No sólo se estaba haciendo maduro, sino que se encontraba en el mejor lugar posible para hacer carrera en el corazón del sueño nacionalsocialista: Berlín, que pronto se convertiría en una de las grandes capitales poderosas del mundo. A pesar de que a Hitler no le gustaba la ciudad (nunca podría competir en sus afectos con su refugio de montaña bávaro en el Obersalzberg), nunca se puso en duda que sería el centro del nuevo régimen nazi, la fuente de todo su poder, la sede de todas sus instituciones y, en su momento, el trampolín para ser el coloso que la Alemania nazi se esforzaba en ser.
Pero antes quedaba un asunto pendiente con todos los que aún se negaban a inclinarse ante la historia y reconocer el triunfo del nacionalsocialismo hitleriano. Para ellos sería también el día de ajustar cuentas. Para muchos miembros de las SA, no había tiempo que perder en el tránsito de la celebración a la revancha. Los primeros de la lista eran, por supuesto, los comunistas y los socialistas. En efecto, el hombre que dirigía el antiguo Mördersturm 33 de Bruno, el Sturmführer Hans Maikowski, la noche de la victoria de Hitler, el 30 de enero, todavía era joven. Seis horas de marcha y la ronquera causada por los cánticos sólo habían servido para exacerbar su agresividad. Ansiaba dejar señalada la importancia del día. Al frente de una banda de las SA de juerga, salió del Zur Altstadt, la taberna predilecta de Bruno en Charlottenburg, buscando camorra. Recorrieron de arriba abajo las conocidas calles comunistas del vecindario Kleine Wedding, en busca de alguien al que zurrar, esta vez como representantes victoriosos del nuevo régimen de Hitler. Fueron hasta la Wallstrasse antes de encontrar a un grupo grande y abatido de comunistas del Frente Rojo, todavía reacios a creer en los acontecimientos que habían tenido lugar aquel día. En cuestión de segundos se entabló una pelea, pero en esta ocasión, cuando sonó el inevitable disparo, fue Maikowski, el Sturmführer de las SA, el que se desplomó muerto en la calle.
Hans Maikowski, el hombre cuyo apellido se usó para la expresión «hacer un Maikowski» (cualquier acción que sobrepasara el nivel de violencia y vandalismo habituales de las SA), había recogido lo que había sembrado, aun cuando su muerte constituyó una victoria pírrica para los comunistas que le dispararon, un gesto de cólera inútil de unos enemigos del nuevo régimen, que deberían de albergar pocas dudas sobre la suerte que les esperaba. Las noticias del tiroteo electrificaron a una ciudad todavía convulsa por el triunfo nazi. «Maikowski será enterrado como un rey», declaró Goebbels, cuyos «funerales de Estado» eran ya maquinaria ritual bien engrasada. Maikowski, que se había pasado el día cantando la «canción de Horst Wessel», fue a reunirse con el compositor epónimo en el panteón de los mártires nazis.
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Su entierro fue un magno espectáculo.
Pero el legado de Maikowski adoptaría una forma mucho más violenta que la de una minuciosa necrológica. La satisfacción que pudo haberles producido a los atribulados comunistas eliminar a su némesis nazi habría de ser efímera.
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Bruno apenas necesitó que se lo explicaran con detalle. En lo sucesivo sus SA tendrían carta blanca para aplastar lo que quedaba de su viejo enemigo de Weimar, los comunistas y sus marionetas, los socialistas. Era un artículo de fe nazi que nada que valiera la pena podía obtenerse por medios pacíficos. La acción sólo exigía un análisis: el grado de voluntad y de crueldad que era necesario para realizarla. Si lo que querían era un «guante de hierro», de buena gana él ayudaría a proporcionárselo. El Standart 1 de las SA era sólo un regimiento entre otros muchos que pedían la oportunidad de perseguir y sitiar a los descarriados no nazis.
Si la muerte de Maikowski había conmocionado a las SA de Berlín, unas semanas después todo el país se sumió en un estado de emergencia aún mayor. A eso de las nueve de la noche del 26 de febrero, empezaron a circular por la ciudad rumores de que el edificio del Reichstag estaba escupiendo humo. El lugar se había convertido en un infierno para cuando los bomberos y la policía llegaron al edificio del Parlamento. Para los nazis fue el más fortuito desastre imaginable, un acto de sabotaje que justificaba medidas drásticas de urgencia. En palabras de un SA incapaz de contener su alegría:
Dios quiera que esto sea obra de los comunistas […] Estás presenciando el comienzo de una nueva época gloriosa en la historia alemana. El incendio es el comienzo […] ¿Ves ese edificio? ¿Ves que está en llamas? Si los comunistas se apoderan de Europa y la controlan aunque sea dos meses todo el continente arderá como este Parlamento.
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Como todos los demás SA de la línea dura, Bruno tampoco se interesó por los pormenores de lo que había sucedido realmente en las ruinas humeantes del Reichstag. Lo único que necesitaba saber era que se trataba (¡sin duda!) del preludio de un alzamiento comunista. Tal como aseguró otro testigo de las SA, la destrucción del Parlamento les dio la inspiración que anhelaban para pasar a la acción:
La almenara del edificio del Reichstag […] nos iluminó el camino […] Yo había formado un pequeño «escuadrón móvil» [
Rollkommando
] compuesto por los hombres más audaces de mi Sturm […] ¿Quién iba a asestar el primer golpe? Y Entonces llegó. [Había] indicios de fuego en todo el país. Por fin, el alivio de la orden: «¡Adelante!»
[«Packt zu!»]
Y salimos […] a borrar para siempre la sonrisita lasciva de las caras horrendas y asesinas de los bolcheviques.
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El incendio del Reichstag no fue, en efecto, un accidente, sino la acción deliberada de un bobalicón desafecto llamado Marinus van der Lubbe. Declaró que vagos motivos comunistas habían impulsado su acto, lo que vino de perlas a los nazis, aunque era evidente que había actuado solo
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. Goebbels aprovechó para fomentar el sentimiento de atrocidad nacional y exigió un «castigo» ejemplar. El presidente Hindenburg concedió amplios poderes de emergencia para que el gobierno protegiera a las «personas y al Estado», que fueron reforzados aún más después de las elecciones celebradas a principios de marzo.
Para los alrededor de sesenta hombres que formaban la sección del regimiento 1/1 de las SA de Bruno, Charlottenburg quedó transformada de un plumazo. Sus pocos kilómetros cuadrados de calles, viviendas, bares y plazas pasaron a ser un rincón del Estado nazi que no respondía ante nadie. El «feudo» era ahora un campo de batalla. Sabían lo que se esperaba de ellos. Iban a donde querían y cuando querían. Bruno estaba en su elemento. Años después, incluso amansado por la edad y una o dos copas de su coñac favorito, subsistían huellas de su antigua intransigencia: un rostro que en cuestión de un segundo pasaba de una sonrisa recelosa a una mirada acerada que decía «no me enfurezcas», la expresión de un hombre acostumbrado a creer que la prontitud en recurrir a la violencia era la más alta de las virtudes masculinas.
Y aquella vez sería distinto: ya no una serie de refriegas en las calles o navajazos en los callejones, sino una campaña orquestada de represión institucional. Bruno y sus camaradas quizá se esforzaron en parecer un «auténtico» ejército, pero no les resultó nada difícil adaptarse a su papel de carceleros y torturadores cuando aplastaban a los opositores. Era la tarea de los veteranos como ellos, los «antiguos combatientes», convertir la áspera amenaza callejera de las SA en una fuerza paramilitar pura y dura. Al hacerlo demostraron una pericia aterradora.
Tal como explicó más adelante Rudolf Diels, el jefe de policía prusiano:
Sin embargo, las tropas de asalto de las SA tenían el firme propósito de operar en los barrios comunistas de la ciudad. Aquellos días de marzo cada SA «pisaba los talones al enemigo» y cada cual sabía lo que tenía que hacer. Las tropas limpiaron los barrios. No sólo sabían dónde vivían los enemigos, sino que también habían descubierto mucho antes dónde tenían sus guaridas y sus lugares de reunión […] No sólo los comunistas, sino cualquiera que alguna vez hubiese hablado en contra del movimiento de Hitler estaba en peligro.
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Las SA empezaron habilitando sus
Dienststellen
(los bares, apartamentos alquilados y espacios de oficina que habían estado utilizando como puestos de mando) en celdas de detención y salas de tortura improvisadas; la mayoría de los bares tenían bodegas donde lo mismo se podía retener a presos que guardar barriles de cerveza. Había más de doscientos edificios de este tipo en Berlín que diferentes unidades de las SA enseguida convirtieron en centros de terror. Los Sturmlokalen servían de avanzadas desde donde salían hombres a patrullar las calles, así como lugares donde se acumulaba información sobre las actividades de los adversarios políticos. Y era a estos bares adaptados y otros locales comerciales adonde llevaban a punta de pistola a innumerables personas. Tras ser «detenidas» las «interrogaban», «juzgaban» y después enviaban a centros de detención de las SA más grandes y habilitados a toda prisa (a la General-Pape-Strasse, en Tempelhof, por ejemplo). Hasta la policía «ordinaria» de Berlín entró en juego y transformó su cuartel general en la Alexanderplatz en una improvisada cárcel política, dando el barniz de proceso burocrático correcto a lo que eran simplemente detenciones sin cargos.
Pocos de aquellos detenidos en los locales de las SA salieron sin ser maltratados. Algunos ni siquiera salieron: fueron asesinados o les dejaron morir a causa de sus heridas. Los locales de las SA estaban llenos hasta los topes y hubo que complementarlos con los llamados campos «agrestes», que se crearon prácticamente de la noche a la mañana para facilitar más espacio a las SA. Pero hasta los campos resultaron insuficientes y pronto los hombres de las SA estaban construyendo el primero de los campos de concentración alemanes propiamente dichos (
Konzentrationslager
o KZ), primero en Dachau, cerca de Múnich, y luego en una antigua cervecería del barrio Oranienburg berlinés. Dachau siguió utilizándose durante toda la duración del Tercer Reich, al igual que las técnicas de arresto, encarcelamiento, crueldad y degradación, practicadas por primera vez en aquellos infiernos. Nadie sabrá con certeza cuántas personas pasaron por ellos, pero no es probable que fueran menos de 100.000.
La taberna SA de Bruno, el Zur Altstadt, era demasiado pequeña para la nueva función que se le exigía. Mucho más adecuada como base de terror y represión era el cuartel general de su regimiento, situado en la Rosinenstrasse 4. Sólo unos meses antes había sido un importante edificio socialdemócrata. Ya no lo era. Las SA lo tomaron, lo rebautizaron Maikowski Haus y lo transformaron en un centro de detención con celdas para cuarenta presos. No pasó mucho sin que presenciara el primer asesinato. La víctima fue Fritz Kollosche, un miembro prominente de una milicia comunista antifascista. Murió en un hospital local de resultas de las palizas salvajes que sufrió a manos de oficiales de las SA.
En noviembre de 1933, la Maikowski Haus desempeñó un papel central en la eliminación del partido socialista obrero (SAP) de Charlottenburg, una escisión del KPD (Partido Comunista). Allí, unos meses después, en marzo de 1934, dos comunistas de la localidad, Walter Harnecker y Walter Walz, fueron golpeados hasta la muerte. El cuartel general de Bruno había estado a la altura de la brutalidad del hombre cuyo apellido portaba. Era solamente uno de los miles de lugares que hacían exactamente lo mismo no sólo en Berlín, sino en toda Alemania.
No hay documentos que informen de la participación específica de Bruno en todos estos sucesos. Antes de empezar mi investigación sobre su historial nazi, me habría sido imposible concebir que mi abuelo hubiera sido uno de los hombres que en las pocas fotos que han sobrevivido de aquella época practican tortura y encarcelan a adversarios. Había pensado que el Bruno más alarmante sería el de unos años más tarde. Pero lo que estaba leyendo sobre las SA y sobre las actividades del Sturm más agresivo de Charlottenburg cambió esta impresión. Por horrible que fuera para mí imaginar a mi abuelo sujetando a alguien o blandiendo una cachiporra en una de aquellas celdas, era totalmente coherente con lo que ahora sabía de las actividades de las SA en Berlín durante las semanas siguientes a la victoria de Hitler.
Lo cierto era que Bruno era uno de los hombres más antiguos de un Sturm que contaba con unos efectivos centrales de unos sesenta hombres. La violencia que estalló después de que Hitler conquistara el poder representaba la ocasión de que los nazis ajustaran las cuentas pendientes con sus acérrimos enemigos políticos. Las SA se regodeaban en las oportunidades de comportarse brutalmente. Sus miembros estaban orgullosos de que les definieran por ella. Nunca olvidaron que más del cincuenta por ciento del electorado no había, de hecho, votado por los nazis, sino por otros partidos, y que un treinta por ciento había votado a los socialistas o a los comunistas. Su prioridad era erradicar aquella notable fuente de oposición, y hacerlo de inmediato. No había mayor trofeo para un SA que el que le vieran desempeñar un papel clave y personal en este empeño, su capítulo más heroico. Bruno había sido un activista vociferante y enérgico en la lucha nazi durante ocho largos años. Había dirigido todos sus esfuerzos hacia este objetivo, y nunca había flaqueado ante la agresión y los sacrificios que reclamaba. ¿Por qué iba a detenerse ahora que su partido tenía a sus pies a todo el país, y también a sus odiados enemigos de la izquierda?
Al fin y al cabo, poco miedo tenían a que les detuvieran o les amonestasen; por el contrario, la barbarie gozaba del beneplácito de los más altos dirigentes de las SA. Altos mandos de la misma —el príncipe August-Wilhelm von Preussen, hijo del último káiser, y Karl Ernst, jefe de la sección de Berlín-Brandeburgo— presenciaron varios de aquellos «interrogatorios» y hasta vieron pasar por delante de ellos a los prisioneros mutilados. En diciembre de 1933, el Standartenführer Hell (del Standart 1) y el Sturmführer Kuhn (probablemente el mismo hombre que más tarde mataría a Harnecker y a Walz), superiores de Bruno, fueron felicitados por el Gruppenführer Ernst por «su excepcional trabajo en la lucha contra elementos hostiles al Estado». Si a la realeza alemana aquello le parecía tan edificante, no creo que a Bruno le crease problemas de conciencia.
Pero maltratar a los disidentes era sólo una pequeña parte de su aportación al nuevo Estado hitleriano. Dentista en un mundo de soldados y matones, nunca sería una figura semejante a la de Hans Maikowski, pero poseía algo de lo que carecían casi todos los SA: se desenvolvía con un pie seguro en los primordiales puntos ideológicos del nacionalsocialismo. Bruno demostraría su temple predicando la doctrina nazi y también persiguiendo a disidentes.