm miró a los chicos, que comían vorazmente frente a él. Kelly levantó la vista y señaló con el tenedor los libros sujetos al estante que había junto a la mesa.

—Hay una cosa que no entiendo —dijo.

—¿Sólo una? —bromeó Malcolm.

—Es sobre todo esto de la evolución. Darwin escribió su libro hace mucho tiempo, ¿no?

—Darwin publicó El origen de las especies en 1859 —contestó Malcolm.

—Y a esta altura ya nadie lo pone en duda, ¿no? —continuó Kelly.

—Creo que puede afirmarse que hoy en día todos los científicos del mundo coinciden en que la evolución es una de las características de la vida en la Tierra —aseguró Malcolm—. Y en que descendemos de los animales. Sí.

—Pues si es así, ¿a qué viene ahora tanto interés en el tema? Malcolm sonrió.

—Ese interés se debe a que si bien todo el mundo está de acuerdo en que la evolución existe, nadie comprende las leyes que la rigen. La teoría plantea grandes problemas. Y los científicos se muestran cada vez más dispuestos a admitirlo.

Malcolm apartó el plato.

—Conviene remontarse a los orígenes de la teoría, hace unos doscientos años. Comencemos con el barón Georges Cuvier, el más famoso anatomista de su época, que vivía en el centro intelectual del mundo: París. Alrededor de 1800 se desenterraron los primeros huesos antiguos, y Cuvier comprendió que pertenecían a animales que no se encontraban ya en la Tierra. Eso representó un serio problema, pues por aquel entonces se creía que todas las especies animales creadas seguían vivas. Era una idea lógica, porque se atribuía a la Tierra una antigüedad de unos miles de años. Y porque Dios, que había creado a todos los animales, nunca permitiría que sus criaturas se extinguiesen. Así que la extinción se consideraba imposible. Para Cuvier, el hallazgo de aquellos huesos supuso un verdadero tormento, pero finalmente llegó a la conclusión de que, con Dios o sin Dios, muchos animales se habían extinguido a causa, pensó, de catástrofes planetarias como, por ejemplo, el diluvio universal.

—Entiendo.

—De modo que Cuvier, a su pesar, acabó aceptando la extinción —prosiguió Malcolm—, pero no así la evolución. Para Cuvier la evolución no existía. Unos animales morían y otros sobrevivían, pero ninguno evolucionaba. En su opinión, los animales no cambiaban. Entonces llegó Darwin, que afirmó que los animales sí evolucionaban y que los huesos desenterrados pertenecían de hecho a los predecesores de los animales vivos. Las consecuencias de la teoría de Darwin sobresaltaron a mucha gente. Se resistían a admitir que las creaciones de Dios cambiasen, y que hubiese monos en sus árboles genealógicos. Lo consideraban vergonzoso y ofensivo. La controversia fue encarnizada, pero Darwin acumuló una gran cantidad de datos objetivos y presentó argumentos contundentes. Así que su idea de la evolución fue aceptada gradualmente por los científicos y por el mundo en general. Pero la duda básica seguía sin resolverse: ¿cómo se produce la evolución? Para eso Darwin no tenía una buena respuesta.

—La selección natural —apuntó Arby.

—Sí, ésa fue la explicación propuesta por Darwin. El medio ambiente ejerce una presión que favorece a ciertos animales, y éstos se reproducen más fácilmente en las siguientes generaciones; así tiene lugar la evolución. Pero como mucha gente advirtió, esto no era de hecho una explicación. Simplemente era una definición: si un animal sobrevive, debe de haber superado la selección. Pero, ¿qué características de ese animal son favorecidas? ¿Y cómo actúa realmente la selección? Darwin lo ignoraba y nadie aportó una sola idea al respecto durante los siguientes cincuenta años.

—Pero son los genes —afirmó Kelly.

—En efecto —respondió Malcolm—. Bien, llegamos al siglo XX. Se redescubre el trabajo de Mendel con las plantas. Fischer y Wright llevan a cabo estudios de población. Pronto averiguamos que los genes controlan la herencia, sean lo que sean los genes. Recuerden que durante la primera mitad del siglo, hasta pasada la Segunda Guerra Mundial nadie tenía la menor idea de qué era un gen. A partir de los descubrimientos de Watson y Crick en 1953 supimos que los genes eran nucleótidos dispuestos en una doble hélice. Magnífico. Y también conocimos la existencia de las mutaciones. Entonces a finales del siglo XX disponemos de una teoría de la selección natural que sostiene que las mutaciones se producen espontáneamente en los genes, que el medio ambiente favorece las mutaciones útiles, y que, partiendo de este proceso de selección, tiene lugar la evolución. Es simple y claro. Dios no interviene en ningún momento. No hay implicado ningún principio organizativo superior. En definitiva, la evolución no es más que el resultado de un puñado de mutaciones que sobreviven o mueren. ¿Correcto?

—Correcto —contestó Arby.

—Pero esta idea presenta ciertos problemas —declaró Malcolm—. En primer lugar, un problema de tiempo. Una sola bacteria (la primera forma de vida) contiene dos mil enzimas. Los científicos han calculado cuánto tiempo tardarían en concurrir aleatoriamente esas enzimas a partir de un caldo de cultivo primordial. Las estimaciones oscilan entre cuarenta y cien mil millones de años. Ahora bien, la edad de la Tierra es de sólo cuatro mil millones de años. Así que el azar por sí solo resulta demasiado lento. Sobre todo teniendo en cuenta que las bacterias aparecieron de hecho cuatro cientos millones de años después de la formación de la Tierra. Es decir, la vida surgió muy deprisa, y por eso algunos científicos afirman que la vida en la Tierra debe de ser de origen extraterrestre. Pero eso, a mi juicio, es eludir la cuestión.

—Exacto.

—En segundo lugar está el problema de la coordinación. Si aceptamos la actual teoría, la increíble complejidad de la vida se reduce a una acumulación de sucesos aleatorios, un puñado de accidentes genéticos concatenados. Sin embargo, cuando uno observa detenidamente los animales, da la impresión de que muchos elementos hayan evolucionado simultáneamente. Tomemos como ejemplo los murciélagos, que poseen ecolocación, es decir, que se guían por el sonido. Para llegar a eso deben desarrollarse muchas otras cosas. Los murciélagos necesitan un aparato especializado para la emisión de sonidos, necesitan unos oídos especializados para captar el eco, necesitan un cerebro especializado para interpretar los sonidos, y necesitan un cuerpo especializado para subir y bajar en el aire y capturar insectos. Si todas estas facultades no se desarrollan simultáneamente, no sirven de nada. E imaginar que todo esto puede ocurrir por azar es como imaginar que un tornado puede arremeter contra un depósito de chatarra y formar con las piezas un Boeing 747 en perfecto estado. Es difícil de creer.

—Desde luego —convino Thorne—. Estoy de acuerdo.

—Siguiente problema. La evolución no siempre actúa como una fuerza ciega. Ciertos espacios del medio ambiente no se llenan. Ciertas plantas no se emplean como alimento. Y ciertos animales apenas evolucionan. Los tiburones no han cambiado desde hace ciento sesenta millones de años. Las zarigüeyas no han cambiado desde que se extinguieron los dinosaurios, hace sesenta y cinco millones de años. El medio ambiente de estos animales se ha alterado radicalmente, pero los animales han seguido casi iguales. No exactamente iguales, pero casi. En otras palabras, da la impresión de que no hayan respondido a su medio ambiente.

—Quizás aún estén bien adaptados —sugirió Arby.

—Quizás. O quizás exista algo más que no conocemos.

—¿Como qué?

—Como otras reglas que influyan en el resultado.

—¿Quieres decir que la evolución está dirigida? —preguntó Thorne.

—No —contestó Malcolm—. Eso es creacionismo y no explica nada. Nada en absoluto. Lo que digo es que la selección natural que actúa en los genes no da cuenta de todo. Sería demasiado sencillo. Intervienen también otras fuerzas. La molécula de hemoglobina es una proteína que se pliega y envuelve como un sándwich un átomo central de hierro que atrae el oxígeno. La hemoglobina se expande y contrae cuando toma y libera oxígeno, como un minúsculo pulmón molecular. Ahora conocemos la secuencia de aminoácidos que constituye la hemoglobina. Pero ignoramos cómo plegarla. Afortunadamente no es necesario saberlo, pues si creamos la molécula, se pliega por sí sola. Se organiza ella misma. Y continuamente se demuestra que los seres vivos poseen la facultad de la autoorganización. Las proteínas se pliegan. Las enzimas interactúan. Las células se disponen en forma de órganos y los órganos se disponen en forma de individuos coherentes. Los individuos se organizan para constituir una población. Y las poblaciones se organizan para constituir una biosfera coherente. Gracias a la teoría de la complejidad empezamos a intuir cómo se produce esta autoorganización y a qué apunta. Y representa un importante cambio en nuestra percepción de la evolución.

—Pero en definitiva —dijo Arby— la evolución sigue siendo el resultado de la acción del medio ambiente sobre los genes.

—No creo que se reduzca a eso, Arb —discrepó Malcolm—. Creo que hay otras cosas en juego… otras cosas que explican incluso cómo surgió nuestra especie.

—Hace tres millones de años —prosiguió Malcolm— unos simios africanos que hasta ese momento vivían en los árboles descendieron al suelo. Aquellos simios no se destacaban en nada. Tenían el cerebro pequeño y no eran especialmente inteligentes. No poseían garras ni afilados dientes que usar como armas. No sobresalían por su fuerza ni por su velocidad. Sin duda no podían competir con un leopardo. Pero como su estatura era corta, empezaron a erguirse sobre las patas traseras a fin de mirar por encima de la alta hierba africana. Así comenzó todo: unos simios corrientes asomándose sobre la hierba.

»Estos simios permanecían erguidos cada vez más tiempo. Eso les dejaba las manos libres. Como todos los simios, se valían de ciertas herramientas. Los chimpancés, por ejemplo, usan ramas para capturar termitas. Con el paso del tiempo, nuestros antepasados elaboraron herramientas más complejas. Este hecho estimuló el crecimiento del cerebro en tamaño y complejidad. Se inició ahí una espiral: la mayor complejidad de las herramientas generaba cerebros más complejos que a su vez generaban herramientas más complejas. Y desde el punto de vista evolutivo nuestro cerebro estalló literalmente. En alrededor de un millón de años se duplicó el tamaño de nuestro cerebro, y eso nos creó ciertos problemas.

—¿Como cuáles?

—Como venir al mundo, sin ir más lejos. Un cerebro grande no puede pasar a través del canal del parto, lo cual implica la muerte tanto de la madre como del niño durante el alumbramiento. Ésa no es una alternativa viable. ¿Cuál es entonces la respuesta evolutiva? El nacimiento del niño en una etapa muy prematura del desarrollo, cuando el cerebro no es aún demasiado grande para atravesar la pelvis. Es la solución de los marsupiales: la mayor parte del crecimiento se produce fuera del cuerpo de la madre. Durante el primer año de vida el cerebro del niño multiplica por dos su tamaño. Ésa es una buena solución al problema, pero crea otros problemas. Significa que los niños humanos no se valen por sí solos hasta mucho después del nacimiento. Las crías de muchos mamíferos caminan minutos después de nacer; las de otros, al cabo de unos días o unas semanas. Los niños, en cambio, tardan todo un año en caminar y más aún en comer solos. Así que parte del precio por un cerebro de mayor tamaño fue el desarrollo entre nuestros antepasados de organizaciones sociales estables que permitiesen el cuidado de los niños a largo plazo, durante muchos años. Estos niños desvalidos de cerebro grande cambiaron la sociedad. Pero no fue ésa la consecuencia más importante.

Other books

The Trees by Conrad Richter
Four Scraps of Bread by Hollander-Lafon, Magda; Fuller, Anthony T.;
Quantum Poppers by Matthew Reeve
Child of the Storm by R. B. Stewart
Highland Christmas by Coulter, J. Lee
After Dark by Donna Hill
After the Armistice Ball by Catriona McPherson
KiltTease by Melissa Blue
Death Comes to the Village by Catherine Lloyd