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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

El nacimiento de la tragedia (26 page)

BOOK: El nacimiento de la tragedia
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Dado que ese mundo de dioses no puede ser encubierto del todo, como un secreto vituperable, la mirada tiene que ser desviada del mismo por el resplandeciente producto onírico situado junto a él, el mundo olímpico: por ello el ardor de sus colores, la índole sensible de sus figuras se intensifican tanto más cuanto más enérgicamente se hacen valer a sí mismas la verdad o el símbolo de las mismas. Pero la lucha entre verdad y belleza nunca fue mayor que cuando aconteció la invasión del culto dionisíaco: en él la naturaleza se desvelaba y hablaba de su secreto con una claridad espantosa, con un tono frente al cual la seductora apariencia casi perdía su poder. En Asia tuvo su origen aquel manantial: pero fue en Grecia donde tuvo que convertirse en un río, porque aquí encontró por vez primera lo que Asia no le había ofrecido, la sensibilidad más «excitable y la capacidad más fina para el sufrimiento, emparejadas con la sensatez y la perspicacia más ligeras. ¿Cómo salvó Apolo a Grecia? El nuevo advenedizo fue ganado para el mundo de la bella apariencia, para el mundo olímpico: le fueron ofrecidos en holocausto muchos de los honores de las divinidades más prestigiosas, de Zeus, por ejemplo, y de Apolo. Nunca se le han hecho mayores cumplidos a un extraño: pero es que éste era también un extraño terrible (
hostis
[enemigo] en todos los sentidos), lo bastante poderoso como para reducir a ruinas la casa que le ofrecía hospitalidad. Una gran revolución se inició en todas las formas de vida: en todas partes se infiltró Dioniso, también en el arte».

La mirada, lo bello, la apariencia delimitan el ámbito del arte apolíneo; es el mundo transfigurado del ojo, que en sueños, con los párpados cerrados, crea artísticamente. A ese estado onírico quiere trasladarnos también la
epopeya
: teniendo los ojos abiertos, no debemos ver nada, sino deleitarnos con las imágenes interiores, que el rapsoda intenta, a través de conceptos, excitarnos a producir. El efecto de las artes figurativas es alcanzado aquí mediante un rodeo: mientras que con el mármol tallado el escultor nos conduce al dios vivo intuido por él en sueños, de tal modo que la figura que flota propiamente como τέλς [finalidad] se hace clara tanto para el escultor como para el contemplador, y el primero induce al último, mediante la
figura intermedia
de la estatua, a reintuirla: el poeta épico ve idéntica figura viviente y quiere presentarla también a otros para que la contemplen. Pero ya no interpone una estatua entre él y los hombres: antes bien, narra cómo aquella figura demuestra su vida, en movimientos, sonidos, palabras, acciones, nos constriñe a reducir a su causa una muchedumbre de efectos, nos obliga a realizar una composición artística. Ha alcanzado su meta cuando vemos claramente ante nosotros la figura, o el grupo, o la imagen, cuando nos hace partícipes de aquel estado onírico en el que él mismo engendró antes aquellas representaciones. El requerimiento de la epopeya a que realicemos una creación
plástica
demuestra cuán absolutamente distinta de la epopeya es la lírica, ya que ésta jamás tiene como meta el dar forma a unas imágenes. Lo común a ambas es tan sólo algo material, la palabra, o, dicho de manera más general, el concepto: cuando nosotros hablamos de poesía, no tenemos con esto una categoría que estuviese coordinada con el arte plástico y con la música, sino una conglutinación de dos medios artísticos que en sí son totalmente dispares, el primero de los cuales significa un camino hacia el arte plástico, y el segundo, un camino hacia la música: pero ambos son tan sólo
caminos
hacia la creación artística, ellos mismos no son artes. En este sentido, naturalmente, también la pintura y la escultura son tan sólo medios artísticos: el arte propiamente dicho es la capacidad de crear imágenes, independientemente de que sea un pre-crear o un post-crear. En esta propiedad —una propiedad general humana— se basa el
significado cultural
del arte. El artista, en cuanto es el que nos obliga al arte mediante medios artísticos —no puede ser a la vez el órgano que absorba la actividad artística.

El culto a las imágenes en la
cultura
apolínea, ya se expresase ésta en el templo, o en la estatua, o en la epopeya homérica, tenía su meta sublime en la exigencia ética de la
mesura
, exigencia que corre paralela a la exigencia estética de la belleza. La mesura instituida como exigencia no resulta posible más que allí donde se considera que la mesura, el límite, es
conocible
. Para poder respetar los propios límites hay que conocerlos: de aquí la admonición apolínea γυωυι σεαυτόυ [conócete a ti mismo]. Pero el único espejo en que el griego apolíneo podía verse, es decir, conocerse, era el mundo de los dioses olímpicos: y en éste reconocía él su esencia más propia, envuelta en la bella apariencia del sueño. La mesura, bajo cuyo yugo se movía el nuevo mundo divino (frente a un derrocado mundo de titanes), era la mesura de la belleza: el límite que el griego tenía que respetar era el de la bella apariencia. La finalidad más íntima de una cultura orientada hacia la apariencia y la mesura sólo puede ser, en efecto, el encubrimiento de la verdad: tanto al infatigable investigador que está al servicio de la
verdad
como al prepotente Titán se les gritaba el amonestador μηδέυάγαυ [nada demasiado]. En Prometeo se le muestra a Grecia un ejemplo de cómo el favorecimiento demasiado grande del conocimiento humano produce efectos nocivos tanto para el favorecedor como para el favorecido. Quien quiera salir airoso con su sabiduría ante el dios, tiene, como Hesíodo, que μέτρο έχειυ σοφίης [guardar las medidas de la sabiduría] .

En un mundo estructurado de esa forma y artificialmente protegido irrumpió ahora el extático sonido de la fiesta dionisíaca, en el cual la
desmesura
toda de la naturaleza se revelaba a la vez en placer y dolor y conocimiento. Todo lo que hasta ese momento era considerado como límite, como determinación de la mesura, demostró ser aquí una apariencia artificial: la «desmesura» se desveló como verdad. Por vez primera alzó su rugido el canto popular, demónicamente fascinador, en una completa borrachera de sentimiento prepotente. ¿Qué significaba, frente a esto, el salmodiante artista de Apolo, con los sones sólo medrosamente insinuados de su χιυάρα [cítara]? Lo que antes fue propagado, a través de castas, en corporaciones poético-musicales, y mantenido al mismo tiempo apartado de toda participación profana; lo que, con la fuerza del genio apolíneo, tenía que perdurar en el nivel de una arquitectónica sencilla, el elemento musical, aquí eso se despojó de todas las barreras: el ritmo, que antes se movía únicamente en un zigzag sencillísimo, desató ahora sus miembros y se convirtió en un baile de bacantes: el
sonido
se dejó oír no ya, como antes, en una atenuación espectral, sino en la intensificación por mil que la masa le daba, y acompañado por instrumentos de viento de sonidos profundos. Y aconteció lo más misterioso: aquí vino al mundo la armonía, la cual hace directamente comprensible en su movimiento la voluntad de la naturaleza. Ahora se dejaron oír en la cercanía de Dioniso cosas que, en el mundo apolíneo, yacían artificialmente escondidas: el resplandor entero de los dioses olímpicos palideció ante la sabiduría de Sileno. Un arte que en su embriaguez extática hablaba la verdad ahuyentó a las musas de las artes de la apariencia; en el olvido de sí producido por los estados dionisíacos pereció el individuo, con sus límites y mesuras; y un crepúsculo de los dioses se volvió inminente.

¿Cuál era el propósito de la voluntad, la cual es, en última instancia,
una sola
, al dar entrada a los elementos dionisíacos, en contra de su propia creación apolínea?

Tendía hacia una nueva y superior μηγαυή [invención] de la existencia, hacia el nacimiento del —
pensamiento trágico

3

El éxtasis del estado dionisíaco, con su aniquilación de las barreras y límites habituales de la existencia, contiene, mientras dura, un elemento
letárgico
, en el cual se sumergen todas las vivencias del pasado. Quedan de este modo separados entre sí, por este abismo del olvido, el mundo de la realidad cotidiana y el mundo de la realidad dionisíaca. Pero tan pronto como la primera vuelve a penetrar en la consciencia, es sentida en cuanto tal con
náusea
: un estado de ánimo
ascético
, negador de la voluntad, es el fruto de tales estados. En el pensamiento lo dionisíaco es contrapuesto, como un orden superior del mundo, a un orden vulgar y malo: el griego quería una huida absoluta de este mundo de culpa y de destino. Apenas se consolaba con un mundo después de la muerte: su anhelo tendía más alto, más allá de los dioses, el griego negaba la existencia, junto con su polícromo y resplandeciente reflejo en los dioses. En la consciencia del despertar de la embriaguez ve por todas partes lo espantoso o absurdo del ser hombre: esto le produce náusea. Ahora comprende la sabiduría del dios de los bosques.

Aquí ha sido alcanzado el límite más peligroso que la voluntad helénica, con su principio básico optimista-apolíneo, podía permitir. Aquí esa voluntad intervino en seguida con su fuerza curativa natural, para dar la vuelta a ese estado de ánimo negador: el medio de que se sirve es la obra de arte trágica y la idea trágica. Su propósito no podía ser en modo alguno sofocar el estado dionisíaco, y, menos aún, suprimirlo; era imposible un sometimiento directo, y si era posible, resultaba demasiado peligroso: pues el elemento interrumpido en su desbordamiento se abría paso por otras partes y penetraba a través de todas las venas de la vida.

Sobre todo se trataba de transformar aquellos pensamientos de náusea sobre lo espantoso y lo absurdo de la existencia en representaciones con las que se pueda vivir: esas representaciones son lo
sublime
, sometimiento artístico de lo espantoso, y lo
ridículo
, descarga artística de la náusea de lo absurdo. Estos dos elementos, entreverados uno con otro, se unen para formar una obra de arte que recuerda la embriaguez, que juega con la embriaguez.

Lo sublime y lo ridículo están un paso más allá del mundo de la bella apariencia, pues en ambos conceptos se siente una contradicción. Por otra parte, no coinciden en modo alguno con la verdad: son un velamiento de la verdad, velamiento que es, desde luego, más transparente que la belleza, pero que no deja de ser un velamiento. Tenemos, pues, en ellos un
mundo intermedio
entre la belleza y la verdad: en ese mundo es posible una unificación de Dioniso y Apolo. Ese mundo se revela en un juego con la embriaguez, no en un quedar engullido completamente por la misma. En el actor teatral reconocemos nosotros al hombre dionisíaco, poeta, cantor, bailarín instintivo, pero como hombre dionisíaco
representado
(
gespielt
). El actor teatral intenta alcanzar el modelo del hombre dionisíaco en el estremecimiento de la sublimidad, o también en el estremecimiento de la carcajada: va más allá de la belleza, y sin embargo no busca la verdad. Permanece oscilando entre ambas. No aspira a la bella apariencia, pero sí a la apariencia, no aspira a la verdad, pero sí a la
verosimilitud
. (El símbolo, signo de la verdad). El actor teatral no fue al principio, como es obvio, un individuo: lo que debía ser representado era, en efecto, la masa dionisíaca, el pueblo: de aquí el coro ditirámbico. Mediante el juego con la embriaguez, tanto el actor teatral mismo como el coro de espectadores que le rodeaba debían quedar descargados, por así decirlo, de la embriaguez. Desde el punto de vista del mundo apolíneo hubo que
salvar y expiar
a Grecia: Apolo, el auténtico dios salvador y expiador, salvó al griego tanto del éxtasis
clarividente
como de la náusea producida por la existencia —mediante la obra de arte del pensamiento trágico-cómico—

El nuevo mundo del arte, el de lo sublime y lo ridículo, el de la «verosimilitud», descansaba en una visión de los dioses y del mundo distinta de la antigua de la bella apariencia. El conocimiento de los horrores y absurdos de la existencia, del orden perturbado y de la irregularidad irracional, y, en general, del enorme
sufrimiento
existente en la naturaleza entera, había arrancado el velo a las figuras tan artificialmente veladas de la Мσίρα [Destino] y de las erinias, de la Medusa y de la Gorgona: los dioses olímpicos corrían máximo peligro. En la obra de arte trágico-cómica fueron salvados, al quedar sumergidos también ellos en el mar de lo sublime y de lo ridículo: cesaron de ser sólo «bellos», absorbieron dentro de sí, por decirlo de este modo, aquel orden divino anterior y su sublimidad. Ahora se separaron en dos grupos, sólo unos pocos se balanceaban en medio, como divinidades unas veces sublimes y otras veces ridículas. Fue sobre todo Dioniso mismo el que recibió ese ser escindido.

En dos tipos es donde mejor se muestra cómo fue posible volver a vivir ahora en el período trágico de Grecia: en Ésquilo y en Sófocles. Al primero, en cuanto pensador, donde más se le aparece lo sublime es en la justicia grandiosa. Hombre y dios mantienen en Ésquilo una estrechísima comunidad subjetiva: lo divino, justo, moral y lo feliz están para él unitariamente entretejidos entre sí. Con esta balanza se mide el ser individual, sea un hombre o sea un titán. Los dioses son reconstruidos de acuerdo con esta norma de la justicia. Así, por ejemplo, la creencia popular en el demón cegador que induce a la culpa —residuo de aquel antiquísimo mundo de dioses destronado por los olímpicos— es corregida al quedar transformado ese demón en un instrumento en manos de Zeus, que castiga con justicia. El pensamiento asimismo antiquísimo —e igualmente extraño a los olímpicos— de la maldición de la estirpe queda despojado de toda aspereza —pues en Esquilo no existe, para el individuo, ninguna
necesidad
de cometer un delito, y todo el mundo puede escapar a ella.

Mientras que Esquilo encuentra lo sublime en la sublimidad de la administración de la justicia por los olímpicos, Sófocles lo ve —de modo sorprendente— en la sublimidad de la impenetrabilidad de esa misma administración de la justicia. Él restablece en su integridad el punto de vista popular. El inmerecimiento de un destino espantoso le parecía sublime a Sófocles, los enigmas verdaderamente insolubles de la existencia humana fueron su musa trágica. El sufrimiento logra en él su transfiguración; es concebido como algo santificador. La distancia entre lo humano y lo divino es inmensa; por ello lo que procede es la sumisión y la resignación más hondas. La auténtica virtud es la σωφροσύυη [cordura], en realidad una virtud negativa. La humanidad heroica es la más noble de todas, sin aquella virtud; su destino demuestra aquel abismo insalvable. Apenas existe la
culpa
, sólo una falta de conocimiento sobre el valor del ser humano y sus límites.

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