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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

El nacimiento de la tragedia (9 page)

BOOK: El nacimiento de la tragedia
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Quien comprenda el núcleo más íntimo de la leyenda de Prometeo —a saber, la necesidad del sacrilegio, impuesta al individuo de aspiraciones titánicas—, tendrá que sentir también a la vez lo no-apolíneo de esa concepción pesimista; pues a los seres individuales Apolo quiere conducirlos al sosiego precisamente trazando líneas fronterizas entre ellos y recordando una y otra vez, con sus exigencias de conocerse a sí mismo y de tener moderación, que esas líneas fronterizas son las leyes más sagradas del mundo. Mas para que, dada esa tendencia apolínea, la forma no se quede congelada en una rigidez y frialdad egipcias, para que el movimiento de todo el lago no se extinga bajo ese esfuerzo de prescribir a cada ola su vía y su terreno, de tiempo en tiempo la marea alta de lo dionisiaco vuelve a destruir todos aquellos pequeños círculos dentro de los cuales intentaba retener a los griegos la «voluntad» unilateralmente apolínea. Aquella marea súbitamente crecida de lo dionisiaco toma entonces sobre sus espaldas las pequeñas ondulaciones particulares que son los individuos, de igual manera que el hermano de Prometeo, el titán Atlas, tomó sobre las suyas la tierra. Ese afán titánico de llegar a ser, por así decirlo, el Atlas de todos los individuos y de llevarlos con anchas espaldas cada vez más alto y cada vez más lejos, es lo que hay de común entre lo prometeico y lo dionisiaco. Así considerado, el Prometeo de Ésquilo es una máscara dionisiaca, mientras que con aquella profunda tendencia antes mencionada hacia la justicia Ésquilo le da a entender al hombre inteligente que por parte de padre desciende de Apolo, dios de la individuación y de los límites de la justicia. Y de este modo la dualidad del Prometeo de Ésquilo, su naturaleza a la vez dionisiaca y apolínea, podría ser expresada, en una fórmula conceptual, del modo siguiente: «Todo lo que existe es justo e injusto, y en ambos casos está igualmente justificado».

¡Ése es tu mundo! ¡Eso se llama un mundo!

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Es una tradición irrefutable que, en su forma más antigua, la tragedia griega tuvo como objeto único los sufrimientos de Dioniso, y que durante larguísimo tiempo el único héroe presente en la escena fue cabalmente Dioniso. Mas con igual seguridad es lícito afirmar que nunca, hasta Eurípides, dejó Dioniso de ser el héroe trágico, y que todas las famosas figuras de la escena griega, Prometeo, Edipo, etc., son tan sólo máscaras de aquel héroe originario, Dioniso. La razón única y esencial de la «idealidad» típica, tan frecuentemente admirada, de aquellas famosas figuras es que detrás de todas esas máscaras se esconde una divinidad. No sé quién ha aseverado que todos los individuos, como individuos, son cómicos y, por tanto, no trágicos: de lo cual se inferiría que los griegos no
pudieron
soportar en absoluto individuos en la escena trágica. De hecho, tales parecen haber sido sus sentimientos: de igual modo que se hallan profundamente fundadas en el ser helénico la valoración y distinción platónicas de la «idea» en contraposición al «ídolo», a la copia. Mas, para servirnos de la terminología de Platón, acerca de las figuras trágicas de la escena helénica habría que hablar más o menos de este modo: el único Dioniso verdaderamente real aparece con una pluralidad de figuras, con la máscara de un héroe que lucha, y, por así decirlo, aparece preso en la red de la voluntad individual. En su forma de hablar y de actuar ahora, el dios que aparece se asemeja a un individuo que yerra, anhela y sufre: y el que llegue a
aparecer
con tal precisión y claridad épicas es efecto del Apolo intérprete de sueños, que mediante aquella apariencia simbólica le da al coro una interpretación de su estado dionisíaco. En verdad, sin embargo, aquel héroe es el Dioniso sufriente de los Misterios, aquel dios que experimenta en sí los sufrimientos de la individuación, del que mitos maravillosos cuentan que, siendo niño, fue despedazado por los titanes, y que en ese estado es venerado como Zagreo: con lo cual se sugiere que ese despedazamiento, el
sufrimiento
dionisíaco propiamente dicho, equivale a una transformación en aire, agua, tierra y fuego, y que nosotros hemos de considerar, por tanto, el estado de individuación como la fuente y razón primordial de todo sufrimiento, como algo rechazable de suyo. De la sonrisa de ese Dioniso surgieron los dioses olímpicos, de sus lágrimas, los seres humanos. En aquella existencia de dios despedazado Dioniso posee la doble naturaleza de un demón cruel y salvaje y de un soberano dulce y clemente. Lo que los epoptos esperaban era, sin embargo, un renacimiento de Dioniso, renacimiento que ahora nosotros, llenos de presentimientos, hemos de concebir como el final de la individuación: en honor de ese tercer Dioniso futuro resonaba el rugiente canto de júbilo de los epoptos. Y sólo por esa esperanza aparece un rayo de alegría en el rostro del mundo desgarrado, roto en individuos: el mito ilustra esto con la figura de Deméter absorta en un duelo eterno, la cual por vez primera vuelve a
alegrarse
cuando se le dice que
de nuevo
puede ella dar a luz a Dioniso. En las intuiciones aducidas tenemos ya juntos todos los componentes de una consideración profunda y pesimista del mundo, y junto con esto
la doctrina mistérica de la tragedia
: el conocimiento básico de la unidad de todo lo existente, la consideración de la individuación como razón primordial del mal, el arte como alegre esperanza de que pueda romperse el sortilegio de la individuación, como presentimiento de una unidad restablecida—

Ya hemos sugerido antes que la epopeya homérica es la poesía propia de la cultura olímpica, con la cual ésta entonó su propia canción de victoria sobre los horrores de la titanomaquia. Ahora, bajo el influjo prepotente de la poesía trágica, los mitos homéricos vuelven a nacer con figura distinta, mostrando con esa metempsícosis que también la cultura olímpica ha sido vencida entre tanto por una consideración más profunda aún del mundo. El altivo titán Prometeo le ha anunciado a su atormentador olímpico que su soberanía estará amenazada alguna vez por el mayor de los peligros si no se alía a tiempo con él. En Ésquilo percibimos la alianza del Zeus asustado, temeroso de su final, con el titán. De esta manera la antigua edad de los titanes es sacada a la luz otra vez, desde el Tártaro, de una manera retrospectiva. La filosofía de la naturaleza salvaje y desnuda mira, con el gesto franco de la verdad, los mitos del mundo homérico, que desfilan ante ella bailando: tales mitos palidecen, tiemblan ante el ojo relampagueante de esa diosa —hasta que el puño poderoso del artista dionisíaco los obliga a servir a la nueva divinidad—. La verdad dionisíaca se incauta del ámbito entero del mito y lo usa como simbólica de sus conocimientos, y esto lo expresa en parte en el culto público de la tragedia, en parte en los ritos secretos de las festividades dramáticas de los Misterios, pero siempre bajo el antiguo velo mítico. ¿Cuál fue la fuerza que liberó a Prometeo de su buitre y que transformó el mito en vehículo de la sabiduría dionisíaca? La fuerza, similar a la de Heracles, de la música: y esa fuerza, que alcanza en la tragedia su manifestación suprema, sabe interpretar el mito en un nuevo y profundísimo significado; de igual manera que ya antes hubimos nosotros de caracterizar esto como la más poderosa facultad de la música. Pues es destino de todo mito irse deslizando a rastras poco a poco en la estrechez de una presunta realidad histórica, y ser tratado por un tiempo posterior cualquiera como un hecho ocurrido una vez, con pretensiones históricas: y los griegos estaban ya íntegramente en vías de cambiar, con perspicacia y arbitrariedad, todo su sueño mítico de juventud en una histórico-pragmática historia
de juventud
. Pues ésta es la manera como las religiones suelen fallecer: a saber, cuando, bajo los ojos severos y racionales de un dogmatismo ortodoxo, los presupuestos míticos de una religión son sistematizados como una suma acabada de acontecimientos históricos, y se comienza a defender con ansiedad la credibilidad de los mitos, pero resistiéndose a que éstos sigan viviendo y proliferando con naturalidad, es decir, cuando se extingue la sensibilidad para el mito y en su lugar aparece la pretensión de la religión de tener unas bases históricas. De este mito moribundo apoderóse ahora el genio recién nacido de la música dionisíaca: y en sus manos volvió a florecer, con unos colores que jamás había mostrado, con un perfume que suscitaba un nostálgico presentimiento de un mundo metafísico. Tras esta última floración el mito se derrumba, marchítanse sus hojas, y pronto los burlones lucianos de la Antigüedad tratan de coger las flores descoloridas y agostadas, arrancadas por todos los vientos. Mediante la tragedia alcanza el mito su contenido más hondo, su forma más expresiva; una vez más el mito se levanta, como un héroe herido, y con un resplandor último y poderoso brilla en sus ojos todo el sobrante de fuerza, junto con el sosiego lleno de sabiduría del moribundo.

¿Qué es lo que tú querías, sacrílego Eurípides, cuando intentaste forzar una vez más a este moribundo a que te prestase servidumbre? Él murió entre tus manos brutales: y ahora tú necesitabas un mito remedado, simulado, que, como el mono de Heracles, lo único que sabía ya era acicalarse con la vieja pompa. Y de igual manera que se te murió el mito, también se te murió el genio de la música: aun cuando saqueaste con ávidas manos todos los jardines de la música, lo único que conseguiste fue una música remedada y simulada. Y puesto que tú habías abandonado a Dioniso, Apolo te abandonó a ti; saca a todas las pasiones de su escondrijo y enciérralas en tu círculo, afila y aguza una dialéctica sofística para los discursos de tus héroes, —también tus héroes tienen unas pasiones sólo remedadas y simuladas y pronuncian únicamente discursos remedados y simulados—

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La tragedia griega pereció de manera distinta que todos los otros géneros artísticos antiguos, hermanos de ella: murió suicidándose, a consecuencia de un conflicto insoluble, es decir, de manera trágica, mientras que todos ellos fallecieron a edad avanzada, con una muerte muy bella y tranquila. Pues si está de acuerdo, en efecto, con un estado natural feliz el dejar la vida sin espasmos y teniendo una bella descendencia, el final de aquellos géneros artísticos antiguos nos muestra un estado natural feliz de ese tipo: van hundiéndose lentamente, y ante sus miradas moribundas se yerguen ya sus retoños, más bellos, y con gesto valeroso levantan impacientemente la cabeza. Con la muerte de la tragedia griega surgió, en cambio, un vacío enorme, que por todas partes fue sentido profundamente: de igual modo que en tiempos de Tiberio los navegantes griegos oían en una isla solitaria el estremecedor grito: «El gran Pan ha muerto»: así resonó ahora a través del mundo griego, como un doloroso gemido: «¡La tragedia ha muerto! ¡Con ella se ha perdido también la poesía! ¡Fuera, fuera vosotros, epígonos atrofiados, enflaquecidos! ¡Fuera, al Hades, para que allí podáis saciaros con las migajas de los maestros de otro tiempo! ».

Mas cuando luego floreció todavía un género artístico nuevo, que veneraba a la tragedia como predecesora y maestra suya, entonces pudo percibirse con horror que ciertamente tenía los rasgos de su madre, pero aquellos que ésta había mostrado en su prolongada agonía. Esa agonía de la tragedia fue obra de
Eurípides
; aquel género artístico posterior es conocido con el nombre de
comedia ática nueva
. En ella pervivió la figura degenerada de la tragedia, como memorial de su muy arduo y violento fenecer.

Dentro de este contexto resulta comprensible la inclinación apasionada que los poetas de la comedia nueva sintieron por Eurípides; de tal modo que ya no nos extraña el deseo de Filemón, el cual quería dejarse ahorcar en seguida, sólo para poder ir a ver a Eurípides al inframundo: con tal de que le fuera lícito estar convencido de que el difunto seguía conservando también ahora su entendimiento. Pero si se quiere señalar con toda brevedad, y sin pretender decir con ello algo exhaustivo, qué es lo que Eurípides tiene en común con Menandro y con Filemón y que para éstos ejerció un efecto tan ejemplar y excitante: bastará con decir que
el espectador
fue llevado por Eurípides al escenario. Quien haya visto cuál es la materia de que los trágicos prometeicos anteriores a Eurípides formaban a sus héroes, y cuán lejos de ellos estaba el propósito de llevar a la escena la máscara fiel de la realidad, ése estará enterado también de la tendencia completamente divergente de Eurípides. Gracias a él el hombre de la vida cotidiana dejó el espacio reservado a los espectadores e invadió la escena, el espejo en el que antes se manifestaban tan sólo los rasgos grandes y audaces mostró ahora aquella meticulosa fidelidad que reproduce concienzudamente también las líneas mal trazadas de la naturaleza. Ulises, el heleno típico del arte antiguo, quedó ahora rebajado, entre las manos de los nuevos poetas, a la figura del
graeculus
, y éste es el que a partir de ese momento ocupa, como esclavo doméstico bonachón y pícaro a la vez, el centro del interés dramático. Lo que, en
Las ranas
de Aristófanes, Eurípides cuenta entre sus méritos, a saber, el haber liberado con sus remedios caseros al arte trágico de su pomposa obesidad, eso es algo que puede rastrearse ante todo en sus héroes trágicos. En lo esencial, lo que el espectador veía y oía ahora en el escenario euripideo era a su doble, y se alegraba de que éste supiese hablar tan bien. Pero no fue esta alegría lo único: la gente aprendió de Eurípides a hablar, y en su certamen con Ésquilo él mismo se jacta de eso: de que, gracias a él, el pueblo ha aprendido ahora a observar, actuar y sacar conclusiones según las reglas del arte y con sofisticaciones taimadísimas. Mediante este cambio repentino del lenguaje público Eurípides hizo posible la comedia nueva. Pues a partir de ahora no fue ya un secreto de qué modo y con qué sentencias podía la vida cotidiana representarse a sí misma en la escena. La mediocridad burguesa, sobre la que Eurípides edificó todas sus esperanzas políticas, tomó ahora la palabra, después de que, hasta ese momento, quienes habían determinado el carácter del lenguaje habían sido, en la tragedia el semidiós, y en la comedia el sátiro borracho o semihombre. Y de esta manera el Eurípides aristofaneo destaca en su honor que lo que él ha expuesto ha sido la vida y las ocupaciones generales, conocidas por todos, cotidianas, para hablar sobre las cuales está capacitado todo el mundo. Si ahora la masa entera filosofa, y en la administración de sus tierras y bienes y en el modo de llevar sus procesos actúa con inaudita inteligencia, esto, dice Eurípides, es mérito suyo y resultado de la sabiduría inoculada por él al pueblo.

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