Authors: Arthur Conan Doyle
—¡Espléndido! —exclamó el impávido Challenger, frotándose el brazo lastimado—. La prueba ha resultado de lo más exhaustiva y satisfactoria. No podía prever un éxito tan grande. Dentro de una semana, caballeros, les prometo que estará preparado un segundo globo y podrán hacer en él, con seguridad y comodidades, la primera etapa de nuestro viaje de regreso a la patria.
Hasta aquí he escrito sobre todos los acontecimientos precedentes según el orden en que se sucedieron. Ahora estoy redondeando mi narración en el campamento primitivo, donde Zambo nos ha esperado tanto tiempo; todas nuestras dificultades y peligros han quedado atrás, como un sueño en la cima de estos vastos acantilados rojizos. Hemos descendido sin daños, pero de la manera más inesperada; y todo va bien. En seis semanas o dos meses estaremos en Londres y es posible que esta carta no llegue a destino antes que nosotros mismos. Ya nuestros corazones anhelan y nuestros corazones vuelan hacia la gran ciudad madre que encierra tanto de lo que amamos.
Fue precisamente la misma tarde de nuestra peligrosa aventura en el globo de fabricación casera de Challenger cuando sobrevino el cambio en nuestra suerte. He dicho ya que la única persona que había mostrado alguna señal de simpatía hacia nuestros intentos de salir de allí era el joven jefe que habíamos rescatado. Él era el único que no deseaba retenernos contra nuestra voluntad en una tierra extranjera. Nos lo había dado a entender claramente a través de su expresivo lenguaje de gestos. Aquella tarde, cuando ya había oscurecido, volvió a nuestro pequeño campamento y me entregó (por alguna razón siempre me había señalado con sus atenciones, quizá porque era el único de edad próxima a la suya) un pequeño rollo de corteza de árbol. Luego, señalando solemnemente hacia la hilera de cuevas que había sobre él, se llevó el dedo a los labios, como signo de que se trataba de un secreto, y se marchó a hurtadillas con su gente.
Llevé el pedazo de corteza cerca de la luz de la hoguera y lo examinamos juntos. Tenía alrededor de un pie cuadrado de superficie y en el lado interno había una cantidad de líneas curiosamente dispuestas, que aquí reproduzco:
Estaban nítidamente dibujadas con carbón sobre la superficie blanca y a primera vista me parecieron una suerte de tosca partitura musical.
—Sea lo que sea, puedo jurar que es algo importante para nosotros —dije—. Lo pude leer en su rostro cuando me lo dio.
—A menos que tengamos que enfrentarnos a un bromista primitivo —sugirió Summerlee—, porque según creo la broma fue uno de los más elementales factores del desarrollo del hombre.
—Sin duda es alguna clase de escritura —dijo Challenger.
—Parece como un rompecabezas de esos concursos cuyo premio es una guinea —comentó lord John, estirando el cuello para observarlo. De improviso alargó su mano y cogió el rompecabezas—. ¡Por Dios! —exclamó—. Creo que ya lo tengo. El muchacho lo había acertado desde el primer momento. ¡Vean aquí! ¿Cuántas marcas hay en ese papel? Dieciocho. Y bien: si piensan en ello, verán que hay dieciocho bocas de cueva en la ladera de la colina que está sobre nosotros.
—Cuando me dio el papel señaló las cuevas —dije.
—Bien, esto lo aclara todo. Es un mapa de las cuevas, ¿eh? Dieciocho de ellas en una hilera, algunas cortas, otras profundas, algunas bifurcadas, tal como las hemos visto. Es un mapa y aquí hay una cruz. ¿Para qué está colocada? Lo está para señalar una cueva que es mucho más profunda que las otras.
—Una que atraviesa todo el risco —exclamé.
—Creo que nuestro joven amigo ha descifrado el enigma —dijo Challenger—. Si la cueva no atraviesa de parte a parte el risco, no comprendo por qué esta persona, que tiene toda clase de razones para desearnos el bien, va a llamarnos la atención sobre ello. Pero si lo
atraviesa
y sale del otro lado por un punto situado a la misma altura, no tendremos que descender más que un centenar de pies.
—¡Un centenar de pies! —refunfuñó Summerlee.
—Bueno, nuestra cuerda todavía tiene más de cien pies —exclamó—. Sin duda podremos hacer el descenso.
—¿Y qué pasará con los indios que están en la cueva? —objetó Summerlee.
—No hay indios en ninguna de las cuevas que hay por encima de nosotros —dije—. Todas se utilizan como graneros y depósitos. ¿Por qué no subimos ahora mismo y atisbamos el terreno?
Se halla en la meseta una madera seca y bituminosa —una especie de araucaria, de acuerdo con nuestros botánicosque siempre usan los indios como antorcha. Cada uno de nosotros cogió un manojo de éstas y subimos por la escalera cubierta de maleza hasta la cueva marcada en el dibujo. Estaba, tal como ya había dicho, completamente vacía, si se exceptúa un gran número de enormes murciélagos, que aletearon en torno a nuestras cabezas a medida que nos adentrábamos en ella. Como no deseábamos atraer la atención de los indios acerca de nuestras acciones, anduvimos dando traspiés en la oscuridad hasta que dejando atrás varias cuevas penetramos una considerable distancia en el interior de la caverna. Entonces, por fin, encendimos nuestras antorchas. Era un túnel hermoso y seco, con lisas paredes grises, cubiertas de símbolos indígenas, el techo curvado con arcos sobre nuestras cabezas y una arena blanca que brillaba bajo nuestros pies. Nos precipitamos anhelantes por este túnel hasta que, con un profundo gemido de amargo desencanto, nos vimos forzados a hacer un alto. Ante nosotros aparecía un muro de roca pura, en la que no había ni una grieta por la que pudiera deslizarse un ratón. Allí no había salida para nosotros.
Nos quedamos inmóviles, contemplando con amargura en el corazón ese inesperado obstáculo. Éste no era el resultado de ningún cataclismo, como en el caso del túnel de ascenso. Aquello era, y había sido siempre, un
cul de sac
.
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—No importa, amigos míos —dijo el indomable Challenger—. Todavía cuentan ustedes con mi firme promesa de otro globo.
Summerlee lanzó un quejido.
—¿No habremos seguido una cueva equivocada? —sugerí.
—Es inútil, compañerito —dijo lord John con el dedo apoyado en nuestro mapa—. La diecisiete empezando por la derecha y la segunda desde la izquierda. Ésta es la cueva, con toda seguridad.
Yo miré la marca que señalaba su dedo y lancé un grito de repentina alegría.
—¡Creo que lo tengo! ¡Síganme, síganme!
Retrocedía a todo correr por el camino que habíamos seguido, con la antorcha en la mano.
—Aquí —dije, señalando hacia unas cerillas que había en el suelo— es donde encendimos las antorchas.
—Exacto.
—Bien, aquí está marcada como una cueva con una bifurcación. En la oscuridad hemos pasado la bifurcación antes de que las antorchas estuvieran encendidas. Por la derecha, según vamos saliendo, encontraremos el brazo más largo.
Así fue, tal como yo había dicho. No habíamos andado treinta yardas cuando apareció en la pared un gran agujero negro. Nos metimos por él y descubrimos que nos hallábamos en un pasillo mucho más amplio. Corrimos por él con impaciencia, hasta perder el aliento, por un espacio de muchos centenares de yardas. Entonces, de pronto, divisamos en medio de la negra oscuridad del arco que se abría ante nosotros un resplandor rojo oscuro. Nos quedamos mirando aquello, atónitos. Un velo de fuego estable y continuo parecía atravesar el túnel y cerrarnos el camino. Nos apresuramos a correr hacia allí. No se oía ruido ni se sentía calor ni se veía el menor movimiento en esa dirección, pero aquella gran cortina luminosa seguía brillando ante nosotros, bañando de luz plateada toda la cueva y convirtiendo la arena en polvo de piedras preciosas, hasta que al acercarnos más reveló que tenía un borde circular.
—¡Por Dios... es la luna! —exclamó lord John—. ¡Hemos salido al otro lado, muchachos, hemos salido al otro lado!
Era en verdad la luna llena, que brillaba fuertemente detrás de la abertura que se formaba en el acantilado.
Era una hendidura pequeña, no mayor que una ventana, pero suficiente para todos nuestros propósitos. Cuando alargamos el cuello por ella pudimos observar que el descenso no era muy difícil y que el nivel del suelo no estaba a mucha distancia por debajo de nosotros. No era de sorprender que desde abajo no hubiéramos podido distinguir el lugar, porque los riscos sobresalían curvados sobre él desde lo alto y una ascensión al sitio parecía tan imposible que desalentaba cualquier inspección más minuciosa. Nos satisfizo observar que con ayuda de nuestra cuerda podríamos llegar hasta abajo sin dificultades; luego regresamos gozosos a nuestro campamento, para hacer nuestros preparativos. La salida sería la noche siguiente.
Teníamos que hacerlo todo con rapidez y secreto, porque los indios eran capaces de impedir nuestra partida aun en este último momento. Dejaríamos allí nuestros pertrechos, con excepción de rifles y cartuchos. Pero Challenger tenía algunos objetos pesados que deseaba ardientemente llevarse con él y un bulto en particular, al cual no quiero referirme, que nos dio más trabajo que ningún otro. El día pasó con lentitud, pero al caer la noche estábamos preparados para la partida. Con gran trabajo subimos nuestras cosas por las escaleras. Entonces, mirando hacia atrás, examinamos largamente, por última vez, aquella extraña tierra que me temo sería muy pronto vulgarizada, presa de cazadores y buscadores de minas, pero que para nosotros todos era el país de los sueños, de la fascinación y la aventura novelesca. Un país donde nos habíamos arriesgado mucho, habíamos sufrido mucho y aprendido otro tanto...
Nuestro
país, como siempre lo llamaremos con afecto. A nuestra izquierda, las cuevas vecinas lanzaban sus joviales fuegos rojizos en la oscuridad. Desde la cuesta que bajaba a nuestros pies ascendían las voces de los indios que reían y cantaban. Más lejos, se extendían los profundos bosques, y en el centro, brillando vagamente entre las tinieblas, estaba el gran lago, madre de extraños monstruos. Mientras estábamos mirando, vibró claramente en la oscuridad un grito agudo y despiadado, la llamada de algún fantasmagórico animal. Era la auténtica voz de la Tierra de Maple White dándonos su adiós. Nos dimos la vuelta y nos zambullimos en la cueva que nos conducía de regreso a casa.
Dos horas después, nosotros, nuestros bultos y todo lo que poseíamos descansábamos al pie del farallón. Salvo con el equipaje de Challenger, nunca tuvimos ninguna dificultad. Dejamos todo en el lugar donde habíamos descendido y partimos de inmediato hacia el campamento de Zambo. Nos acercamos al mismo al amanecer y, para nuestra sorpresa, no hallamos una sola hoguera sino una docena de ellas, esparcidas por la llanura. La partida de socorro había llegado. Eran veinte indios ribereños, provistos de piquetas, cuerdas y todo lo que podía ser útil para franquear el abismo. Finalmente, no tendremos ya dificultades para transportar nuestros equipajes cuando comencemos mañana nuestro camino de regreso hacia el Amazonas.
Y así, en una disposición humilde y llena de gratitud, cierro este relato. Nuestros ojos han visto grandes maravillas y nuestras almas se han purificado con todo lo que hemos sobrellevado. Cada uno de nosotros, a su modo, es un hombre mejor y más profundo. Tal vez cuando lleguemos a Pará nos detengamos allí para reaprovisionarnos. Si hacemos eso, esta carta llegará por correo antes que nosotros. Si no, arribará a Londres el mismo día de mi llegada. En cualquiera de los dos casos, mi querido McArdle, espero que muy pronto podré estrecharle la mano.
Deseo hacer constar, en estas líneas, nuestro agradecimiento a todos nuestros amigos del Amazonas por la grandísima gentileza y hospitalidad que nos demostraron durante nuestro viaje de regreso. Quiero agradecer muy especialmente al
Signor
Peñalosa
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y a otros funcionarios del gobierno del Brasil las providencias especiales que tomaron para facilitar nuestro viaje, así como al
Signor
Pereira, de Pará, a cuya previsión debemos el completo equipo, necesario para presentarnos decentemente en la civilización, que hallamos preparado para nosotros en dicha ciudad. Resulta ingrata retribución a tanta cortesía como encontramos que tengamos que engañar a nuestros huéspedes y benefactores, pero en verdad no teníamos alternativas en tales circunstancias y desde aquí debo decirles que sólo perderán su tiempo y su dinero si intentan seguir nuestras huellas. Incluso los nombres han sido alterados en nuestros relatos, y tengo la absoluta certeza de que nadie, aun estudiándolos cuidadosamente, podría llegar ni siquiera a mil millas de nuestra tierra desconocida.
Nosotros creíamos que la conmoción causada en todos los lugares de Sudamérica que habíamos atravesado era puramente local, y puedo asegurar a nuestros amigos de Inglaterra que no teníamos noción de la bulla que el simple rumor de nuestras aventuras había causado en Europa. Sólo cuando el
Ivernia
se halló a unas quinientas millas de Southampton y empezaron a llegar los cables inalámbricos de un periódico tras otro y de una agencia tras otra ofreciéndonos grandes sumas por un breve mensaje de respuesta acerca de nuestros descubrimientos, comprendimos hasta qué punto se había intensificado la atención, no sólo del mundo científico sino del público en general. No obstante quedó acordado entre nosotros que ninguna declaración precisa sería entregada a la prensa hasta que nos hubiésemos puesto en contacto con los miembros del Instituto Zoológico, ya que como delegados suyos nuestro claro deber era entregar nuestro primer informe al organismo del que habíamos recibido nuestra misión investigadora. Por ello, aunque hallamos Southampton lleno de periodistas, rehusamos completamente cualquier información, lo cual tuvo como efecto natural que la atención del público se concentrase en la reunión anunciada para la noche del 7 de noviembre. El Zoological Hall, que había sido el escenario de los comienzos de nuestra tarea, fue hallado demasiado pequeño para esta asamblea, y sólo se pudo encontrar acomodación para ello en el Queen's Hall de Regent Street. Es ya de dominio público que si los organizadores se hubieran arriesgado con el Albert Hall, aun en este lugar hubiera escaseado el espacio.