Una vez más, el SD aportó un posible remedio. Entre 1939 y 1941, como parte del programa de «muerte misericordiosa» del T4, había desarrollado técnicas para matar a grandes cantidades de personas mediante un gas venenoso e inyecciones letales. La aplicación de estos métodos cesó a finales de 1941, no sin que antes murieran de este modo más «higiénico» 70.000 hombres, mujeres y niños. Muchos fueron envenenados con monóxido de carbono introducido en camiones con la cabina de pasajeros sellada, y en los que se bombeaba los humos de escape del motor. Más devastadoramente eficaz era el insecticida Zyklon, cuya variante «B» (cristales que se transformaban en gas mediante exposición al aire) se la vendía a los nazis Degesh (que tenía la patente del producto y lo fabricaba), una filial de la gigantesca metalúrgica y química Degussa.
Pero hacia mediados de 1941, ni el SD de Berlín ni sus homólogos del frente oriental habían encontrado una solución final viable. En el Este disponían de permiso para una matanza indiscriminada de todos los judíos, pero el proceso genocida era rudimentario y limitado. En el Oeste disponían del método (al menos en teoría), pero no de la aprobación oficial. La brutalidad en el Este espoleaba las vacilaciones del Oeste. Los nazis tenían el gas venenoso y se habían habituado a la realidad de los asesinatos en masa. Lo único que ahora necesitaban eran los campos donde perpetrarlos y los trenes para trasladar a las víctimas al lugar donde eliminarlas rápida y discretamente.
Los campos eran sencillos. Los estaban construyendo desde 1933. Había algunos problemas para modificar los ya existentes e instalar cámaras de gas e incineradores, o para construir campos «de muerte» ad hoc. En el invierno de 1941-1942 los funcionarios del T4 crearon nuevos centros de exterminio en Chelmno, Sobibor, Maidanek, Treblinka y Belzec, además del ya operativo de Auschwitz, «donde millones de víctimas fueron asesinadas —en su mayoría judíos y gitanos— para satisfacer los imperativos de la utópica visión biológica del régimen».
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Heydrich pidió a Himmler que le cediera el control de la red de campos, pero éste se negó, empeñado en recortar el poder creciente de su adjunto. Daba igual, porque aún más importante que dirigir los campos era llevar allí a los judíos, y Heydrich nunca consentiría que arrebatasen esta responsabilidad al SD.
Era una ardua tarea organizar la infraestructura y la logística necesarias: las fichas, las detenciones, las redadas y, por último, los viajes ferroviarios sin retorno a través de miles de kilómetros, cruzando numerosas fronteras europeas. Heydrich tenía pensado al candidato ideal: el Obersturmbannführer de las SS Adolf Eichmann, adscrito a la Amt IV del SD. Entre finales de 1941 y principios de 1942 estaban ya colocadas las últimas piezas del rompecabezas genocida y la solución final dejó de ser una mera ilusión. En enero de 1942, Heydrich y Eichmann presidieron la siniestra conferencia de Wannsee, cuyo designio parcial era reconocer el mérito del SD por haber sentado los cimientos de la «solución» y ratificar el papel directivo que seguiría asumiendo en su aplicación.
Una vez resuelto el callejón sin salida administrativo, la «solución» empezó a ponerse en práctica. Para 1943 estaba tan bien establecida como estrategia nazi que se hablaba de ella en un heroico pretérito indefinido. Los judíos europeos, incluso los todavía vivos, habían pasado a la historia en todos los sentidos. Aunque oficialmente era un secreto, a nadie que tuviese que conocerlo se le permitió no conocerlo. Himmler expuso siniestramente este hecho en el muy citado discurso que pronunció ante oficiales superiores de las SS y del partido en Posen, Polonia, el 4 de octubre de 1943.
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El SD se había ganado su puesto en la vanguardia de lo que se llamaría el Holocausto. Había dirigido los
Einsatzgruppen
, perfilado los métodos genocidas del T4 y coordinado la logística de las detenciones continentales y el transporte a una red de campos preparados para una muerte industrializada. No es de extrañar que toda la futura actividad de los campos de la muerte recibiera el nombre del jefe del SD:
Aktion Reinhard
. En ningún momento de todo este proceso el SD tuvo un personal superior a los 1.000 miembros; su sede de Berlín era aún más pequeña y sólo contenía varios cientos. Era una élite estrechamente unida e intensamente concentrada que protegía celosamente su función crucial en lo que para ellos constituía la batalla más sagrada del nazismo y la exclusividad de su número exiguo. Probablemente Bruno les conoció a todos.
Una pregunta seguía asediándome: ¿habría Bruno participado o no en la solución final? ¿Era incluso posible que trabajara en el SD sin que se hubiera visto directamente implicado? En agosto de 1961, Bruno pasaba unos días con mis padres en Edimburgo (cuando se filmó la escena en la que me lleva en brazos, siendo yo un bebé, junto a la playa escocesa). Su visita coincidió con el juicio de Adolf Eichmann en Jerusalén, después de que unos agentes del Mossad hubieran encontrado el escondrijo en Argentina del antiguo teniente coronel del SD.
Durante un noticiario sobre la vista del día en el tribunal, Bruno dejó caer una bomba cuando volviéndose hacia mi madre exclamó orgullosamente: «Conocí a Eichmann», y añadió: «Hasta me ofreció un trabajo.» Ella salió corriendo de la habitación, blanca de angustia. Nunca se volvió a hablar del asunto. He pensado sin cesar en aquella bravata desde que me la contó mi madre. ¿Fue una jactancia hueca? ¿Disfrutaba Bruno siendo escandaloso y provocativo? Lo dudo, por desgracia. En 1961 no habría ganado nada inventando aquello. Es mucho más probable que lo soltara porque era verdad. ¿Por qué no podía haber conocido a Eichmann? Al final de la guerra habrían sido colegas durante más de ocho años, aunque sus despachos estuvieran en edificios distintos. Creo que ver la sensacional cobertura desde Israel produjo en Bruno una reacción espontánea en que la importancia de su historial en el SD resurgió de golpe, mezclada seguramente con una pizca
de Schadenfreude
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. Él estaba viendo libremente el juicio en televisión mientras a su antiguo colega le encuadraban los focos de la infamia universal, casi con certeza abocado a un veredicto de culpabilidad y una sentencia de muerte. No me costaba nada imaginar la brusca familiaridad con la que Eichmann le habría hecho la oferta de trabajo, reconociendo en Bruno el perfil agradable de un camarada fanático, un buen compañero de copas y un hombre con un fuerte estómago ideológico.
Y, sin embargo, parece ser que rechazó la propuesta de Eichmann. No pude encontrar pruebas que vincularan directamente a Bruno con la oficina de Eichmann para asuntos judíos ni tampoco con la Amt IV, que era su sede. Debió de sopesarla y decidir, por una u otra razón, que no le interesaba. ¿Cuánto tiempo lo pensó? ¿Le costó sudores decidir? Al fin y al cabo, el simple «empleo» que le ofreció Eichmann y que él consideró y acabó rechazando (sin ninguna consecuencia perjudicial) no difería de cualquier otro. Quizá prefirió no ensuciarse las manos con todo aquel asunto judío. Cuesta imaginar que un historial tan cercano al centro del SD le permitiera eludir una participación directa en el T4, la eutanasia, los
Einsatzgruppen
o el imperio del transporte de Eichmann, pero lo hizo.
Entonces, ¿qué hacía para el SD en aquel momento de 1942? ¿Tuvo siquiera, de hecho, un papel activo en la organización? Estudiando la documentación de Washington, descubrimos en una ficha el número de su despacho, la extensión telefónica y el hecho de que estaba adscrito a un departamento nuevo: el RSHA Amt VI. Junto con su función de
Inspekteur
de Berlín, ya no se ocupaba de «oposición ideológica», sino de inteligencia exterior. Se había convertido en un agente secreto. El jefe de su nuevo departamento era otra de las más capaces «promesas» de Heydrich: Walter Schellenberg, cuatro años más joven que Bruno, pero que era ya Brigadeführer (general de brigada).
Probablemente el más agudo de las jóvenes estrellas del SD, Schellenberg era lo bastante sagaz para cultivar una actitud incondicional hacia el régimen y un barniz de elegante desapego. Al igual que Albert Speer, minimizó su nazismo en sus memorias (nunca ideológico, sólo oportunista) al mismo tiempo que hacía un descarado alarde de su perspicacia y sus logros (ambos excepcionales, aunque lo diga él mismo). Los dos hombres encontrarían un mercado enorme después de la guerra para retratos íntimos y mordaces de personajes clave del Tercer Reich, escritos por quienes habían estado en su círculo más exclusivo, aunque sin compartir la culpa o el derramamiento de sangre. Lo mismo que Speer, Schellenberg afirmó en varias ocasiones que podría haber llegado a la cima en cualquier contexto político, no sólo en el Tercer Reich. Era antes un tecnócrata que un nazi, esto último debido únicamente a la desgracia de haber nacido en 1910.
Su explicación de los motivos por los que se alistó en las SS es totalmente distinta de la de Bruno. En vez de representar la culminación de más de doce años de creciente ambición ideológica, Schellenberg afirmaba que para él fue poco más que un modo de codearse con personas sofisticadas y elegantes: «Las SS pasaban ya por ser una organización de élite […] En ellas encontrabas a “la mejor clase de gente”, y ser miembro te proporcionaba un notable prestigio y ventajas sociales, mientras que los pendencieros de cervecería de las SA eran impresentables. En aquel tiempo eran los elementos más radicales, violentos y fanáticos del movimiento nazi.»
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Como tantas otras lumbreras del SD, el nuevo jefe de Bruno era abogado de formación, pero siempre le había fascinado el mundo oscuro de la inteligencia exterior. Ya tenía en su haber una serie de aventuras destacadas, narradas con orgullo en sus memorias de posguerra: raptos, subterfugios y, la más triste hazaña, la tentativa (que fracasó por un pelo) de secuestrar al duque y a la duquesa de Windsor cuando paraban en Portugal. Continuaría hasta el fin de la guerra con estas acrobacias de intriga extranjera.
Según los documentos, el primer puesto de Bruno lo ocupó en el despacho de Gran Bretaña y Francia (el B4) de la Amt VI, recopilando información de inteligencia. En 1940, Schellenberg había escrito su
magnum opus
, una anatomía del Estado británico que no sólo pretendía alardear de su presunto conocimiento profundo del funcionamiento del Reino Unido, sino brindar a la futura invasión las mejores pistas para la conquista del país, indicando incluso a qué ciudadanos británicos había que eliminar. No a todos los lectores de la obra les ha impresionado su clarividencia tanto como a su autor: «Con la ayuda evidente de la información obtenida de dos oficiales del MI6 que habían sido secuestrados cerca de la frontera holandesa […] la confidencial
Informationsheft GB
de Schellenberg ofrece una imagen de Gran Bretaña que es extrañamente perceptiva y totalmente estrambótica.»
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La misión de Schellenberg en la Amt VI era convertirla en algo parecido a la inteligencia británica, por la que estaba claramente fascinado, convencido de que sus espías encarnaban la capacidad de aunar la eficacia patricia con la implacable maquinaria imperial.
Bruno compartía esta fascinación. Recuerdo una conversación bastante perturbadora que tuve con él, alrededor de 1984. Insistía en que le contara mis proyectos para cuando terminara la universidad. Me habían ofrecido un empleo en una gran agencia de publicidad de Londres, pero no pude resistir la tentación de contarle que acababa de pasar en el Ministerio de Exteriores un examen que vino a ser una arquetípica experiencia de Oxbridge
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: la entrevista de espías celebrada en una mansión suntuosa y sepulcral del Pall Mall. Siempre supuse que me habían llamado porque tenía parientes en Berlín y en consecuencia el pretexto perfecto para viajar al otro lado del Telón de Acero. «¡Ah!», asintió Bruno. «El servicio secreto británico. El mejor del mundo, pero dirigido por caballeros.»
Pasó a hacerme algunas observaciones típicamente acres sobre el mundo, la principal de las cuales fue que el sentimentalismo no tenía cabida en la geopolítica. Citó el ejemplo del ayatolá Jomeini, que, por supuesto, había regresado a Irán unos cinco años antes, tras haber derrocado al sha (cuya consorte semialemana le había convertido en el ídolo de la derecha alemana). Lo que me dijo mi abuelo Bruno fue que esto es lo que ocurre cuando no has conseguido (insensatamente) eliminar a tus adversarios políticos. Regresan. Te derrocan. La conclusión que él quería que yo sacara era clarísima. Si dejas con vida a tus enemigos ideológicos, estás creando un látigo para tu espalda. La respuesta, por tanto, es la siguiente: no los dejes con vida. La diplomacia, en suma, no era un oficio sólo de caballeros. Me miró como alguien que sabía de lo que estaba hablando.
Pero hubo otra conversación que me agobió durante un tiempo. Mi hermana había hablado una vez con Gisela, la compañera de Bruno, durante una estancia en la casa de ambos. Vanessa le preguntó por qué ella y Bruno tenían tanto miedo a los rusos, y por qué él seguía convencido de que lo detendrían si intentaba cruzar los controles berlineses en vez de tomar un avión. Gisela tenía un olfato bastante bueno para las «preguntas sobre la guerra» y, como la mayor parte de su generación, era muy hábil en esquivarlas por inútiles, mal informadas o simplemente impertinentes. Pero esta vez se avino a responder a Vanessa, distraída (estoy seguro) por el hecho de que se refería a los soviéticos y a su conocida vena vengativa. «Porque en la guerra ayudó a que los rusos lucharan contra su propio bando. Era todo muy secreto, pero los rusos detendrán a cualquiera que hubiera participado en aquello.» Me acordé de esta frase mientras averiguaba todo lo posible sobre la Amt VI y Schellenberg.
En 1942, Himmler y Schellenberg habían desarrollado un plan extraordinario, posteriormente llamado
Unternehmen Zeppelin
(Operación Zepelín). ¿Era de esto de lo que hablaba Gisela? Fue una empresa singular, una mezcla de locura y sentido común pragmático que al parecer sorteaba el procedimiento normal de las SS.
Desde los primeros pasos de la Operación Barbarroja, los nazis consideraban
Untermenschen
a su nuevo enemigo ruso y «asiático», pero Schellenberg veía el precio que estaban pagando por su violencia indiscriminada:
Los rusos se sirvieron de la crudeza con que los alemanes hacían la guerra para establecer un fundamento ideológico de sus actividades partisanas. La denominada
Kommissar-Befehl
[orden de fusilar a todos los comisarios políticos], la propaganda alemana sobre la naturaleza «infrahumana» de los pueblos rusos, los fusilamientos masivos realizados por los
Einsatzgruppen
, las unidades de seguridad especiales que operaban con el ejército dentro y detrás de la zona de combate: todo esto fueron otros tantos argumentos psicológicamente eficaces para despertar un espíritu sanguinario en los partisanos.
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