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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

El nacimiento de la tragedia (18 page)

BOOK: El nacimiento de la tragedia
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Pero de este suceso descrito se podría decir con igual decisión que es sólo una apariencia magnífica, a saber, aquel
engaño
apolíneo mencionado antes, gracias a cuyo efecto debemos quedar nosotros descargados del embate y la desmesura dionisíacos. En el fondo, la relación de la música con el drama es cabalmente la inversa: la música es la auténtica Idea del mundo, el drama es tan sólo un reflejo de esa Idea, una aislada sombra de la misma. Aquella identidad entre la línea melódica y la figura viviente, entre la armonía y las relaciones de carácter de aquella figura, es verdadera en un sentido opuesto al que podría parecernos al contemplar la tragedia musical. Aun cuando movamos la figura de la manera más visible y la vivifiquemos e iluminemos desde dentro, ésta continuará siendo siempre tan sólo la apariencia, desde la cual no hay ningún puente que conduzca a la realidad verdadera, al corazón del mundo. Pero es desde este corazón desde el que la música habla; y aunque innumerables apariencias de esa especie desfilasen al son de la misma música, no agotarían nunca la esencia de ésta, sino que serían siempre tan sólo sus reflejos exteriorizados. Con la antítesis popular, y del todo falsa, de alma y cuerpo no se puede aclarar nada, desde luego, en la difícil relación entre música y drama, y se puede embrollar todo; pero, quién sabe por qué razones, justo entre nuestros estéticos la grosería afilosófica de esa antítesis parece haberse convertido en un artículo de fe profesado con gusto, mientras que nada han aprendido acerca de la antítesis entre apariencia y cosa en sí, o, por razones igualmente desconocidas, nada han querido aprender.

Si con nuestro análisis se hubiera llegado al resultado de que aquello que de apolíneo hay en la tragedia ha conseguido, gracias a su engaño, una victoria completa sobre el elemento dionisíaco primordial de la música, y que se ha aprovechado de ésta para sus propósitos, a saber, para un esclarecimiento máximo del drama, habría que añadir, desde luego, una restricción muy importante: en el punto más esencial de todos aquel engaño queda roto y aniquilado. El drama, que con la ayuda de la música se despliega ante nosotros con una claridad, tan iluminada desde dentro, de todos los movimientos y figuras, como si nosotros estuviésemos viendo surgir el tejido en el telar, subiendo y bajando —alcanza en cuanto totalidad un efecto que está
más allá de todos los efectos artísticos apolíneos
—. En el efecto de conjunto de la tragedia lo dionisíaco recobra la preponderancia; la tragedia concluye con un acento que jamás podría brotar del reino del arte apolíneo. Y con esto el engaño apolíneo se muestra como lo que es, como el velo que mientras dura la tragedia recubre el auténtico efecto dionisíaco: el cual es tan poderoso, sin embargo, que al final empuja al drama apolíneo mismo hasta una esfera en que comienza a hablar con sabiduría dionisíaca y en que se niega a sí mismo y su visibilidad apolínea. La difícil relación que entre lo apolíneo y lo dionisíaco se da en la tragedia se podría simbolizar realmente mediante una alianza fraternal de ambas divinidades: Dioniso habla el lenguaje de Apolo, pero al final Apolo habla el lenguaje de Dioniso: con lo cual se ha alcanzado la meta suprema de la tragedia y del arte en general.

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Que el amigo atento traiga al recuerdo de manera pura y sin mezcla, según sus propias experiencias, el efecto producido por una verdadera tragedia musical. Pienso haber descrito de tal manera el fenómeno de ese efecto, por ambos lados, que él sabrá ahora darse a sí mismo una interpretación de sus propias experiencias. Se acordará, en efecto, de que, en lo referente al mito que se movía delante de él, se sentía alzado a una especie de omnisciencia, como si ahora la fuerza visiva de sus ojos no fuera sólo una fuerza capaz de ver la superficie, sino capaz de penetrar en lo interior, y como si ahora, con ayuda de la música, las efervescencias de la voluntad, la lucha por los motivos, la corriente desbordante de las pasiones él las viese ante sí de un modo, por así decirlo, concretamente visible, cual una muchedumbre de líneas y figuras que se mueven, y por ello pudiera sumergirse hasta los secretos más delicados de las emociones inconscientes. Mientras cobra así consciencia de que sus instintos dirigidos a la visibilidad y a la transfiguración experimentan una intensificación suma, siente con igual nitidez que esa larga serie de efectos artísticos apolíneos no produce, sin embargo, aquella feliz permanencia en una intuición exenta de voluntad que en él suscitan con sus obras de arte el escultor y el poeta épico, es decir, los artistas auténticamente apolíneos: es decir, la justificación, alcanzada en aquella intuición, del mundo de la
individuatio
[individuación], justificación que constituye la cumbre y la síntesis del arte apolíneo. Mira el mundo transfigurado de la escena, y sin embargo lo niega. Con una claridad y belleza épicas ve ante sí al héroe trágico, y sin embargo se alegra de su aniquilación. Comprende hasta lo más íntimo el suceso de la escena, y sin embargo le gusta refugiarse en lo incomprensible. Siente que las acciones del héroe están justificadas, y sin embargo se exalta más cuando esas acciones aniquilan a su autor. Sé estremece ante los sufrimientos que caerán sobre el héroe, y sin embargo presiente en ellos un placer superior, mucho más prepotente. Ve más y con mayor profundidad que nunca, y sin embargo desea estar ciego. De qué podemos derivar este milagroso autodesdoblamiento, esta rotura de la púa apolínea, sino de la magia
dionisíaca
, que, excitando aparentemente al sumo las emociones apolíneas, es capaz, sin embargo, de forzar a ese desbordamiento de fuerza apolínea a que le sirva a ella. El
mito trágico
sólo resulta inteligible como una representación simbólica de la sabiduría dionisíaca por medios artísticos apolíneos; él lleva el mundo de la apariencia a los límites en que ese mundo se niega a sí mismo e intenta refugiarse de nuevo en el seno de las realidades verdaderas y únicas; donde luego, con Isolda, parece entonar así su metafísico canto de cisne:

Del mar de la delicia

en la ondeante crecida,

de las olas perfumadas

en el retumbante sonido,

de la respiración del mundo

en el anheloso todo&mdash

ahogarse —hundirse—

¡inconsciente —supremo placer!

Así es como, guiándonos por las experiencias del oyente verdaderamente estético, nos imaginamos nosotros al artista trágico mismo, nos imaginamos cómo crea sus figuras cual si fuera una exuberante divinidad de la
individuatio
, y en este sentido difícilmente se podría considerar su obra como una «imitación de la naturaleza», —cómo luego, sin embargo, su enorme instinto dionisíaco se engulle todo ese mundo de las apariencias, para hacer presentir detrás de él, y mediante su aniquilación, una suprema alegría primordial artística en el seno de lo Uno primordial. Ciertamente nuestros estéticos nada saben decirnos de este retorno a la patria primordial, de la alianza fraterna de ambas divinidades artísticas en la tragedia, ni de la excitación tanto apolínea como dionisíaca del oyente, mientras que no se fatigan de proclamar que lo auténticamente trágico es la lucha del héroe con el destino, la victoria del orden moral del mundo, o una descarga de los afectos operada por la tragedia: esa infatigabilidad me lleva a mí a pensar que no son en absoluto hombres capaces de una excitación estética y que, al escuchar la tragedia, acaso se comporten únicamente como seres morales. Nunca, desde Aristóteles, se ha dado todavía del efecto trágico una explicación de la cual haya sido lícito inferir unos estados artísticos, una actividad estética de los oyentes. Unas veces son la compasión y el miedo los que deben ser llevados por unos sucesos serios hasta una descarga aliviadora, otras veces debemos sentirnos elevados y entusiasmados con la victoria de los principios buenos y nobles, con el sacrificio del héroe en el sentido de una consideración moral del mundo; y con la misma certeza con que yo creo que para numerosos hombres es precisamente ése, y sólo ése, el efecto que la tragedia, con esa misma claridad se infiere de aquí que todos ellos, junto con los estéticos que los interpretan, no han tenido ninguna experiencia de la tragedia como
arte
supremo. Aquella descarga patológica, la
catharsis
de Aristóteles, de la que los filólogos no saben bien si han de ponerla entre los fenómenos médicos o entre los morales, nos trae a la memoria un notable presentimiento de Goethe: «Sin un vivo interés patológico —dice—, yo nunca he conseguido tratar una situación trágica, y por eso he preferido evitarla a buscarla. ¿Acaso habrá sido uno de los privilegios de los antiguos el que entre ellos lo más patético era sólo un juego estético, mientras que, entre nosotros, la verdad natural tiene que cooperar para producir tal obra?». A esta última pregunta tan profunda nos es lícito darle ahora una respuesta afirmativa, tras las magníficas experiencias que hemos tenido, tras haber experimentado con estupor, cabalmente en la tragedia musical, cómo lo más patético puede ser realmente tan sólo un juego estético: por lo cual nos es lícito creer que sólo ahora resulta posible describir con cierto éxito el fenómeno primordial de lo trágico. Quien, incluso ahora, sólo pueda hablar de aquellos efectos sustitutivos procedentes de unas esferas extra-estéticas, y no se sienta por encima del proceso patológico-moral, lo único que puede hacer es desesperar de su naturaleza estética: en cambio, nosotros le recomendamos, como un inocente sucedáneo, la interpretación de Shakespeare a la manera de Gervinus y la diligente búsqueda de la «justicia poética».

De este modo con el renacimiento de la tragedia ha vuelto a nacer también el
oyente estético, cuyo
lugar solía ocupar hasta ahora en los teatros un extraño
quidproquo
, con pretensiones a medias morales y a medias doctas, el «crítico». En su esfera todo ha sido hasta ahora artificial, y sólo estaba blanqueado con una apariencia de vida. El artista actuante no sabía ya de hecho qué hacer con tal oyente que se daba aires de crítico, y por ello acechaba inquieto, junto con el dramaturgo o el compositor de ópera que le inspiraban, los últimos restos de vida de ese ser pretenciosamente árido e incapaz de gozar. De «críticos» de ésos ha estado compuesto hasta ahora el público; el estudiante, el colegial y hasta la más trivial criatura femenina estaban ya, sin saberlo, preparados por la educación y por los periódicos para percibir de ese mismo modo la obra de arte. Dado ese público, las naturalezas más nobles entre los artistas contaban con la excitación de fuerzas morales y religiosas, y la invocación al «orden moral del mundo» se presentaba como un sucedáneo allí donde propiamente una poderosa magia artística debía extasiar al oyente genuino. O bien una tendencia más grandiosa, o al menos excitante, de la actualidad política y social era expuesta tan claramente por el dramaturgo, que el oyente podía olvidar su extenuación crítica y abandonarse a afectos similares a los experimentados en momentos de patriotismo o de belicosidad, o ante la tribuna oratoria del Parlamento, o en la condenación del crimen y del vicio: esa alienación de los propósitos artísticos genuinos tenía que conducir acá y allá realmente a un culto de la tendencia. Sin embargo, aquí acontecía lo que desde siempre ha acontecido en todas las artes que se han vuelto artificiosas, una depravación impetuosamente rápida de esas tendencias, de modo que, por ejemplo, la tendencia a emplear el teatro como una institución de formación moral del pueblo, que en tiempos de Schiller fue tomada en serio, es contada ya entre las increíbles antiguallas de una cultura superada. Mientras en el teatro y en el concierto había implantado su dominio el crítico, en la escuela el periodista, en la sociedad la prensa, el arte degeneraba hasta convertirse en un objeto de entretenimiento de la más baja especie, y la crítica estética era utilizada como aglutinante de una sociedad vanidosa, disipada, egoísta y, además, miserablemente carente de originalidad, cuyo sentido nos lo da a entender aquella parábola schopenhaueriana de los puercos espines; de tal manera que en ningún otro tiempo se ha charlataneado tanto sobre arte y se lo ha tenido tan en menos. ¿Pero se puede todavía entablar trato con un hombre que sea capaz de conversar sobre Beethoven y Shakespeare? Que cada uno responda a esta pregunta según su propio sentimiento: en todo caso, con la respuesta demostrará qué es lo que él se representa por «cultura», presuponiendo que intente siquiera responder a la pregunta y no se quede ya enmudecido de sorpresa.

En cambio, algunos hombres dotados por la naturaleza con cualidades más nobles y delicadas, aun cuando se hayan convertido poco a poco, de la manera descrita, en unos bárbaros críticos, podrían hablar del efecto tan inesperado como totalmente incomprensible que sobre ellos ha ejercido, por ejemplo, una representación afortunada de
Lohengrin
: sólo que acaso no tuvieron ninguna mano que los agarrase proporcionándoles advertencias e interpretaciones, de tal manera que también aquel sentimiento inconcebiblemente diverso y absolutamente incomparable que entonces los conmovió, permaneció aislado y se extinguió tras haber brillado brevemente, cual un astro enigmático. Entonces habían presentido qué es el oyente estético.

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Quien quiera examinarse a sí mismo con todo rigor para saber hasta qué punto es él afín al verdadero oyente estético, o si pertenece a la comunidad de los hombres socrático-críticos, limítese a preguntarse sinceramente cuál es el sentimiento con que él acoge el
milagro
representado en el escenario: si acaso siente ofendido su sentido histórico, el cual está orientado hacia la causalidad psicológica rigurosa, o si con una benévola concesión, por así decirlo, admite el milagro como un fenómeno comprensible para la infancia, pero que a él se le ha vuelto extraño, o si experimenta alguna otra cosa. Ateniéndose a esto podrá medir, en efecto, hasta qué punto está él capacitado para comprender el
mito
, imagen compendiada del mundo, y que, en cuanto abreviatura de la apariencia, no puede prescindir del milagro. Pero lo probable es que en un examen riguroso casi todos nos sintamos tan disgregados por el espíritu histórico-crítico de nuestra cultura, que la existencia en otro tiempo del mito nos la hagamos creíble sólo por vía docta, mediante abstracciones mediadoras. Mas toda cultura, si le falta el mito, pierde su fuerza natural sana y creadora: sólo un horizonte rodeado de mitos otorga cerramiento y unidad a un movimiento cultural entero. Sólo por el mito quedan salvadas todas las fuerzas de la fantasía y del sueño apolíneo de su andar vagando al azar. Las imágenes del mito tienen que ser los guardianes demónicos, presentes en todas partes sin ser notados, bajo cuya custodia crece el alma joven, y con cuyos signos se da el varón a sí mismo una interpretación de su vida y de sus luchas: y ni siquiera el Estado conoce leyes no escritas más poderosas que el fundamento mítico, el cual garantiza su conexión con la religión, su crecer a partir de representaciones míticas.

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