El nazi perfecto (21 page)

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Authors: Martin Davidson

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BOOK: El nazi perfecto
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Los nazis sabían recompensar a sus fieles seguidores. Hitler comprendía el poder de los símbolos. Al final del año anterior, el partido había establecido un sistema de premios y condecoraciones, un pretencioso programa de lealtades que permitía a los veteranos sobresalir de los afiliados más recientes. La condecoración más importante era la «insignia de oro del partido», una insignia redonda, con los bordes de oro, concedida como prueba de que su portador formaba parte de la élite del movimiento. Los criterios para su concesión eran estrictos —pertenecer al partido ininterrumpidamente desde hacía mucho tiempo y poseer un número por debajo del 100.000—, y Bruno descubrió que era uno de los apenas veintidós berlineses que cumplían los requisitos. Ostentar la condecoración reportó al veterano nazi prestigio y un apodo envidiado: «Faisán de oro» (en referencia a la corona dorada que rodeaba la circunferencia de la insignia y al galón rojo que a los oficiales del partido les gustaba ponerse en la charretera, pero también era un mote que se burlaba del pavoneo con que la mostraban sus poseedores). Seguiría siendo durante todo el Tercer Reich un emblema visible de su pertenencia a un círculo selecto de la nueva Alemania.

Por supuesto, muchos de los que lucían la insignia la habían recibido por el simple hecho de llevar muchos años en el partido. La afiliación de Bruno al movimiento iba bastante más lejos. Por haberse puesto de parte del partido y en contra de las SA, recibió un segundo y más explícito galardón: que le propusieran para el «tribunal de honor» de las SA (
Ehrengericht
). Era un reconocimiento de que Bruno no sólo había evitado tomar el partido de los revoltosos, sino de que sus superiores le consideraban muy útil en la lucha de las SA por recuperar la confianza de Hitler después de la purga, y que había desempeñado un papel clave en la tentativa de rehabilitarse de dicha organización.

El tribunal al que Bruno se refiere, el denominado
Ehrengericht
o tribunal de honor, era una respuesta directa de los nazis a los disturbios del verano de los «cuchillos largos». El 1 de agosto de 1934, el mando supremo de las SA (OSAF) decretó que se estableciese un tribunal especial,
Sondergericht der OSAF
, para investigar y juzgar casos «que son o serán graves a causa de la purga». Teóricamente los tribunales debían investigar casos directamente relacionados con el golpe de Estado del 30 de junio de 1934, pero también purgar a las SA de todos sus miembros indeseables, en particular de los que llevaban una vida inadecuada en la que hubiese inmoralidad, arribismo, materialismo, fraude, excesos alcohólicos, jactancia y despilfarro.

El tribunal, de hecho, era el modo en que el partido apretaba aún más las clavijas a las tropas de asalto sediciosas, y a la vez justificaba las muertes de junio. Como se complacía en recalcar la versión oficial, Hitler sólo a regañadientes las había ordenado, y movido únicamente por una preocupación desinteresada por el bienestar nacional. Los tribunales de honor contribuyeron a garantizar que prevaleciese esta versión de los hechos. Para Bruno fue una prueba adicional de hasta qué punto sus superiores apreciaban su fiabilidad. Sólo podían formar parte de ellos los que poseían un largo historial de activismo en favor de Hitler y que, por emplear la expresión nazi, no habían estado «expuestos a los síntomas de la enfermedad de las SA».

El 8 de agosto, el nuevo jefe de las SA berlinesas de Bruno, el Obengruppenführer Dietrich von Jagow, creó el tribunal de honor de Berlín-Brandeburgo. Tenía una importante sede nueva, en la gran central de las SA en la Tiergartenstrasse 4, el edificio que más tarde alojó el programa de eutanasia nazi y del cual tomó su nombre: «T4». Bruno fue elegido para ocupar una de las mesas principales, rodeado de oficiales de mucho más alta graduación que él. Su inquebrantable fidelidad a Hitler, sus convicciones ideológicas, su inmunidad al contagio de la desobediencia de las SA habían recibido la bendición oficial de la jerarquía nazi. Y fue algo que trascendía con mucho la simple concesión de una medalla. Su puesto en el tribunal le exigía actuar como una especie de representante del partido que investigaba y castigaba las transgresiones. ¿Qué mayor distinción podía haber para el activista Bruno que juzgar a quienes el partido consideraba deficientes?

No obstante toda la parafernalia de los juicios y el «honor», Bruno participaba, por supuesto, en poco más que una farsa. El intento de las SA de distinguir entre lo lícito y lo ilegal era ridículo. Bruno no tuvo empacho en legislar contra infracciones como los hurtos, el alcoholismo o simplemente el hecho de no ser «fiable», al mismo tiempo que aprobaba la tortura, los encarcelamientos ficticios, la intimidación y el asesinato, actos que no ponían en entredicho el sentido del «honor» de las SA. La brújula moral nazi nunca estuvo más descompuesta que cuando codificaba y legitimaba sus propias acciones.

Esta brutal supresión del ala revolucionaria del partido marcó una línea divisoria en el funcionamiento del régimen. Hasta entonces, las prioridades habían sido revolucionarias y cuasi militares: aplastar a los antiguos contrincantes e imponer conformidad dentro de sus propios límites. Pero era sólo el comienzo de la tarea de construir el Tercer Reich.

Tras casi dos años de incesante desorden y agitación, era el momento perfecto para que Hitler demostrase el alcance de su caudillaje absoluto. Había habido marchas y desfiles, pero la escala del nuevo proyecto no conocía precedentes, era un ataque a la propia historia para demostrar al pueblo que los nazis ahora operaban a un nivel más allá de la política convencional, que no rendía cuentas ni estaba limitado por las normas habituales. Por supuesto, detrás de los gestos y del espectáculo siempre había una agenda oculta en todo lo que Hitler hacía, y en este caso no hubo una excepción. Una vez descabezadas las SA, para los nazis era vital atraer de nuevo al redil a los más de tres millones de soldados de asalto. Hitler llamó a sus más competentes directores de escena: Goebbels, el maestro de la persuasión, y Albert Speer, el joven arquitecto de su corte, para que organizaran la gran función. Al régimen nazi lo definían la propaganda, los movimientos de masas y una participación ritual física, y había un lugar mejor aún que Berlín donde convergieron los tres elementos: las concentraciones de Núremberg. Sé por su historial en las SS que Bruno asistió a cuatro de estas reuniones anuales: en 1929, 1933, 1934 y 1935. Eran los grandes hitos del calendario nazi. Su magnitud, su vanagloria ostentosa, la idolatría y, después de atardecido, las borracheras, las comilonas y el alboroto que caracterizaban todas las reuniones de las SA tenían por objeto dejar sobrecogidos a todos los asistentes.

El mitin de 1934 habría de ser el más espectacular. La marcha de la puerta de Brandeburgo, el 30 de enero de 1933, había festejado la llegada del nacionalsocialismo al gobierno; Núremberg fue incomparablemente más grande y transmitió un mensaje totalmente distinto: el anuncio del Reich nazi milenario. La concentración de 1934 figura en la historia como el apogeo del triunfalismo nazi antes de la guerra; no es extraño que Hitler lo bautizara posteriormente como El triunfo de la voluntad. No podría haber sido un momento más oportuno, pocas semanas después de la muerte del presidente Hindenburg, porque eliminó el último obstáculo para que Hitler fuera proclamado Führer. Con su mezcla de recepción imperial india, triunfo romano, desfile con la bandera y marcha victoriosa, la concentración de 1934 constituyó la fecha en que cesó toda oposición efectiva a Hitler.

Bruno era uno de los 5.000 berlineses miembros del partido y de las tropas de asalto que se apiñaron en trenes especialmente fletados entre el 1 y el 3 de septiembre; su destino era la ciudad bávara septentrional de Núremberg. Era una huida de Berlín, una ocasión de sumergirse en el hogar espiritual del movimiento:, la bucólica y antigua Baviera en vez de la gris y tensa Prusia.
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El escenario era intensamente simbólico: primero, estaba el esplendor medieval de la propia Núremberg, cerca del centro geográfico del país, profundamente vinculada con la historia alemana a través del Sacro Imperio Romano Germánico. Sus casas de madera y sus estrechas calles sinuosas brindaban una alternativa acogedora y agradablemente popular a la modernidad «de asfalto» de Berlín. Pero los jerarcas nazis querían algo más que evocar el legado nacional. Por consiguiente, Hitler encargó a su talentoso y joven arquitecto Albert Speer que diseñara y construyera un centelleante y gigantesco estadio nuevo donde organizar vastas formaciones de tropas de asalto desfilando como en un tablero de ajedrez. Fue terminado justo a tiempo para la concentración de 1934. Unidos, el medievalismo de cuento de hadas de Núremberg con su entramado de madera y el cemento reluciente y de puño apretado de Speer, confirieron a las reuniones hitlerianas una doble apariencia bien visible: la de una colisión entre lo viejo y lo nuevo, el individuo y la masa, la campechanía y la brutalidad.

Lo que impulsaba a Bruno año tras año era algo más que la mera costumbre; estaba fascinado por la magnitud de los mítines. Los nazis buscaban una dimensión mítica. Hitler siempre se vio a sí mismo no como un dios, sino como su artista supremo, y Núremberg era su lienzo. Las concentraciones le permitían dramatizar la política nazi como una vasta expresión de la voluntad popular, aunque despreciara el proceso democrático. Pero detrás de la pompa y el simbolismo de 1934 se escondía un designio político muy especial: hablar a los hombres de uniforme pardo y, de ser posible, cerrar la brecha entre el partido y los paramilitares de las SA, para quienes todavía era reciente e incierto el recuerdo de los sucesos del 30 de junio y la «Noche de los cuchillos largos». La concentración iba a someterles a la máxima prueba de lealtad después del baño de sangre, sería la oportunidad de adaptarse al Führer o afrontar nuevas purgas.

Al final, el partido no tenía nada que temer. Para hombres como Bruno no suponía un sacrificio manifestarle al Führer que las SA estaban de nuevo integradas en el Tercer Reich y que los tiempos conflictivos se habían terminado. Hitler tuvo su desfile glorioso, que marcó la división definitiva entre la agitación y los disturbios sangrientos del
Kampfzeit
y la era dorada del nuevo Reich.

La concentración, aunque la más grande hasta entonces, explotó las mismas pautas bien establecidas de marchas, consagraciones, pases de listas y procesiones con antorchas. Esta vez, sin embargo, pudo celebrarse en la extensa explanada del Campo Zepelín habilitado por Albert Speer, con su pedestal gargantuesco y su plaza de armas, incluso más grande, el foro perfecto para reuniones de masas, donde el Führer y el pueblo podían destacarse físicamente uno de otro. Bruno y sus compañeros de las SA fueron alojados en grandes tiendas de campaña urbanas, erigidas en campos de las afueras de Núremberg, junto a otras que albergaban a las huestes ingentes de otras organizaciones.

La celebración comenzó el martes 4 de septiembre con recepciones para enviados de la prensa internacional y culminó con la llegada de Hitler. El resto de la semana se dedicó a una serie de días «temáticos», empezando por el «día de la apertura del congreso», en el que Rudolf Hess y otros paladines leyeron proclamaciones en la Luitpoldhalle. El jueves 6 de septiembre fue el día del trabajo, que congregó a una multitud de trabajadores reclutados para los importantes proyectos de construcción de carreteras con que Hitler planeaba solucionar el problema del paro. A continuación ocuparon el centro del escenario las organizaciones políticas, seguidas el sábado por las Juventudes Hitlerianas. Las dos últimas jornadas fueron consagradas a las SA y las SS, y en una atmósfera coherente con las negociaciones a puerta cerrada de la primavera y el verano, la concentración concluyó con la proclamación del ejército de su nuevo juramento de lealtad personal colectiva al Führer.

Cada uno de estos «días» contenía una serie conocida de ingredientes. Hubo discursos, algunos en interiores, otros al aire libre, algunos de día y otros también de noche, iluminados por antorchas humeantes y luces sesgadas. Ya era una visión imponente sólo pasear la mirada por el número fuertemente engrosado de nazis fieles. El movimiento siempre había contado sus efectivos por miles y, ocasionalmente, por cientos de miles. Pero el número de militantes había aumentado enormemente. Basta con comparar una imagen de la concentración de 1934 con una foto sacada en 1925, sólo nueve años antes, de Bruno reclinado y rodeado por sus colegas del Frontbann, todos cómodamente comprendidos dentro del marco de un negativo, y con cara individual plenamente discernible. Ahora, como el arquitecto Speer se había propuesto, la presencia de Bruno en Núremberg se volvió prácticamente invisible. No hay lupa lo bastante potente para localizarle en aquellas formaciones ingentes. Está allí en alguna parte, por supuesto, pero completamente perdido entre la muchedumbre de representantes del nuevo
Volksgemeinschaft
; no sólo las SA conocidas y sus homólogos de las SS, sino legiones de las Juventudes Hitlerianas, miembros del partido y otros diversos ejércitos de funcionarios nazis.
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En el curso de aquella semana, Bruno oyó los discursos pronunciados en la Luitpoldhalle por los mandos nazis (incluido Hitler), en medio de un auditorio que prorrumpía en aplausos entusiastas, con los brazos extendidos al máximo en incontables saludos nazis. En cuanto anocheció resucitaron las costumbres de las SA y mi abuelo se unió a sus camaradas de Charlottenburg en sesiones de bebida nocturnas y armaron camorra tanto en el campamento como en la ciudad, entablando numerosas peleas a puñetazos que enviaron al hospital a docenas de rivales.

Un informe de un jefe de las SA sobre los sucesos en el campamento de los camisas pardas durante una sola noche en la concentración de Núremberg en 1934 revelaba que todo el mundo estaba borracho, y una pelea multitudinaria entre dos grupos regionales a la una de la madrugada dejó a varios hombres heridos de arma blanca. En el camino de vuelta al campamento, algunos soldados de asalto atacaron coches, lanzaron botellas y piedras a las ventanas y golpearon a sus ocupantes. Toda la policía de la ciudad fue movilizada para tratar de detener aquel caos. Tuvieron que sacar de una letrina del campamento a un camisa parda borracho como una cuba que había caído dentro, pero murió poco después víctima de una intoxicación de cloro. El campamento no recuperó la calma hasta las cuatro de la mañana, y para entonces ya se habían registrado seis muertos y treinta heridos, así como otra veintena que habían sufrido lesiones al tirarse de coches o camiones.
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