El mundo y sus demonios (50 page)

Read El mundo y sus demonios Online

Authors: Carl Sagan

Tags: #Divulgación Cientifica, Ensayo

BOOK: El mundo y sus demonios
8.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

«Se mantuvo un horario continuo de siete días a la semana —dice Trautmann— para que todo el mundo pudiera colaborar en cualquier momento. Todos recibían una tarea. Los voluntarios con experiencia construyeron escaleras, pusieron suelos y azulejos y cortaron las ventanas. Otros pintaron, clavaron clavos y transportaron suministros.» Unas dos mil doscientas personas de la ciudad dedicaron más de cuarenta mil horas. Aproximadamente, el diez por ciento del trabajo de construcción fue realizado por personas condenadas por delitos menores; preferían hacer algo para la comunidad que quedarse en la cárcel con los brazos cruzados. Diez meses después, Ithaca tenía el único museo de ciencia del mundo construido por la comunidad.

Entre las setenta y cinco exposiciones interactivas que destacan los procesos y principios de la ciencia se encuentran: el Magicam, un microscopio que los visitantes pueden usar para reflejarlo en un monitor de color y fotografiar cualquier objeto con un aumento de cuarenta veces; la única conexión pública del mundo con la Red Nacional de Detección de Rayos basada en un satélite; una cámara fotográfica de 1,80 x 3 metros en la que se puede entrar; un hoyo fósil sembrado con esquisto local donde los visitantes buscan fósiles de trescientos ochenta millones de años y se pueden quedar los que encuentran; una boa constrictor de dos metros y medio de largo llamada
Spot
y una serie asombrosa de otros experimentos ordenadores y actividades.

Levin y Levine todavía están allí, enseñando como voluntarios a tiempo completo a los ciudadanos y científicos del futuro. La Fundación DeWitt Wallace-Reader's Digest da apoyo y extensión a su sueño de llegar a chicos que de lo contrario tendrían negado el acceso que les corresponde por derecho a la ciencia. A través del programa nacional de la fundación Youth-ALIVE, los adolescentes de Ithaca reciben una intensa tutoría para desarrollar su capacidad científica, resolución de conflictos y habilidades laborales.

Levin y Levine creyeron que la ciencia debía llegar a todos. Su comunidad estuvo de acuerdo y se comprometió a realizar el sueño. En el primer año visitaron el Centro de Ciencia cincuenta y cinco mil personas de los cincuenta estados y de sesenta países. No está mal para una ciudad tan pequeña. Hace que uno se pregunte lo que podríamos llegar a conseguir si trabajásemos todos unidos en la creación de un futuro mejor para nuestros hijos.

Capítulo
21
E
L CAMINO DE LA LIBERTAD
[37]

No debemos creer a los muchos que dicen que sólo se ha de educar al pueblo libre, sino más bien a los filósofos que dicen que sólo los cultos son libres.

E
PICTETO
, filósofo romano y antiguo esclavo,
Discursos

F
rederick Bailey era un esclavo. En Maryland, en la década de 1820, era un niño sin madre ni padre que le cuidasen. («Es costumbre común —escribió más tarde— separar a los niños de sus madres... antes de llegar al duodécimo mes.» Era uno de los incontables millones de niños esclavos con nulas perspectivas realistas de una vida plena.

Lo que Bailey vio y experimentó de pequeño le marcó para siempre: «A menudo me han despertado al nacer el día los alaridos desgarradores de una tía mía a la que [el supervisor] solía atar a un poste para azotarle la espalda desnuda hasta dejarla literalmente cubierta de sangre... De la salida a la puesta del sol se dedicaba a maldecir, desvariar, herir y azotar a los esclavos del campo... Parecía disfrutar manifestando su diabólica barbarie.»

A los esclavos les habían metido en la cabeza, tanto en la plantación como desde el pulpito, el tribunal y la cámara legislativa, la idea de que eran inferiores hereditariamente, que Dios los
destinó
a la miseria. La Santa Biblia, como se confirmaba en un número incontable de pasajes, consentía la esclavitud. De ese modo, la «peculiar institución» se mantenía a sí misma a pesar de su naturaleza monstruosa... de la que hasta sus practicantes debían de ser conscientes.

Había una norma muy reveladora: los esclavos debían seguir siendo analfabetos. En el sur de antes de la guerra, los blancos que enseñaban a leer a un esclavo recibían un castigo severo. «[Para] tener contento a un esclavo —escribió Bailey más adelante— es necesario que no piense. Es necesario oscurecer su visión moral y mental y, siempre que sea posible, aniquilar el poder de la razón.»

Esta es la razón por la que los negreros deben controlar lo que oyen, ven y piensan los esclavos. Esta es la razón por la que la lectura y el pensamiento crítico son peligrosos, ciertamente subversivos, en una sociedad injusta.

Imaginemos ahora a Frederick Bailey en 1829: un niño afroamericano de diez años, esclavizado, sin derechos legales de ningún tipo, arrancado tiempo atrás de los brazos de su madre, vendido entre los restos diezmados de su amplia familia como si fuera un becerro o un poni, enviado a una casa desconocida en una extraña ciudad de Baltimore y condenado a una vida de trabajos forzados sin perspectiva de redención.

Bailey fue a trabajar para el capitán Hugh Auld y su esposa, Sophia, y pasó de la plantación al frenesí urbano, del trabajo de campo al trabajo doméstico. En este nuevo entorno, todos los días veía cartas, libros y gente que sabía leer. Descubrió lo que él llamaba «el misterio» de leer: había una relación entre las letras de la página y el movimiento de los labios del que leía, una correlación casi de uno a uno entre los garabatos negros y los sonidos expresados. Subrepticiamente, estudiaba el
Webster Spelling Book
de Tommy Auld. Memorizó las letras del alfabeto. Intentó entender qué significaban los sonidos. Finalmente, pidió a Sophia Auld que le ayudase a aprender. Impresionada por la inteligencia y dedicación del chico, y quizá ignorante de las prohibiciones, accedió a ello.

Cuando Frederick ya empezaba a deletrear palabras de tres o cuatro letras, el capitán Auld descubrió lo que sucedía. Furioso, ordenó a Sophia que dejara aquello inmediatamente. En presencia de Frederick, le explicó:

Un negro no debe saber otra cosa que obedecer a su amo... hacer lo que se le dice. Aprender echaría a perder al mejor negro del mundo. Si enseñas a un negro a leer, será imposible mantenerlo. Le incapacitará para ser esclavo a perpetuidad.

Auld reprendió a Sophia con estas palabras como si Frederick Bailey no estuviera en la habitación con ellos, o como si fuera un bloque de piedra.

Pero Auld había revelado el gran secreto a Bailey: «Ahí entendí... el poder del hombre blanco para esclavizar al negro. A partir de este momento entendí el camino de la esclavitud a la libertad.»

Desprovisto de la ayuda de Sophia Auld, ahora reticente e intimidada, Frederick encontró la manera de seguir aprendiendo a leer, preguntando incluso por la calle a los niños blancos que iban a la escuela. Entonces empezó a enseñar a sus compañeros esclavos:

«Habían tenido siempre el pensamiento en ayunas. Los habían encerrado en la oscuridad mental. Yo les enseñaba, porque era una delicia para mi alma.»

El hecho de saber leer jugó un papel clave en su fuga. Bailey escapó a Nueva Inglaterra, donde la esclavitud era ilegal y los negros eran libres. Cambió su nombre por el de Frederick Douglas (personaje de
La dama del lago
de Walter Scott), eludió a los cazadores de recompensas que perseguían a esclavos fugitivos y se convirtió en uno de los mayores oradores, escritores y líderes políticos de la historia americana. Toda su vida fue consciente de que la alfabetización le había abierto el camino.

E
L NOVENTA Y NUEVE POR CIENTO DEL TIEMPO
de existencia de humanos en la Tierra, no había nadie que supiera leer ni escribir. Todavía no se había hecho el gran invento. Aparte de la experiencia de primera mano, casi todo lo que sabíamos se transmitía de manera oral. Como en el juego infantil del «teléfono», durante decenas y centenares de generaciones la información se iba distorsionando lentamente y acababa perdida.

Los libros lo cambiaron todo. Los libros, que se pueden comprar a bajo coste, nos permiten preguntarnos por el pasado con gran precisión, aprovechar la sabiduría de nuestra especie, entender el punto de vista de otros, y no sólo de los que están en el poder; contemplar —con los mejores maestros— los conocimientos dolorosamente extraídos de la naturaleza por las mentes más grandes que jamás existieron, en todo el planeta y a lo largo de toda nuestra historia. Permiten que gente que murió hace tiempo hable dentro de nuestras cabezas. Los libros nos pueden acompañar a todas partes. Los libros son pacientes cuando nos cuesta entenderlos, nos permiten repasar las partes difíciles tantas veces como queramos y nunca critican nuestros errores. Los libros son la clave para entender el mundo y participar en una sociedad democrática.

Según algunos estudios, la alfabetización de los afroamericanos ha progresado mucho desde la emancipación. En 1860 se estima que sólo cerca del cinco por ciento de afroamericanos sabían leer y escribir. En 1890 se consideró alfabetizado un treinta y nueve por ciento, según el censo de Estados Unidos y, en 1969, el noventa y seis por ciento. Entre 1940 y 1992, la fracción de afroamericanos que terminaban la enseñanza superior subió del siete al ochenta y dos por ciento. Pero se pueden hacer preguntas razonables sobre la calidad de la educación y los niveles de alfabetización demostrada. Estas cuestiones son aplicables a todos los grupos étnicos.

Un estudio nacional realizado por el Departamento de Educación de Estados Unidos traza un cuadro de un país con más de cuarenta millones de adultos apenas alfabetizados. Otras estimaciones son mucho peores. La alfabetización de adultos jóvenes ha caído de manera espectacular en la última década. Sólo del tres al cuatro por ciento de la población puntúa en el nivel de lectura más alto de cinco (esencialmente, todos los de este grupo han ido a la universidad). La inmensa mayoría no tienen ni idea de lo mal que leen. Sólo el cuatro por ciento de los que tienen el nivel de lectura más alto son pobres, pero el cuarenta y tres por ciento de los que tienen el nivel de lectura más bajo son pobres. Aunque, desde luego, no es el único factor, en general, cuanto mejor lees, más ganas: un promedio de unos 12 000 dólares al año en el más bajo de estos niveles de lectura y cerca de 34 000 dólares al año en el más alto. Parece ser una condición necesaria, si no suficiente, para ganar dinero. Y es mucho más probable estar en la cárcel si uno es analfabeto o casi. (Al evaluar esos hechos, debemos cuidar de no deducir impropiamente la causa de la correlación.)

También, la gente más pobre alfabetizada y marginal tiende a no entender que las elecciones podrían ayudarlos a ellos y a sus hijos y, en número asombrosamente desproporcionado, dejan de votar. Eso va socavando la democracia en sus raíces.

Si Frederick Douglas pudo aprender cuando era un niño esclavizado y entrar en el alfabetismo y la grandeza, ¿por qué hoy, en una época tan ilustrada, queda alguien que no sabe leer? Bien, no es tan sencillo, en parte porque pocos de nosotros somos tan brillantes y valientes como Frederick Douglas, pero también por otras razones importantes.

Si uno crece en una casa donde hay libros, donde alguien le lee, donde padres, hermanos, tías, tíos y primos leen por placer, es natural que aprenda a leer. Si no hay nadie cerca que disfrute leyendo, ¿dónde está la prueba de que vale la pena? Si la calidad de la educación que uno tiene a su alcance es inadecuada, si a uno le enseñan a memorizar al pie de la letra y no a pensar, si el contenido de lo que se nos da para leer viene de una cultura casi ajena, la alfabetización puede ser un camino lleno de obstáculos.

Es preciso asimilar, hasta convertirlas en una segunda piel, docenas de letras mayúsculas y minúsculas, símbolos y señales de puntuación, memorizar cómo se deletrea cada palabra y aprender una serie de normas rígidas y arbitrarias de gramática. Si uno está condicionado por la ausencia de apoyo básico familiar o ha caído en un mar de rabia, negligencia, explotación, peligro y odio a sí mismo, puede llegar perfectamente a la conclusión de que aprender a leer cuesta demasiado y no vale la pena esforzarse. Si uno recibe repetidamente el mensaje de que es demasiado estúpido para aprender (o, el equivalente funcional, demasiado enrollado para aprender), y si no hay nadie que le contradiga, podría aceptar perfectamente este pernicioso consejo. Siempre hay algunos niños —como Frederick Bailey— que vencen al destino. Son demasiados los que no lo hacen.

Pero, más allá de todo eso, si uno es pobre, hay una manera insidiosa de crear otra dificultad en el esfuerzo por leer... e incluso pensar.

Ann Druyan y yo venimos de familias que conocieron la pobreza. Pero nuestros padres eran lectores apasionados. Una abuela nuestra aprendió a leer porque su padre, un pobre granjero, cambió un saco de cebollas por libros a un maestro itinerante. Se pasó los cien años siguientes leyendo. A nuestros padres les habían metido en la cabeza la higiene personal y la teoría microbiana de la enfermedad en las escuelas públicas de Nueva York. Seguían las prescripciones sobre nutrición infantil que recomendaba el Departamento de Agricultura como si se las hubieran entregado en el monte Sinaí. El libro del gobierno sobre salud pública que teníamos estaba pegado por todas partes porque se le caían las páginas de tanto usarlo. Tenía las esquinas arrugadas. Los consejos básicos estaban subrayados. Lo consultaban siempre que había una crisis de salud. Durante un tiempo, mis padres dejaron de fumar —uno de los pocos placeres que tuvieron a su alcance durante los años de la Depresión— para que sus hijos pudieran tomar vitaminas y suplementos minerales. Ann y yo tuvimos mucha suerte.

Recientes investigaciones demuestran que cuando los niños no comen lo suficiente terminan con una disminución de la capacidad de entender y aprender («deterioro cognitivo»). Eso no sólo ocurre cuando el hambre es atroz. Puede suceder incluso con una ligera desnutrición: el tipo más común entre los pobres de Norteamérica. Eso puede ocurrir antes de que nazca el niño (si la madre no come lo suficiente), en la primera infancia o en la niñez. Cuando no hay bastante comida, el cuerpo tiene que decidir cómo invertir los alimentos limitados de que dispone. Lo primero es la supervivencia. El crecimiento viene en segundo lugar. En esta criba nutritiva, el cuerpo parece obligado a calificar el aprendizaje en último lugar. Mejor ser estúpido y estar vivo, deduce, que listo y muerto.

Other books

The Light in the Forest by Conrad Richter
Saving Sunni by Reggie Alexander, Kasi Alexander
The Rose of Sarifal by Paulina Claiborne
The Perfect Waltz by Anne Gracie
A Lady of Talent by Evelyn Richardson
Hate Fuck Part Three by Ainsley Booth
Crawlspace by Lieberman, Herbert