El nazi perfecto (25 page)

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Authors: Martin Davidson

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BOOK: El nazi perfecto
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La pauta estaba ya establecida; el antisemitismo generalizado era una realidad a la que los ciudadanos normales se adaptaban afanosamente, algunos con el corazón encogido, otros más receptivos al supuesto razonamiento subyacente. Incluso a quienes se declaraban exentos de cualquier agravio personal obvio contra sus vecinos judíos les resultaba imposible no reconocer que la «cuestión judía» estaba en todas partes. Los empresarios fueron obligados a decidir si despedían o no a sus colegas judíos. Wibke Bruhns transcribe las siguientes notas del diario de su padre, cuando éste estaba sumido en un mar de dudas sobre este dilema en la empresa que dirigía: 3 de abril de 1933: «Por la tarde, la patronal recom. la pos. expulsión del judío Jacobson; un signo de los tiempos.» 13 de abril: «Mañana. Primero oficina, luego reunión de la junta de la patronal en la que debido a las circunstancias políticas hay que expulsar por judío al señor Jacobson.»
[173]
He conocido a más de un alemán de edad, tan horrorizado como es humanamente posible por lo que más tarde ocurrió en el Holocausto, que sin embargo me confesaron en voz muy baja que en aquel entonces sus «padres y abuelos» debatían sobre un «tema» que exigía alguna solución: pero no el exterminio. «Tiene que comprender», me argumentaron, «que los judíos lo poseían todo: los grandes almacenes y los periódicos. Aquello no podía seguir así.»

Había quienes intentaban sostener que el antisemitismo era una obsesión exclusiva de Hitler, una aberración en un sistema social por lo demás saludable; para Sebastian Haffner, en un texto escrito hacia finales de los años treinta, esta negativa a admitir la capital importancia del odio a los judíos era un puro autoengaño:

Muestra lo ridícula que es la actitud que todavía existe en Alemania de que el antisemitismo de los nazis es una pequeña cuestión secundaria, a lo sumo una mácula leve en el movimiento, que uno puede deplorar o aceptar, según los sentimientos que le inspiren los judíos, y que tiene «poca trascendencia comparada con las grandes cuestiones nacionales». En realidad, esas «grandes cuestiones» carecen de importancia […] mientras que el antisemitismo de los nazis es un peligro fundamental y suscita el espectro de la ruina de la humanidad.
[174]

Para una serie de extranjeros admiradores de Hitler, lo que le hacía tan atractivo era precisamente su negativa a camuflar el antisemitismo. El más conocido era el aristócrata inglés Unity Mitford, al que un observador alemán describió como «alguien entre arcángel y modelo de un anuncio de jabón de baño», que cortejaba a Hitler con la resuelta intención de «llegar a ser la reina de Alemania…».
[175]

Para Hitler, no obstante, mostrar su acérrimo antisemitismo no era más que un comienzo. Quería saber cómo se resolvería la «cuestión judía». Y puesto que se trataba de la prioridad racial más acuciante del Tercer Reich, apenas era de extrañar que cada agencia nazi rivalizara por la oportunidad de proporcionar una respuesta decisiva. Pero sólo había una organización estatal que aunara la ferocidad de sus convicciones con la cruel sangre fría administrativa para que se le asignara la tarea de realizar los sueños incumplidos de Hitler, y en particular el problema judío: las SS.

Por tanto, en la decisión de Bruno de solicitar su alistamiento en las SS había mucho más que oportunismo o ambición; le situaba en el centro de la transformación crucial que se estaba operando en el Tercer Reich para pasar de una autoritaria dictadura fascista a un Estado nazi hecho y derecho, basado en los principios de la exclusión racial y una legítima agresión internacional. El Tercer Reich estaba en marcha, sentaba los cimientos de todo lo que se avecinaba cuando las ideas que Hitler encarnaba pasaron de la retórica a la acción.

Plenamente conscientes del crítico papel que habrían de desempeñar en la transición, las SS insistían en que sólo los nazis más adecuados podían alistarse en su cuerpo. En 1926, cuando Bruno se afilió al partido y a las SA, la necesidad de aumentar los efectivos hizo que no hubiera ningún proceso de selección. Sin embargo, en 1937, las SS discriminaban mucho más y buscaban oficiales de gran calibre. A diferencia de las SA, las SS no se habían forjado como una reacción a presiones externas tales como la guerra, el paro o el desastre económico, sino que habían nacido desde dentro de la visión del mundo nazi. A sus miembros no les movía la desesperación o una ingenuidad insensata; eran hombres maduros que habían asimilado y después abrazado el verdadero significado del nacionalsocialismo. ¿Era Bruno uno de ellos? ¿Poseía la íntima determinación para actuar realmente
aus Überzeugnung
, es decir, «por convicción»? ¿Hasta qué punto sería un elemento útil para contribuir a la visión hitleriana de un superestado alemán poderoso y racialmente purgado, para una cruzada que exigía un compromiso incondicional a los encargados de llevarla a cabo? Las SS estaban totalmente dispuestas a pasarse meses averiguando si Bruno tenía lo que buscaban.

El periodo de prueba empezó en enero de 1937. Constaba de una labor de control mínima, que él realizaba en casa, y no le daba derecho a vestir el uniforme negro de las SS. Le pedían que se moviera discretamente entre su antiguo círculo de derechistas y que observase y analizara todas sus actividades, que informara de ellas y tomase nota de sus actitudes hacia la administración y sus mandos. Bruno era un hombre muy bien relacionado y evidentemente disfrutaba de aquella labor clandestina. Finalmente, cierto día de agosto, recibió la buena noticia: había superado el periodo de evaluación. Pocas semanas después fue oficialmente admitido en las filas de las SS y recibió una nueva designación que acompañaría al número 36.931 de pertenencia al partido. Su número de serie en las SS era el 290.261. Ya estaba dentro.

No era difícil ver lo que había empujado a Bruno a solicitar su admisión. Ninguna otra organización nazi exudaba un aura tan oscura y amenazadora. No era sólo que fuese la última de una larga serie de formaciones paramilitares, sino que además poseía un
esprit de corps
cincelado en los misticismos y rituales que los nazis equiparaban con el conocimiento secreto. Con sus amuletos e insignias, las SS también sabían elegir un vestuario: los dos relámpagos gemelos, rúnicos y plateados SS, los anillos, las dagas y la insignia de la calavera, todo ello encuadrado por sus icónicas guerreras y gorras negras, camisas blancas y escueto brazalete rojo: los colores de la bandera nacionalista.

En un Estado que aseguraba haber erradicado la jerarquía social, las SS representaban el cenit de la doctrina nazi. Todos los alemanes pertenecían a una raza superior, pero las SS se proclamaban una raza por encima de todas, vinculada por lazos que Himmler pregonaba que habían caracterizado a las más poderosas organizaciones secretas de la historia, como los jesuitas o los reyes teutónicos. Eran ellos los que en última instancia portaban la sangre nacional y unían a los antepasados germánicos con los futuros descendientes del pueblo. Por detrás de su fachada de terror e intimidación, se arrogaban la personificación del honor y la caballerosidad. A Bruno, obviamente, le fascinaba todo esto.

Y el responsable era el Reichsführer Heinrich Himmler, jefe de las SS. Nadie movía los hilos del poder tan astutamente como él ni comprendía con tanta perspicacia los dos imperativos hitlerianos, la brutal voluntad de poder y su inquebrantable visión del mundo, a las que Himmler respondía con una especie de pragmatismo y ciego fanatismo. De voz suave y mentón débil, el Reichsführer de las SS sabía mejor que todos los demás paladines de Hitler cómo ejercer la autoridad en el Tercer Reich; en otras palabras, cómo tratar al Führer.

El mandato de Hitler se basaba en una paradoja. Era un hombre motivado por un pequeño y limitado número de dogmas que nunca admitían reparos ni enmiendas. Pero en el día a día su
modus operandi
se caracterizaba exactamente por lo contrario. Negligente y dilatorio en sus costumbres cotidianas, era, según parece, incapaz por naturaleza de tomar una decisión, y mucho menos de atenerse a ella; su máxima prioridad era rodearse de estructuras que hicieran imposibles los bloques de poder rivales. Prescindía por completo de la labor parlamentaria del Reichstag, hacía caso omiso de su gabinete político y mecánicamente delegaba poderes en varias personas, asegurándose así de que compitieran ferozmente entre ellas y de que no se formasen alianzas en su contra. Himmler entendía esto y lo utilizaba firmemente en su provecho.

Las SS no sólo eran fanáticamente leales al Führer, sino que creían que actuaban como una especie de apoderado para satisfacer sus deseos inexpresados. Comprendían los objetivos de Hitler, aun cuando éste no pudiera o no quisiera formularlos. Las SA y el ejército no poseían esta mentalidad. A medida que se agravaban con los años las atrocidades nazis, el sistema consistía en que lo inexpresable siguiera siendo indecible, aunque al mismo tiempo era inequívocamente claro para los que se ocupaban de que sucediera. El resultado era lo que un historiador memorablemente describió como «trabajar hacia el Führer», un sistema de delegación y docilidad en que los nazis con ambiciones se excedían en la letra de las instrucciones, por deferencia a su espíritu, incluso a falta de consignas específicas. Con una eficacia clínica, Himmler hizo que las SS fueran indispensables para Hitler, halagando su megalomanía sin desatar su paranoia.

En primer lugar, Himmler asumió el control de las prisiones y complementó las existentes con campos de concentración especialmente construidos con arreglo al original de Dachau. A continuación se ocupó de la policía. Fusionó las fuerzas regionales independientes, primero en Baviera y después en Prusia, en una sola entidad nacional que luego subdividió no según criterios geográficos, sino funcionales. Separó a la policía criminal, ahora denominada Kripo (
Kriminal Polizei
), de los detectives de paisano de la recién creada Gestapo (literalmente, policía secreta del Estado). Más tarde la Kripo y la Gestapo se fusionarían bajo la sigla SIPO (
Sicherheitspolizei
o policía de seguridad), conforme el imperio de Himmler creaba más departamentos y anexos. Todas estas fuerzas compartían una cadena de mando cuya cúspide la ocupaba sólo Himmler
[176]
. Para 1936, lo que había empezado siendo la tiranía de una policía de Estado desenfrenada se había transformado en un absoluto Estado policial.
[177]

La Alemania nazi no era distinta de otros regímenes dictatoriales. También los soviéticos tenían sus policías secretas, sus campos y su gobierno draconiano y arbitrario de intimidación e injusticia. Lo que hacía únicas a las SS era la importancia que concedían a la eugenesia. El Estado nazi se definía racialmente. Era un lugar común que las sociedades eran orgánicas, lo que significaba que se podía «curarlas» y hacerlas más aptas. Pero también significaba que eran vulnerables a los caprichos imprevisibles de la población, a «su condición humana», que podían «debilitarlas» o incluso «contaminarlas». Himmler encauzó las poderosas corrientes de intolerancia de los años treinta hacia una virulenta campaña de terror biológico contra los que no querían o no podían adherirse al sueño popular. Por medio de una mezcla letal de criterios médicos y jurídicos, las SS erradicaron a todos los que «ofendían» los «instintos saludables del pueblo». Se vanagloriaban de su capacidad de inocular una docilidad ideológica profunda y la instilaban con una mayor precisión que los gorilas idiotas de las SA.

Los nazis nunca se sentían más realizados que cuando clasificaban por categorías a los tipos y grados de marginados sociales (o
Asozialen
). Entre ellos estaban los enemigos pasivos del Tercer Reich, personas cuyos delitos estaban normalmente relacionados con el trabajo o el sexo: «Quienes por medio de infracciones leves de la ley demuestran que no se amoldarán al orden social que es una condición fundamental de un Estado nacionalsocialista, es decir, los mendigos, los vagabundos [los gitanos], las prostitutas, los borrachos, los que padecen enfermedades contagiosas, en especial las que se transmiten sexualmente, los que eluden las medidas adoptadas por las autoridades sanitarias.» Más biológicamente sospechosos eran los discapacitados físicos y mentales, a los que las SS diagnosticaban como «inútiles» porque «ponían en peligro» a las generaciones futuras.
[178]
Más peligrosos aún consideraban a los enemigos activos del nacionalsocialismo, grupos acusados de representar una amenaza biológica y moral al «río de sangre» alemana. Eran «de raza extranjera» (
Rassenfremden
), definidos —y se legislaba contra ellos— como una especie de enfermedad étnica (gitanos y zíngaros, por ejemplo).
[179]

Y por último estaban los catalogados no como de raza extranjera, sino «de raza enemiga» (
Rassenfeinden
): una comunidad que sólo por el hecho de vivir podría destruir a todo el Reich ario: los judíos. Nadie podía arrebatar a las SS el puesto que ocupaban en el Tercer Reich ni su misión prioritaria de vigilar el Estado y supervisar también su esencia biológica. No es de extrañar que Bruno estuviera tan ansioso por ingresar en el cuerpo.

Por si no fuese ya muy gratificante haber superado el proceso de selección, le aguardaba una noticia todavía mejor. No le habían asignado cualquier departamento, sino posiblemente el más importante: el SD Hauptamt (sede principal del servicio de seguridad), así como el RFSS (el Reischführung SS), un departamento interno del SD, adscrito a la jefatura de las SS. Fue una decisión determinante reinstalarle en la primera línea de la lucha más crítica del Tercer Reich: combatir a sus adversarios raciales y además a los llamados «enemigos de la visión del mundo», un conflicto que sólo se podía encomendar a los miembros más rigurosos y dignos de confianza.

El SD era creación de una de las estrellas oscuras del Tercer Reich, Reinhard Heydrich, asistente de Himmler y para muchos una figura aún más temible que su jefe. Pocos hombres encarnaban como él la gran paradoja del poder nazi: se deleitaba con su violín y su espada de esgrima mientras orquestaba escuadrones de la muerte y equipos de burócratas del Holocausto. Convirtió el SD, que era un órgano diminuto y marginal del partido, en uno de sus instrumentos más eficientes. Pronto no hubo apenas un sector del sistema nazi en el que no interviniera de algún modo. Heydrich incluso se hacía llamar «C», imitando conscientemente al servicio secreto británico al que tanto admiraba.

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