Authors: Arthur Conan Doyle
—Pero usted hizo fuego ayer —dijo Summerlee.
—Bueno, pero no había más remedio. No obstante, el viento era fuerte y soplaba hacia fuera de la meseta. No es muy probable que el sonido haya viajado mucho tierra adentro. A propósito, ¿cómo llamaremos a este lugar?
Hubo varias sugerencias más o menos felices, pero la de Challenger fue la definitiva.
—Sólo puede tener un nombre— dijo—. Debe llevar el nombre del precursor que la descubrió. O sea, la Tierra de Maple White.
Y en Tierra de Maple White se convirtió, y así se denominará en el mapa que se ha convertido en mi tarea especial. Confio en que ese mismo nombre aparecerá en los atlas del futuro.
La penetración pacífica de la Tierra de Maple White era el objetivo más urgente que teníamos por delante. Habíamos adquirido una evidencia ocular de que el lugar estaba habitado por algunos seres desconocidos; también el álbum de dibujos de Maple White era una prueba de que podrían aparecer monstruos aún más terribles y peligrosos. El esqueleto empalado en los bambúes, que no podía haber quedado de ese modo sin ser precipitado desde lo alto, sugería la existencia de habitantes humanos y que éstos eran de carácter malévolo. Nuestra situación, varados en aquella tierra sin posibilidad de escape, estaba claramente llena de peligros, y nuestra razón endosaba todas las medidas de precaución que la experiencia de lord John podía sugerir. No obstante, era ciertamente imposible que nos detuviéramos en el borde de este mundo misterioso cuando todos sentíamos que nuestras almas hormigueaban de impaciencia por avanzar y por arrancar el secreto de sus entrañas.
Por lo tanto, cerramos la entrada de nuestra zareba
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con algunos arbustos espinosos y abandonamos nuestro campamento, con sus depósitos enteramente rodeados por esta cerca protectora. Entonces penetramos lentamente y con precauciones en lo desconocido, siguiendo el curso del pequeño arroyo que fluía de nuestro manantial y que siempre podría servirnos de guía para regresar.
A poco de partir, tropezamos con señales reveladoras de que nos esperaban verdaderos portentos. Después de unos pocos centenares de yardas de bosque espeso, que contenía muchos árboles desconocidos para mí en su mayoría, pero que Summerlee, que era el botánico de la expedición, reconoció como especies de coníferas y cicadáleas (plantas desaparecidas desde hace mucho tiempo del mundo que conocemos), penetramos en una región donde el arroyo se ensanchaba y formaba un pantano bastante grande. Altas cañas de un tipo singular crecían apretadamente ante nosotros, y fueron clasificadas como equisetáceas, o cola de caballo en el lenguaje común. Los helechos arborescentes crecían diseminados entre ellas, balanceándose con el fuerte viento. Lord John, que marchaba a la cabeza, se detuvo súbitamente alzando la mano.
—¡Miren esto! —dijo—. ¡Por Dios, ésta debe ser la huella del padre de todos los pájaros!
En el lodo blando que teníamos delante se imprimía la enorme pisada de un pie con tres dedos. Aquel ser, cualquiera que fuese, había cruzado el pantano y se había introducido en el bosque. Todos nos detuvimos para examinar la monstruosa marca. Si era verdaderamente la de un pájaro —¿y qué otro animal podía haber dejado semejante impresión?—, su pie era tan grande como el de un avestruz, y sus dimensiones debían ser proporcionalmente enormes. Lord John miró ansiosamente a su alrededor y deslizó dos cartuchos en su rifle para cazar elefantes.
—Apuesto mi prestigio de cazador a que esta huella es fresca —dijo—. No hará ni diez minutos que la bestia ha pasado por aquí. ¡Observen cómo todavía rezuma el agua en aquella marca más profunda! ¡Por Júpiter! ¡Aquí pueden ver la pisada de un ejemplar más pequeño!
Por cierto, paralelamente a las huellas grandes corrían otras más pequeñas pero que tenían una misma forma general.
—¿Y qué les parece esto? —exclamó triunfalmente el profesor Summerlee, señalando lo que parecía ser la enorme huella de una mano humana de cinco dedos, que aparecía entre las marcas de tres dedos.
—¡Wealden! —gritó Challenger extasiado—. Yo las he visto en la arcilla del Wealden. Es un animal que camina erecto sobre sus patas de tres dedos, y que a veces apoya una de sus garras delanteras de cinco dedos en el suelo. No es un pájaro, mi querido Roxton... no es un pájaro.
—¿Es un animal cuadrúpedo?
—No; es un reptil... un dinosaurio. Ningún otro ser podría haber dejado semejantes huellas. Huellas como éstas dejaron estupefacto a un digno doctor de Sussex hace noventa años; ¿pero cómo nadie en el mundo podía esperar... esperar... que vería señales como éstas?
Sus últimas palabras murieron en un susurro y todos nos quedamos paralizados por el asombro. Siguiendo las huellas habíamos abandonado la ciénaga y cruzado a través de una cortina de arbustos y árboles. Detrás había un claro despejado y en él cinco de los animales más extraordinarios que yo haya visto nunca. Agazapados entre los arbustos, los observamos a voluntad.
Había, como he dicho, cinco de ellos: dos adultos y tres más jóvenes. Su tamaño era enorme. Incluso los pequeños eran grandes como elefantes, mientras los mayores sobrepasaban a cualquier ser que yo hubiera visto. Su piel era de color pizarra, con escamas como las de un lagarto, que brillaban cuando reflejaban el sol. Los cinco estaban sentados, balanceándose sobre sus anchas y poderosas colas y sus enormes patas traseras de tres dedos, mientras con sus pequeñas patas delanteras de cinco dedos atraían hacia abajo las ramas que ramoneaban. No se me ocurre cómo describir mejor a usted su apariencia que diciendo que se asemejaban a monstruosos canguros, de veinte pies de largo y con una piel similar ala de los cocodrilos negros.
No sé decir cuánto tiempo estuvimos inmóviles contemplando aquel maravilloso espectáculo. Un fuerte viento soplaba hacia nosotros y estábamos bien ocultos, de modo que no podían descubrirnos. De vez en cuando los pequeños jugaban alrededor de sus padres con pesadas cabriolas; las grandes bestias saltaban en el aire y caían a tierra con sordos golpes. La fuerza de los padres parecía ilimitada, pues uno de ellos, al tener cierta dificultad en alcanzar un manojo de follaje que crecía en un árbol de gran altura, abrazó el tronco con sus patas delanteras y lo arrancó como si fuese un renuevo. Aquella acción, según creo, parecía demostrar no sólo el gran desarrollo de sus músculos sino también el pequeño desarrollo de sus cerebros, porque todo el peso del árbol le cayó encima con estrépito, con lo cual prorrumpió en una serie de agudos gañidos, que revelaron que, a pesar de lo grande que era su capacidad de resistencia, tenía un límite. Aparentemente, el suceso le hizo pensar que la vecindad era peligrosa, porque se alejó cabeceando lentamente por el bosque, seguido por su pareja y sus tres enormes infantes. Vimos el destello brillante de su piel pizarrosa entre los troncos de los árboles y sus cabezas que ondulaban muy por encima de los arbustos. Luego desaparecieron de nuestra vista.
Observé a mis camaradas. Lord John permanecía al acecho, con el dedo en el gatillo de su rifle para la caza de elefantes, con su ávida alma de cazador brillando en sus ojos fieros. ¡Qué no hubiese dado por colocar una cabeza como aquella entre los dos remos cruzados encima de la repisa de su chimenea en el cómodo aposento del Albany! Con todo, su razón lo refrenó, porque toda nuestra exploración de las maravillas de esta tierra desconocida dependía de que nuestra presencia permaneciese ignorada por sus habitantes. Los dos profesores estaban sumidos en un silencioso éxtasis. En medio de su excitación, se habían cogido inconscientemente de la mano y permanecían como dos niños pequeños en presencia de un prodigio. Las mejillas de Challenger se henchían con una sonrisa seráfica, y la cara sardónica se suavizaba momentáneamente en una actitud de asombro y reverencia.
—Nunc dimittis!
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—exclamó al fin—. ¿Qué dirán de esto en Inglaterra?
—Mi querido Summerlee, yo le diré con toda seguridad lo que dirán exactamente en Inglaterra —dijo Challenger—. Dirán que usted es un infernal embustero y un charlatán científico, lo mismo que usted y otros dijeron de mí.
—¿Puestos ante las fotografías?
—¡Trucadas, Summerlee! ¡Torpemente trucadas!
—¿Aun mostrándoles ejemplares?
—¡Ah, ahí sí que podemos atraparlos! Malone y toda su pandilla de Fleet Street
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pueden todavía vociferar en alabanza nuestra. Veintiocho de agosto: el día en que vimos cinco iguanodontes vivos en un claro de la tierra de Maple White. Asiéntelo en su diario, mi joven amigo, y envíeselo a su pasquín.
—Y prepárese a recibir un puntapié de la bota del editorialista de turno —dijo lord John—. Las cosas son algo diferentes vistas desde la latitud de Londres, compañerito–camarada. Hay muchos hombres que no cuentan jamás sus aventuras porque no esperan que les crean. ¿Quién podría censurarles por ello? A nosotros mismos esto nos parecerá algo soñado, dentro de un mes o dos. ¿Qué dijo usted que eran?
—Iguanodontes —dijo Summerlee—. Puede usted encontrar sus huellas por todas las arenas de Hastings, en Kent y en Sussex. Pululaban en el sur de Inglaterra cuando allí abundaban las sabrosas sustancias vegetales que les permitían alimentarse. Cuando las condiciones cambiaron, las bestias no pudieron sobrevivir. Al parecer, aquí no han cambiado esas condiciones y estas bestias siguen viviendo.
—Si alguna vez logramos salir vivos de aquí, me gustaría llevar conmigo una cabeza —dijo lord John—. ¡Por Dios! ¡Si vieran esto algunos de los muchachos de Somalilandia y Uganda se pondrían verdes! No sé lo que ustedes piensan, camaradas, pero yo me huelo algo extraño, como si estuviéramos todo el tiempo sobre una capa de hielo a punto de quebrarse.
Yo tenía la misma sensación de misterio y peligro, que parecía rodearnos por todas partes. Entre las tinieblas de la arboleda se cernía una constante amenaza, y cuando mirábamos su sombrío follaje, vagos terrores se insinuaban en nuestros corazones. Es cierto que aquellos monstruosos se res que habíamos visto eran bestias inofensivas y torpes, que no parecían capaces de causar daño a nadie, pero en este mundo de maravillas podrían hallarse otros supervivientes. ¿Cuántos horrores activos y feroces podrían hallarse listos para abalanzarse sobre nosotros, desde sus cubiles en las rocas o entre la maleza? Poco sé de la vida prehistórica, pero tengo un claro recuerdo de un libro que había leído, y que hablaba de seres que vivían cazando leones y tigres lo mismo que un gato mata ratones. ¿Qué pasaría si hubiese animales semejantes en los bosques de la tierra de Maple White?
Aquella misma mañana —la primera que pasábamos en el nuevo país— parecía predestinada a que descubriéramos los extraños riesgos que nos rodeaban. Fue una aventura aborrecible, que aún me resulta odioso recordar. Si, como decía lord John, el claro de los iguanodontes persistirá en nuestra memoria como un sueño, no menos cierto es que el pantano de los pterodáctilos será para siempre nuestra pesadilla. Voy a relatar con exactitud lo que ocurrió.
Avanzábamos muy lentamente por los bosques, en parte porque lord John actuaba como explorador antes de dejarnos proseguir, y en parte porque a cada paso uno u otro de nuestros profesores se detenía estático y lanzaba una exclamación de asombro ante alguna flor o insecto que se le presentaba como de una nueva especie. Habríamos andado dos o tres millas en total, manteniéndonos junto a la orilla derecha del arroyo, cuando llegamos a un claro bastante grande que se abría entre los árboles. Un cinturón de maleza ascendía hasta una confusa masa de rocas: toda la meseta estaba sembrada de cantos rodados. Caminábamos lentamente hacia esas rocas, entre arbustos que nos llegaban a la cintura, cuando advertimos un extraño y profundo sonido formado por graznidos y silbidos que llenaban los aires con una constante algarabía que parecía provenir de algún lugar situado muy cerca y frente a nosotros. Lord John levantó su mano en señal de que nos detuviéramos y se abrió camino velozmente, deteniéndose y corriendo, hasta la línea de rocas. Vimos cómo espiaba por encima de ellas y hacía un gesto de asombro. Luego se quedó inmóvil, como si se hubiese olvidado de nosotros, tan fascinado estaba por lo que veía. Por último nos hizo señas para que nos acercásemos, pero mantuvo su mano en alto, como señal de precaución. Toda su actitud me hizo comprender que algo asombroso pero lleno de peligros se presentaría ante nosotros.
Nos arrastramos hasta su vera y miramos por encima de las rocas. El lugar que contemplábamos era un pozo, que quizá en un pasado remoto había sido uno de los pequeños cráteres volcánicos de la meseta. Tenía la forma de un tazón y en el fondo, a unos centenares de yardas de donde nosotros estábamos, había charcos de agua estancada con espuma verdosa, flanqueados por juncales.
El sitio en sí ya era fantasmagórico, pero sus ocupantes lo transformaban en un escenario de los Siete Círculos de Dante. El lugar era un nido de pterodáctilos. Había centenares de ellos, congregados ante nuestra vista. Toda el área del fondo alrededor de la orilla del agua pululaba con los jóvenes pterodáctilos y sus hediondas madres, que estaban empollando sus huevos amarillentos y correosos. De esta masa de obscena vida de reptiles que se arrastraba y aleteaba surgía
el espantoso
clamoreo que llenaba los aires y el horrible, mefítico y rancio hedor que nos daba náuseas. Pero arriba, cada uno posado en su propia roca, altos, grises, macilentos, más parecidos a ejemplares muertos y disecados que a seres llenos de vida, estaban los horribles machos, absolutamente inmóviles salvo por el rodar de sus ojos rojos o cuando ocasionalmente hacían chasquear sus picos semejantes a ratoneras para coger a alguna libélula que pasaba junto a ellos. Tenían cerradas sus enormes alas membranosas por medio de sus antebrazos plegados, de modo que parecían gigantescas viejas sentadas, rebozadas en hediondos mantones de color tela de araña, de los que emergían sus cabezas feroces.
Entre grandes y pequeños, no menos de un millar de esos repugnantes animales descansaban en aquella hondonada ante nosotros.
Nuestros profesores hubieran permanecido allí de buena gana todo el día, tan extasiados estaban ante esta oportunidad de estudiar la vida de un período prehistórico. Señalaban los pájaros y peces muertos que yacían entre las rocas como prueba de los hábitos alimentarios de aquellos seres; les escuché felicitarse mutuamente por haber podido aclarar el motivo de que se hallasen en número tan grande los huesos de este dragón volador en ciertas arcas bien definidas, como por ejemplo en las arenas de Cambridge Green, pues ahora veían que éstos, como los pingüinos, vivían en forma gregaria.