La guerra absorbió la vida de Bruno durante los seis años siguientes, lo mismo que a otras decenas de millones en Alemania, Europa y, al final, en todo el globo. La familia de Bruno desempeñó su papel en ella, algunos como protagonistas y otros como desventurados espectadores. No obstante su ardor bélico, Bruno tuvo que enfrentarse a varias verdades incómodas. Tenía treinta y tres años, y aunque todavía no era un viejo, ya no estaba en la flor de la juventud. Y por más pretensiones que tuviera como antiguo miembro de las SA, su instrucción militar era muy exigua.
Le destinaron a una unidad antiaérea con base en las afueras de Berlín, aunque es difícil decir si se trataba de una batería específicamente antiaérea o más bien de una ortodoxa unidad de artillería. En todo caso, parecía el tipo de destino más adecuado para un soldado belicoso pero ya mayor: satisfactoriamente cerca de la boca de un cañón, pero libre del desafío real del frente, reservado a los más jóvenes y cualificados. Nunca he sabido qué graduación tenía en la Wehrmacht, porque no se menciona en ningún documento. Pero me sorprendería que fuese la de oficial, dada su falta de experiencia castrense y la modestia de su puesto de combate. Era inusual, sin embargo, que un oficial de las SS fuese destinado al ejército regular en vez de a las Waffen-SS.
Debo reconocer que esto me sorprendió. La imagen documental de mi abuelo —la de un inveterado e implacable ideólogo— quedaba desmentida por esta clara disposición a servir en un cargo tan humilde o incluso cabe decir que periférico. Empecé a preguntarme si su ardiente deseo de combatir y su disposición a aceptar cualquier cometido que le confiaran, por ínfimo que fuera, demostraban que sus recuerdos de la Primera Guerra Mundial, cuyo desenlace tan manifiestamente le había politizado, eran tan poderosos como sus más recientes relaciones con las SS. ¿Estaría viviendo la misma fantasía que Rupert Brooke, el poeta de la Primera Guerra Mundial, veinticinco años antes, agradeciendo a Dios «que nos ha deparado Su hora / y tomado nuestra juventud y despertado del sueño…»? Bruno no era el único alemán que soñaba que el combate sería una mezcla redentora de purificación y exaltación.
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Lo importante era que iba al oeste, hacia Francia y los horizontes vertiginosos del nuevo imperio alemán. Por fin viviría la fantasía de Ernst Jünger; sería un Casco de Acero en vez de conformarse con leer sus aventuras.
En aquellos primeros días de la guerra, mi abuelo, mi bisabuelo y mi tío abuelo personificaban tipos muy distintos de soldado alemán. Bruno, un veterano de las reyertas callejeras, ahora tenía la ocasión de demostrar su valía para el combate de verdad. Pero no podía compararse con su suegro Friedrich, el sereno ingeniero y militar de carrera, veterano de la Primera Guerra Mundial y modelo de una nueva generación de oficiales prusianos. Le habían ascendido a oficial del Estado Mayor, adscrito al cuartel general del ejército con el rango de capitán, y más tarde ascendió a comandante. Al igual que todo el mundo en la Wehrmacht (como rebautizaron al Reichswehr en 1935), había hecho un juramento personal de lealtad a Hitler. Pasó la guerra en una oficina de París, despachando memorandos y requisiciones con la eficiencia de un patricio.
Era un personaje muy diferente de mi tío abuelo Ewald. No llegué a conocerle, pero sabía del lacónico desprecio que le dispensaba la familia. Era el infortunado hermano de mi abuela, de quien tanto habían esperado y que, deduje, consiguió bien poco. Cualquier mención de su nombre se acogía con ese especial desprecio desdeñoso que la lengua alemana tan bien sabe expresar. A diferencia de su padrastro o incluso de su cuñado, nunca pasó de soldado raso, tan anónimo y astroso como se le ve en la única foto que ha sobrevivido, con la guerrera holgada, los bolsillos del pecho llenos de cigarrillos y una expresión de pasividad resignada. Nadie confiaba en que aquel hombre ni sus iguales aportasen algo. Su papel consistía en desplazarse de un campo a otro. Estas fotos tristes y ceñudas eran lo único que conmemoraba a aquellos hombres. No hay fuego ardiente en sus ojos ni un lejano horizonte llamando al pobre y maldito soldado de infantería que sirve de lastre a todos los grandes ejércitos.
Sin embargo, para la primavera de 1940 los tres vestían uniforme de la Wehrmacht y viajaban al oeste. Rápida y definitivamente se disiparon todos los miedos que habrían podido albergar de que aquella guerra siguiese la trayectoria infernal de la primera. Los éxitos alemanes eran extraordinarios. Bruno, Friedrich y Ewald participaron cada uno a su modo en la nueva y devastadora táctica bélica alemana, la
BlitzKrieg
o guerra relámpago, cuya rapidez y eficacia espectaculares garantizaron que no se repetiría el estancamiento en las trincheras de 1914-1918.
Tras cada avance importante, la unidad de Bruno sacaba la cerveza y los acordeones y cantaba y bebía hasta una ebriedad eufórica. Mi madre recuerda nítidamente el gusto de Bruno por las canciones de marchas militares que constituían una parte tan ruidosa de las victorias germánicas. Más tarde se jactó ante mi padre de que en los primeros meses de la contienda había cantado y bebido muchísimo. Es fácil entender por qué si se repasa el calendario de los triunfos iniciales: 9 de abril de 1940, el ejército alemán ataca a Dinamarca y Noruega; los daneses se rinden al día siguiente, los noruegos a principios de junio; la ofensiva occidental comenzó el 10 de mayo; Holanda, Bélgica y Luxemburgo estaban en la primera línea; Holanda capituló el 15 de mayo; Bélgica, el 28 de mayo. Me pregunto cómo se tomaría todo esto el padre de Bruno, Max, al evocar sus recuerdos del regimiento 39 en Francia y los Países Bajos. ¿Recibió las noticias del asombroso avance con júbilo o con aprensión?
Para mentalizar a las tropas con vistas al inminente ataque a Francia, el más antiguo enemigo de Alemania, Hitler ordenó que «a partir de hoy, en todo el país ondearán las banderas durante ocho días. Es un saludo a nuestros soldados. Además, ordeno que repiquen las campanas durante tres días. Su tañido puede unirse a las oraciones con las que el pueblo alemán acompañará a sus hijos desde hoy en adelante».
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Entraron en París el 14 de junio. Tan sólo seis semanas después del comienzo de la campaña, Francia tuvo que firmar un armisticio el 22 de junio, exactamente en el mismo vagón de tren utilizado en Compiègne en 1918 por los aliados.
La guerra de expansión nazi, que pretendía desquitarse de la deshonra de 1918, fue la fuente de todas las tribulaciones alemanas posteriores. Esta vez tocaba a Francia y a Gran Bretaña sentir el escozor de la humillación y la derrota, al igual que Alemania veinte años antes. El Tratado de Versalles y las innumerables incursiones francesas en el valle del Ruhr no sólo habían sido vengadas, sino sepultadas en el barro.
Que al mando de Hitler y en sólo seis semanas Alemania sometiera a Francia, contra la cual se había estrellado durante los cuatro años de la Primera Guerra Mundial, confirmaba una vez más […] la reputación del Führer como un hombre que obraba milagros, y esta vez también como un genio militar. A los ojos de sus admiradores, después de sus éxitos en política interior y exterior se convirtió asimismo en 1940 en el «más grande general de la historia».
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Hitler presentó como un regalo a sus compatriotas la rápida y fácil victoria militar sobre Francia. El culto al Führer resultante cobró proporciones desmedidas.
La extasiada población alemana pasó el verano de 1940 festejando la alegría de las primeras victorias. Bruno, Friedrich y Ewald estaban en la cresta de estos éxitos: Bruno con su unidad de artillería, Friedrich en su despacho del cuartel general del ejército y Ewald de mensajero en una motocicleta (su cometido durante toda la guerra). Pero un día, a fines de la primavera, las cosas se torcieron. Bruno ya se había adaptado a las tensiones, físicamente exigentes, de la vida castrense, tras haber sufrido un agobiante acceso de ciática a principios de año. No era un buen presagio. Ni siquiera había llegado todavía al frente y ya estaba luchando. Vendrían tiempos peores.
Mi abuelo Bruno me contó un día un poco de lo que siguió. Me dijo que un accidente le había salvado la vida. Montaba un caballo que se había desbocado durante un encarnizado enfrentamiento con el ejército francés y que le lanzó violentamente contra una pared. Si bien los alemanes aplastaron a los franceses en 1940, sufrieron más de 50.000 bajas y Bruno había estado claramente a punto de ser una de ellas. Quedó
hors de combat
, malherido pero vivo. Había sufrido algunas heridas graves en el brazo izquierdo; tenía la muñeca destrozada y la mano prácticamente lisiada. La muñeca nunca se le curó del todo y se le quedó visiblemente dislocada de por vida. Más tarde alardeó de que había sido un precio bien pequeño por salir con vida. Le evacuaron en una camilla y le transportaron a Berlín. No sería su último accidente con final feliz.
En aquel momento debió de ser una desilusión tremenda. Toda su vida se había centrado en borrar las ignominias de la Primera Guerra Mundial. Y le había derrotado algo tan poco heroico como un caballo asustado, no una proeza digna de una cruz de hierro, aun cuando las heridas fueron lo bastante graves para necesitar dos meses de convalecencia en el hospital SS de Lichterfeld de Berlín.
Al menos tuvo la oportunidad de unirse a la muchedumbre que se congregó el 6 de julio en el centro de Berlín para aclamar al imponente y victorioso Führer, en el último de sus grandes desfiles triunfales. Los berlineses alfombraron el itinerario de Hitler desde la estación hasta la cancillería con miles de ramos de flores, e incluso los que hasta entonces se habían mostrado tibios enronquecieron vitoreándole. Como testimonia el propio Bruno: «La admiración por los logros de las tropas alemanas es infinita, y ahora la sienten personas que mantuvieron cierta distancia y escepticismo al comienzo de la campaña.» Un segundo informe del SD aseguraba que la entrada en París «suscitó el entusiasmo de la población en todas partes del Reich hasta un extremo que nunca se había visto. Hubo ruidosas demostraciones de alegría y escenas emotivas de entusiasmo en muchas plazas y calles urbanas».
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Para el periodista norteamericano William Shirer, testigo de las celebraciones, el espectáculo fue en su conjunto más horroroso:
Al mirarles me pregunté si alguno de ellos comprendería lo que estaba sucediendo en Europa, si tendrían el presentimiento de que su alegría, su victorioso desfile al paso de la oca, entrañaba una gran tragedia para otros millones de personas esclavizadas por aquellas tropas y sus dirigentes. Estoy seguro de que ni uno entre mil pensaron en esto.
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Desde luego, Goebbels no lo hizo; para él la derrota de Francia había borrado los últimos vestigios de la parálisis y la impotencia de Alemania. «Uno se siente como recién nacido»; la vergüenza de Versalles está «amortizada». Era un
neue Grunderzeit
, un recomienzo: «La Europa nacionalista se ha puesto en movimiento mientras el mundo liberal está al borde del colapso.»
Sólo quedaba Inglaterra. Pero después del desastre de Dunquerque, donde el ejército británico tuvo que abandonar la mayoría de sus pertrechos y huir en una flotilla de barcos apresuradamente reunidos, sólo faltaba sin duda el golpe de gracia que asestaría la Luftwaffe. Era la conclusión inevitable. Si bien muchas tropas británicas habían conseguido retirarse, nadie podía pensar seriamente que volverían al continente dentro de poco. Es cierto que no habían sido derrotadas, pero estaban fuera de la guerra, o casi. Había planes para una invasión; quizá se llevase a cabo, quizá no. De todos modos, Hitler lo decidiría en el momento oportuno.
Los Langbehn/Pahnke-Lietzner no podían estar mejor situados para saborear los placeres de la victoria. Friedrich Pahnke estaba plácidamente instalado en París; Bruno había regresado a Berlín. Londres temblaba bajo sus globos cautivos y se preguntaba qué vendría después. En cuestión de unos meses, el pueblo alemán había sido catapultado desde ser los perdedores de la Primera Guerra Mundial a ser dueños de todo el norte europeo. El cambio de situación era asombroso.
Corrían el vino y la comida. Friedrich gozaba también de la satisfacción personal de los héroes conquistadores. Los alemanes en París tenían que soportar aquellas hoscas caras francesas, pero nada podía mitigar la euforia de las magníficas victorias. De lo contrario, había miles de prostitutas parisinas a mano para ayudarles a habituarse a su nueva situación de amos de Francia.
Como se había anunciado, aquella guerra estaba resultando muy beneficiosa para los civiles alemanes, y también para los uniformados. Los «frutos de la tiranía» ahora afluían a Berlín cargados en trenes. El resto de la familia Langbehn también tuvo oportunidad de disfrutar de ellos.
El botín bélico alentó la ilusión de prosperidad y paz en Berlín […] en verano la ciudad desbordaba de ropas hermosas, comida, perfumes y toda clase de lujos. Llegaban cajas enormes llenas de muebles y porcelanas, calzados y botas y lanas finas, medias y ropa interior de seda, cuadros y
objets d’art
[…] Las tiendas alemanas […] ahora vendían champán francés […] el estado de ánimo de la capital recordaba los mejores días de los dorados años veinte, y pocos se paraban a pensar que seguían en guerra.
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La espléndida colección de Ida de alfombras turcas y persas, tan grande que muchas tuvieron que colgarlas en las paredes de su piso de posguerra, tenía su origen en las que Friedrich se había arreglado para enviar desde París. Sin duda se las compró a un precio sumamente favorable a negociantes muy cuidadosos con no ofender a sus nuevos señores. Las comprara donde las comprase, tenía buen ojo para la calidad y envió docenas de alfombras. De una forma similar, el amor que Bruno profesó toda la vida al Courvoisier y al Rémy Martin databa de aquella época propicia en que empezaron a «importarse» licores franceses que llegaban en cajas a los bares y restaurantes de Berlín.
Lo que era aún más importante, aquella opulencia explicaba por qué Alemania había entrado en la guerra. Añadidos los productos lácteos y las carnes procedentes de Noruega y Dinamarca y la maquinaria de gran calidad que llegaba de las fábricas de Checoslovaquia, este botín fue crucial para propulsar la economía, de otro modo insostenible, del Tercer Reich. Incapaz de enriquecer a sus ciudadanos, como correspondía a la raza superior de Europa, y de sufragar al mismo tiempo un desmesurado programa de rearme, Alemania no tuvo otra alternativa que agotar los recursos de sus vecinos vencidos. La economía alemana había sido orientada hacia la guerra, pero sólo podía costearla mediante un imperio de pillaje: «Si vencemos, los billones que hemos gastado no pesarán nada en los platillos de la balanza.»
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