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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

El nacimiento de la tragedia (14 page)

BOOK: El nacimiento de la tragedia
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Por tanto, siguiendo la doctrina de Schopenhauer nosotros concebimos la música como el lenguaje inmediato de la voluntad y sentimos incitada nuestra fantasía a dar forma a aquel mundo de espíritus que nos habla, mundo invisible y, sin embargo, tan vivamente agitado, y a corporeizárnoslo en un ejemplo análogo. Por otro lado, bajo el influjo de una música verdaderamente adecuada la imagen y el concepto alcanzan una significatividad más alta. Dos clases de efectos son, pues, los que la música dionisíaca suele ejercer sobre la facultad artística apolínea: la música incita a
intuir simbólicamente
la universalidad dionisíaca, y la música hace aparecer además la imagen simbólica
en una significatividad suprema
. De estos hechos, en sí comprensibles y no inasequibles a una observación un poco profunda, infiero yo la aptitud de la música para hacer nacer
el mito
, es decir, el ejemplo significativo, y precisamente el mito
trágico
: el mito que habla en símbolos acerca del conocimiento dionisíaco. A base del fenómeno del lírico he expuesto cómo en éste la música se esfuerza por dar a conocer en imágenes apolíneas su esencia propia: si ahora imaginamos que, en su intensificación suprema, la música tiene que intentar llegar también a una simbolización suprema, entonces tenemos que considerar posible que ella sepa encontrar también la expresión simbólica de su auténtica sabiduría dionisíaca; ¿y en qué otro lugar habremos de buscar esa expresión si no en la tragedia y, en general, en el concepto
de lo trágico
?

Lo trágico no es posible derivarlo honestamente en modo alguno de la esencia del arte, tal como se concibe comúnmente éste, según la categoría única de la apariencia y de la belleza; sólo partiendo del espíritu de la música comprendemos la alegría por la aniquilación del individuo. Pues es en los ejemplos individuales de tal aniquilación donde se nos hace comprensible el fenómeno del arte dionisíaco, el cual expresa la voluntad en su omnipotencia, por así decirlo, detrás del
principium individuationis
[principio de individuación], la vida eterna más allá de toda apariencia y a pesar de toda aniquilación. La alegría metafísica por lo trágico es una trasposición de la sabiduría dionisíaca instintivamente inconsciente al lenguaje de la imagen: el héroe, apariencia suprema de la voluntad, es negado, para placer nuestro, porque es sólo apariencia, y la vida eterna de la voluntad no es afectada por su aniquilación. «Nosotros creemos en la vida eterna», así exclama la tragedia; mientras que la música es la idea inmediata de esa vida. Una meta completamente distinta tiene el arte del escultor: el sufrimiento del individuo lo supera Apolo aquí mediante la glorificación luminosa de la
eternidad de la apariencia
, la belleza triunfa aquí sobre el sufrimiento inherente a la vida, el dolor queda en cierto sentido borrado de los rasgos de la naturaleza gracias a una mentira. En el arte dionisíaco y en su simbolismo trágico la naturaleza misma nos interpela con su voz verdadera, no cambiada: «¡Sed como yo! ¡Sed, bajo el cambio incesante de las apariencias, la madre primordial que eternamente crea, que eternamente compele a existir, que eternamente se apacigua con este cambio de las apariencias!».

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También el arte dionisíaco quiere convencernos del eterno placer de la existencia: sólo que ese placer no debemos buscarlo en las apariencias, sino detrás de ellas. Debemos darnos cuenta de que todo lo que nace tiene que estar dispuesto a un ocaso doloroso, nos vemos forzados a penetrar con la mirada en los horrores de la existencia individual —y, sin embargo, no debemos quedar helados de espanto—: un consuelo metafísico nos arranca momentáneamente del engranaje de las figuras mudables. Nosotros mismos somos realmente, por breves instantes, el ser primordial, y sentimos su indómita ansia y su indómito placer de existir; la lucha, el tormento, la aniquilación de las apariencias parecernos ahora necesarios, dada la sobreabundancia de las formas innumerables de existencia que se apremian y se empujan a vivir, dada la desbordante fecundidad de la voluntad del mundo; somos traspasados por la rabiosa espina de esos tormentos en el mismo instante en que, por así decirlo, nos hemos unificado con el inmenso placer primordial por la existencia y en que presentimos, en un éxtasis dionisíaco, la indestructibilidad y eternidad de ese placer. A pesar del miedo y de la compasión, somos los hombres que viven felices, no como individuos, sino como lo
único
viviente, con cuyo placer procreador estamos fundidos.

La historia de la génesis de la tragedia griega nos dice ahora, con luminosa nitidez, que la obra de arte trágico de los griegos nació realmente del espíritu de la música: mediante ese pensamiento creemos haber hecho justicia por vez primera al sentido originario y tan asombroso del coro. Pero al mismo tiempo tenemos que admitir que el significado antes expuesto del mito trágico nunca llegó a serles transparente, con claridad conceptual, a los poetas griegos, y menos aún a los filósofos griegos; sus héroes hablan, en cierto modo, más superficialmente de como actúan; el mito no encuentra de ninguna manera en la palabra hablada su objetivación adecuada. Tanto la articulación de las escenas como las imágenes intuitivas revelan una sabiduría más profunda que la que el poeta mismo puede encerrar en palabras y conceptos: esto mismo se observa también en Shakespeare, cuyo Hamlet, por ejemplo, en un sentido semejante, habla más superficialmente de como actúa, de tal modo que no es de las palabras, sino de una visión y apreciación profundizada del conjunto, de donde se ha de inferir aquella doctrina de Hamlet antes citada. En lo que se refiere a la tragedia griega, la cual se nos presenta, ciertamente, sólo como drama hablado, yo he sugerido incluso que esa incongruencia entre mito y palabra podría inducirnos con facilidad a tenerla por más superficial e insignificante de lo que es, y en consecuencia a presuponer también que ella producía un efecto más superficial que el que, según los testimonios de los antiguos, tuvo que producir: pues ¡qué fácilmente se olvida que lo que el poeta de las palabras no había conseguido, es decir, alcanzar la idealidad y espiritualización supremas del mito, podía conseguirlo en todo instante como músico creador! Nosotros, es cierto, tenemos que reconstruirnos la prepotencia del efecto musical casi por vía erudita, para probar algo de aquel consuelo incomparable que tiene que ser propio de la verdadera tragedia. Incluso esa prepotencia musical, sólo si nosotros fuéramos griegos la habríamos sentido como tal: mientras que en el desarrollo entero de la música griega —infinitamente más rica que la que a nosotros nos es conocida y familiar— creemos oír tan sólo la canción juvenil del genio musical, entonada con un tímido sentimiento de fuerza. Los griegos son, como dicen los sacerdotes egipcios, los eternos niños, y también en el arte trágico son sólo unos niños que no saben qué sublime juguete ha nacido y —ha quedado roto entre sus manos.

Este esfuerzo del espíritu de la música por encontrar una revelación figurativa y mítica, que va intensificándose desde los comienzos de la lírica hasta la tragedia ática, se interrumpe de pronto, apenas alcanzado un desarrollo exuberante, y desaparece, por así decirlo, de la superficie del arte helénico: mientras que la consideración dionisíaca del mundo nacida de ese esfuerzo sobrevive en los Misterios y, a través de las más milagrosas metamorfosis y degeneraciones, no deja de atraer a sí las naturalezas más serias. ¿No volverá a ascender algún día como arte desde su profundidad mítica?

Ocúpanos aquí el problema de saber si el poder que logró que la tragedia, al chocar contra su oposición, se hiciese añicos, tendrá en todo tiempo suficiente fortaleza para impedir el redespertar artístico de la tragedia y de la consideración trágica del mundo. Si la tragedia antigua fue sacada de sus rieles por el instinto dialéctico orientado al saber y al optimismo de la ciencia, habría que inferir de este hecho una lucha eterna entre
la consideración teórica y la consideración trágica del mundo; y
sólo después de que el espíritu de la ciencia sea conducido hasta su límite, y de que su pretensión de validez universal esté aniquilada por la demostración de esos límites, sería lícito abrigar esperanzas de un renacimiento de la tragedia: como símbolo de esa forma de cultura tendríamos que colocar el
Sócrates cultivador de la música
, en el sentido antes explicado. En esta confrontación yo entiendo por espíritu de la ciencia aquella creencia, aparecida por vez primera en la persona de Sócrates, en la posibilidad de sondear la naturaleza y en la universal virtud curativa del saber.

Quien recuerde las consecuencias inmediatas de ese espíritu de la ciencia lanzado incansablemente hacia adelante, verá en seguida que el
mito
fue aniquilado por él y que la poesía quedó expulsada, por esta aniquilación, de su natural suelo ideal, y fue en lo sucesivo una poesía apátrida. Si hemos tenido razón al atribuir a la música la fuerza de poder volver a hacer nacer de sí el mito, también el espíritu de la ciencia habremos de buscarlo en la senda en que él se enfrenta hostilmente a esa fuerza creadora de mitos que la música posee. Esto acontece en el desarrollo del
ditirambo ático nuevo
, cuya música no expresaba ya la esencia interna, la voluntad misma, sino que sólo reproducía de modo insuficiente la apariencia, en una imitación mediada por conceptos: de esa música internamente degenerada se apartaron las naturalezas verdaderamente musicales con igual repugnancia que tenían por la tendencia de Sócrates, asesina del arte. El instinto, que actuaba con seguridad, de Aristófanes dio sin duda en el blanco cuando conjuntó en un mismo sentimiento de odio a Sócrates, la tragedia de Eurípides y la música de los nuevos ditirámbicos, y barruntó en los tres fenómenos los signos característicos de una cultura degenerada. De una manera sacrílega aquel ditirambo nuevo hizo de la música una copia imitativa de la apariencia, por ejemplo, de una batalla, de una tempestad marina, y con ello la despojó totalmente de su fuerza creadora de mitos. Pues si la música intenta suscitar nuestro deleite tan sólo forzándonos a buscar analogías externas entre un suceso de la vida y de la naturaleza y ciertas figuras rítmicas y ciertas sonoridades características de la música, si nuestro entendimiento debe contentarse con el conocimiento de esas analogías, entonces quedamos rebajados a un estado de ánimo en el que resulta imposible una concepción de lo mítico; pues el mito quiere ser sentido intuitivamente como ejemplificación única de una universalidad y verdad que tienen fija su mirada en lo infinito. La música verdaderamente dionisíaca se nos presenta como tal espejo universal de la voluntad del mundo: el acontecimiento intuitivo que en ese espejo se refracta amplíase en seguida para nuestro sentimiento hasta convertirse en reflejo de una verdad eterna. A la inversa, tal acontecimiento intuitivo queda despojado en seguida de todo carácter mítico por la pintura musical (
Tonmalerei
) del ditirambo nuevo; ahora la música se ha convertido en un mezquino reflejo de la apariencia, y por ello es infinitamente más pobre que esta misma: con esa pobreza la música rebaja más aún, para nuestro sentimiento, la apariencia misma, hasta el punto de que ahora, por ejemplo, una batalla imitada musicalmente de ese modo se agota en ruido de marchas, sonidos de trompetas, etc., y nuestra fantasía queda detenida justo en esas superficialidades. La pintura musical es, por tanto, en todos los aspectos, el reverso de la fuerza creadora de mitos que es propia de la verdadera música; con ella la apariencia se vuelve más pobre de lo que es, mientras que con la música dionisíaca la apariencia individual se enriquece y se amplifica hasta convertirse en imagen del mundo. El espíritu no-dionisíaco logró una gran victoria cuando, en el desarrollo del ditirambo nuevo, enajenó ala música de sí misma y la rebajó a esclava de la apariencia. Eurípides, que, en un sentido superior, tiene que ser denominado una naturaleza completamente no-musical, es, justo por esa razón, un partidario apasionado de la nueva música ditirámbica, y, con la prodigalidad propia de un ladrón, emplea todos sus efectismos y amaneramientos.

Vemos en actividad, en otro aspecto, la fuerza de ese espíritu no-dionisíaco, dirigido contra el mito, al volver nuestras miradas hacia el incremento en la tragedia, a partir de Sófocles, de la
representación de caracteres
y del refinamiento psicológico. El carácter no se dejará ya ampliar hasta convertirse en tipo eterno, sino que, por el contrario, mediante artificiales matices y rasgos marginales, mediante una nitidez finísima de todas las líneas producirá un efecto tan individual que el espectador no sentirá ya en modo alguno el mito, sino la poderosa verdad naturalista y la fuerza imitativa del artista. También aquí vemos la victoria de la apariencia sobre lo universal, así como el placer por el preparado anatómico individual, respiramos ya, por así decirlo, el aire de un mundo teórico, para el cual el conocimiento científico vale más que el reflejo artístico de una regla del mundo. El movimiento sobre la línea de lo característico avanza con rapidez: mientras que todavía Sófocles pinta caracteres enteros y somete el mito al yugo del despliegue refinado de los mismos, Eurípides no pinta ya más que grandes rasgos aislados de carácter, que saben manifestarse en pasiones vehementes; en la comedia ática nueva no hay ya más que máscaras con una sola expresión, viejos frívolos, rufianes engañados, pícaros esclavos, repetidos incansablemente. ¿Adónde se ha escapado ahora el espíritu formador de mitos propio de la música? Lo que de música queda todavía es, o bien música para la excitación, o bien música para el recuerdo, es decir, o bien un estimulante para nervios embotados y gastados, o bien pintura musical. Para la primera apenas sigue contando el texto colocado debajo: ya en Eurípides, cuando sus héroes o coros comienzan a cantar, las cosas no marchan bien; ¿hasta dónde se habrá llegado en sus insolentes sucesores?

Pero es en los
desenlaces
de los nuevos dramas donde más claramente se revela el nuevo espíritu no-dionisíaco. En la tragedia antigua se había podido sentir al final el consuelo metafísico, sin el cual no se puede explicar en modo alguno el placer por la tragedia: acaso sea en
Edipo en Colono
donde más puro resuene el sonido conciliador, procedente de un mundo distinto. Ahora que el genio de la música había huido de la tragedia, ésta murió en sentido estricto: pues ¿de dónde se podría extraer ahora aquel consuelo metafísico? Se buscó, por ello, una solución terrenal de la disonancia trágica; tras haber sido martirizado suficientemente por el destino, el héroe cosechaba un salario bien merecido, en un casamiento magnífico, en unas honras divinas. El héroe se había convertido en un gladiador, al que, una vez bien desollado y cubierto de heridas, se le regalaba en ocasiones la libertad. El
deus ex machina
ha pasado a ocupar el puesto del consuelo metafísico. Yo no quiero decir que la consideración trágica del mundo quedase destruida en todas partes y de manera completa por el acosador espíritu de lo no-dionisíaco: lo único que sabemos es que aquélla tuvo que huir del arte y refugiarse, por así decirlo, en el inframundo, degenerando en culto secreto. Pero sobre el amplísimo campo de la superficie del ser helénico causaba estragos el soplo devastador de aquel espíritu que se da a conocer en esa forma de «jovialidad griega» de la que ya antes hemos hablado como de un senil e improductivo placer de existir; esa jovialidad es el reverso de la magnífica «ingenuidad» de los griegos antiguos, a la que se la ha de concebir, según la característica dada, como la flor, brotada de un abismo sombrío, de la cultura apolínea, como la victoria que con su reflejo de la belleza alcanza la voluntad helénica sobre el sufrimiento y sobre la sabiduría del sufrimiento. La forma más noble de aquella otra forma de «jovialidad griega», la alejandrina, es la jovialidad del
hombre teórico
: ella ostenta los mismos signos característicos que yo acabo de derivar del espíritu de lo no-dionisíaco, —el combatir la sabiduría y el arte dionisíacos, el intentar disolver el mito, el reemplazar el consuelo metafísico por una consonancia terrenal, e incluso por un
deus ex machina
propio, a saber el dios de las máquinas y los crisoles, es decir, las fuerzas de los espíritus de la naturaleza conocidas y empleadas al servicio del egoísmo superior, el creer en una corrección del mundo por medio del saber, en una vida guiada por la ciencia, y ser también realmente capaz de encerrar al ser humano individual en un círculo estrechísimo de tareas solubles, dentro del cual dice jovialmente a la vida: «Te quiero: eres digna de ser conocida».

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