El mundo perdido (19 page)

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Authors: Arthur Conan Doyle

BOOK: El mundo perdido
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—Creo que va a saltar —dije amartillando mi rifle.

—¡No dispare! ¡No dispare! —susurró lord John—. El estampido de un rifle en esta noche silenciosa se oiría a millas de distancia. Resérvelo como su última carta.

—Si pasa por encima de la cerca estamos perdidos —dijo Summerlee, y su voz se quebró en una risa nerviosa al hablar.

—No, no debe pasar —exclamó lord John—; pero retengan sus disparos hasta el último momento. Quizá pueda hacer algo con este fulano. De todos modos lo intentaré.

Fue un acto tan valeroso como jamás vi hacer a otro hombre. Se inclinó sobre la hoguera, levantó una rama ardiente y se deslizó rápidamente por un resquicio que había hecho en nuestra entrada. La
cosa
avanzó con un gruñido espantoso. Lord John no vaciló: corrió hacia ella con paso rápido y ligero y estrelló el madero llameante en el hocico de la bestia. Tuve la visión momentánea de una máscara horrenda, parecida a un sapo gigantesco, de piel arrugada y leprosa, de una boca desencajada y baboseante de sangre fresca. Enseguida, se oyó crujir la maleza y nuestro espantoso visitante desapareció.

—Me imaginé que no haría frente al fuego —dijo lord John riendo, mientras volvía a entrar y arrojaba su rama entre las demás que ardían en la hoguera.

—¡No debió usted arriesgarse de ese modo! —exclamamos todos.

—No se podía hacer otra cosa. Si se hubiese metido entre nosotros, nos habríamos herido los unos a los otros tratando de darle a él. Por otra parte, si hubiésemos hecho fuego a través de la cerca y lográbamos herirle, no habría tardado en superarnos... sin hablar de que así revelábamos nuestra presencia. Pero en general, creo que hemos salido bonitamente del paso. ¿Y a propósito, qué era eso?

Nuestros hombres sabios se miraron entre sí con cierta duda.

—Por mi parte, no me siento capaz de clasificar a ese ser con alguna certeza —dijo Summerlee encendiendo su pipa en el fuego.

—Al no pronunciarse en forma concluyente ha demostrado usted una prudencia apropiadamente científica —dijo Challenger con su demoledora condescendencia—. Yo, por mi parte, no me siento capaz de ir más allá, salvo aventurar, en términos generales, que esta noche hemos estado en contacto, probablemente, con alguna clase de dinosaurio carnívoro. Antes he manifestado mi opinión de que algo así podría existir en esta meseta.

—Debemos tener en cuenta —subrayó Summerlee— que hay muchas especies prehistóricas que nunca han llegado hasta nosotros. Sería imprudente suponer que podemos identificar a todos los seres que pudiéramos encontrar.

—Exacto. Lo mejor que podemos intentar es una clasificación preliminar. Tal vez mañana hallemos una evidencia más amplia que nos ayude a identificar a la bestia. Mientras tanto, lo único que podemos hacer es reanudar nuestro sueño interrumpido.

—Pero no sin colocar un centinela —dijo lord John con firmeza—. No podemos correr albures en un país como éste. Desde ahora nos turnaremos cada dos horas.

—Entonces comenzaré el primer turno mientras termino de fumar mi pipa —dijo el profesor Summerlee; y desde ese momento ya no volvimos a descansar sin vigilancia.

No tardamos en descubrir, a la mañana siguiente, la causa de los horrendos rugidos que nos habían despertado en medio de la noche. El calvero de los iguanodontes había sido el escenario de una horrible carnicería. Imaginamos al principio, ante los charcos de sangre y los enormes trozos de carne esparcidos en todas direcciones sobre la verde hierba, que una cantidad de animales habían hallado la muerte, pero al examinar más de cerca los restos, descubrimos que toda aquella matanza tenía como único protagonista a uno de aquellos pesados monstruos, que había sido literalmente hecho pedazos por algún otro animal, quizá no más grande que él pero muchísimo más feroz.

Nuestros dos profesores se sentaron a discutir, absortos, mientras examinaban, uno tras otro, aquellos trozos, que mostraban las huellas de salvajes dientes y garras enormes.

—Todavía debemos mantener en suspenso nuestro dictamen —dijo el profesor Challenger, que tenía sobre sus rodillas una enorme loncha de carne blancuzca—. Los indicios parecen corresponder a la presencia de un tigre dientes de sable, como los que aún se encuentran en las brechas de nuestras cavernas; pero el ser que hemos visto era sin duda más grande y de un carácter más afín a la especie de los reptiles. Personalmente, me declararía en favor del allosaurus.

—O un megalosaurus —observó Summerlee.

—Exactamente. Para el caso sería lo mismo cualquiera de los grandes dinosaurios carnívoros. Entre ellos se pueden encontrar los más terribles tipos de vida animal que alguna vez fueron la maldición de la tierra o que constituyen la bendición de un museo.

Rió sonoramente ante su propia fantasía, porque aunque tenía un escaso sentido del humor, la más tosca chuscada de sus labios le suscitaba siempre rugidos laudatorios.

—Cuanto menos ruido, mejor —dijo lord John brevemente—. No sabemos qué o a quién tenemos en nuestra cercanía. Si el fulano aquel vuelve para desayunar y nos coge aquí, no tendremos mucho de qué reírnos. A propósito, ¿qué es esa señal que hay en el pellejo del iguanodonte?

Sobre la piel opaca, escamosa y de color pizarra, en la parte superior del brazuelo, había un extraño círculo negro de alguna sustancia que se asemejaba al asfalto. Ninguno de nosotros pudo sugerir qué significaba, aunque Summerlee fue de opinión coincidente: dos días antes había visto algo similar en uno de los iguanodontes jóvenes. Challenger no dijo nada, pero adoptó una pose pomposa y campanuda, de alguien que podría, si quisiese, dar una explicación. Por eso, lord John terminó por pedirle directamente su opinión.

—Si su señoría se digna graciosamente darme permiso para abrir la boca, me sentiré muy feliz de poder expresar mis sentimientos —dijo con elaborado sarcasmo—. No tengo costumbre de que me señalen tareas del modo que parece habitual en su señoría. No sabía que era necesario pedirle permiso para sonreírme ante una broma inofensiva.

Hasta que no recibió sus disculpas, nuestro susceptible amigo no quiso calmarse. Cuando al fin sus irritados sentimientos se desahogaron, se dirigió a nosotros con cierta extensión, desde su asiento en un árbol caído, hablando según su costumbre como si estuviera impartiendo la más valiosa información a una clase de mil alumnos.

—Respecto mesas marcas —dijo—, me inclino a concordar con mi amigo y colega el profesor Summerlee en que son manchas de asfalto. Como toda esta meseta es, por naturaleza propia, sumamente volcánica, y como el asfalto es una sustancia que asociamos con las fuerzas plutónicas, no dudo que existe en estado líquido, libre, y que esos animales deben haberse puesto en contacto con el mismo. Mucho más importante es el problema de la existencia del monstruo carnívoro que ha dejado sus huellas en este claro del bosque. Sabemos aproximadamente que la extensión de esta meseta no es mucho más grande que el término medio de los condados ingleses. Dentro de este espacio limitado han vivido juntos, durante años innumerables, cierto número de seres pertenecientes, en su mayor parte, a especies extinguidas ya en el mundo exterior. Ahora bien, a mí me parece evidente que en un período tan largo podía esperarse que los animales carnívoros, al multiplicarse sin tasa, deberían haber agotado sus reservas alimenticias, viéndose obligados a modificar sus hábitos de comer carne o, si no, a morir de hambre. Vemos que esto no ha sucedido. Por tanto, nos vemos en la necesidad de imaginar que el equilibrio de la Naturaleza ha sido preservado por alguna clase de control que limita el número de estos seres feroces. Uno de los muchos problemas interesantes que esperan nuestra solución es por lo tanto el descubrir cuál puede ser ese control y de qué manera opera. Me aventuro a creer que tendremos alguna oportunidad en el futuro para estudiar más de cerca a los dinosaurios carnívoros.

—Y yo me aventuro a creer que no tendremos esa oportunidad —observé.

El profesor sólo frunció sus gruesas cejas, como hace el maestro ante la observación irrelevante de un niño travieso.

—Quizá el profesor Summerlee tenga algún comentario que hacer —dijo, y los dos savants
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ascendieron juntos por una atmósfera científica enrarecida, donde sopesaron las posibilidades de una modificación de la escala de natalidad frente a la declinación del suministro de alimentos como un freno en la lucha por la existencia.

Aquella mañana exploramos una pequeña porción de la meseta, evitando el pantano de los pterodáctilos y manteniéndonos al este de nuestro arroyo, en lugar de avanzar hacia el oeste. En esa dirección, la comarca era todavía muy boscosa, con tanta cantidad de maleza que nuestro avance era muy lento.

Hasta ahora me he ocupado de los terrenos de la Tierra de Maple White; pero había otra cara de la cuestión, porque toda aquella mañana nos estuvimos paseando entre atractivas flores... la mayoría de las cuales, observé, eran de color blanco o amarillo. Y esto era así, según nuestros profesores, porque ésas eran las tonalidades primitivas de las flores. En muchos lugares, ellas cubrían totalmente el suelo y, cuando caminábamos hundiéndonos hasta los tobillos en aquella alfombra mullida y maravillosa, el perfume era casi intoxicante en su dulzura e intensidad. La abeja inglesa doméstica zumbaba por todas partes a nuestro alrededor. Pasábamos bajo muchos árboles cuyas ramas se doblaban bajo el peso de sus frutos, algunos de los cuales pertenecían a especies que conocíamos, pero otras eran variedades nuevas para nosotros. Observando cuáles de ellos eran picoteados por los pájaros evitamos todo peligro de envenenamiento y añadimos una deliciosa diversificación a nuestras reservas alimenticias. En la jungla que atravesamos había numerosas sendas trilladas hechas por bestias feroces, y en los lugares más cenagosos vimos una profusión de extrañas huellas de pisadas, entre ellas muchas pertenecientes a iguanodontes. Una vez observamos paciendo en un bosquecillo a unas cuantas de estas grandes bestias. Lord John, con ayuda de sus binoculares, pudo informar que también tenían las manchas de asfalto, pero situadas en lugar diferente del que habíamos examinado por la mañana. No lográbamos imaginar el significado de este fenómeno.

Vimos muchos animales pequeños, como puercoespines, un oso hormiguero con escamas y un cerdo salvaje variopinto de color y con largos colmillos curvos. Una vez, vimos a través de una brecha entre los árboles la lometa despejada de una verde colina, bastante lejana. Por ella cruzaba a considerable velocidad un corpulento animal de color castaño oscuro. Pasó tan velozmente que no pudimos decir qué era; pero si efectivamente era un ciervo, como aseguraba lord John, debería ser tan grande como aquellos monstruosos alces irlandeses que aún se desentierran, de tiempo en tiempo, en los pantanos de mi tierra natal.

Desde la misteriosa visita hecha a nuestro campamento, siempre retornábamos al mismo con cierta desconfianza. Sin embargo, en esta ocasión hallamos todo en orden. Aquella noche tuvimos una gran discusión acerca de nuestra situación actual y nuestros futuros proyectos. Debo describirla con cierta amplitud, porque nos condujo a un nuevo punto de partida, que nos permitió lograr un conocimiento más completo de la Tierra de Maple White que el que hubiésemos alcanzado en muchas semanas de exploración. Summerlee fue quien abrió el debate. Durante todo el día había estado de humor quejicoso, y ahora, ante alguna observación de lord John acerca de lo que habríamos de hacer al día siguiente, toda su amargura se desbordó.

—Lo que deberíamos hacer hoy, mañana y todo el tiempo —dijo— es buscar alguna manera de salir de la trampa en que hemos caído. Ustedes sólo estrujan sus cerebros para tratar de penetrar en este país. Yo digo que deberíamos urdir la manera de salir de él.

—Me sorprende, señor —bramó Challenger mesando su mayestática barba—, que un hombre de ciencia pueda comprometerse en sentimientos tan ignominiosos. Usted se halla en una tierra que ofrece tales alicientes a un naturalista ambicioso como jamás se los brindó ninguna otra desde el principio de la creación; y usted sugiere abandonarlo antes de que hayamos adquirido siquiera un conocimiento superficial de lo que contiene. Esperaba algo mejor de usted, profesor Summerlee.

—Usted debe recordar —dijo Summerlee agriamenteque yo tengo en Londres una clase numerosa que en estos momentos está a merced de un
locum tenen
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sumamente ineficaz. Esto hace que mi situación sea diferente de la suya, profesor Challenger, puesto que a usted nunca se le encomendaron, que yo sepa, tareas educativas de responsabilidad.

—Justamente —dijo Challenger—. Siempre creí que era un sacrilegio que un cerebro con capacidad para la más elevada investigación original fuera desviado hacia objetivos menores. Por eso me he opuesto con firmeza a los compromisos escolásticos que se me han ofrecido.

—¿Por ejemplo? —preguntó Summerlee con sorna; pero lord John se apresuró a cambiar de conversación.

—Debo decir —interrumpió— que pienso haría muy mala figura volviendo a Londres antes de averiguar muchas más cosas sobre este lugar de las que sé en este momento.

—Yo nunca me atrevería a pisar otra vez la redacción de mi periódico y presentarme ante el viejo McArdle —dije—. (Usted disculpará la franqueza de este relato, ¿verdad, señor?) Él nunca me perdonaría que abandonase un reportaje semejante que aún tiene inagotables posibilidades. Además, por lo visto, es inútil discutir esto, pues no podemos bajar aunque quisiésemos.

—Nuestro joven amigo compensa muchas de sus obvias lagunas mentales porque posee en cierta medida un sentido común primitivo —señaló Challenger—. Los intereses de su deplorable profesión carecen de importancia para nosotros; pero, como ha señalado, no podemos bajar de ninguna manera. Por lo tanto, discutir el asunto es una pérdida de energía.

—Es una pérdida de energía hacer cualquier otra cosa —rezongó Summerlee detrás de su pipa—. Permítanme que les recuerde que vinimos aquí con una misión perfectamente definida, que nos fue confiada en una asamblea del Instituto Zoológico de Londres. Esa misión tenía como objetivo verificar las afirmaciones del profesor Challenger. Debo admitir que ahora estamos en condiciones de respaldar esas afirmaciones. Por lo tanto, nuestra ostensible tarea ha sido cumplida. En cuanto a todos los detalles que restan por investigar en esta meseta, el trabajo es tan enorme que sólo una expedición muy grande, con un equipamiento muy especial, podría hacer frente a todas sus necesidades. Si intentásemos hacerlo por nuestra cuenta, el único resultado posible será que nunca retornaríamos con la importante contribución para la ciencia que ya hemos obtenido. El profesor Challenger creó los medios para ascender a esta meseta, que parecía inaccesible. Creo que ahora debemos pedirle que haga uso de un ingenio igual para devolvernos al mundo del que hemos venido.

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