El nacimiento de la tragedia (6 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

BOOK: El nacimiento de la tragedia
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Mas para nosotros la canción popular es ante todo el espejo musical del mundo, la melodía originaria, que ahora anda a la búsqueda de una apariencia onírica paralela y la expresa en la poesía.
La melodía es, pues, lo primero y universal
, que, por ello, puede padecer en sí también múltiples objetivaciones, en múltiples textos. Ella es también, en la estimación ingenua del pueblo, más importante y necesaria que todo lo demás. La melodía genera de sí la poesía, y vuelve una y otra vez a generarla; no otra cosa es lo que quiere decirnos
la forma estrófica de la canción popular
: fenómeno que yo he considerado siempre con asombro, hasta que finalmente encontré esta explicación. Quien examine a la luz de esta teoría una colección de canciones populares, por ejemplo el
Cuerno maravilloso del muchacho
, encontrará innumerables ejemplos de cómo la melodía, que continuamente está dando a luz cosas, lanza a su alrededor chispasimágenes, las cuales revelan con su policromía, con sus cambios repentinos, más aún, con su loco atropellamiento, una fuerza absolutamente extraña a la apariencia épica y a su tranquilo discurrir. Desde el punto de vista de la epopeya, ese desigual e irregular mundo de imágenes de la lírica ha de ser sencillamente condenado: y esto es lo que hicieron ciertamente en la edad de Terpandro los solemnes rapsodos épicos de las festividades apolíneas.

En la poesía de la canción popular vemos, pues, al lenguaje hacer un supremo esfuerzo de imitar la música: por ello con Arquíloco comienza un nuevo mundo de poesía, que en su fondo más íntimo contradice al mundo homérico. Con esto hemos señalado la única relación posible entre poesía y música, entre palabra y sonido: la palabra, la imagen, el concepto buscan una expresión análoga a la música y padecen ahora en sí la violencia de ésta. En este sentido nos es lícito distinguir dos corrientes capitales en la historia lingüística del pueblo griego, según que la lengua haya imitado el mundo de las apariencias y de las imágenes, o el mundo de la música. Basta con reflexionar un poco más profundamente sobre la diferencia que en cuanto a color, estructura sintáctica, vocabulario se da entre el lenguaje de Homero y el de Píndaro para comprender el significado de esa antítesis; más aún, se nos hará palpablemente claro que entre Homero y Píndaro tienen que haber resonado las
melodías orgiásticas de la flauta de Olimpo
, las cuales todavía en tiempos de Aristóteles, en medio de una música infinitamente más desarrollada, arrastraban a los hombres a un entusiasmo ebrio, y sin duda en su efecto originario incitaron a todos los medios de expresión poética de los contemporáneos a imitarlas. Recordaré aquí un conocido fenómeno de nuestros días, que a nuestra estética le parece escandaloso. Una y otra vez experimentamos cómo una sinfonía de Beethoven obliga a cada uno de los oyentes a hablar sobre ella con imágenes, si bien la combinación de los diversos mundos de imágenes engendrados por una pieza musical ofrece un aspecto fantasmagórico y multicolor, más aún, contradictorio: ejercitar su pobre ingenio sobre tales combinaciones y pasar por alto el fenómeno que verdaderamente merece ser explicado es algo muy propio del carácter de esa estética. Y aun cuando el poeta musical (
Tondichter
) haya hablado sobre su obra a base de imágenes, calificando, por ejemplo, una sinfonía de
pastorale, o
un tiempo de «escena junto al arroyo», y otro de «alegre reunión de aldeanos», todas estas cosas son, igualmente, nada más que representaciones simbólicas, nacidas de la música —y no, acaso, objetos que la música haya imitado—, representaciones que en ningún aspecto pueden instruirnos sobre el contenido
dionisíaco
de la música, más aún, que no tienen, junto a otras imágenes, ningún valor exclusivo. Este proceso por el que la música se descarga en imágenes hemos de trasponerlo ahora nosotros a una masa popular fresca y juvenil, lingüísticamente creadora, para llegar a entrever cómo surge la canción popular estrófica, y cómo la capacidad lingüística entera es incitada por el nuevo principio de imitación de la música.

Por tanto, si nos es lícito considerar la poesía lírica como una fulguración imitativa de la música en imágenes y conceptos, podemos ahora preguntar: «¿cómo qué
aparece
la música en el espejo de las imágenes y de los conceptos?».
Aparece como voluntad
, tomada esta palabra en sentido schopenhaueriano, es decir, como antítesis del estado de ánimo estético, puramente contemplativo, exento de voluntad. Aquí se ha de establecer una distinción lo más nítida posible entre el concepto de esencia y el concepto de apariencia (
Erscheinung
): pues, por su propia esencia, es imposible que la música sea voluntad, ya que, si lo fuera, habría que desterrarla completamente del terreno del arte —la voluntad es, en efecto, lo no-estético en sí—; pero aparece como voluntad. Para expresar en imágenes la apariencia de la música el lírico necesita todos los movimientos de la pasión, desde los susurros del cariño hasta los truenos de la demencia; empujado a hablar de la música con símbolos apolíneos, el lírico concibe la naturaleza entera, y a sí mismo dentro de ella, tan sólo como lo eternamente volente, deseante, anhelante. Sin embargo, en la medida en que interpreta la música con imágenes, él mismo reposa en el mar sosegado y tranquilo de la contemplación apolínea, si bien todo lo que él ve a su alrededor a través del
medium
de la música se encuentra sometido a un movimiento impetuoso y agitado. Más aún, cuando el lírico se divisa a sí mismo a través de ese mismo
medium
, su propia imagen se le muestra en un estado de sentimiento insatisfecho: su propio querer, anhelar, gemir, gritar de júbilo es para él un símbolo con el que interpreta para sí la música. Éste es el fenómeno del lírico: como genio apolíneo, interpreta la música a través de la imagen de la voluntad, mientras que él mismo, completamente desligado de la avidez de la voluntad, es un ojo solar puro y no turbado.

Todo este análisis se atiene al hecho de que, así como la lírica depende del espíritu de la música, así la música misma, en su completa soberanía, no
necesita
ni de la imagen ni del concepto, sino que únicamente los
soporta
a su lado. La poesía del lírico no puede expresar nada que no esté ya, con máxima generalidad y vigencia universal, en la música, la cual es la que ha forzado al lírico a emplear un lenguaje figurado. Con el lenguaje es imposible alcanzar de modo exhaustivo el simbolismo universal de la música, precisamente porque ésta se refiere de manera simbólica a la contradicción primordial y al dolor primordial existentes en el corazón de lo Uno primordial, y, por tanto, simboliza una esfera que está por encima y antes de toda apariencia. Comparada con ella, toda apariencia es, antes bien, sólo símbolo; por ello el
lenguaje
, en cuanto órgano y símbolo de las apariencias, nunca ni en ningún lugar puede extraverter la interioridad más honda de la música, sino que, tan pronto como se lanza a imitar a ésta, queda siempre únicamente en un contacto externo con ella, mientras que su sentido más profundo no nos lo puede acercar ni un solo paso, aun con toda la elocuencia lírica.

7

Tenemos que recurrir ahora a la ayuda de todos los principios artísticos examinados hasta este momento para orientarnos dentro del laberinto, pues así es como tenemos que designar el
origen de la tragedia griega
. Pienso que no hago una afirmación disparatada al decir que hasta ahora el problema de ese origen no ha sido ni siquiera planteado en serio, y mucho menos ha sido resuelto, aunque con mucha frecuencia los jirones flotantes de la tradición antigua hayan sido ya cosidos y combinados entre sí, y luego hayan vuelto a ser desgarrados. Esa tradición nos dice resueltamente
que la tragedia surgió del coro trágico
y que en su origen era únicamente coro y nada más que coro: de lo cual sacamos nosotros la obligación de penetrar con la mirada hasta el corazón de ese coro trágico, que es el auténtico drama primordial, sin dejarnos contentar de alguna manera con las frases retóricas corrientes —que dicen que el coro es el espectador ideal, o que está destinado a representar al pueblo frente a la región principesca de la escena—. Esta última explicación, que a más de un político le parece sublime —como si la inmutable ley moral estuviese representada por los democráticos atenienses en el coro popular, el cual tendría siempre razón, por encima de las extralimitaciones y desenfrenos pasionales de los reyes— acaso venga sugerida por una frase de Aristóteles: pero carece de influjo sobre la formación originaria de la tragedia, ya que de aquellos orígenes puramente religiosos está excluida toda antítesis entre pueblo y príncipe, y, en general cualquier esfera político-social; pero además, con respecto a la forma clásica del coro en Ésquilo y en Sófocles conocida por nosotros, consideraríamos una blasfemia hablar de que aquí hay un presentimiento de una «representación constitucional del pueblo», blasfemia ante la que otros no se han arredrado. Una representación popular del pueblo no la conocen in praxi [en la práctica] las constituciones políticas antiguas, y, como puede esperarse, tampoco la han «presentido» siquiera en su tragedia.

Mucho más célebre que esta explicación política del coro es el pensamiento de A. W. Schlegel, quien nos recomienda considerar el coro en cierto modo como un compendio y extracto de la masa de los espectadores, como el «espectador ideal». Confrontada esta opinión con aquella tradición histórica según la cual la tragedia fue en su origen sólo coro, muestra ser lo que es, una aseveración tosca, no científica, pero brillante, cuyo brillo procede tan sólo de la forma concentrada de su expresión, de la predisposición genuinamente germánica a favor de todo lo adjetivado de «ideal», y de nuestra estupefacción momentánea. Nosotros nos quedamos estupefactos, en efecto, tan pronto como comparamos el bien conocido público teatral de hoy con aquel coro, y nos preguntamos si será posible sacar alguna vez de ese público, a base de idealizarlo, algo análogo al coro trágico. Negamos esto en silencio, y ahora nos maravillamos tanto de la audacia de la aseveración de Schlegel como de la naturaleza totalmente distinta del público griego. Nosotros habíamos opinado siempre, en efecto, que el espectador genuino, cualquiera que sea, tiene que permanecer consciente en todo momento de que lo que tiene delante de sí es una obra de arte, no una realidad empírica: mientras que el coro trágico de los griegos está obligado a reconocer en las figuras del escenario existencias corpóreas. El coro de las oceánides cree ver realmente delante de sí al titán Prometeo, y se considera a sí mismo tan real como el dios de la escena. ¿Y la especie más alta y pura de espectador sería la que considerase, lo mismo que las oceánides, que Prometeo está corporalmente presente y es real? ¿Y el signo distintivo del espectador ideal sería correr hacia el escenario y liberar al dios de sus tormentos? Nosotros habíamos creído en un público estético, y al espectador individual lo habíamos considerado tanto más capacitado cuanto más estuviese en situación de tomar la obra de arte como arte, es decir, de manera estética; y ahora la expresión de Schlegel nos ha insinuado que el espectador perfecto e ideal es el que deja que el mundo de la escena actúe sobre él, no de manera estética, sino de manera corpórea y empírica. ¡Oh, esos griegos!, suspirábamos; ¡nos echan por tierra nuestra estética! Pero, habituados a ella, repetíamos la sentencia de Schlegel siempre que se hablaba del coro.

Aquella tradición tan explícita habla aquí, sin embargo, en contra de Schlegel: el coro en sí, sin escenario, esto es, la forma primitiva de la tragedia, y aquel coro de espectadores ideales no son compatibles entre sí. ¿Qué género artístico sería ese, que estaría colegido del concepto de espectador, y del cual tendríamos que considerar como forma auténtica el «espectador en sí»? El espectador sin espectáculo es un concepto absurdo. Nos tememos que el origen de la tragedia no sea explicable ni con la alta estima de la inteligencia moral de las masas, ni con el concepto de espectador sin espectáculo, y nos parece demasiado profundo ese problema como para que unas formas tan superficiales de considerarlo lleguen siquiera a rozarlo.

Una intuición infinitamente más valiosa sobre el significado del coro nos la había dado a conocer ya, en el famoso prólogo de
La novia de Mesina
, Schiller, el cual considera el coro como un muro viviente tendido por la tragedia a su alrededor para aislarse nítidamente del mundo real y preservar su suelo ideal y su libertad poética.

Con esta arma capital lucha Schiller contra el concepto vulgar de lo natural, contra la ilusión comúnmente exigida en la poesía dramática. Mientras que en el teatro el día mismo es sólo un día artificial, y la arquitectura, sólo una arquitectura simbólica, y el lenguaje métrico ofrece un carácter ideal, en el conjunto, dice Schiller, continúa dominando el error: no basta con que se tolere solamente como libertad poética
aquello
que es la esencia de toda poesía. La introducción del coro es el paso decisivo con el que se declara abierta y lealmente la guerra a todo naturalismo en el arte. —Me parece que es este modo de considerar las cosas aquel para designar el cual nuestra época, que se imagina a sí misma superior, usa el desdeñoso epíteto de «pseudoidealismo»—. Yo temo que con nuestra actual veneración de lo natural y lo real hayamos llegado, por el contrario, al polo opuesto de todo idealismo, a saber, a la región de los museos de figuras de cera. También en ellos hay arte, como lo hay en ciertas novelas de moda actualmente: pero que no nos importunen con la pretensión de que el «pseudoidealismo» de Schiller y de Goethe ha quedado superado con ese arte.

Ciertamente es un suelo «ideal» aquel en el que, según la acertada intuición de Schiller, suele deambular el coro satírico griego, el coro de la tragedia originaria, un suelo situado muy por encima de las sendas reales por donde deambulan los mortales. Para ese coro ha construido el griego los tinglados colgantes de un fingido
estado natural
, y en ellos ha colocado fingidos
seres naturales
. La tragedia se ha levantado sobre ese fundamento, y ya por ello estuvo dispensada desde un principio de ofrecer una penosa fotografía de la realidad. Pero no es éste un mundo fantasmagórico interpuesto arbitrariamente entre el cielo y la tierra; es, más bien, un mundo dotado de la misma realidad y credibilidad que para el griego creyente poseía el Olimpo, junto con todos sus moradores. El sátiro, en cuanto coreuta dionisíaco, vive en una realidad admitida por la religión, bajo la sanción del mito y del culto. El hecho de que la tragedia comience con él y de que por su boca hable la sabiduría dionisíaca de la tragedia es un fenómeno que a nosotros nos extraña tanto como el que la tragedia tenga su génesis en el coro. Acaso ganemos un punto de partida para el estudio de este problema si yo lanzo la aseveración de que el sátiro, el ser natural fingido, mantiene con el hombre civilizado la misma relación que la música dionisíaca mantiene con la civilización. De esta última afirma Richard Wagner que la música la deja en suspenso (
aufgehoben
) al modo como la luz del día deja en suspenso el resplandor de una lámpara. De igual manera, creo yo, el griego civilizado se sentía a sí mismo en suspenso en presencia del coro satírico: y el efecto más inmediato de la tragedia dionisíaca es que el Estado y la sociedad y, en general, los abismos que separan a un hombre de otro dejan paso a un prepotente sentimiento de unidad, que retrotrae todas las cosas al corazón de la naturaleza. El consuelo metafísico —que, como yo insinúo ya aquí, deja en nosotros toda verdadera tragedia— de que en el fondo de las cosas, y pese a toda la mudanza de las apariencias, la vida es indestructiblemente poderosa y placentera, ese consuelo aparece con corpórea evidencia como coro de sátiros, como coro de seres naturales que, por así decirlo, viven inextinguiblemente por detrás de toda civilización y que, a pesar de todo el cambio de las generaciones y de la historia de los pueblos, permanecen eternamente los mismos.

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