Authors: Arthur Conan Doyle
Cuando desperté, me hallé tendido de espaldas sobre la hierba en nuestro cubil entre la espesura. Alguien había traído agua del arroyo y lord John me rociaba la cabeza con ella, mientras Challenger y Summerlee me sostenían erguido, con la ansiedad pintada en sus rostros. Por un instante vislumbré un temple humano detrás de sus máscaras científicas. Era en verdad el golpe, más que cualquier herida, lo que me tenía postrado; y en media hora, a pesar de la cabeza dolorida y el cuello envarado, me había incorporado y me sentía dispuesto a todo.
—¡De buena se ha escapado usted, compañerito–camarada! —dijo lord John—. Cuando oí su grito y corrí hacia allí, vi su cabeza doblada casi en dos y sus calzas pataleando en el aire, y pensé que ya éramos uno menos. Con la prisa erré el tiro, pero la bestia lo soltó igualmente y huyó como un relámpago. ¡Por Dios! Me gustaría tener cincuenta hombres armados con rifles. Echaría a toda esa pandilla infernal hasta dejar a este país un poco más limpio de lo que lo hemos encontrado.
Ahora resultaba evidente que los monos–hombres habían hallado, la manera de ubicarnos y nos vigilaban por todas partes. No teníamos mucho que temer de ellos durante el día, pero eran muy capaces de caer sobre nosotros durante la noche. Por eso, cuanto antes nos alejásemos de su vecindad, era mejor. Por tres lados nos rodeaba una selva tupida y de allí podía venirnos una emboscada. Pero sobre el cuarto lado —el que descendía en pendiente hacia el lago— sólo se extendía un monte bajo, con árboles dispersos y algunos claros poco frecuentes. Era, de hecho, el camino que yo mismo había seguido en mi viaje solitario y nos conducía directamente a las cuevas de los indios. Por toda clase de razones, aquél debía ser nuestro camino.
Sentimos un gran pesar y era el de abandonar nuestro antiguo campamento. No sólo a causa de los pertrechos que allí quedaban, sino, en mayor medida, porque perdíamos contacto con Zambo, que era nuestro vínculo con el mundo exterior. De todos modos, poseíamos una amplia provisión de cartuchos y todas nuestras armas de fuego, de modo que por un tiempo al menos podíamos defendernos. Además, confiábamos en que tendríamos una oportunidad de retornar y de restablecer las comunicaciones con nuestro negro. Éste había prometido firmemente que permanecería donde estaba, y no teníamos dudas de que haría fe de sus palabras.
Iniciamos nuestra jornada a primera hora de la tarde. El joven jefe caminaba a la cabeza como nuestro guía, pero se negó con indignación a cargar con ningún bulto. Tras él marchaban los dos indios supervivientes, con nuestras escasas posesiones sobre sus espaldas. Los cuatro hombres blancos marchábamos a retaguardia, con los rifles cargados y prontos. En cuanto partimos, estalló en los espesos bosques silenciosos que dejábamos atrás un súbito y fuerte ulular de los monos–hombres, que lo mismo podía ser vítores de triunfo ante nuestra partida que una burla de desprecio al contemplar nuestra huida. Mirando hacia atrás, sólo vimos la densa cortina de los árboles, pero aquel prolongado alarido nos testimoniaba que entre ellos nos acechaba una gran cantidad de enemigos. Sin embargo no hubo señales de persecución y pronto nos adentramos en parajes más despejados y fuera de su poder.
Mientras iba caminando, el último de los cuatro, no pude menos de sonreírme ante el aspecto de los tres compañeros que me precedían. ¿Era éste el sibarítico lord John Roxton que había estado sentado en el Albany entre los tapices persas y sus cuadros, en la sonrosada radiación de sus luces coloreadas? ¿Y era éste el imponente profesor que se esponjaba orgulloso detrás de su gran escritorio, en su macizo despacho de Enmore Park? Y, por último, ¿podía ser ésta la figura austera y pulcra que se levantó ante la asamblea del Instituto Zoológico? Ni siquiera tres vagabundos hallados en los páramos de Surrey podrían haber presentado un aspecto más mísero y mugriento. Es cierto que sólo habíamos pasado poco más de una semana en la meseta, pero toda nuestra ropa de recambio había quedado en nuestro campamento de la base, y esa única semana había sido muy rigurosa para todos nosotros, aunque algo menos para mí, que no había tenido que soportar el manoseo de los monos–hombres. Mis tres compañeros habían perdido sus sombreros y ahora llevaban pañuelos sujetos alrededor de la cabeza; sus ropas les colgaban en jirones y era difícil reconocer sus rostros sucios y sin afeitar. Tanto Summerlee como Challenger cojeaban al caminar pesadamente, mientras yo arrastraba mis pies, aún debilitado por el golpe recibido en la mañana, y mi cuello estaba tan duro como una tabla como consecuencia del apretón asesino que había sufrido. Éramos verdaderamente una cuadrilla lamentable y no me sorprendió ver que nuestros indios volviesen de vez en cuando la cabeza para mirarnos con sorpresa yhorror impresos en sus rostros.
A última hora de la tarde llegamos a orillas del lago. Al salir de entre los arbustos y contemplar ante la vista el espejo de agua que se desplegaba ante nosotros, nuestros amigos indígenas lanzaron un agudo grito de alegría y señalaron ansiosamente hacia un punto situado frente a ellos. Sin duda era un panorama maravilloso el que se extendía ante nosotros. Deslizándose velozmente sobre la cristalina superficie, una gran flotilla de canoas venía en línea recta hacia la playa en que nos hallábamos. Cuando las divisamos por primera vez estaban a algunas millas de distancia, pero se lanzaron hacia adelante con gran rapidez y pronto estuvieron tan cerca que los remeros pudieron distinguir nuestras personas. Instantáneamente estalló en sus bocas un atronador grito de deleite, y vimos cómo se alzaban de sus asientos, agitando sus remos y sus lanzas en el aire con enloquecido entusiasmo. Enseguida se doblaron una vez más sobre sus remos y con su esfuerzo hicieron volar sus embarcaciones hasta cruzar el espacio de agua que nos separaba y las embarrancaron en el talud arenoso de la playa. Enseguida se precipitaron hacia nosotros y se prosternaron con fuertes gritos de bienvenida ante el joven jefe. Por fin uno de ellos, un hombre anciano que llevaba un collar, un brazalete de grandes y lustrosas cuentas de vidrio y la piel de algún hermoso animal, moteada y de color ambarino, colgada sobre los hombros, se adelantó corriendo y abrazó con gran ternura al joven que habíamos salvado. Luego nos miró y le hizo algunas preguntas, tras lo cual se aproximó con mucha dignidad y nos abrazó también, uno por uno. Después, a una orden de su parte, toda la tribu se prosternó en el suelo para rendirnos homenaje. Yo, personalmente, sentí timidez e incomodidad ante aquella obsequiosa adoración, y leí los mismos sentimientos en los rostros de lord John y Summerlee, en tanto Challenger se expandía como una flor al sol.
—A pesar de que son tipos algo subdesarrollados —dijo mientras se mesaba la barba y los recorría con la mirada—, su comportamiento podría servir de lección a algunos de nuestros europeos más adelantados. ¡Es curioso observar cuán correctos son los instintos del hombre natural!
Era evidente que los indígenas venían por el sendero de la guerra, porque cada hombre transportaba su lanza —que consistía en una larga caña de bambú con la punta de hueso—, su arco y sus flechas, además de una especie de maza o hacha de combate hecha de piedra, que colgaba de su costado. Sus miradas sombrías e iracundas se dirigían hacia los bosques de donde nosotros habíamos llegado, y la frecuente repetición de la palabra «Doda» indicaba con harta claridad que ésta era una partida de rescate que se había puesto en marcha para salvar o vengar al hijo del viejo jefe, porque eso es lo que nosotros colegíamos que debía ser el joven. Toda la tribu procedió a celebrar un consejo, sentada en cuclillas formando un círculo, mientras nosotros, reclinados cerca de allí en una losa de basalto, observábamos sus actuaciones. Hablaron dos o tres guerreros y por último nuestro joven amigo pronunció una briosa arenga. Animada por tales gestos y ademanes tan elocuentes que pudimos entender su sentido tan claramente como si conociésemos su lengua.
—¿De qué sirve que regresemos? —decía—. Antes o después habrá que hacerlo. Vuestros camaradas han sido asesinados. ¿Qué importa que yo haya regresado a salvo? A los otros se les ha dado muerte. No hay seguridad para ninguno de nosotros. Ahora estamos reunidos y prontos —apuntó hacia nosotros—. Estos hombres extraños son nuestros amigos. Son grandes luchadores y odian a los monos–hombres al igual que nosotros. Ellos manejan —apuntó hacia el cielo— el trueno y el rayo. ¿Cuándo volveremos a tener una oportunidad como ésta? Vamos adelante y muramos ahora o vivamos el futuro en seguridad. ¿Cómo podríamos, de otro modo, volver junto a nuestras mujeres sin avergonzarnos?
Los pequeños guerreros bronceados estaban pendientes de las palabras del orador y cuando terminó prorrumpieron en un estruendoso aplauso, blandiendo sus toscas armas en el aire. El anciano jefe avanzó hacia nosotros y nos preguntó algo, al mismo tiempo que señalaba hacia los bosques. Lord John le hizo señas de que esperase una respuesta y se volvió hacia nosotros.
—Bueno, ustedes dirán lo que piensan hacer —dijo—; por mi parte tengo una cuenta que arreglar con ese pueblo de monos, y si ésta termina borrándolos de la faz de la tierra, no creo que la tierra se moleste por ello. Pienso ir con nuestros compañeros los hombrecitos bronceados y con eso quiero decir que estaré con ellos en toda la riña. ¿Qué dice usted, compañerito?
—Por supuesto, iré.
—¿Y usted, Challenger?
—Cooperaré, sin duda.
—¿Y usted, Summerlee?
—Me parece que nos estamos dejando llevar muy lejos del objetivo de esta expedición, lord John. Le aseguro que cuando dejé mi cátedra de Londres no cruzaba por mi mente que lo hacía con el propósito de encabezar una incursión de salvajes contra una colonia de monos antropoides.
—A tan bajos menesteres llegamos a veces —dijo lord John sonriendo—. Pero, ya que estamos metidos en ello, ¿cuál es la decisión?
—Pienso que es un paso de lo más discutible —dijo Summerlee, polémico hasta el fin—, pero si ustedes van todos no veo cómo quedarme atrás.
—Pues entonces, es cosa hecha —dijo lord John, y volviéndose hacia el jefe asintió con la cabeza, al tiempo que daba unas palmadas a su rifle. El viejo nos estrechó las manos, uno tras otro, mientras sus hombres nos aplaudían más calurosamente que nunca. Era demasiado tarde para avanzar esa noche, de modo que los indios instalaron un tosco vivac. Encendieron hogueras, que comenzaron a brillar y humear por todas partes. Algunos de ellos habían desaparecido entre la jungla y regresaron luego conduciendo ante ellos un joven iguanodonte. Como los otros, tenía una mancha de asfalto en el brazuelo, y sólo cuando vimos que uno de los indígenas se adelantaba con aire de propietario y daba su consentimiento para que la bestia fuera sacrificada, comprendimos al fin que aquellos grandes animales eran tan de propiedad privada como un rebaño de ganado vacuno, y que esos símbolos que nos habían dejado tan perplejos no eran más que las marcas del propietario. Indefensos, torpes y vegetarianos, con miembros voluminosos y un cerebro minúsculo, podían ser reunidos y arreados por un niño. En pocos minutos la enorme bestia había sido despedazada y sus pedazos sobre una docena de fuegos de campamento, junto con un gran pez escamoso del género ganoideo, que había sido alanceado en el lago.
Summerlee se había tendido en el suelo y dormía sobre la arena, pero nosotros erramos por el borde del agua, tratando de aprender algo más de aquel extraño país. Un par de veces descubrimos pozos de arcilla azul, iguales a los que habíamos visto en la ciénaga de los pterodáctilos. Eran antiguas troneras volcánicas y por alguna razón suscitaban en lord John un enorme interés. Por otra parte, Challenger volcaba su atención en un borboteante géiser de barro que gorgoteaba y donde algún extraño gas desprendía burbujas que estallaban en su superficie. Clavó allí una caña hueca y lanzó gritos de placer, igual que un colegial, cuando al tocarla con una cerilla encendida fue capaz de provocar una viva explosión y una llama azul en el extremo superior del tubo. Se sintió aún más complacido cuando al colocar invertida una especie de bolsa de cuero en el extremo de la caña y al llenarla de gas, fue capaz de hacerla remontar por los aires.
—Es un gas inflamable y mucho más ligero que el aire. Yo diría sin margen de duda que contiene una considerable proporción de hidrógeno libre. Los recursos de G. E. C. no están exhaustos, mi joven amigo. Podré demostrarle aún de qué manera una gran inteligencia puede moldear la naturaleza para ponerla a su servicio.
Se le veía envanecido por algún propósito secreto, pero no quiso decir nada más.
Nada de cuanto veíamos sobre la costa me parecía tan maravilloso como la gran sábana de agua que teníamos ante nuestra vista. Nuestro número y el ruido que producía tanta gente habían hecho huir a todos los seres vivientes del contorno, salvo a unos pocos pterodáctilos que se remontaban en círculos a gran altura sobre nuestras cabezas en espera de carroña, por lo que reinaba la quietud en torno al campamento. Todo era diferente, en cambio, sobre las aguas teñidas de rosa del lago central. Éstas hervían y palpitaban con una vida extraña. Grandes lomos de color pizarra y altas aletas dorsales dentadas salían disparados fuera del agua con un destello plateado y luego se zambullían de nuevo en las profundidades. Los alejados bancos de arena aparecían abigarrados por raras y reptantes formas: tortugas enormes, extraños saurios y un enorme ser aplanado que parecía una estera negra de cuero grasiento que ondulaba flojamente avanzando hacia el lago. Aquí y allá se proyectaban fuera del agua las cabezas alargadas de las serpientes, que surcaban velozamente la superficie, levantando delante de ellas un pequeño collar de espuma y dejando atrás una larga estela arremolinada, levantándose y cayendo en gráciles ondulaciones parecidas a las de un cisne a medida que avanzaban. Cuando uno de esos seres subió serpenteando sobre uno de los bancos de arena, a pocos centenares de yardas de nosotros, y expuso el cuerpo en forma de tonel y enormes aletas detrás de su largo cuello, Challenger y Summerlee, que se habían acercado, estallaron en un dúo de asombro y admiración:
—¡Un plesiosaurio! ¡Un plesiosaurio de agua dulce! —gritó Summerlee—. ¡He vivido para ver semejante espectáculo! ¡Mi querido Challenger, somos los más benditos entre todos los zoólogos desde el comienzo de los tiempos!
Sólo al caer la noche, y cuando las hogueras de nuestros salvajes aliados resplandecían rojizas entre las sombras, pudimos arrancar a nuestros dos hombres de ciencia de las fascinaciones de aquel lago primitivo. Aún en la oscuridad, cuando estábamos tendidos en la arena, seguíamos oyendo, de tiempo en tiempo, los resoplidos y las zambullidas de las inmensas bestias que vivían en las profundidades.